Andrew O'Hagan - "Gordon"

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Novelista, cuentista y ensayista escocés. Es uno de esos autores que, pese a sus méritos (finalista del Booker y del Whitbread en 1999, ser considerado por Granta como uno de los mejores autores jóvenes de 2003, ...) o pese a publicar sus relatos o sus ensayos en medios de amplia difusión (London Review of Books, Granta, The Guardian o The New Yorker) es mediaticamente poco conocido, tal vez por mantener su obra alejada de la moda con planteamientos arriesgados.
La versión es la de Eduardo Iriarte Goñi.

1. Orgullo
Cuentan que Gordon estuvo a punto de perder un ojo en los años cincuenta, jugando al fútbol cerca de un escorial a las afueras de Kirkcaldy. «No importa —dijo su padre de camino a la clínica—. Todos estamos medio ciegos a los ojos de la Divinidad.» Gordon sintió un doloroso pellizco bajo el vendaje de la enfermera y vio un despliegue de estrellas frías en el asfalto de la carretera. Años después recordaría aquella caminata de vuelta a casa y cómo se había sentido orgulloso de lo perfectamente corrientes que eran sus zapatos escolares. «Es una persona agradable, ese médico —dijo su padre con un carraspeo mientras Gordon caminaba delante—. Sabe ser médico. Está convencido de que todo hombre debe sufrir algún ligero daño.»

2. Amores
Había una fábrica de linóleo en la carretera general y Gordon la veía humear desde su habitación en la casa del pastor. Siempre había tenido esa extraña capacidad —envalentonada por su lectura de libros y obras de teatro— para evocar una suerte de elevado romanticismo a partir de una escena industrial, aunque ninguno de sus hermanos tenía tiempo para libros, ocupados todo el rato con cortes de pelo y llamadas telefónicas.
Gordon memorizaba citas y las repetía para sí bajo el agua de la ducha con los oídos inundados de ruido. Para entonces ya tenía mejor el ojo y su padre estaba más profundamente conchabado con el Señor. Solía quedarse en el cuarto de baño con olor a polvos de talco mascullando cálculos y extrañas sumas morales acerca de la causa de la desdicha de Hamiet. Su madre sabía que su segundo hijo estaba destinado a ir a Edimburgo cuando una mañana éste bajó las escaleras con gesto huraño. «El problema de Hamiet es el espectro —dijo—. Es imprudente. Es incauto. No se puede dominar la conciencia de una persona. Y al obligar a una familia a pasar a la acción los matas a todos.»

3. Valor
Las alubias en salsa pasaron a ser un asunto importante durante una temporada. Gordon calculó que cada alubia tenía cierto valor para el mundo, aunque le resultaba curioso que algunas alubias parecieran ansiosas por ser escogidas. Sobre la tostada, algunas de esas alubias tenían un lustre anaranjado extraordinario, y las más gordas parecían entender con exactitud —de una manera que desde luego no entendían las pulposas y las rotas— cuál podía ser su papel en la comida perfecta. En su piso de estudiante del Grassmarket, los platos sucios tenían fama de apilarse en la desolación general de un fregadero de Belfast, pero Gordon estaba ocupado reconciliando las realidades de la vida con una visión alimenticia del futuro. Nunca se emborrachaba porque temía más que cualquier otra cosa perder el control, así que los viernes por la noche, mientras las cuadrillas de muchachos locales iban dando patinazos por Lothian Road estimulados por pintas de cerveza rubia, Gordon permanecía en el Carneo viendo películas antiguas acerca de pianistas ciegos o soldados mutilados por la guerra y su propia inseguridad. A menudo compraba un cucurucho de patatas fritas entre la extensa fraternidad de altas horas de la noche del Grassmarket, y con cuidado lo llevaba contra el pecho escaleras arriba para comérselas con las alubias. Ésa fue la esencia de sus años de estudiante: el vapor del papel de periódico caliente empapado en manchas de vinagre.

4. Razón
Tremendo el chapoteo negro que se había armado allá en el mar del Norte. La idea misma de gente atrapada en esas plataformas petrolíferas durante semanas empezó a incomodar el sentido que tenía Gordon de una vida perfectamente aprovechada y razonablemente útil, pero también es cierto que los años sesenta ofrecían toda una gama de posibilidades para la Escocia en vías de modernización, y daba la impresión de que el petróleo iba a desempeñar un papel importante en todo aquello. Era sólo que, a ojos de Gordon, la sustancia en sí parecía muy poco alejada de las condiciones de su extracción. Oscura, quiero decir. Toda oscuridad. Y no podía ahuyentar aquella idea de hombres vivos y saludables sirviéndose de máquinas para extraer aquel licor de carbón inerte. «¿No te parece un poco salvaje?» Se lo dijo varias veces a una chica con la que quedó para tomar un café en el hotel George, y ella le prestó toda su atención con sus hermosos ojos verdes antes de decir que más le valía marcharse o perdería el autobús.

5. Dotes
Vio ejemplares de su primer libro en el escaparate de una librería izquierdista en Glasgow y tuvo que reconocer que notó una lágrima en el rabillo del ojo bueno. Había recreado —como de buena gana reconoció el Greenock Telegraph— las vidas a menudo infradescritas de los pensionistas ancianos en la segunda mitad del siglo, y lo había hecho con una prosa de ilimitada belleza épica. Había inventado un estilo fragmentario perfectamente adecuado para captar las raídas vidas de sus personajes, y el Dundee Courier, tras haber sorprendido a Gordon presentando sus hallazgos ante una reunión formal de contables al fondo del Milnes Bar, se mostró dispuesto y sumamente hábil para crear la impresión de que el autor poseía unas notables dotes como orador.

6. Sensibilidad
Gordon siempre se encontraba recibos de restaurantes en los bolsillos de los trajes o en el billetero. A veces no eran recibos exactamente, sino copias amarillentas en papel carbón que indicaban cuánto había gastado y si el servicio estaba incluido, aunque sin especificar qué había consumido. En años recientes había desarrollado un resentimiento activo contra el agua con gas. Una noche, cuando el taxi lo llevaba de regreso al Milibank, sopesó aquella bebida de Islington y vio las noticias con una sensación de odio cada vez más intensa.

7. Progresismo
En una bifurcación de la carretera frente a la iglesia que antaño presidió el padre de Gordon hay una estatua de Adam Smith. El hijo siempre imaginaba el monumento cubierto de nieve, aunque en realidad era más habitual que el sol escocés derramara su benevolencia sobre aquella noble testa, aquella cabeza con una mente tan inmensa como el interior del mundo, su imagen misma liderando a los brillantes y pacientes hijos de Kirkcaldy. Gordon volvió para ver la estatua tras la muerte de su padre, en 1998. Aquel día nevaba, y Gordon contempló el Adam Smith de piedra como si en aquel célebre semblante fuera a descubrir alguna huella dejada por su propia contemplación años atrás. Fantaseó con que los principios del progresismo bien podían ofrecer alguna sugerencia acerca de cómo vivir. Vio muy poco de sí mismo en el rostro de Smith, pero la estatua en conjunto le pareció más pequeña de como la recordaba de los tiempos del diploma escolar y sus preocupaciones por el difícil examen de Literatura. No había nadie tan temprano, pero Gordon dio instrucciones a su chófer de que fuera a ver si podía traer una escalera del vestíbulo de la sala parroquial.

8. Política
Por la tarde, Londres es un borrón de autobuses y oportunidades. También es una capital muy pintoresca, repleta de arte extranjero. Justo en el inicio del Desfile de la Guardia Montada un soldado se yergue sobre su caballo con el casco y la túnica roja, la espada apoyada en el hombro derecho; los turistas sacan sus fotos y se ríen de la pompa militar. Una chica rubia de Athens, Georgia, y su amiga amenazan de pronto con encaramarse y manchar al guardia de pintalabios. Susurran entre sí cómo va contra las normas que hable y cómo tampoco puede moverse mucho. El guardia simplemente permanece quieto como si los cuchicheos de esas chicas no le incumbiesen. De hecho, apenas puede oírlas, sólo nota cansancio en la base de la columna y unas ganas irreprimibles de tomarse una pinta. Se pregunta si su mujer habrá ido al supermercado, y ¿no había una oferta estupenda de esas botellas rechonchas de cerveza alemana? Cuando su pensamiento se diluye bajo el lánguido, persistente y shakespeariano sol, el guardia levanta la mirada para ver a Gordon pasar con el tráfico de Whitehall, la cabeza apoyada en la ventanilla y el ojo bueno enfocado en la calle.

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