Firedrich Nietzsche - "Ecce homo"

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Por qué soy yo un destino
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Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descu­bierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes los ojos en este asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la con­ciencia, un autoengaño convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio, ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude in psychologicis [en cuestiones psicológicas] que llega a ser un crimen. La cegue­ra respecto al cristianismo es el crimen par excellence, el cri­men contra la vida. Los milenios, los pueblos, los prime­ros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas –exceptuados cinco, seis instantes de la historia, yo como séptimo–, to­dos ellos son, en este punto, dignos unos de otros. El cristia­no ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin igual y en cuanto «ser moral» ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frívolo, más perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la auténtica Circe de la humani­dad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de «buena voluntad», de disciplina, de decencia, de va­lentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y haya es­tado suspendida sobre la humanidad como ley, como impe­rativo categórico! ¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un «alma», un «espíri­tu», para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo riguroso (¡ya la pala­bra misma es una calumnia!); que, por el contrario, se vie­se el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad, en la «despersonalización» y «amor al prójimo» (¡vicio del próji­mo!). ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que se le han en­señado como valores supremos únicamente valores de déca­dence. La moral de la renuncia a sí mismo es la moral de de­cadencia par excellence, el hecho «yo perezco» traducido en el imperativo: «todos vosotros debéis perecer» ¡y no sólo en el imperativo! Esta única moral enseñada hasta aho­ra, la moral de la renuncia a sí mismo, delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la hu­manidad, sino sólo aquella especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo frau­dulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos ellos también décadents: de ahí la transvalora­ción de todos los valores en algo hostil a la vida, de ahí la mo­ral. Definición de la moral: moral - la idiosincrasia de déca­dents, con la intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.

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¿Se me ha entendido? No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zara­tustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acon­tecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una force majeure [fuerza mayor], un destino, divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó precisamente sobre lo que más alto se en­contraba hasta ahora: quien entiende qué es lo que aquí ha sido aniquilado examine si todavía le queda algo en las manos. Todo lo que hasta ahora se llamó «verdad» ha sido reco­nocido como la forma más nociva, más pérfida, más subte­rránea de la mentira; el sagrado pretexto de «mejorar» a la humanidad, reconocido como el ardid para chupar la sangre a la vida misma, para volverla anémica. Moral como vampi­rismo. Quien descubre la moral ha descubierto también el no-valor de todos los valores en que se cree o se ha creído; no ve ya algo venerable en los tipos de hombre más venerados e incluso proclamados santos, ve en ellos la más fatal especie de engendros, fatales porque han fascinado. ¡El concepto «Dios», inventado como concepto antitético de la vida en ese concepto, concentrado en horrorosa unidad todo lo no­civo, envenenador, difamador, la entera hostilidad a muerte contra la vida! ¡El concepto «más allá», «mundo verdadero», inventado para desvalorizar el único mundo que existe para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ninguna tarea! ¡El concepto «alma», «espíri­tu», y por fin incluso «alma inmortal», inventado para despreciar el cuerpo, para hacerlo enfermar –hacerlo «san­to»–, para contraponer una ligereza horripilante a todas las cosas que merecen seriedad en la vida, a las cuestiones de alimentación, vivienda, dieta espiritual, tratamiento de los enfermos, limpieza, clima! ¡En lugar de la salud, la «salva­ción del alma» es decir, una folie circulaire [locura circu­lar] entre convulsiones de penitencia e histerias de reden­ción! ¡El concepto «pecado», inventado, juntamente con el correspondiente instrumento de tortura, el concepto «vo­luntad libre», para extraviar los instintos, para convertir en una segunda naturaleza la desconfianza frente a ellos! ¡En el concepto de «desinteresado», de «negador de sí mismo», el auténtico indicio de décadence, el quedar seducido por lo no­civo, el ser incapaz ya de encontrar el propio provecho, la destrucción de sí mismo, convertidos en el signo del valor en cuanto tal, en el «deber», en la «santidad», en lo «divino» del hombre! Finalmente –es lo más horrible– en el concepto de hombre bueno, la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe perecer, invertida la ley de la selección, convertida en un ideal la contradicción del hombre orgulloso y bien constituido, del que dice sí, del que está seguro del futuro, del que garantiza el futuro hombre que ahora es llamado el malvado. ¡Y todo esto fue creído como moral !Écrasez Pin­fáme! [Aplastad al infame].

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