Sobre las dificultades que existen a la hora de poder ser simultáneamente multiculturalista y feminista.
Uno de los errores que envuelven a la corriente del multiculturalismo reside en el uso de la falacias ad misercordiam y ex populo. Y aunque la primera apela a los sentimientos con el fin de crear un clima emocional a favor de una causa, y aunque la falacia ex populo maneja el criterio cuantitativo de la mayoría como núcleo argumental, no obstante y pese a sus diferencias estas falacias tienen algo en común: las personas que incurren en ellas, convencidas de que tienen la razón de su parte, no entran a valorar otros aspectos y, por tanto, en su intención no está profundizar. Y puesto que, además, se empeñan en utilizar un criterio dogmático de verdad basado, bien, en el afecto (falacia ad misercordiam), bien, en la fuerza del número (falacia ex populo) se conducen por estereotipos más o menos manidos y apenas dejan sitio para la argumentación y el razonamiento. Así, entre las muchas limitaciones ideológicas que enturbian la corriente del multiculturalismo, aquí observaremos las dificultades que existen a la hora de poder ser simultáneamente multiculturalista y feminista.

Orígenes del multiculturalismo
En el año 1789 nacía, en Francia, la Asamblea revolucionaria. Cien años más tarde, en 1889, era creada la Segunda Internacional, y con el paso del tiempo, en 1989, Europa era espectadora del hundimiento del Telón de Acero y del desmoronamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), y demás países satélites. En esta situación y a falta de un proletariado al que redimir, buena parte de la izquierda europea se afanaba en encontrar grupos y colectivos humanos a los que poder prestar su atención. En medio de una gran crisis ideológica arraigaría con fuerza el multiculturalismo.
Dos son en esencia las características de este movimiento que pretende erigirse en voz de las nuevas víctimas, en mensajero de ese nuevo proletariado que son los pueblos oprimidos del mundo. Por una parte, el multiculturalismo constituye un fuerte revulsivo frente al fenómeno de la globalización y homogeneización que por doquier y a su paso genera Occidente. De hecho, el multiculturalismo critica el modelo monocultural, por exclusivista, de Occidente, al tiempo que proclama el valor y coexistencia de todas las culturas. Pero por otra parte, el multiculturalismo reivindica la necesidad de mantener, incluso ante el riesgo de extinción, algunas de las muchas y variopintas identidades culturales que hay en el planeta. Es más, en ocasiones, autores como Philip Alston, Cees Flinterman, la filósofa holandesa Marlies Galenkamp… propician la aparición y vigencia de nuevos derechos, los derechos culturales. Por supuesto, en esto colabora la seducción por la virginidad, por el folclore, por el primitivismo, por la riqueza cultural…, por el sueño de la armonía colectivista, asunto que supo traducir muy bien Ana Tortajada al escribir, refiriéndose a la sociedad afgana, cómo:

«lo común está por encima de lo individual, las necesidades del grupo se priorizan y es el grupo quien vela por las de cada individuo. El individualismo feroz de nuestra sociedad no existe entre ellos. Las decisiones se toman de forma consensuada.»
Pues bien, si tan estupenda es la estructura de la sociedad afgana, ¿para qué viajó Ana Tortajada a Afganistán, por qué pretendía descolectivizar a las mujeres que bajo la presión del grupo viven en los muros carcelarios del burkha? Y sobre todo, si Tortajada habla del individualismo como algo «feroz», ¿por qué se empeña curiosamente en convertir a las mujeres en personas, esto es, en individuos con margen de decisión y voluntad propias?
Al margen de los sueños y mitos que siempre generan las vanguardias, lo cierto es que el multiculturalismo choca con los esfuerzos que despliegan las Agnes Siyiankoi (Kenia) que, con riesgo a sus personas, han criticado no solo la forma en que las tradiciones culturales fosilizan a las personas, sino el modo en que consiguen marginar, desde poéticas retrógradas, a las mujeres massai. Y mientras a muchas mujeres no occidentales que defienden los valores democráticos de Occidente se las acusa de traicionar a sus culturas y de caer en las trampas del occidentalismo, paralelamente sucede que a quienes defienden desde Occidente la extensión de libertad y los derechos individuales se les denigra bajo el argumento de generar a su paso intolerancia y xenofobia cultural.
Que el multiculturalismo choque con los esfuerzos de emancipación de las Agnes Siyiankoi no es casual, tanto o más cuanto que esta ideología procede a definir a las personas en términos culturales negando, frente a la tradición de Occidente, la vigencia de la idea de ciudadanía política y social. Ahora bien, bajo estrategia, ha declarado recientemente Oriana Fallaci,
«Occidente revela… un odio por sí mismo que es extraño y solo puede ser considerado patológico; Occidente… ya no siente amor por sí mismo, en su propia historia solo ve lo que es deplorable y destructivo, mientras que no percibe lo que es grande y puro».{1}
Yendo un poco más allá de la observación de Fallaci, planteamos esta pregunta: ¿todas las identidades culturales han de ser amparadas, mimadas, protegidas, incluso fomentadas por igual, incluso a riesgo de pervertir y vaciar el concepto de igualdad? ¿Todas las manifestaciones culturales son en sí elementos dignos de aplauso y de reconocimiento al margen, inclusive, de que existan burkhas, esclavitud femenina, ablación de clítoris, uso de discos alargadores del cuello femenino, lapidación hasta la muerte de mujeres, etc.? ¿Es lícito enfatizar desde el multiculturalismo en la necesidad de poner en práctica políticas asimilacionistas, amén de proteccionistas, cuando el nexo embrionario de muchas culturas es ferozmente machista, además de netamente represivo y antihumano? ¿No se corre el riesgo de mantener a grandes colectivos, entre ellos el de las mujeres, dentro del terreno de lo presimbólico y de la muerte civil? O como ha denunciado la musulmana canadiense-ugandesa Irshad Manji, ¿es que «la cultura es razón suficiente para consentir el sufrimiento humano»?

Latifundios culturales
«Imágenes en movimiento y espectadores desterritorializados que funcionan como fuerzas estimulantes al trabajo de la imaginación [...]. La imaginación presenta, incluso, una fuerza peculiarmente nueva en la vida social de la actualidad: como nunca antes, muchas más personas en muchas más partes del planeta consideran un conjunto mucho más amplio de vidas posibles para sí y para otros.» Arjun Appadurai, La modernidad desbordada (2001)
Aun a riesgo de recibir el baldón del «etnocentrismo», no cabe duda de que cuesta trabajo ser simultáneamente multiculturalista y feminista, pese a toda la imaginación que queramos echar según Appadurai. Y decimos que «cuesta mucho trabajo» sobre todo cuando vemos cómo en el multiculturalismo funciona a la perfección la paradoja nominalista que Claude Lévi-Strauss supo a la perfección formular. Decía categóricamente este antropólogo, y a modo de mandamiento del credo multiculturalista, que «salvaje es quien llama a otro salvaje».
Aunque contiene bastantes dosis de verdad la formulación de Lévi-Strauss, no obstante debemos tener cuidado y no caer en cualquier tentación de dogmatismo, sea del signo que sea y provenga de donde provenga. Es más, si la capacidad de pensar, de reflexionar es lo que nos hace humanos, que no fanáticos, nunca se puede admitir como silogismo verdadero que la crítica hacia los países no occidentales esconde siempre y por definición una forma de neocolonialismo. Y es que nunca es buen negocio, ni a corto ni a largo plazo, sostener la existencia de latifundios culturales inmunes y externos a la crítica y más cuando, en caso de negarse desde la Weltanschauung multiculturalista el derecho a censurar costumbres, ritos… no occidentales, podríamos encontrarnos en el absurdo de no poder desplegar, por la misma regla de tres, el espíritu crítico contra muchos de los comportamientos deplorables que ensombrecen a Occidente. Y entonces nadie, pongamos un ejemplo, podría criticar a un hombre que pega a su mujer y/o a sus hijos porque, al criticar a un maltratador, pasaría ontológicamente a convertirse en «maltratador». Y nadie, ni siquiera la escritora senegalesa Biléoma Mbaye, alias Ken Bugul, que se ha casado con un hombre que tiene 20 esposas, debería censurar lo que le sucede en una capital europea a una joven emigrante, sumida en las drogas y la prostitución. Y de idéntica forma nadie podría, en fin, denunciar el holocausto hitleriano y estalinista porque, en el momento de hacerlo, se volvería, gracias a los poderes mágicos del lenguaje, en un salvaje. Y tan solo por tildar de inhumanos a quienes permitieron el auge y propagación de esos enormes incendios genocidas.

El regreso de Gorgias
El sofista Gorgias decía, en un arranque de nihilismo, que «la verdad no existe y que si existiera sería inexpresable». Con el multiculturalismo, el espíritu de Gorgias ha vuelto de lleno a la escena ideológica, pues desde él, las multiculturas son artefactos, por invaluables, incomprensibles, amén de inexpresables para quien está situado al otro lado de la frontera y las mira con ojos occidentales.
En medio de esta opacidad epistemológica, la anatomía de las multiculturas es recorrida por esencias inaprehensibles. Ahí radica, pues, la grandeza de las multiculturas. Y quizá también ahí radica su misterio, su excepcionalidad. Sin embargo, si las multiculturas son, al modo dionisíaco, engendros que escapan a la razón, pues no permiten ser enjauladas dentro del yugo de las palabras lógicas, resulta que las multiculturas acaban siendo consideradas como expresiones llenas de vida, capaces de trascender el espacio de cualquier debate e incluso de superar las lindes de cualquier crítica.
Con un planteamiento nihilista de este tenor, ocurre que al final el irracionalismo acaba caracterizando a las culturas no occidentales. E igual que los seguidores de la ufología sostienen que las pirámides egipcias y aztecas fueron construidas con la ayuda de seres extraterrestres, pues afirman que la arquitectura tan compleja de esos edificios no pudo ser fruto de la pequeña inteligencia de egipcios y aztecas, del mismo modo hoy en día se acepta que el no Occidente permanezca lejos de los beneficios de la racionalidad, a descubierto del techo de la sensatez y del Estado de Derecho, toda vez que es negada la existencia de principios éticos universales.
Sin duda, la bandera de la diversidad (y de la falsa igualdad) moral es uno de los peores frutos del «multiculturalismo». Movimiento este que en lugar de lanzarnos a la transformación, en el sentido izquierdista, de la realidad nos sume en el apeadero de la parálisis y de la inacción: ¡Salvaje es quien llama a otro salvaje! Ergo, no puedo hacer nada ante la injusticia que para mí y desde mi cultura es injusticia, y más cuando lo que yo tipifico como injusticia constituye un valor de norma de la cultura a la que no pertenezco y me es ajena. Dicho con otras palabras. A falta de normas objetivas, externas al grupo, no existe el derecho a evaluar y, menos aún, a inmiscuirse en los usos y costumbres de las otras culturas. Y pese a que, en el período que abarca de 1996 a 2001, el número de mujeres clitoridectomizadas ha ascendido a 130 millones según datos de la OMS, no obstante siempre sería erróneo proceder a criticar una cultura foránea, así como sus respectivos referentes (como extirpación del clítoris, como negación de derechos para las mujeres…). Y sería erróneo por la falta de identidad, de lealtad y de pertenencia cultural de quien lanza denuncias y nunca ha vivido y/o aceptado los valores culturales que osadamente pone en solfa.
¡No existe la verdad, decía Gorgias, y si existiera sería inexpresable! Sin embargo y como denuncia la feminista de origen somalí Ayaan Iris Alí, «lo que estos relativistas culturales no ven es que al mantener temerosamente al margen de toda crítica a las culturas no occidentales, encierran al mismo tiempo a los representantes de aquellas culturas en su atraso. Detrás de todo ello están las intenciones más dispares, pero ya sabemos que el camino al infierno está pavimentado de los mejores propósitos. Se trata del racismo en su acepción más pura».
Con esta forma, pues, de enfocar las relaciones humanas el veneno de la exclusión siempre está ahí, oculto, agazapado. De hecho, por cuestiones tan coloristas como conservacionistas, en nombre del multiculturalismo se están creando nuevos guetos e impidiendo que los seres humanos, al ser asimilados como «lo otro», puedan romper con sus tradiciones y costumbres musivarias. Pero es que también, en nombre del multiculturalismo, paradójicamente se está cercenando la posibilidad de que las mujeres abandonen su status de alienación e invisibilidad milenarias y, por tanto, dejen de ser prisioneras de esas culturas tan antiilustradas y antimodernas como igualmente represoras y machistas.
Pues bien, ante estos y otros desatinos solo cabe decir, como ha apuntado Rosa Cobo, que «la exaltación de la diversidad moral no significa necesariamente mayor desarrollo moral. Ni toda diversidad ni toda diferencia son éticamente aceptables, ni todo punto de vista cultural en sí mismo tiene valor ético. La cultura y la moral son ámbitos distintos: «no es lícito moralmente aceptar incondicionalmente toda variedad de vida por el sólo hecho de ser diferente. La diversidad, tomada en sí misma, no tiene ninguna connotación moral positiva. Ni toda experiencia nueva es saludable ni todas las formas de vida son moralmente legítimas». Las prácticas culturales y las formas de vida diferentes son dignas de protección y defensa sólo si no vulneran los derechos de los individuos. La mutilación genital femenina es una práctica cultural que no amplía precisamente el contexto moral».{2}

Cuestión de «anécdota»
El problema gravísimo que tiene a sus espaldas planteado el multiculturalismo es que, bajo la añagaza de tolerancia y respeto a las culturas, no solo estamos olvidando a las personas de carne y hueso, sino que convertimos a las mujeres y hombres en súbditos de sus respectivas Culturas. Y si nosotros podemos criticar los defectos, que los hay, de nuestra cultura occidental, no obstante, y esto es fruto de la falacia ad hominem, no permitimos sin embargo lanzar críticas hacia culturas no occidentales. Dicho de otra forma. El problema gravísimo que tiene a sus espaldas planteado el multiculturalismo es que, bajo la fascinación romántica y hegeliana de respetar el Volkgeist de las Culturas del Mundo, omitimos el dato, en absoluto banal, de que enormes sectores de la población carecen de los más mínimos derechos civiles y políticos. ¿Es por esto por lo que algunos heraldos de la multiculturalidad admiten la ablación del clítoris, o clitoridectomía? Sin duda, pues en estos términos se ha posicionado la Premio Nobel africana Wangari Maathai y, cómo no, también la política, también africana, Aminata Traoré. Recordemos que Aminata Traoré, ex ministra de Cultura de Mali, afirmó sin tapujos que «nos duele más el expolio económico que la ablación».{3}
Con esta filosofía a todas luces reaccionaria, no extraña entonces que, tras dirimir en cónclave la excelencia de unos ensayos feministas entregados a la ocasión para un certamen de investigación, uno de los miembros del jurado, para más señas mujer, tuviera la audacia de soltar en voz alta que «la ablación del clítoris era una anécdota». Tamaña afirmación, que me dejó espantada, y perpleja durante muchos días, no solo procedía del acaloramiento pasional que siempre genera el fanatismo ideológico; asimismo provenía de la propia contradicción que asfixia a los partidarios de cierta progresía, sean hombres o mujeres. Contradicción por la que, pese a defenderse en nombre de la multiculturalidad, y en bonita oratoria, la riqueza de pareceres y la pluralidad de conductas, casi nunca llega a aceptarse –de nuevo, la falacia ad hominem– a quien diverge del sentido absoluto (y oficialista) de los heraldos de la contracultura. Y es que, llevada por la pasión, buena parte de la vanguardia artística e intelectual desarrolla, gracias al bautismo de ideas, un peligroso status «vocacional», asunto que criticaría y seriamente el escritor polaco Witold Gombrowicz cuando pudo no solo percibir en primera persona los efectos que generan esas jaulas invisibles que son las ideologías, sino advertir en clave testimonial cómo se te permite poner en duda todas las verdades si estás al lado de lo que es objeto de crítica, y cómo al mismo tiempo:
«tengo que silenciar estos mismos autoanálisis al encontrarme dentro de las filas de la revolución. Ahí, de golpe, la dialéctica cede su sitio al dogma y, a consecuencia de un viraje asombroso, este mundo mío relativo, movedizo, confuso, se vuelve un mundo definido, con precisión, sobre el cual en realidad ya todo se sabe. Hace un momento planteaba yo problemas –ellos me incitaron a hacerlo solo para que pudiera salir de mi piel con facilidad– ahora, cuando estoy a su lado, tengo que volverme categórico. Me asombra esta increíble duplicidad [...] incluso de los más intelectualmente refinados: cuando se trata de destruir la verdad del pasado ese hombre despierta nuestra admiración por la libertad de su espíritu desmitificador, por el anhelo de sinceridad interior, pero cuando seducidos por ese canto dejamos que nos lleve hasta su doctrina, ¡paf!, la puerta se cierra… y ¿dónde nos encontramos? ¿En un monasterio? ¿En el ejército? [...] No se halla uno frente a un ilustrado sino frente a un ciego, semejante a la noche más oscura. ¿Librepensador? Sí en tu terreno. En el suyo, fanático»{4}
A la sombra del Padre «Las Casas»
El odio hacia Occidente forma parte de la peor cosecha del nacionalismo ideológico que denominamos «multiculturalismo». Es por ello por lo que pueden aparecer en su seno, y no pocas veces, elementos doctrinalmente reaccionarios, amén de peligrosos. («La ablación del clítoris es una anécdota», declaraba una feminista de pro.) Pero ante estas declaraciones de las Aminata Traoré de turno, quiero recordar este dato: ¿no había dicho Marx que las normas sociales, que las leyes, que las costumbres… eran fruto directo de las condiciones históricas y que para avanzar había que cambiar, transformar, modificar esas condiciones históricas y ello con el fin de sacar a las personas del estado de postración, de alineación, de indefensión… en el que viven y permanecen? Entonces, ¿por qué separar la clitoridectomía de la pobreza, del analfabetismo y del horror que generan muchas culturas patriarcales sexualmente represoras? ¿Es que solo hay que criticar a Occidente, es que no hay nada deplorable fuera de él?
Si en su momento a Marx y a Engels les preocupó y mucho la elevada tasa de alcoholismo entre la clase obrera, ¿por qué hoy un sector del feminismo que siente en sus manos la llama rebelde del neomarxismo y se declara a la vez pro multiculturalista no habla, en sus cursos, libros y seminarios, de las prácticas de mutilación genital (clitoridectomía, extirpación de labios menores, infibulación, segregación, maltrato, falta de derechos civiles…)? ¿Por qué, en nombre de un falso sentido de la tolerancia, cierto feminismo multiculturalista calla que las prácticas de ablación del clítoris afectan a más de dos millones de mujeres al año, como se denunció durante la Conferencia sobre Población y Desarrollo, celebrada en La Haya a instancias de la ONU? No lo sabemos, pero en todo caso si el significado multiculturalista de la tolerancia parece tolerarlo todo, las luchas de Katharine Stewart-Murray, de Germaine Tillion, de Constance Yai, de Waris Dirie, de Hayaan Hirsi Ali… y de otras muchas amazonas contra estas torturas bárbaras naufragarán en la nada.
El sevillano Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566) se hizo eco, por su elevada sensibilidad, de las desdichas que padecían los indios a manos de los conquistadores españoles. Fue, pues, un acérrimo defensor de los derechos humanos de los indios. Y así, por ese afán justiciero suyo, ha pasado a la Historia. Sin embargo y para su desgracia, Las Casas justificó la esclavitud de los negros con el fin de lograr la liberación de la población amerindia. De este modo, emprendió la lucha por liberar a una parte de la humanidad suscitando, al mismo tiempo, no menos efectos calamitosos sobre otra porción de la humanidad, de modo y manera que al defender a unas víctimas provocó otro tipo de víctimas.
Este suceso bastante desconocido, incluso entre la élite intelectual, posee un enorme valor, pues cabe preguntarse si no llevamos a nuestras espaldas la sombra de «Las Casas», o si al abanderar sin matices ni debates ese nacionalismo ideológico que es el multiculturalismo no repetimos la obra de fray Bartolomé.

Feministas invisibles
«No, no se trata de una cuestión de identidad. Se trata de derechos humanos. No puedo callar ante la humillación de la que son objeto las mujeres en nombre del Islam.» Entrevista a Irshad Manji, Algemeen Daghlad, 19-VI-2004.
Desde hace muy poco tiempo empiezan a editarse tímidamente textos de mujeres y hombres que, desde otros países, ejercen el oficio de la escritura. Es el caso de Ama Ata Aïdoo, Amma Darko, Amos Tutuola, Bandele-Thomas alias Biyi, Ben Okri, Buchi Emecheta, Calixthe Beyala, Chinua Achebe, Ken Saro-Wiwa, John Maxwell Coetzee, Nuruddin Farah, Ken Bugul, Mariama Bâ, Nuruddin Farra, Sami Tchak, Sédar Senghor, &c. Con sus aportaciones no solo conocemos sus pensamientos, sus temores, e inclusive sus obsesiones más íntimas. Sino que además siempre son motivo de enriquecimiento. Y es aquí donde reside lo mejor del multiculturalismo que, como reacción a la cultura de la identidad, defiende el valor de las opiniones, la riqueza de las divergencias, de los matices…, al tiempo que subraya la necesidad de la pluralidad, lo cual es encomiable. Sin embargo, debajo de esta búsqueda de lo multifactorial, o debajo del empeño en no encerrarse en estereotipos facilones y manidos comprobamos la existencia de una vis perversa. ¿Por qué? Porque para quien defiende el multiculturalismo la libertad individual y, con ella, la democracia no son entidades culturales que valgan la pena aplicar en la mayoría de los países no occidentales. Así que es esencialmente por este hecho por lo que criticamos ese multiculturalismo que propaga el culto pagano al etnicismo y, lo que es peor, propende a provocar dosis de racismo, tanto o más cuanto que la discriminación cultural (o hecho diferencial) es un motivo para que el buen salvaje continúe sin cambios, en su nivel de atraso, viviendo como un fósil dentro de ese útero cultural «exótico y pintoresco» que es el Tercer Mundo. Y es que como denuncia el antropólogo indio y profesor de la Universidad de Chicago Arjun Appadurai:
«en la medida en que muchos de nosotros nos encontramos racializados, biologizados, minorizados y reducidos –en vez de potenciados– por nuestros cuerpos y nuestras historias [resulta que] nuestros acentos, diferencias y peculiaridades se vuelven nuestras prisiones, y la figura de la tribu nos diferencia y nos aparta.»{5}
Mientras las élites de Occidente se embarcan en la new wave multiculturalista que, por cierto, también es defendida, y no es casual, por la extrema derecha francesa, en concreto por la Nouvelle Droite; y mientras la práctica mayoría de la clase intelectual occidental busca salvar su crisis de identidad arrojándose a los fueros de la transexualidad cultural, asunto que ya el propio Chauteaubriand supo describir al encontrarse a un europeo que quería ser indio; ocurre que es prácticamente inaudible escuchar aquellas voces críticas de quienes no han nacido en Occidente y, sin embargo, observan en carne propia los desvaríos que genera esa caquexia denominada «ensimismamiento multicultural». El escritor nigeriano Wole Soyinka, el escritor británico de origen indio Salman Rushdie, el pensador árabe nacido en Damasco y afincado en Alemania Bassam Tibi, el escritor de Costa de Marfil Ahmadou Kourouma, el profesor tunecino Mohamed Charfi, el disidente egipcio Ahmed Subhy Mansour, cofundador del Centro por el Pluralismo Islámico, &c., son algunas de las figuras representativas que trabajan desvelando de forma crítica el legado histórico de sus culturas de origen. Pero por otra parte, no lo olvidemos, dentro de ese feminismo que es invisible para Europa destacan las aportaciones de la psicóloga siria Wafa Sultán, de la diputada holandesa de origen africano Ayaan Hirsi, de la norteamericana de origen egipcio Nonie Darwish, de la escritora iraní exiliada en Francia Chahla Chafiq, de la periodista canadiense-ugandesa Irshad Manji, de la socióloga marroquí Fatima Mernissi, de la doctora india Taslima Nasreen, de la pensadora egipcia Seif Al-Dawla, de la embajadora somalí de las Naciones Unidas Waris Dirie, de la presidenta del Tribunal Internacional para los crímenes de Ruanda, la sudafricana Navanethen Pillay, de la nigeriana Funmilayo Ransome Kuti… Y todas estas mujeres, conocedoras de los yerros que regalan sus respectivos úteros culturales, no solo proceden a denunciar las injusticias de sus hábitats culturales, hecho que choca con el mito esteticista del multiculturalismo. Sino asimismo reclaman la extensión de las reglas del estado de derecho. Hecho que vuelve a chocar con el ideal antioccidentalista del multiculturalismo.

La pregunta
«¿Por qué todos sueñan con esa criatura silenciosa y sumisa, totalmente escondida tras un velo? ¿Qué misterio se esconde tras ese sueño político que contagia todos los escenarios políticos, tanto de izquierdas como de derechas, tanto los regímenes oficialmente establecidos como las oposiciones clandestinas? [...] ¿Hasta cuándo los políticos árabes mantendrán vivo el sueño de la mujer obediente, modesta y resignada con la cabeza caída como víctima, cuando ellas no solo han dejado de vivir sus papeles tradicionales, sino incluso han abandonado las fantasías tradicionales de los hombres?» Fatima Mernissi, El poder olvidado (1993)
Llegados a este punto de la exposición, la pregunta es: ¿por qué nos estamos lanzando, desde el nacionalismo multiculturalista, al espacio del aldeanismo y de la fragmentación? ¿Por qué la idea generalista de democracia parece absolutamente incompatible con el sentido de la verdad que defienden los/las patriotas de la multicultura? Es más, ¿por qué abundan en el ámbito mediático las Wangari Maathai y no las Hayaan Hirsi? ¿Y por qué no se denuncia que en muchos países de la Tierra el honor masculino se alimenta de la represión que se ejerce contra el sexo femenino, asunto que recientemente ha puesto de relieve el escritor Salman Rushdie?{6}
Quizá la respuesta a estas paradojas esté, como ha afirmado el filósofo Gustavo Bueno, en el hecho de que «si la izquierda en nuestros días se nos muestra como una idea cada vez más oscura y confusa, esto se debe en gran medida a que la idea de Razón que ella utiliza se da por supuesta con toda ingenuidad. Pero Razón y, sobre todo, racionalismo son términos ideológicos, conceptos envueltos en «nebulosas ideológicas», que es necesario tratar de aclarar y distinguir».{7} Y algo de razón tiene Gustavo Bueno cuando un marxista como Juan José Sebreli denuncia cómo una buena parte de la izquierda ha caído en manos del irracionalismo y, tras abandonar en la cuneta las idea de progreso e ilustración, glorifica por propia voluntad la idea de incomprensión de las culturas, cuando no, se adhiere a principios del «relativismo y el particularismo culturales».
Con estas artimañas conceptuales, ricas en paradojas y antinomias, desde luego se está consiguiendo confundir progreso con regreso, el sentido de la tolerancia con el hecho de tolerarlo todo y, lo que es peor, se está consiguiendo perpetuar una imagen acivilizada de la anatomía humana a partir de las entrañas, en apariencia, vanguardistas del multiculturalismo. Pero, claro, si con tal de defender nuestro ideario ideológico de moda caemos en la necedad y en la falta de autocrítica, al final no cabe duda de que vamos a hacer verdadero el apotegma que acuñó Jean François Revel en su obra titulada El conocimiento inútil (1988) cuando dijo que «la primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira».
En cualquier caso, nos mintamos o no, no deja de ser llamativo que ahora, que estamos empezando a salir del largo túnel de los despotismos de izquierda, la bandera del babelismo se haya convertido con la moda de la multiculturalidad en símbolo de la fraternidad universal. Pero, ¿puede haber fraternidad universal a lo multicultural si millones de personas, por cuestiones de cultura, son bastante menos iguales que otras y, además, se les obliga a vivir bajo el techo de la pobreza a la vez que amarradas a los garrotes de la dictadura doméstica y/o política? Es decir, ¿puede haber fraternidad universal a lo multicultural cuando con voluntad de tolerancia se perdonan los efectos que producen los regímenes totalitarios sobre la libertad de las personas?
En el sudeste asiático, muchas niñas son vendidas por electrodomésticos y accesorios domésticos, al tiempo que en condiciones tan subhumanas florece todo tipo de prostitución, incluida la infantil. Así lo cuentan las doctoras en ciencias políticas Siriporn Skrobanek, Natayya Boonpakdi y Chutima Janthakeero. Por otra parte, en pleno corazón de Europa, en Turquía exactamente, se suceden todo tipo de violaciones legales contra las mujeres. Ahí está el informe de la OMCT Violencia contra la Mujer en Turquía que fue presentado al Comité contra la Tortura de la ONU en el año 2003. Por otra parte, los informes de la organización de Naciones Unidas sobre El desarrollo árabe publicados un año antes y que pueden leerse en internet ponen de relieve cómo la falta de libertad de los países árabes se alía siempre a incultura, a analfabetismo y, por supuesto, a violación de los derechos de las mujeres.
Al lado de estas investigaciones promovidas por la organización de Naciones Unidas, sabemos que en Afganistán, durante el gobierno de los talibanes, miles de mujeres murieron sin recibir asistencia médica porque, por cuestiones de pudor y de honor, el marido no consentía en dejar que el cuerpo de su esposa, aunque enferma, fuera examinado por un hombre-médico. En Nigeria la adopción del tribunal del honor está permitiendo decretar penas de muerte por lapidación contra las adúlteras, mientras que en Arabia Saudita, tal es nivel de indefensión en que vive la mujer, se producen a diario hechos que vulneran el abecé de la Carta de los Derechos del Hombre de Naciones Unidas, como el suceso que se produjo en la ciudad de la Meca cuando, al declararse un incendio en el interior de una escuela, quince alumnas perecieron. ¿El motivo del siniestro? La policía «moral» les impidió salir del edificio en llamas. No llevaban puesto el velo.{8}
Con estos datos que en absoluto son anecdóticos, resulta que el mito babélico del multiculturalismo que se está fraguando deja oculta en los sótanos del silencio la enorme y larguísima lista de cadáveres civiles que provocan determinadas formas de cultura. Es más, en nombre de esa gran torre de Babel llamada «multiculturalismo» se está manteniendo en las simas de la oscuridad la evidencia de que la miseria, las hambrunas, los genocidios… son un factor unido a formas no democráticas de gobierno, aunque en el fondo puede ocurrir que el multiculturalismo, en tanto residuo del utopismo revolucionario, sea un eco no muy lejano de las ideas de Jean-Jacques Rousseau, visto el empeño que exhiben los multiculturalistas al defender que el no occidental cual buen salvaje es capaz de estar alejado de los artificios de la civilización y resistir la apisonadora del progreso y vivir enteramente libre y puro de las amarras tecnocratizadoras de Occidente.
No hay duda, la búsqueda arcana (y mítica) de la autenticidad fascina, al tiempo que se cree que el no occidental no necesita tanto derechos políticos cuanto, por respeto al Volksgeist que se percibe en situación de riesgo, medidas de protección para su cultura. Ahora bien resulta difícil la emancipación de las personas desde la práctica tan neo-colonial como multiculturalista de la compasión y del dejar estar. Así que no nos llevemos a engaño, no hay pluralidad cultural que valga si las personas habitan homogéneamente en medio de la pobreza y uniformemente bajo la bota de las dictaduras y, además, les toca vivir idénticamente alienados y sin derechos de ninguna clase. Así que, en caso de empeñarse en ideas románticas sobre Pueblos y Culturas cerrando, al mismo tiempo, los ojos a lo que ocurre en el seno de esas sociedades colectivistas, habrá de decirse que mantener una utopía porque es utopía no solo constituye un error, sino que además genera efectos absolutamente contraproducentes, amén de reaccionarios.
Y es que no valen todas las utopías. Tan solo aquéllas que van dirigidas a respetar a las personas y, además, no dejan por el camino lo mejor de la universalidad de conceptos como ciudadanía, libertad, derechos políticos… En definitiva, la idea de identidad cultural no puede estar por encima de nociones políticas democráticas y transculturales como libertad, igualdad, y fraternidad. Por otra parte, el sueño ecuménico de construir una comunidad intercultural no puede erigirse al margen del status de ciudadanía. Y más cuando la igualdad del hombre y la mujer es un valor innegociable.
Consiguientemente, es de justicia reconocer que Occidente tiene, pese a su extensa y cainita historia colonial, valores positivos. Uno de ellos ha permitido la creación del Estado democrático y, con el desarrollo de la democracia, el que las mujeres hayamos podido romper el rol de víctimas y, por ende, logrado alcanzar el status emancipador de ciudadanas y gozar de los mismos derechos y deberes que los varones. Así que el sistema democrático de Occidente nunca es culturalmente el problema, tanto o más cuanto que, así lo consideramos, en él solo hay lugar para un humanismo verdadero: el que desde el Estado democrático acoge y respeta a las personas en su integridad física y psíquica y al margen de su lugar de nacimiento, del sitio en donde vivan, de la lengua que usen, del sexo y color de piel que tengan, de la edad que posean, de las ideas que profesen…
Dicho de otra manera: el sistema democrático de Occidente no es el obstáculo, ni para la musulmana Irshad Manji y ni tampoco para Shirin Ebadi, abogada tradicionalista islámica, musulmana conservadora y defensora de la Shar’îa y, al mismo tiempo, de los valores democráticos de Occidente.

¿Síndrome de Estocolmo?
Dice la multiculturalista de origen árabe Djaouida Moualhi en su artículo "Mujeres musulmanas: estereotipos occidentales versus realidad social" (2000) que
«para las magrebíes el velo nunca ha representado un obstáculo en su camino de emancipación». Y para justificar lo que dice no solo se apoya en los comentarios de Fátima Mernissi, de Hinde Taarji y Sophie Bessis. También señala Moualhi que el velo, «como el pañuelo o la mantilla en otras latitudes (tan frecuente en el Mediterráneo), existe desde hace muchos siglos en el Magreb, con los nombres de hayek, yelaba o melaya y hijab». Y subraya categóricamente la autora: «no hace mucho, las mujeres se cubrían con él como signo de elegancia, como hacían las antiguas griegas y romanas, y todavía puede verse en la alta costura parisina».{9}
Curiosamente Moualhi (a la que se le puede aplicar la expresión de Rawls sobre el «velo de la ignorancia») omite el dato importante de que las primeras musulmanas (Sakina Bint Hussein, Aicha Bint Tasha…) se opusieron a llevar el velo porque este adminículo poseía para ellas una simbología fuertemente sexual de forma y manera que, lejos de ser solo un elemento estético ubicado en la testa femenina, era un recurso dirigido a mermar su individualidad. Es más, mientras Moualhi, habla de la estrechez de miras de Occidente y de cuán hondos son sus prejuicios y estereotipos, olvida mencionar sin embargo que el cuerpo femenino es considerado impuro no solo en muchas zonas de la Tierra, sino también en el Magreb, suceso que criticó ya hace muchos años la feminista egipcia Nawal Al-Sa’dawi en su libro La cara desnuda de la mujer árabe (1977), cuando esta escritora y psiquiatra, fundadora de la Asociación de Solidaridad de las Mujeres Árabes y cofundadora de la Asociación árabe de Derechos Humanos, advirtió que la mujer según los preceptos del islam debe ser pura y, por tanto, ha de cumplir la norma de taparse. Y de ser socialmente invisible y políticamente inaudible. Y es acertada, sin duda, la crítica de Al-Sa’dawi, pues si nos atenemos a uno de los mandamientos del Ayatollah Jomeini resulta que «para la ley coránica cualquier juez estará habilitado para impartir la justicia en todos los casos si reúne estas siete condiciones: ser núbil, creyente, conocer perfectamente las leyes coránicas, ser justo, no estar afectado por la amnesia y no ser bastardo o de sexo femenino».{10}
Pero además, puesto que la palabra «islam» quiere decir entrega, cesión o abandono de uno mismo a Allah, ocurre que si omitiésemos el dato teológico de la pureza femenina no se explicaría el contenido de las máximas del Corán, Qur’an, escritas tras la muerte de Mahoma por los seguidores del profeta en el 640-655 d. C., y que dicen:
«Los hombres están por encima de las mujeres porque Dios ha favorecido a unos más que a otros [...] Aquellas de quienes temáis la desobediencia, amonestadlas, confinadlas en sus habitaciones, golpeadlas. Si os obedecen no busquéis pretexto para maltratarlas» (azora 4, aleya 38).
«Di a tus esposas, a tus hijas, a las mujeres creyentes, que se ciñan los velos. Este es el modo más sencillo de que sean reconocidas y no molestadas» (azora 33, aleya 59).
«No hay falta para ellas si las ven sus padres, sus hijos, sus hermanos, los hijos de sus hermanos, los hijos de sus hermanas, sus mujeres y lo que poseen sus diestras» (azora 33, aleya 55).«Permaneced en vuestras casas y no mostréis vuestra belleza. [...] Dios quiere alejar de vosotros –gentes de la casa del Profeta– la abominación y quiere purificaros por completo» (azora 33, aleya 34).
Desde luego, con estas referencias coránicas al pudor, al pecado, al tabú, a la necesidad de ocultar el cuerpo bajo la cortina del velo…, dudo mucho que las mujeres puedan, bajo el peso de férreos regímenes religiosos, usar el velo en la misma línea en que lo hacían las antiguas romanas. Es más, si en opinión de Djaouida Moualhi el acto de portar velo es un hecho meramente estético, ¿por qué entonces fueron en la ciudad de la Meca asesinadas quince alumnas cuando la policía «moral» impidió a las adolescentes, por no llevar velo, escapar de las llamas del fuego? Y si el velo constituye un simple aditamento ornamental, y no un referente ontológico de inferioridad femenina, ¿por qué la practicante musulmana Shirin Ebadi no lo portaba en 2003 en el momento de recibir el premio Nobel de la Paz? ¿Por qué esta reformadora y abogada presentándose sin velo denunció así ante la academia sueca la discriminación sexual que sufren las mujeres en los países islámicos? Es más, ¿por qué, si el velo es solo un trocito de tela, suscitó la ausencia del mismo en Shirin Ebadi tanto revuelo, tanta furia entre las autoridades iraníes?
Contra esa tendencia a minimizar la asfixia que paraliza a grandes sectores de la población femenina, siempre ha contra argumentado Nawal Al-Sa’dawi. E incluso habiendo sido amenazada de muerte por el fanatismo islámico, ha apuntado sin ambigüedades que, aunque el velo de las mujeres no es una práctica penalizadora exclusiva del islam, sí es cierto no obstante que a la mujer en los países islámicos se la enseña desde su más tierna infancia a ser invisible, a estar invisible, a vivir su cuerpo como un lastre, a aceptar llevar el hiyab desde el honor, la pureza y la virginidad y, al mismo tiempo, desde la necesidad de protegerse del exterior, en concreto de esas concupiscentes miradas de los hombres. En esta misma línea se ha posicionado recientemente Fatima Mernissi preguntándose: «¿por qué los políticos no soportan ver nuestro cabello y nuestras caras sin velo o que les miremos sin miedo de frente [...], por qué todos sueñan con esa criatura silenciosa y sumisa, totalmente escondida tras un velo?»{11}
Así que, puesto que ella, en tanto ser inferior, es mujer, que no varón, lleva puesto ese símbolo externo, de sujeción al hombre, que es el velo. Y puesto que es motivo de lujuria, a la par que fuente de placer, ella se esconde y ha de pasar desapercibida. Y cubrirse con el velo. Preguntada Jadicha Candela sobre el uso femenino del pañuelo, esta musulmana y feminista, letrada del Congreso de los Diputadas de España declaró:
«Las que se lo ponen no se dan cuenta de que están actuando de Bernardas Albas, guardianas de la falta de libertad. [...] Una mujer musulmana que se pone pañuelo en Occidente está diciendo que acepta esa discriminación. [...] Es un síndrome de Estocolmo que hay que erradicar.»
El multiculturalismo no puede tolerarlo todo y, por tanto, no puede tener, como ya lo apuntó Nancy Frazer, un carácter abiertamente indiscriminado, sin cortapisas ni filtros porque, en caso de que el multiculturalismo continúe abanderando los valores de la colectividad y anteponiendo la defensa de las culturas frente a la libertad individual e integridad física de las personas, estará permitiendo que aparezca en el horizonte el monstruo de Leviatán, del totalitarismo. Y desde la idea de respeto a la idiosincrasia de las Culturas estará dando fuerza, aire y legitimidad a una serie de costumbres moral y políticamente perversas. Lo dice perfectamente Irshad Manji:
«así como el Corán no se puede seguir en sentido literal, la sociedad multicultural tampoco es un dogma. Todavía ocurre que la gente, sea o no musulmana, tiene derecho a ser respetada si, a la vez, respeta a los otros. Así que no se deben utilizar dos criterios distintos cuando se trata de derechos humanos».{12}
El arquetipo de la «mujer eunuco»
A pesar de la relación entre poder y sumisión, entre hombre y mujer, entre cabezas descubiertas y cabezas veladas, insiste Djaouida Moualhi en que
«una gran parte de los periodistas continúa viendo a estas mujeres como víctimas dependientes en un estado de semiesclavitud, culpando de ello a la religión musulmana. Los medios de comunicación propagan imágenes deformadas y estereotipadas sobre el velo, la clitoridectomía y la violencia política en países musulmanes; en una economía del discurso que ha medrado aún más con la violencia que desarrollan algunos miembros de los movimientos integristas islámicos».{13}
Lejos de cualquier metafísica autocomplaciente, los hechos hablan por sí mismos. La organización Médicos Mundi lleva denunciando desde 1996 cómo en cada minuto que pasa se cometen en el mundo cinco ablaciones de clítoris. Lo que supone que cada día mil quinientas niñas son mutiladas. (Otras organizaciones triplican el número de clitoridectomías cometidas cada día.) Y, por otro lado, aun cuando la clitoridectomía es una costumbre tribal netamente preislámica, no obstante según UNICEF la ablación femenina es una práctica propia de los países islámicos de Oriente Medio (Yemen, Omán, Bahrein y Emiratos Árabes….). También, aunque, en menor medida, de la India, y muy frecuente en 25 países africanos islamizados como, por ejemplo, Yibuti y Somalia, en donde la cirugía de ablación afecta casi a la totalidad de las niñas, exactamente al 98%. Y si en Sierra Leona, según UNICEF, las dimensiones de la clitoridectomía son de igual manera preocupantes, pues el 90% de las niñas entre 4 y 13 años acaba sufriendo la mutilación, lo mismo acaba sucediendo en Etiopía y en Eritrea. Y mientras que en Sudán se practica esta bárbara cirugía entre el 80% y el 95% de la población femenina, en Malí y Burkina Faso la ablación del clítoris afecta al 70% de las mujeres. ¿Y en Egipto? Las cifras oficiales fluctúan y alcanzan hasta el 50%, aunque en las zonas rurales puede ascender al 90% de la población femenina.
Frente a Sigmund Freud que, haciendo uso del método socrático, trataba de curar por la vía de la palabra a las mujeres que presentaban en su consulta problemas psicológicos, Isaak Baker Brown siempre sobresalió por su sed cirujana. Recordemos que este ginecólogo londinense llegó, en plena época victoriana, a ser nada menos que presidente de la Sociedad Médica de Londres y defensor de, entre otras prácticas, de la clitoridectomía. Autor de un libro de éxito La curación de formas indiscutibles de locura, epilepsia, catalepsia e histeria en las mujeres (On the Curability of certain Forms of Insanity, Epilepsy, Catalepsy, and Hysteria in Females: 1866), Brown proponía la técnica de cortar con tijeras el órgano eréctil de la vulva femenina, más conocido como clítoris. ¿Con qué propósito? Con el fin de curar la rebeldía de las adolescentes, también de paso el onanismo, e incluso la indisciplina de esas casadas que no querían tener hijos o, en su osadía, osaban rechazar el débito conyugal. Pero además, a juicio de este ginecólogo, la mayoría de las enfermedades podían ser atribuidas a la sobreexcitación del sistema nervioso, en concreto a la sobreexcitación del nervio púdico situado en el clítoris.
Aunque alcanzó cotas de fama y hasta de reconocimiento social, Baker Brown acabó siendo expulsado de la Sociedad Londinense de Obstetricia. Sin embargo, y a pesar de que han transcurrido más de ciento cincuenta años desde los experimentos extirpatorios de este médico, tal tipo de conductas mutiladoras pervive hoy por hoy no solo en amplias áreas del mundo sino también, como ha denunciado recientemente a la revista Io Dona la somalí Waris Dirie, en el mismo corazón de Europa.{14}
Los Dogones, pueblo africano, habitante de la meseta de Bandiagara, en Mali, explican de forma diáfana el origen de la clitoridectomía. Según su mitología, los seres humanos conservan en su anatomía restos de su originaria androginia. El prepucio es un residuo femenino y, con tal obstáculo a su desarrollo, debe ser amputado para que así, sin impurezas, el niño alcance con plenitud su masculinidad, su deseada hombría. La niña, por el contrario, deberá desprenderse de su cuota de masculinidad. Y solo tras serle amputado el órgano del clítoris, ella será un ser puro, y con una naturaleza cien por cien femenina llegará, convertida en mujer, a ser apta para la cópula.
Además del relato dogón, sabemos que hay muchos factores que influyen en la práctica de la mutilación genital femenina. Por un lado, sabemos que se consuma como rito de iniciación, imprescindible para entrar en la pubertad; que en otros lugares constituye un requisito para contraer matrimonio y, de paso, no dificultar el acceso del pene a la vagina en el momento del coito. Sin embargo, en otras culturas obedece a la creencia de que la clitoridectomía augura la fertilidad en la mujer, de que es un recurso de gran potencia mágica que sirve para impedir la muerte del primer bebé e, incluso, un medio de prevenir que cualquier recién nacido pierda la vista en caso de que el odioso clítoris rozara los ojos del neonato.
Pero, sea cual sea el motivo (religioso o no, higiénico o no, simbólico o no) por el que se justifique la práctica de la ablación, siempre resulta que el clítoris precisa ser extirpado porque, o bien, se le considera en sí mismo un obstáculo copulatorio, incluso un impedimento a la procreación, o bien se le describe como una fuente real de males para la descendencia (anomalías, lacras, enfermedades, muertes, &c.). Y en todos los casos siempre representa, sin ninguna duda, una señal de inferioridad anatómica, de deficiencia congénita.
Con este racismo sexual, mal destino es ser mujer. Pero por otra parte, con este racismo sexual las mujeres solo valen en la medida en que carecen, cual eunucos, de puntos anatómicamente impuros y/o ambivalentes, aunque lo peor de todo este asunto radica en el hecho de que son las abuelas, las madres, las tías… las que, desde el seno de la familia, despliegan todo su poder castrante y ejercen el papel de extirpadoras de clítoris, igual que la daya es la mujer-notario que verifica la virginidad de la esposa y, en caso de no sangrar durante su noche de bodas, procede a desgarrar el himen de la recién casada clavando con fuerza su uña en el interior de la vagina.
¿Entonces? Entonces y como afirmaba Thomas Sankara, uno de los líderes de Burkina Faso, que fue Ministro de Información y también Presidente de Burkina y que acabó en 1987 derrocado y asesinado por su amigo y compañero Blaise Campaoré, «la excisión [del clítoris] constituye un intento de conferir un rango inferior a las mujeres al señalarlas con esta marca que las disminuye y que es un recordatorio constante de que sólo son mujeres, inferiores a los hombres, de que ni siquiera tienen ningún derecho sobre su propio cuerpo ni a realizarse física o espiritualmente».

¿El Sexto Estado?
La aparición del Tercer Estado (burguesía) conllevó la marginación de grandes sectores de la sociedad, aglutinados en el Cuarto Estado. El auge social, sindical y político de los obreros, o Cuarto Estado, no impidió provocar con el paso del tiempo la justificación de la marginación de la mujer, que pasó a ser integrada en el Quinto Estado. Curiosamente ahora, con la expansión del multiculturalismo, ¿vamos a adentrarnos en el espacio del Sexto Estado al mantener en pie culturas retrógradas ayudando a que continúen sus moradores enjaulados en culturas represivas?

Notas
{1} Ana Tortajada, El grito silenciado, diario de un viaje a Afganistán, Mondadori, Barcelona 2001, pág. 32. Tunku Varadarajan, Profeta de la decadencia. Una entrevista con Oriana Fallaci, en el diario The Wall Street Journal, 23-VI-2005. En dicha entrevista decía exactamente la escritora italiana: «Last year, he wrote an essay titled «If Europe Hates Itself», from which Ms. Fallaci reads this to me: «The West reveals… a hatred of itself, which is strange and can only be considered pathological; the West… no longer loves itself; in its own history, it now sees only what is deplorable and destructive, while it is no longer able to perceive what is great and pure.»

{2} Los datos sobre ablación femenina pueden leerse en el artículo de José Vidal Beneyto titulado Mujeres en la mundialización, en el periódico El País, 7-04-2001. Ayaan Iris Alí, Yo acuso, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2006, pág. 11. Videtur pp. 70 y 112. Rosa Cobo, Democracia Paritaria y Participación Política, en Política y Sociedad, nº 32, Madrid 1999, pág. 68.

{3} Entrevista a Aminata Traoré en el diario El Semanal, 9-III-2003, pág. 41. Comentemos que este periódico dominical es el que mayor tirada de ejemplares tiene en toda España. Para adentrarse en el perfil ideológico de la kikuyo Wangari Maathai, léase el artículo periodístico de Jean-Philippe Rémy titulado Wangari Maathai l’incontrôlable, en el periódico Le Monde, 9-X-2004, en donde se pone de relieve las ideas retrógradas de esta Premio Nobel.

{4} Witold Gombrowicz (1957), Diario argentino, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires 2001, pp. 98-9, 178. Comentemos que Gombrowicz invirtió catorce años en escribir este diario que llamó «argentino» porque al salir de su país, Polonia, poco antes de empezar la IIª Guerra Mundial, la nación que en su exilio le daría acogida durante casi veinticuatro años fue Argentina.

{5} Arjun Appadurai, La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 2001, pág. 179.

{6} Salman Rushdie, El código del deshonor en India y Pakistán, en el periódico El Mundo, 15-VII-2005.

{7} Gustavo Bueno (2003), El mito de la izquierda, Ediciones B, Barcelona 2003, pág. 105.

{8} La noticia de la escuela de Meca puede leerse en el diario El Mundo en su versión digital: www.el-mundo.es/elmundo/2002/03/15/internacional/1016214919.html

{9} Djaouida Moualhi, Mujeres musulmanas: estereotipos occidentales versus realidad social, revista Papers, 2000, página 298. Puede leerse en: http://www.bib.uab.es/pub/papers/02102862n60p291.pdf Las autoras en las que, sin citar página, se apoya Djaouida Moualhi son: MERNISSI Fátima, Le harem politique. Le prophéte et ses femmes, Albin Michel, París, 1987. TAARJI, Hinde, Les voilées de l’Islam, EDDIF, Casablanca, 1991. Y finalmente BESSIS & BELHASSEN, Mujeres del Magreb. Lo que está en juego, Horas y Horas, Madrid, 1994.

{10} Ayatollah Jomeini, Principios políticos, filosóficos, sociales y religiosos, Icaria, Barcelona, 1981, pp. 18-19. Se puede completar la visión de Jomeini con la decisión de Marruecos de impedir a las mujeres que sean imanes y/o dirijan la oración en las mezquitas: diario El País, 29-V-2006, pág. 34.

{11} Fatima Mernissi, El poder olvidado, Icaria, Barcelona, 2003, pág. 21.

{12} María Antonia Sánchez Vallejo, Entrevista a Jadicha Candela, en el diario El Semanal, 8-XII-2002. Ayaan Hirsi Alí, Entrevista a Irshad Manji, en Algemeen Daghlad, 19-VI-2004, editada en Ayaan Hirsi Alí, Yo acuso, pág. 86-87.

{13} Djaouida Moualhi, ibidem, pág. 293. Anótese cuán breve es el espacio que dedica esta autora a hablar de los más de 130 millones de mujeres clitoridectomizadas en el mundo.

{14} La modelo somalí Waris Dirie lo denuncia en la revista IO DONA, artículo editado en el periódico El Mundo, 11-XI-2005.

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