Assia Djebar - "La liberada"

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El relato pertenece a "Lejos de Medina", volumen en el que a través de diferentes crónicas Djebar revindica la importancia de la mujer en los orígenes del islam.
Dentro del período que aquí evoco, que da comienzo con la muerte de Mahoma, se me hicieron muy presentes numerosos destinos de mujeres: mi pretensión ha sido resucitarlos... Mujeres en movimiento «lejos de Medina», esto es, al margen, geográfica o simbólicamente, de un punto de poder temporal que se aparta irreversiblemente de su luz original.
Musulmanas o no musulmanas —cuando menos, en este primer momento, «Hijas de Ismael»—, calan durante breves instantes, aunque en circunstancias indelebles, el texto de los cronistas que escriben siglo y medio o dos siglos después de los hechos. Transmisores escrupulosos, sin duda, pero naturalmente inclinados, por costumbre ya, a ocultar cualquier presencia femenina...
La versión es la de Santiago Martín Bermúdez.

Soy Barira, la liberada, la liberta de Aisha, «madre de los Creyentes». Soy...
¿Qué otra cosa se le puede pedir a una antigua esclava más que mezcle su voz con las de las demás transmisoras? ¿No sería preciso, tal vez, olvidar, o callar, que fui hecha cautiva de muchacha, hace ya tanto tiempo, vendida después a una caravana de Yatrib, y luego...? ¿No es, acaso, lo único que importa que fui de las primeras mujeres islamizadas, unos meses antes de que el Bienamado y su amigo vinieran aquí en busca de refugio? ¿Acaso en la hora postrera —«la Hora»— cuenta otra cosa que lo que se pudo declarar, y confirmar, sin otro testigo que el propio corazón? ¿No sería mejor dejar que la voraz memoria se lo tragase todo, no desgranar en voz alta, en voz baja, sino las plegarias que nos entregó el Mensajero, demasiado pronto desaparecido y de cuya ausencia ni yo ni nadie nos consolamos? ¿No sería...? Cuántas preguntas me asaltan cada noche; y esos asaltos los sobrellevo con mis paseos de por la mañana, con mis trabajos del resto del día. Soy Barira, la liberada.
Hace años ya que las mujeres de Medina no se cansan de recordar mi historia; cómo acudí a ofrecerme a la pequeña adolescente pelirroja —¡que Dios nos la conserve!— a la que todas las mujeres de la ciudad amaban o envidiaban, la muy amada del Mensajero —¡que Dios le tenga misericordia!
Yo le dije con audacia —y tal fue el primer paso de mi felicidad: —¡Cómprame, oh Lala!
Y Lala Aisha respondió:
—Te compro.
—Hay una condición —vacilé yo en precisar.
—¿Cuál?
Hube de confesar:
—Mis actuales dueños desean venderme, pero reservándose mi obediencia.
—¡Entonces, no! ¡Yo no comparto! —decidió Aisha.
Todas sabíamos en Medina hasta qué punto se mostraba suspicaz con sus coesposas, «hasta los celos», según algunas.
Todas las mujeres de Medina cuentan y han contado que aquella misma noche Mahoma —¡que Dios le conceda la salvación!— encontró de repente la solución para su más joven esposa, y también para mi liberación.
—Compra a Barira —le aconsejó— y después libérala. Pues la obediencia que queda no puede pertenecer más que al que o a la que libera a la esclava. Ya pueden reclamar diez veces sus dueños anteriores, será en vano. Te digo que compres a Barira y la liberes después.
Y así, alabado sea Dios, vi la luz en Medina cuando debía yo de tener dos veces la edad de mi augusta dueña.
Todas las mujeres de Medina cuentan y han contado que, estando yo casada al tiempo que era esclava, el Profeta —¡que Dios le asegure la salvación!— me dio a escoger:
—¿Deseas conservar tu condición de esposa? Intervendré para que tu marido, aunque esclavo, esté junto a ti. O bien puedes elegir, al liberarte, liberarte también de los vínculos del matrimonio. Puedes elegir vivir como una mujer viuda o divorciada mientras aguardas otro marido.
Apenas lo dudé: «¿Libre de golpe?», pensé mientras el corazón me latía con fuerza. «Libre como ser humano y libre como mujer, poder yo misma elegir el hombre que desee, incluso vivir sola o...»
—¡Libre! ¡Oh Mensajero de Dios, deseo verme liberada de todos los vínculos, de todos!
—¿Estás segura? —insistió el Profeta—. ¿No deseas que intervenga para que...?
—¡Ya no es nada mío, oh Mensajero de Dios! ¡Quiero mi libertad completa!
Y tuve que contenerme para no arrodillarme y besarle los pies agradecida. Habría ofendido su tan secreta modestia; poco después, con el alma estremecida, me hice una promesa: «Nunca más me arrodillaré ante nadie, salvo...», e iba a añadir «salvo ante el Profeta y ante su esposa preferida». Pero formulé este juramento:
—¡Nunca más me arrodillaré, salvo para rezar, para rezar mil veces a Dios!

Todas las mujeres de Medina cuentan y han contado que el que durante diez años había sido mi marido —un sudanés de aspecto atlético, de fuerza impresionante— comenzó a seguirme por las calles de Medina cuando yo iba y venía... Me seguía de lejos, sin atreverse a decirme nada; algunas, las oí, añadieron: «El pobre va con los ojos bañados en lágrimas».
Lala Aisha nunca me hizo preguntas, pero las demás, las numerosas vecinas, tanto Emigrantes como mediníes, el círculo de sus parientes, criadas, niñas y adolescentes, me miraban de hito en hito, relucientes los ojos, la curiosidad a flor de piel.
Un día, en una callejuela umbría, una mujerona mandó a su hija de ocho años a preguntarme con entonación estudiada y falsamente ingenua:
—Tu antiguo marido, aquel atleta negro de allí, ¿es aún esclavo?
Refunfuñé:
—¡Déjame! Ya no tengo marido. Soy libre de toda cadena. Soy Barira, la liberada.
Otra indiscreta, también una niña, volvió a la carga pocos días después, en esta ocasión en un barrio periférico de la ciudad:
—Dicen que por fin han acabado liberando a tu antiguo marido, ese negro grande que te sigue por las calles. ¿Sabías que ya no es esclavo?
No respondí. Una mujer, su madre o su tía, entreabría la puerta, me llamaba y añadía en voz alta que quería regalarme tal o cual cosa.
—¡Eres una mujer libre! ¡Él, ahora, también es un hombre libre! Si tanto te desea, ¿por qué no vuelves con él?
E, inquisitivas y un poco nerviosas, callaban, de pie en el umbral. Yo me negaba a responder y a aceptar el regalo anónimo que todas las demás —tantas de ellas conscientes de ser prisioneras, de estar constreñidas por un marido injusto— delegaban a fin de sondearme.
—Soy Barira, la liberada, gracias a Aisha —me dignaba a contestar.
Cuando dos o tres años después murió el Mensajero —¡que Dios le conceda la salvación!— el hombre que me seguía con su desesperado deseo desapareció por fin de la ciudad y, al mismo tiempo, de mi memoria. ¡Continuaré siendo una mujer libre! ¡Sin hombre, sin marido, sólo al servicio de Aisha, todos los días de mi vida, y al servicio de Dios, aquí y allá!

Mas ahora soy yo quien cuenta el nuevo estallido de dolor de mi joven ama: el primer califa, su padre, ha muerto. Entregó el alma entre el crepúsculo y la noche, en esta fecha del 14 del mes de yumada segundo, un lunes.
Esma bent Omais ha lavado el cuerpo de Abú Bekr en la habitación de Aisha. Es de noche; el cielo estrellado es vasto como nuestra pena. He permanecido un buen rato en el patio, en mi sitio de costumbre. Poco antes se me acercó Esma para que me hiciese cargo de su hijo Mohamed, apenas de tres años, huérfano en este día. Esperé, con el niño contra las rodillas, que su hermanastro Mohamed ibn Dyaffar viniera a buscarlo. Luego las sombras de los dos niños desaparecieron en dirección a la morada de Alí.
La noche es clara. Muy pronto, de todas las chozas en que no se han apagado las velas saldrán las mujeres, embutidas en malva, en gris, en blanco; acudirán a velar al muerto hasta que se aproxime el alba.
Yo entro por fin en la habitación.

Con un largo chal blanco de dorados flecos con el que se cubre la cabeza y la frente (advierto que su cara está más pálida, aunque sus ojos están secos, si bien algo más vivos), Aisha, mi ama, está sentada, el busto erguido, a la cabecera del muerto. Le ha descubierto el rostro; sobre el hombro paterno, que oculta inmaculada lana, deja descansar una mano.
A los pies del califa, sin dejar adivinar en su aspecto el cansancio del lavatorio anterior, se encuentra medio arrodillada Esma bent Omais, que rodea con los brazos a su sobrina Omaina, la hija de Hamza, que se acaba de casar con Salama, hijo de Um Salama, madre de los Creyentes.
Una mujer completamente tapada, pero que sé de la familia de Abú Bekr, junto a la cual me he acuclillado, me explica:
—Acabamos de llorar primero por Hamza, como el Mensajero de Dios y su amigo es-Seddiq nos mandaron cuando Ohod.
—Por eso la hija de Hamza, a pesar de estar recién casada, se muestra tan conmovida —añade una voz detrás de mí.
La habitación, más pequeña desde que hace poco se levantó en el fondo una pared que aísla el rincón donde está la tumba del Mensajero, se llena ahora de Emigrantes y mediníes de todas las edades. La hija mayor de Abú Bekr, Esma, «la de las dos cinturas», permanece de pie, la vista en el suelo. Se adelanta unos pasos hasta su padre, que yace a sus pies; luego se detiene, cerrados los párpados, la cabeza colgando hacia atrás, libre repentinamente el espeso torrente de su cabellera, que le cae hasta la cintura. Se extingue la algarabía mientras que su voz sonora desgrana al azar las palabras de pesar que borbotean, que estallan finalmente y nos hacen callar; es Esma, la inspirada, que hasta ese momento guardaba silencio.
Apenas se detiene cuando una mujer anónima, detrás mío, deja escapar como una intensa voluta un ronco lamento que vacila, que busca, que traspasa el aire y luego se desgarra en abierta herida. Saltan aquí y allá otras quejas menos contenidas. Yo no sé ni llorar ni lamentarme. A mi alrededor han crecido la algarabía y su desorden, así como las palabras de espanto que buscan consuelo. Las manos se tienden hacia Abú Bekr, hacia su sueño, hacia su bondad, por un momento todavía entre nosotros. Aunque, claro está, no se atreven a tocarlo. Aisha, estatua pálida, ojos abiertos, labios apretados, la única aún sin dolor, la única, nos contempla como si se hubiera colocado del lado en que vuela ya el alma de su padre, que, estoy segura de ello, nos oye...
Las plañideras —un grupito de mediníes con velos coloreados cuyos rostros se ocultan por completo bajo la gasa— se adelantan, coro inmóvil que se prepara. Es Um Fadl, creo, o Maimuna, madre de los Creyentes, su hermana, quien hace cesar el lamento una primera vez.
En efecto, embarazada, flanqueada por dos parientes, la última esposa del califa, la mediní, acaba de entrar. Su gravidez está avanzada; sus rasgos están hinchados por las lágrimas del luto, aunque puede ser también debido al cansancio propio de su estado... Una de las presentes, que está hecha un ovillo a un lado del cadáver, le hace sitio.
Un momento después, las plañideras —veo ahora cuatro, altas, imponentes, más una mulata como yo, baja y gruesa— emprenden su canto múltiple que se levanta en oleadas unas veces estridentes y otras graves; tan sólo la mulata no canta. Nos mira a todas con detenimiento, como si se encontrase en una reunión como otra cualquiera, con una mirada que me parece insolente. De repente, en una pausa del coro de sus compañeras, eleva sus carnosas manos con abundantes anillos, se araña las mejillas con vigor y una voz insólita —su voz— se alza vivamente, al tiempo que de su cara brota la sangre. Las dos Esmas —gemelas de repente en virtud de su mismo nombre— se levantan a un tiempo:
—¡El luto que usa la mano —exclama Esma bent Abú Bekr— proviene de Satán, no de Dios!
Y la ira que embarga su voz resuena en medio de la petrificada asistencia.
Aisha no dice nada. ¿Nos mira en realidad a nosotras, extraviadas en ese sueño, en esta escena? ¿Dónde se halla en realidad mi ama, oh Dios? Alguien ha tirado de la cantora que se hirió el rostro; el coro de plañideras, vacilante marea, continúa, debilitado ahora. Esma bent Omais ha vuelto a sentarse sin decir palabra, y todas las visitantes, ya en calma, regresan zalameramente a la tibieza del duelo.

Tras la puerta de la habitación se alzan voces de hombres que se superponen unas a otras y se dejan oír. La aldaba golpea, golpea... El coro se interrumpe. Muy cerca, una mediní susurra:
—¿Ya vienen a llevárselo para la plegaria y la inhumación?
—¡No, no! —exclama otra.
—¡Es Omar! —chillo yo de repente mientras la aldaba resuena de nuevo.
En el silencio que se extiende entre nosotras como una sábana, Aisha, por fin vuelta en sí, agita los hombros; tapa el rostro paterno con la lana del sudario. Se dirige entonces a la más anciana de las plañideras:
—¡Continúa, oh creyente, y bendita seas!
El coro continúa al momento:
—¡Oh tú, Mahoma, que das fin a la cadena de los profetas de Dios!
»¡Oh tú, Seddiq, que empiezas la de los vicarios del Mensajero!
—¡Oh mujeres! —interrumpe una voz áspera, poderosa.
«Ésa es la voz de Omar», me digo. «Es el nuevo califa quien habla».
Nueva agitación entre las sorprendidas mujeres... Por fin, Aisha se levanta. No es muy alta; sin embargo, sin siquiera apretarse para dejarle más sitio, todas elevan hacia ella una mirada de expectación; en algunas hay respeto o gravedad, y en otras una timidez vacilante, dispuesta a someterse ante la tormenta, la tormenta que se intuye...

Omar ibn el Jattab golpeó con violencia otras tres veces en la puerta de Lala Aisha. Ahora sin hacer uso siquiera de la aldaba. La madera se ha estremecido. Y pensar que a nuestros pies Abú Bekr, su amigo más cercano de ayer, comienza el descanso que lo alejará de nosotros... Mas el nuevo califa no teme molestarlo en este momento.
—¡Oh mujeres —continúa la voz, voz de la furia y de la violencia—, tenéis prohibido llorar! ¡Voy a entrar!
Aisha, ante la que se ha abierto paso, se acerca a la puerta, que aún tiembla:
—¡Nadie, en el nombre de Dios, entrará en mi habitación! —exclama con voz firme que impresiona. Luego se vuelve al grupo de cantoras del duelo. Y añade:
—¡Proseguid! —dice en tono resuelto.
Las cuatro plañideras comienzan de nuevo, más débilmente.
Suena de nuevo la aldaba, ahora con golpes regulares. Aisha no ha vuelto a su sitio. Yo me levanté sin saber qué hacer. ¡Acercarme a ella! A mi lado, Esma, «la de las dos cinturas», aguarda también al acecho.
La voz de Omar advierte:
—¡No entraré, pero os mando a Hishem! Que él haga salir a la hija de Abú Quohaifa.
En medio de la algarabía de aquellas que se alteran en el desorden, me acerco aún más a mi dueña. Ella no se ha movido, firme el rostro, y me digo: «Estamos en pleno duelo; mas mi ama querida se siente como aliviada en este combate, pero ¿qué combate es el que se anuncia? Sí, es eso, y estoy convencida de que no es un pensamiento profano, mi ama es una combatiente en el alma, por amor al Profeta ayer, por amor a su padre hoy».
Entonces ocurrió el incidente; lo presencié sin comprenderlo, pero sin olvidarlo más tarde, lo que me lleva a mí, la liberta, la liberada de Aisha, a convertirme en transmisora. Sí, el incidente, grave o trivial, ya no sé, sobrevino en aquel momento, y yo me atrevo a dar testimonio de él.
Por un segundo percibí a través de la puerta entreabierta —la claridad de la noche cegaba el umbral— el rostro de Hishem, un adolescente endeble, poquita cosa, al que parecían empujar por detrás, probablemente Omar. Un rostro espantado, me dije. Oí la voz de Hishem, luego el intruso desapareció; queda el tono de terror de su apresurada intervención. Veo como en un sueño a Um Ferwa cubriéndose la cabeza, sumida ésta en seda blanca, pero con un grande y largo pañuelo rojo o marrón, ya no sé, que se agita en su mano. Estorbada por ese paño, la veo abrir la puerta —fuera, la noche, casi translúcida; ¿o es que se aproxima ya el alba?—. Con un paso franquea el umbral.
La puerta se queda abierta y yo me encuentro pegada a Aisha. Ésta, muda, mira, mira... Sí, oh Señor, aquel incidente he de transmitirlo. Tal vez no sea más que polvo en tu vasto universo. Pero he de dar testimonio, siquiera sea una vez, porque las mujeres de Medina no lo contarán nunca.
Vi entonces, y los inmovilizados ojos de Lala Aisha la vieron también, la alta silueta de Omar ibn el Jattab, que me pareció la de un gigante temible. Ante él, Um Ferwa, endeble como un frágil fantasma y con aquel largo pañuelo rojo —o marrón, ya no sé— suspendido de su mano, una especie de ala, un oropel de fiesta cualquiera...
Sí, vi cómo el califa, el segundo califa, con su furia ya enfriada, pero furia a pesar de todo, aplastaba prácticamente con sus palabras a la vulnerable hermana de su amigo de ayer;
—¿Acaso no sabéis, mujeres, que vuestros llantos impiden al muerto encontrar reposo? ¿Acaso no sabéis que en estas circunstancias no debéis llorar, que Mahoma os lo prohibió?
Aisha, a mi lado, se vuelve, y la oigo protestar por lo bajo, primero para sí misma:
—¡Falso, oh Dios! ¡Falso!
Yo miro —mis ojos anegados por la escena nocturna—, oigo la voz de Aisha allí mismo mientras ella recuerda, miro... Sí, entonces, en aquel instante, entre la noche y la aurora, vi, afirmo que vi, la mano de la sombra gigantesca —el nuevo califa— apoderarse del pañuelo rojo y, por dos veces, con nervioso movimiento, golpear el rostro —o el hombro— de Um Ferwa, que se dobla, que se vuelve. Entró de golpe y la puerta sonó tras ella; lanzó un hipido, el cuerpo inclinado hacia adelante, y en medio de nuestro silencio estalló en sollozos:
—¡Oh hermano mío, me has abandonado! —gritó antes de que me la llevara abrazada hacia el fondo, a una cama, a lo oscuro.
Un buen rato después, mientras la consuelo y le humedezco la frente con agua fría y Esma bent Omais le unta los párpados con un perfume aceitoso, advierto que las plañideras han desaparecido sin esperar siquiera a la plegaria del alba. Emigrantes y mediníes murmuran unas su plegaria, otras un recuerdo en voz baja y entrecortada. Tan sólo Aisha, con voz clara, repitió las mismas frases:
—¡Omar ibn el Jattab se equivoca! En ese punto no ha comprendido el pensamiento del Mensajero ¡que Dios le conceda la salvación! ¡Yo soy testigo de que Mahoma nos permite llorar al que nos deja y que tan sólo veda el griterío, y con más razón los trances y las mutilaciones, que pueden turbar al moribundo en su última hora y al muerto cuya alma se aleja poco a poco hacia el Señor!
—¡Omar ibn el Jattab se equivoca! —repitieron varias voces de mujeres mientras aguardaban el momento en que el cuerpo de Abú Bekr habría de ser trasladado al otro lado de la pared.
Sólo cuando los enterradores se encuentren en plena faena, las dos hijas de Abú Bekr, Aisha y Esma, así como su joven y vulnerable hermana Um Ferwa, saldrán de la estancia a fin de no dejarse dominar por el dolor en su ápice.
Yo me quedé junto al muro hasta el momento mismo en que concluyó la ceremonia y oí todo lo que hacen entonces los hombres, puesto que son ellos los únicos que entierran a los muertos. Los únicos que se hacen cargo de nuestro cuerpo, miserable polvo.
Escuché, y vi, a pesar mío, a Omar, el segundo califa, salir lentamente, con las manos aún sucias. Sí, vi al califa y recordé a Mahoma y a su amigo Abú Bekr, tan bueno, tan tierno a nuestro corazón. Y supe que desde ese día mi afán de protección hacia mi joven ama permanecería más alerta que nunca.

This entry was posted on 03 septiembre 2013 at 21:05 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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