María de la Concepción Jesusa Basilisa Espina (Santander, 1869, 1877 ó 1879, parece que hay dudas sobre la fecha de nacimiento - Madrid, 1955), más conocida como Concha Espina, es una escritora española de referencia de la primera mitad del siglo XX y, a la vez, vez una enorme desconocida (salvo para quienes vivan en Madrid y cojan el metro en la estación que lleva su nombre). Fue candidata al Premio Nobel de Literatura en 1926 (ganó el premio, por un voto, la italiana Grazia Deledda). Según la wikipedia, fue candidata al Nobel también en 1927 y 1928, pero como es la única fuente que he leído que afirma esto, habrá que considerarlo con precaución. Fue también, por dos veces, aspirante a ser la primera mujer en ingresar en la Real Academia Española. Pese a todo, su estilo, entre el realismo y el lirismo sentimental, y cierta moralina en muchas de sus obras (era una cristiana radical, aunque algunas de sus opiniones sobre temas como el papel de la mujer o el divorcio no casen muy bien con eso) ha hecho que muchos críticos la hayan tenido por una escritora menor. La crítica actual está empezando a revalorizar su obra.
Capítulo I
EL SUEÑO DE LA HERMOSURA
EL SUEÑO DE LA HERMOSURA
Vibra el soplo estridente de la máquina que desaloja vapor, cruje con recio choque una portezuela, algunos pasos vigorosos repercuten en el andén, silba un pito, tañe una campana, y el convoy trajina, resuella y huye, dejando la pequeña estación muda y sola, con el ojo de su farol vigilante encendido en la torva oscuridad de la noche.
El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil, buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al vagón, acomoda su equipaje -una maleta y el portamantas- en la rejilla del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje guarda Rogelio Terán, que así se llama el mozo, toda su fortuna: poco dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.
Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla del techo difunde, sólo se logra averiguar que entrambas duermen: la una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren, esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones vacíos y los equipajes inertes.
Distrae el caballero unos minutos en cambiar el hongo por la gorra, ceñirse una manta a las rodillas y limpiar los lentes con mucha pausa y pulcritud. Luego previene un cigarrillo, lo coloca en los labios con esa petulancia habitual del fumador, y enciende una cerilla.
Mas antes de dar lumbre a su tabaco, inclina curioso el busto hacia la dama, dormida enfrente, de la cual ya ha sorprendido un cándido perfil, rodeado de cabellos oscuros, en el fonje lecho de la almohada. Con más audacia descubre ahora las hermosuras de aquel semblante serenísimo que duerme y sonríe. La llama tembladora del fósforo quema los dedos cómplices sin que el viajero artista deje de ver y de admirar: la tez morena clara, de suavísimo color; puras las facciones y graciosas; párpados grandes y tersos, orla riza y doble de pestañas que acentúan con apacible sombra el romántico livor de las ojeras; mejillas carnosas y rosadas; correcta la nariz, encendida la boca, y en las sienes un oleaje de cabellos negros desprendidos del peinado, que caen sobre las cejas y nimban la cara como una fuerte corona...
Tales maravillas cuenta la temblorosa luz al extinguirse de un soplo, semejante a un suspiro, mientras el ocioso mirón falla en silencio: -¡Admirable!, ¡admirable!-. Y se respalda en el sofá escudriñando con golosa mirada a la otra incógnita dormida. Inútilmente: la mantilla o toca que le cela el rostro, no ofrece el menor señuelo a las audacias del furtivo y galante explorador. El cual, entonces, se decide a encender su olvidado cigarrillo, y fuma con impaciente y nervioso afán, puestos los ojos y el corazón en el dulce misterio de aquella hermosa mujer...
El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil, buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al vagón, acomoda su equipaje -una maleta y el portamantas- en la rejilla del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje guarda Rogelio Terán, que así se llama el mozo, toda su fortuna: poco dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.
Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla del techo difunde, sólo se logra averiguar que entrambas duermen: la una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren, esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones vacíos y los equipajes inertes.
Distrae el caballero unos minutos en cambiar el hongo por la gorra, ceñirse una manta a las rodillas y limpiar los lentes con mucha pausa y pulcritud. Luego previene un cigarrillo, lo coloca en los labios con esa petulancia habitual del fumador, y enciende una cerilla.
Mas antes de dar lumbre a su tabaco, inclina curioso el busto hacia la dama, dormida enfrente, de la cual ya ha sorprendido un cándido perfil, rodeado de cabellos oscuros, en el fonje lecho de la almohada. Con más audacia descubre ahora las hermosuras de aquel semblante serenísimo que duerme y sonríe. La llama tembladora del fósforo quema los dedos cómplices sin que el viajero artista deje de ver y de admirar: la tez morena clara, de suavísimo color; puras las facciones y graciosas; párpados grandes y tersos, orla riza y doble de pestañas que acentúan con apacible sombra el romántico livor de las ojeras; mejillas carnosas y rosadas; correcta la nariz, encendida la boca, y en las sienes un oleaje de cabellos negros desprendidos del peinado, que caen sobre las cejas y nimban la cara como una fuerte corona...
Tales maravillas cuenta la temblorosa luz al extinguirse de un soplo, semejante a un suspiro, mientras el ocioso mirón falla en silencio: -¡Admirable!, ¡admirable!-. Y se respalda en el sofá escudriñando con golosa mirada a la otra incógnita dormida. Inútilmente: la mantilla o toca que le cela el rostro, no ofrece el menor señuelo a las audacias del furtivo y galante explorador. El cual, entonces, se decide a encender su olvidado cigarrillo, y fuma con impaciente y nervioso afán, puestos los ojos y el corazón en el dulce misterio de aquella hermosa mujer...
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on 20 mayo 2009
at 17:59
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