A.S. Byatt - "La cinta rosa"

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Una de las grandes novelistas y cuentistas inglesas contemporáneas. Además, en su faceta de filóloga está considerada una autoridad en la literatura anglosajona de los dos últimos siglos. Es una narradora que no suele juzgar, sino que ofrece los diferentes puntos de vista para que sea el lector quien saque conclusiones, por este motivo suele decirse que es una autora exigente con sus lectores. Aunque la estructura de sus obras es claramente moderna, el lenguaje usado es un lenguaje culto y clásico, de ahí que suelan decir de ella que es una "victoriana postmoderna".
En cierto modo es una autora maltratada en España (aunque no tanto como su hermana Margaret Drabble -otra grande de la literatura inglesa actual- a la que, hasta donde yo sé, ni siquiera se han molestado en traducir) ya que una de sus obras, la fabulosa "Posesión", suele aparecer colocada en la sección de novela rosa.
Este cuento pertenece a "El libro negro de los cuentos" publicado en 2003.
La versión es la de Susana Rodríguez-Vida.

Sostuvo con la mano izquierda la mata de pelo —largo, áspero, gris acerado— y lo cepilló firme y vigorosamente con la derecha. Estaba grasoso al tacto, pese al esfuerzo que tanto él como la señora Bright habían puesto en lavarlo. Empleaba un cepillo de estilo antiguo, con cerdas negras insertadas en una suave base de caucho color coral, y un armazón negro lacado. Cepilló y cepilló. La señora Bright lo miraba con una sonrisa de aprobación en su negro rostro. Le habría gustado que él la llamara Deanna, que era su nombre, pero él no podía. Habría sido una falta de respeto por su parte, y él respetaba y necesitaba a la señora Bright. Y el nombre tenía asociaciones inapropiadas que en nada se correspondían con una obesa asistenta jamaicana. Separó diestramente el cabello en tres partes. La señora Bright, como era su costumbre, comentó que era un cabello muy fuerte, debía de haber sido muy bonito cuando Mado era joven. «Maddy Mad Mado», dijo con una especie de gruñido la persona sentada en la butaca de orejas. Tenía los ojos clavados en la pantalla del televisor, que estaba apagada, gris y salpicada de motas de polvo. Su rostro se reflejaba vagamente en ella, una cara gruesa y cenicienta, con una boca llena de irritación y oscuros ojos cavernosos. James comenzó a trenzar el cabello en una larga serpiente apretada. Dijo, como solía decir, que con la edad aumenta el grosor del pelo, éste se hace más fuerte. Pelos en las ventanas de la nariz, pelos en la carnosa barbilla, briznas de hierba en una cara pétrea.
La señora Bright, que conocía la respuesta, preguntó de qué color habían sido, y supo que habían sido finos y negros como ala de cuervo. Más negros que los suyos, le dijo James Ennis a Deanna Bright mientras peinaba y trenzaba. Negros como la noche. Era muy hábil para ser hombre, o para quien fuera, comentó la señora Bright. Aprendí a hacer las cosas por mí mismo, dijo James. En la fuerza aérea, en la guerra. Llegó al extremo de la trenza y enroscó una bandita elástica, tres veces. La mujer rebulló en la butaca. James la palmeó en el hombro. Ella vestía una larga bata de felpa, cerrada en el cuello con un imperdible, por seguridad. Era blanca, lo cual, aunque hacía visible cada mancha, era conveniente para hervirla en caso de accidentes, que sobrevenían constantemente, de toda clase.
La señora Bright observó a James con aprobación, cuando él acabó la operación de peinado. La sujeción de la espesa trenza, la precisa inserción de cada horquilla de acero. Y, finalmente, el lazo con la almidonada cinta rosa. Una cinta rosa realmente bonita. Un color suave, fresco. Un color hermoso, dijo, como siempre decía.
—Sí —contestó James.
—Es usted un hombre muy amable —dijo Deanna Bright.
La persona sentada en la butaca dio un tirón a la cinta.
—No, cariño —dijo Deanna Bright—. Toma esto —le tendió un pañuelo de seda, que Mado toqueteó con vacilación—. Les gusta tocar cosas suaves. A muchos de ellos les doy juguetes suaves. Eso los tranquiliza. Hay gente que dice que es porque están en su segunda infancia, pero no es así. Esto es un fin, no un principio, es mejor decir las cosas como son. Pero los calma sostener algo, acariciarlo, tocarlo, ¿no?
Era el día en que la señora Bright relevaba a James mientras él «se escapaba» para ir a la biblioteca y hacer algunas compras personales. Tenían buen cuidado de «instalar» a Mado antes de que él se fuera. James encendió la televisión, para distraer su mirada y ahogar el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse. Había una imagen con dibujos infantiles de flores y unos montecillos regulares cubiertos de hierba. Había una música risueña. Había unas criaturas rechonchas y coloridas, púrpura, verde, amarillo, escarlata, que brincaban y hacían cabriolas. Mira las minúsculas hadas y duendes, dijo James prácticamente sin expresión.
—Brrr —dijo Mado, y luego con súbita claridad, con una voz humana—: Tratan de hacerla bailar, pero ella no quiere.
—Mira, hay un patinete —insistió James.
—Me pregunto por dónde deambula —dijo la señora Bright.
—Por ninguna parte —repuso James—. Se queda aquí sentada. Excepto cuando trata de salir. Cuando sacude la puerta.
—Todos subiremos al cielo —dijo Deanna Bright—. Cuando ella suba, será un alma que canta. Así que ¿por dónde deambula ahora?
—Su pobre cerebro es una masa de espesas capas de grasa y una maraña de cosas sin sentido. Como un tejido comido por la polilla. No hay nadie ahí, señora Bright. O queda muy poco.
—La llevaron a la negra, negra oscuridad, y la perdieron —dijo Mado.
—¿A quién llevaron, cariño?
—No lo saben —repuso Mado con aire ausente—. No saben gran cosa.
—¿Quiénes son ellos?
—¿Quiénes son ellos? —repitió Mado con voz apagada.
—Esto no conduce a nada —dijo James—. No conoce el significado de las palabras.
—Hay que seguir insistiendo —dijo Deanna Bright—. Márchese ahora, señor Ennis, que está mirándolos. Le prepararé el almuerzo mientras usted esté fuera.
Él se marchó, con su bolsa roja de la compra, y una vez que estuvo en la calle enderezó la espalda, como siempre hacía, aspiró el aire del exterior a grandes bocanadas, como un hombre que se ha estado asfixiando o ahogando. Caminó hasta High Street por calles de casas grises idénticas, esperó en la oficina de correos para cobrar su jubilación, compró salchichas, carne picada y un pollo pequeño en la carnicería y verduras en la tienda del amable turco de la esquina. Esa era la gente con la que hablaba, el carnicero manchado de sangre, el verdulero de voz suave, pero nunca durante mucho rato, porque el tiempo de la señora Bright se agotaba. Le preguntaban por su mujer, y él decía que estaba tan bien como cabía esperar. Era muy vital, siempre con ganas de bromear, decía el carnicero, recordando a alguien a quien James apenas recordaba y a quien no podía llorar. Una señora muy amable, decía el turco. Sí, decía James, como hacía siempre cuando no quería discutir. Le habría gustado ir a la librería, pero no tenía tiempo, pues debía pasar por la farmacia a buscar sus medicinas, y las de ella. Sustancias para calmar a dos personas cuyas vidas calmas eran una forma de frenesí.
Ella era la que antes hacía las compras. Era ella la que salía, así como era la que tenía un círculo de amigos y conocidos, a algunos de los cuales él conocía, y a muchos no. A ella no le gustaba contarle —no, lo cierto es que le gustaba no contarle— adonde iba ni por cuánto tiempo. A él no le importaba. Lo pasaba bien solo. Entonces, un día, un extraño había llamado a la puerta y había escoltado a su mujer hasta la sala, mientras explicaba que la había encontrado deambulando y que parecía perdida. Para entonces ella se había recuperado, había echado la cabeza hacia atrás y había estallado en carcajadas.
—¿Te das cuenta, James, de cómo estaba de distraída? Había vuelto a Mecklenburgh Square, como si hubiéramos salido en una de nuestras excursiones para verificar los daños, después de... después de...
—Después de un bombardeo —dijo James.
—Sí —dijo ella—. Pero no había humo sin fuego, esta vez.
—Creo que le vendría bien una taza de té —dijo el amable desconocido.
En ese momento James tendría que haberlo entendido, pero había preferido no hacerlo. Ella siempre había sido excéntrica.
La cola de los medicamentos en la farmacia era larga, y le dijeron que volviera al cabo de veinte minutos; no era tiempo suficiente para ir a la librería, sí lo era para perjudicar a la señora Bright. Dio vueltas por la tienda, un anciano con una mata de pelo canoso, con un impermeable arrugado. No quiso detenerse en la sección de maternidad e inesperadamente, caminando sin rumbo, se encontró en la sección de puericultura, entre paquetes de pañales de todas clases y cepillos de dientes con cabeza de animal. Había un expositor alto pintado de cromo brillante, de donde colgaban las rollizas y llamativas muñecas de la televisión, púrpura, verde, amarillo y rojo, con ojos negros y boca oscura en su sonriente cara de marioneta. Estaban encerradas en sofocante polietileno. No pueden respirar ahí, se sorprendió pensando James, pero esto no era un signo de locura, no, sino un signo de suma cordura, pues él había sopesado, como cualquiera en su lugar debía de sopesar en algún momento, lo que podía hacerse, rápidamente, con una bolsa de plástico. Las muñecas tenían un aire benévolo y estúpido. Se acercó más, tras echar una ojeada al reloj, y leyó sus nombres: Tinky-Wink, Dipsy, Laa-Laa y Po. Tenían una reluciente pantalla grisácea sujeta en el redondo vientre, y antenas en la cabeza encapuchada. Una simbiosis entre un televisor y un bebé de un año. Ingenioso, después de todo.
La mujer que estaba tras el mostrador —de pechos voluminosos, teñida, con gafas, sonriente— dijo que los Telegorditos eran muy, muy populares. «Todos los adoran.» ¿Podía mostrarle uno?
—¿Por qué no? —dijo James.
Ella sacó a Tinky-Winky y a Po de sus brillantes fundas y presionó con energía su pequeño vientre, lo que hizo que se pusieran a cantar con voz aguda unas cancioncitas sin sentido.
—Cada uno tiene la propia, ¿sabe?, su canción particular, fácil de recordar, para niños muy pequeños. A ellos les gusta recordar cosas, les gusta oírlas una y otra vez.
—¿Ah, sí? —dijo James con aire ausente.
—Sí, así es. Y mire qué suaves son, y hechos con una felpa muy práctica, se pueden lavar en la lavadora en un periquete, si ocurre cualquier clase de accidente. Son muy durables, le aseguro.
Tuvo una visión de cuerpos cubiertos de andrajos, girando en un ciclo de centrifugado. No los círculos del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, sino muñecas andrajosas girando en un ciclo de centrifugado.
—Voy a llevar uno.
—¿Cuál prefiere? ¿Es para una niña o para un niño? ¿Para un nieto, quizá? Tinky-Wink es un chico, aunque lleve un bolso, y también Dipsy. Laa-Laa y Po son chicas. Por supuesto, la diferencia no se ve. ¿Es para un nieto o para una nieta?
—No —dijo James—. No tengo hijos. Es para otra persona. Me llevaré el verde. Es un verde ligeramente bilioso y el nombre es apropiado.
La vendedora soltó a Dipsy de su gancho, y un Dipsy idéntico apareció por detrás.
—¿Se lo envuelvo para regalo, señor?
—Sí —dijo James.
Con eso se cumplirían exactamente los veinte minutos.
Habían esperado a que la guerra acabara antes de tener un hijo. Y luego, después de la guerra, cuando a él lo habían desmovilizado y se había reintegrado a su trabajo de profesor de lenguas clásicas en un instituto, el hijo invocado había rehusado entrar en el círculo. Le habían dado un nombre: Camilla, Julius, cuando eran románticos, Blob o Tiny cuando estaban irritados o molestos. No respondió a ningún nombre, se negó a ser. Hitler lo ha atrapado, solía decir ella. James sacudió el paquete, envuelto en lanudos corderitos en un campo azul.
—Dipsy —le dijo—. Dipsy va muy bien, todos somos dipsomaníacos.
Se preguntó si habría hablado en voz alta en la tienda. Miró alrededor. Nadie lo estaba mirando. Probablemente no lo había hecho.
* * *
Siempre tenía que juntar fuerzas para abrir la puerta de su casa. Era un hombre disciplinado, que había sido un buen profesor, y un buen oficial en las fuerzas aéreas, en parte porque era ecuánime. Creía, al estilo clásico, en el buen carácter y la razón. Tenía conciencia de albergar una rabia bullente, contra el destino, contra la edad, incluso —que Dios lo ayudara (pero Dios no existía)— contra la propia Mado, que no era responsable de la triste situación de ambos, aunque de vez en cuando sufría accesos de mal humor y se mostraba dispuesta a culparlo. No quería volver a su cautiverio, con su olor a enfermedad y su violencia latente. Como siempre hacía, sacó sus llaves y entró. Hasta consiguió dedicarle una sonrisa forzada a Deanna Bright.
La señora Bright le había servido a Mado su almuerzo: sopa, bastoncitos de pan tostado, natillas del supermercado en su copa de plástico. Mado se había opuesto a que la alimentara, pero había tragado bastante, informó la señora Bright. Antes de contar con la señora Bright, él le dejaba platos de comida en la nevera. Había dejado de hacerlo cuando un día volvió a la casa y la encontró sentada a la mesa, ante una comida que ella misma había preparado. Esta consistía en una montaña de café molido y un charco de harina humedecida, que estaba intentando comer utilizando a modo de cuchara el hueso seco de un aguacate. En esta etapa él aún tenía la suficiente curiosidad intelectual para preguntarse si habría sido la forma del hueso lo que había despertado en ella algún recuerdo primitivo de la forma de una cuchara.
—No, querida —le había dicho—. Así no, no está bien.
Ella lo había golpeado con el extremo puntiagudo del hueso y le había lastimado la mejilla, para luego tirar sobre la alfombra café, harina y plato. Por entonces era la historia de una extravagancia que habría podido contar a un amigo en un bar. Tenía una dosis de horror estético que resultaba grata. Aquello había quedado atrás, no había ya nada en él que quisiera contar lo que fuera a alguien, ni en un bar ni en ninguna otra parte.
* * *
—¿Cómo ha estado? —le preguntó a Deanna Bright.
—No me ha dado problemas. Sólo se ha quejado un poco de tener tantas visitas.
—Ah —dijo James; intentó bromear—: Me gustaría saber quiénes eran. Así podría charlar con alguno.
—Dice que son espías. Dice que los envió fuera en misiones y que fingieron que los habían matado, pero que han regresado en secreto.
—Espías —repitió James.
Deanna Bright tenía una expresión de piedad y preocupación.
—Es curioso cuántos de ellos hablan de espías, servicios secretos y cosas así. Supongo que es porque se vuelven desconfiados.
—De hecho ella sí que envió espías, durante la guerra —dijo James—. Estaba en el Servicio de Inteligencia. Los envió a Francia y Noruega y Holanda, en barco y en paracaídas. La mayoría de ellos no volvieron.
—Están escondidos —dijo Mado en voz muy alta—. Están furiosos, quieren hacer daño, son peligrosos, quieren...
—¿Qué quieren? —preguntó Deanna.
—Chuletas de cordero —dijo Mado—. Chuletas frías. Muy frías, con salsa.
—Se refiere a la venganza —dijo James—. Un plato que se come frío. En cierta forma es alentador, cuando hay alguna clase de sentido. Bien podrían querer vengarse.
Deanna Bright no parecía convencida; posiblemente no conocía el dicho, posiblemente dudaba de la capacidad de Mado para establecer complejas relaciones. En una oportunidad le había hablado a James con severidad cuando él se había referido a la mujer de la butaca como una zombi. «Usted no sabe lo que está diciendo —había dicho ella—. No sabe lo que quiere decir verdaderamente esa palabra. Ella es una pobre criatura y un alma errante. No es uno de ellos».
Ahora se caló el gorro de lana sobre su crespo cabello, y se marchó para ir a ayudar a otras almas y cuerpos desgastados.
Cuando James se quedó solo, es decir, solo con Mado, desenvolvió a Dipsy y se lo tendió sin decir palabra. Ella le arrebató el muñeco, lo alzó y observó su plácida carita, lo puso boca abajo sobre sus rodillas y palpó la felpa.
—Están esperándonos —dijo—. Se nos ha hecho tarde. Tenemos que ir al consultorio. O quizá es a la zapatería. Sasha no ha venido, otra vez. Han estado medio día haciendo cola para conseguir una minúscula lonja de cerdo.
Sus fuertes dedos masajeaban el muñeco.
—Han puesto cables por todo el piso de arriba. Están a la escucha y cuentan chistes verdes. Sasha lo encuentra divertido.
Muy al principio, la súbita presencia de gente invisible le había parecido a James a la vez grotesco y fascinante. Se había casado con una mujer —a quien había conocido en la universidad en 1939— que hablaba como una locutora de radio y nunca mencionaba a su familia. Se habían casado precipitadamente —él se iba a la guerra, cualquiera de los dos podía morir al día siguiente— y ella había dicho que no tenía parientes cercanos, era una huérfana independiente. Dos de sus compañeros estudiantes, que actuarían como testigos, organizarían la fiesta de bodas. Ahora que su razón desvariaba, la escalera y los armarios estaban llenos de gente, gente a la que acusaba y regañaba, a la que suplicaba y halagaba, gente amenazadora. A algunos les hablaba con un rudo acento cockney, con voz aguda e infantil: «No me pegues más, mamá, seré buena, no he hecho nada, basta, mamá, basta». Nunca daba más detalles. Cuando él la interrogaba sobre su madre, ella decía: «Ya te dije que soy huérfana». Luego estaba Sasha, una amiga poco confiable de cuya existencia, pasada o presente, él no sabía nada, excepto que ella y Mado eran hermanas de sangre: «Nos cortamos la muñeca y las frotamos, ¿sabes?, las frotamos para mezclar nuestra sangre. Sasha es la única y está escondida». Y luego estaban los fantasmas de la guerra, que se aparecían. Amigos muertos en un bombardeo mientras dormían, amigos abatidos cuando sobrevolaban Alemania, hombres y mujeres enviados a misiones secretas. «Entra, Akela, entra», suplicaba la vieja voz cascada. Él mismo era muchas personas. Era Robin Binson, de quien siempre había sospechado que había sido su amante en 1942, Robin, cariño, dame un pitillo, tratemos de olvidar todo esto. Era a él, James, a quien le había dicho esto cuando yacían desnudos sobre el cubrecama, mientras caían las bombas. Tratemos de olvidar todo esto. Ella lo había olvidado todo, y ahora todo revoloteaba alrededor, como hilos y fragmentos.
Antes de la gente invisible había habido ataques de miedo relacionados con los aspectos sombríos u ominosos de lo visible. Su propia cara en un espejo, entrevista a través de la puerta: «Quién es ésa, no quiero que esté aquí, no tiene buenas intenciones». Temblores involuntarios al ver su sombra, o la de él, proyectada en las paredes o en los escaparates, en los días en que aún salían a la calle. Y había habido un nervioso parloteo interminable sobre el Servicio de Inteligencia. Ésta era una palabra que siempre había significado mucho para ella, reflexionaba él en su soledad, en la presencia de la ausencia. En la universidad era su término más elogioso. Sabe mucho, trabaja, pero no capta lo esencial, no es inteligente. O: «Me gusta Des. Es rápido. Es inteligente», como si la palabra fuera intercambiable con «sexy». Lo que, quizá, era así para ella. Ambos estudiaban para ser profesores, hasta que estalló la guerra. Él estudiaba lenguas clásicas; ella, francés y alemán. Cuando se casaron, ella tuvo que renunciar a la idea de ser profesora, porque a las mujeres casadas no se les permitía enseñar en la depresión de los años treinta, ya que le habrían quitado el lugar a los hombres, que eran el sostén de la familia. Más tarde, cuando los hombres se alistaron o fueron llamados a filas, se había permitido que las mujeres ocuparan sus puestos de trabajo, incluso en las escuelas de varones. Ella había conseguido un buen trabajo en un instituto de Londres. Ambos se habían mostrado encantados, en parte, al menos, porque a ninguno de los dos le agradaba la tristeza en que la sumía la falta de una ocupación inteligente. En sus campamentos y alojamientos militares, y luego cuando sobrevolaba el Mediterráneo, él había tenido celos de sus compañeros profesores. Pero ella no se había contentado con eso. Había presentado una solicitud para un verdadero trabajo de guerra, y había desaparecido en el Ministerio de Información, donde sus colegas eran elegantes poetas, misteriosos extranjeros y lingüistas expertos. Vivía en un Londres agitado y en llamas. Él había imaginado que ella volvería a la enseñanza, como hizo él, cuando todo terminara. Pero ella se había aficionado al Servicio de Inteligencia. Permaneció allí, siempre reservada en cuanto a la naturaleza de su trabajo, ganando más que él, cosa en la que él trataba de no pensar.
* * *
El día gris siguió su curso. James le sirvió su cena, lo que provocó sus quejas. La llevó al cuarto de baño. Otro momento culminante había sido cuando, años atrás, él le había dicho:
—Tú ve al cuarto de baño que yo te prepararé la cama.
Y ella, mirándolo fijamente con esa expresión de sospecha que se había hecho habitual, había contestado:
—¿Dónde está?
—¿Dónde está qué cosa?
—Ese cuarto al que dices que tengo que ir. ¿Dónde está?
Él la cogió por la mano.
—Cálmate. Espera a Sasha. Sasha está nerviosa. Espérala.
Aún intentaba hablarle. Muy de tiempo en tiempo, ella contestaba. No sabía en qué momentos ella lo reconocía, si es que lo hacía alguna vez.
Una o dos veces, mientras esperaba para ayudarla a lavarse, o cuando dejaba su dormitorio después de haberla acostado, tuvo la vertiginosa sensación de no saber quién era él o dónde estaba, o adónde se proponía ir. Una vez, durante un instante terrible, se había preguntado dónde estaba el baño, mientras las grises habitaciones giraban a su alrededor como un tiovivo. A los veinte años habría comprendido que se sentía exhausto y se habría reído. Ahora se preguntaba —como se preguntaba cada vez que comprobaba que sus llaves y su dinero estaban a salvo— si aquello era el comienzo.
Cuando ella estuvo acostada, se sentó y trató de leer a Virgilio. Pensaba que el esfuerzo de recordar la gramática y la métrica era en cierto modo un ejercicio para sus células grises, mantenía la presteza y fluidez de sus conexiones. O, pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est animas. Había pensado inscribirse en un curso vespertino, o incluso hacer un máster o un doctorado, pero no podía salir, era imposible. Cada vez que olvidaba una frase que antes había sabido de memoria, como un canto que resonaba en sus nervios, sentía un fugaz escalofrío de pánico. ¿Es el comienzo? Yo sabía cómo era el pluscuamperfecto de vago. Le llegaba su voz ronca, quejándose en el dormitorio, e iba a alisarle las sábanas. No le agradaba irse a la cama porque lo aterrorizaba la idea de que lo despertaran.
Así que dormitó sobre el canto VI de La Eneida, y oyó su propio ronquido irregular. Recogió del suelo a Dipsy, que estaba caído frente al televisor, y al mismo tiempo la cinta rosa y algunas de las horquillas de acero. Con aire distraído, se puso a clavar las horquillas en la gris pantalla de la gris panza de felpa de Dipsy. La atravesó una y otra vez.
* * *
A altas horas de la noche, la calle estaba tranquila. En unas pocas ventanas parpadeaban las luces de las cuadradas pantallas. No se oía mucha música, o la que sonaba se había moderado respetuosamente. La gente no volvía tarde a su hogar, ni charlaba en el umbral. Así que se sorprendió al oír unos pies que corrían a gran velocidad, dos pares, una persecución. De pronto sonó su timbre. No voy a bajar a estas horas, pensó, es peligroso. El timbre sonó con más insistencia. Oyó que aporreaban la puerta, con la mano o con el puño.
Bajó, básicamente para evitar que Mado se despertara. Abrió la puerta, dejando la cadena puesta.
—Déjeme entrar. Por favor, déjeme entrar. Me persigue un negro enorme, con un cuchillo, quiere matarme, déjeme entrar.
—Usted podría ser una ladrona —dijo James.
—Podría. Pero, si no me deja entrar, me matará. ¡Rápido, por favor!
James oyó las otras pisadas, más fuertes, y abrió la puerta. Ella era delgada, se deslizó dentro como una anguila y se apoyó en la puerta mientras él volvía a colocar la cadena y echaba el cerrojo. Escucharon, inmóviles en la silenciosa escalera. Los otros pasos vacilaron, se detuvieron. Y luego se alejaron, aún corriendo, pero más despacio.
James la oyó jadear en la oscuridad.
—Le daré un vaso de agua. Venga.
Él vivía en el primer piso. La condujo arriba, y ella lo siguió. Ella se dejó caer con elegancia en su sillón, y enterró la cara en las manos antes de que él pudiera verla claramente.
Calzaba unas sandalias de un negro brillante con tacones muy altos y finos. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo. Las piernas eran jóvenes y largas. Llevaba un vaporoso vestido suelto de seda escarlata, abierto hasta el muslo, con tirantes muy estrechos. Era de un estilo que un James más joven habría tildado de putesco, pero era observador y sabía que en el presente todas las mujeres se vestían de un modo que él habría considerado putesco, si bien esperaban ser tratadas con respeto. Las manos de la chica, con que se aferraba la cabeza, eran largas y delgadas, al igual que los pies, y también tenían las uñas pintadas de rojo. Su cara quedaba oculta por una mata de finos cabellos negros, que escapaban de un moño hecho en la coronilla. Le sorprendió que hubiera podido correr tan rápido, con esos zapatos. Los hombros de la chica se agitaban, y la seda temblaba con sus jadeos. James fue sin hacer ruido hasta la cocina en busca de un vaso de agua.
Ella tenía un rostro bonito y anguloso, con una boca ancha de labios rojos, largas pestañas negras, y los párpados maquillados de tal modo que parecían amoratados. Le preguntó si quería llamar a la policía, y ella negó con la cabeza mientras bebía a sorbos el agua y se acomodaba en el sillón.
—Creí que no iba a abrir —dijo ella—. Pensé que no salía de ésta. Estoy en deuda con usted.
—Cualquiera habría hecho...
—No —lo interrumpió ella—, no lo habrían hecho. Estoy en deuda con usted.
* * *
Él no encontraba qué decir a continuación. Habría sido una falta de cortesía interrogarla, y ella seguía sentada, aún un tanto temblorosa, sin mostrar signo alguno de estar dispuesta a contar su historia. Por lo general bebía algo un poco más fuerte que el agua a esas horas, antes de acostarse, dijo él. ¿Quería acompañarlo? El whisky, por ejemplo, era bueno para los sustos.
Había sido un hombre que atraía fácilmente a las mujeres, al menos cuando estaba en la fuerza aérea, con su bigote dorado. Hacía mucho tiempo que se había dicho que tenía que entender cuando algo se había acabado y renunciar a ello con dignidad. No habría habido ningún problema en ofrecerle a ella una copa si no hubiera sido bonita. Pensó que no habría tenido reparos en interrogarla si ella hubiera sido gorda y dentuda.
—Un whisky me vendría muy bien —dijo ella con ligereza—. Con hielo, si no le parece de mal gusto.
—Sobre gustos no hay disputa —dijo James, que de hecho no ponía nunca hielo en un buen whisky.
* * *
Cuando volvió de la cocina con los vasos, ella recorría la habitación, mirando su estantería de libros, las fotografías de su escritorio, el cesto de la ropa sucia donde amontonaba por la noche todas las cosas de Mado, la butaca de orejas con la cinta rosa cuidadosamente colgada en el respaldo, dispuesta para el día siguiente, y el muñeco Dipsy despatarrado en el asiento, con su color verde lima y una tenue sonrisa. Él cruzó la estancia y le tendió el repiqueteante vaso. Levantaron los vasos como para entrechocarlos. Cuando ella inclinó la cabeza por un momento, él vio los mechones sueltos en su nuca, aún mojados. Ella pasó rápidamente un dedo pintado de escarlata por el cuerpo de Dipsy e interrogó a James con la mirada. Él se volvió, y en ese momento un ruido sordo y un chillido provenientes de la habitación de Mado lo hicieron salir precipitadamente.
Mado estaba de pie en la puerta de su dormitorio, envuelta en sus sábanas, como si fuera una toga o un sudario. Le castañeteaban los dientes. Los cabellos grises le caían sobre la cara y los hombros.
—Has entrado en mi habitación sin hacer ruido —dijo ella—, pero no contestas, quieres hacerme daño, sé que eres un mal hombre, vivo con un mal hombre, no hay nada que hacer...
—Cálmate —dijo él—. Te llevaré de nuevo a la cama.
Mado se puso frenética cuando miró por encima del hombro de James, y gesticuló como una posesa para protegerse de los golpes, mientras se encogía y farfullaba. James oyó el susurro de la seda a su espalda.
—Mi mujer está enferma —dijo—. No tardaré más que un minuto.
—Hazla salir de aquí —gritó Mado—. Es una bruja malvada, quiere hacernos daño a todos...
—Lo siento —dijo James a su visitante.
—No tiene por qué —contestó ella mientras se retiraba.
* * *
Calmar a Mado podría haberle llevado horas, o toda la noche, pero esa noche la vida y la combatividad la abandonaron cuando la otra mujer se retiró. Permitió que él la acostara de nuevo en la cama rehecha, después de la necesaria visita al lavabo. James volvió, sintiéndose avergonzado sin motivo, y reducido de su condición de anfitrión civilizado a la de monstruo.
—Lo siento —dijo a modo de disculpa general, por la vida, por Mado, por la edad, por el olor a cerrado de su casa, por el inexorable declive—. Lo siento.
—¿Por qué? No tiene nada de que disculparse. Usted es bueno, ya lo veo, esto es muy duro. ¿Cuánto tiempo hace que ella está así?
La naturalidad con que le formuló la pregunta le arrancó un suspiro de alivio.
—Hace cinco años que no sabe quién soy —dijo—. Hago todo lo que puedo, pero no es bastante. Ninguno de los dos es feliz, pero hay que seguir adelante.
—¿Tiene usted amigos?
—Cada vez menos, tanto porque no puedo aguantarlos como porque ellos no me aguantan a mí, es decir, a ella...
—¿Tiene más whisky?
Ella volvió a sentarse mientras él iba a buscar la botella. Le hizo preguntas superficiales, y él le contó cosas —cosas como el hueso de aguacate, cosas como el Servicio de Inteligencia—, y ella sonreía pero sin reír, mostrando en su expresivo y atento rostro que entendía la comedia estética, así como su pequeñez comparada con el asfixiante volumen del entorno.
—Lo siento —seguía diciendo él—. Es que no hablo nunca.
—No —decía ella—. No es necesario. No tiene por qué disculparse.
* * *
Después de otro vaso de whisky, ella comenzó de nuevo a recorrer la habitación. La seda roja ondeaba en torno a sus muslos. Él pensó que un cumplido no se interpretaría mal, y le dijo que llevaba un vestido muy seductor. La respuesta de ella fue echar la cabeza hacia atrás y reír a sus anchas, alegremente, tanto que los dos se quedaron inmóviles y aguzaron el oído para ver si Mado se había despertado. Ella fue otra vez hasta la butaca de orejas, cogió la cinta rosa y la hizo deslizar entre sus largos dedos, examinándola.
—A ella no le gusta el rosa—le dijo a James.
—No —reconoció él—. Lo detesta. Siempre lo ha hecho. Es infantil, dice. No quería usar ni bragas rosas ni enagua rosa. Le gustaba el color marfil o el azul claro. Y el rojo.
—Le gustaba el rojo —dijo la visitante, alzando a Dipsy—. Podría haber elegido la muñeca roja, Po, pero eligió este de color bilioso.
—Lo hice por mí —dijo él—. Un acto inofensivo de violencia. No hace ningún daño.
La joven mujer se alejó de la butaca, tras dejar la cinta y el muñeco en su lugar.
—Dipsy es un nombre estúpido —dijo.
—Po es aún más feo —dijo él a la defensiva—. Puede ser pocho. O pocilga.
—El río Po es el río Erídano, que conduce al mundo subterráneo. Un río mágico. Podría haber elegido a Po.
—Y usted ¿cómo se llama? —preguntó él como si eso fuera lo lógico, un poco achispado, fascinado con el movimiento ondulante de la seda cuando ella caminaba.
—Dido. Me hago llamar Dido, en todo caso. Soy huérfana. He repudiado a mi familia y, con ella, cualquier otro nombre. Me gusta Dido. Tengo que irme.
—La acompañaré para asegurarme de que no hay moros en la costa.
—Gracias —dijo ella—. Lo veré pronto.
A él le habría gustado que así fuera, pero sabía que ella no lo haría.
* * *
Más tarde, varias cosas lo hicieron dudar de si ella realmente había estado allí. Para empezar, el nombre que se había dado, Dido, extraído de lo que él estaba leyendo. Aunque también podía ser que ella hubiera cogido su libro mientras él se ocupaba de Mado, y más o menos al azar hubiera escogido el nombre de la apasionada reina. Sabía que el Po era el Erídano, cosa que él había olvidado, pensó, y sintió miedo por la pérdida de un hecho conocido, como siempre sentía. Ella tenía conocimientos de mitología, contra todo lo esperado. ¿Y por qué no había de tenerlos? ¿Por qué una mujer bonita vestida de seda roja no podía saber algo de mitología, nombres de ríos y cosas así? Había sabido que Mado detestaba el rosa, cosa que no podía saber, cosa que la señora Bright desconocía, cosa que él mantenía en secreto. Él debía de haber inventado esa parte de la conversación, o como mínimo recordarla mal. Tal vez ella existía tan poco —o tanto— como Sasha, la imaginaria hermana de sangre. Había experimentado una absurda sensación de pérdida cuando ella se había marchado, como si hubiera llevado vida a la habitación —acosada por la muerte y la oscuridad— y luego se la hubiera vuelto a llevar. Lo que sentía por ella no era deseo sexual. Vio —con toda claridad, según le pareció— el hombre viejo que era por fuera. Su cara arrugada, sus dedos artríticos, sus dientes remendados y su aliento sin duda fétido no tenían nada que hacer con alguien tan lleno de vida y encanto. Lo que sentía era algo más primitivo, el placer ante lo que está vivo. Ella pertenecía a los vivos, y él a los muertos. Ella nunca volvería.
Esa noche, en la cama, lo invadió un recuerdo tan vivido —como le sucedía cada vez con mayor frecuencia— que por unos momentos pareció como si fuera real y estuviera pasando allí y en ese instante. Era algo que le ocurría más y más a menudo cuando resbalaba y perdía pie en la pendiente que separaba el sueño de la vigilia. Daba la impresión de que no hubiera más que una membrana separándolo de la vida del pasado, así como sólo había estado el amnios separándolo del aire libre en el momento del nacimiento. En la mayoría de los recuerdos era un niño otra vez y deambulaba por los campos cubiertos de coloridas margaritas de su infancia, en medio de un intenso olor a caballo, chapoteaba en los arroyos de truchas, oía a sus padres discutir en voz baja, o paseaba en burro por la vasta playa de arena húmeda. Pero esta vez revivió su primera noche con Madeleine.
Ambos eran estudiantes y vírgenes; él se había debatido entre el miedo y la esperanza de que ella no lo fuera, ya que quería ser el primero y al mismo tiempo no quería que resultara un fiasco o un fracaso aún peor. No se lo había preguntado hasta que se desnudaron en el cuarto de hotel que habían alquilado. Ella se había vuelto para mirarlo burlonamente a través de sus negros cabellos, mientras se quitaba de éste las horquillas, dándose cuenta plenamente de sus dos temores.
—No, no ha habido otro, y sí, tendrás que arreglártelas partiendo de cero, pero como los seres humanos siempre se las han arreglado muy bien, probablemente lo conseguiremos. No lo hemos hecho tan mal hasta ahora —dijo, mirándolo con los ojos entrecerrados para recordarle los manoseos cada vez más complejos y atormentadores, en coches, en habitaciones de la universidad, en el río cerca de las raíces de los sauces.
Ella siempre había mostrado una clara ausencia —chocante incluso— de la natural renuencia femenina, de pudor y hasta de ansiedad. Amaba su propio cuerpo, y él lo idolatraba.
Se pusieron a ello, dijo Madeleine más tarde, con uñas y dientes, con plumas y terciopelo, con sangre y miel. Esa noche él revivió una relación íntima que había ido olvidando lentamente durante los años de guerra, así como otros momentos de maravillosa vehemencia que le habían sido arrebatados, y luego la destrucción del hábito. Recordaba haber sentido, y luego pensado: «Ningún otro ha sabido jamás cómo es esto verdaderamente, ningún otro lo ha comprendido de verdad, o la raza humana sería diferente». Y cuando se lo dijo a Madeleine, ella rió con su risa irónica y le dijo que era un presuntuoso —«Ya te dije, James, que todo el mundo lo hace, en mayor o menor medida»—, pero enseguida se echó a llorar y lo besó por todo el cuerpo, y sus ojos ardientes de lágrimas se movían por su vientre como insectos exploradores, y su voz ahogada decía: «No me hagas caso, te creo, ningún otro jamás...».
Y esa noche —mientras se remontaba hacia la vigilia como una trucha en el río para volver a sumergirse— no supo si era un alma en éxtasis o atrapada en las redes del tormento. Sus manos eran nerviosas y ágiles y eran torpes y vacilantes. La mujer lo montaba, arqueada en su gozo, y a la vez yacía sobre él como masilla.
Y él, a quien se le habían empañado los ojos pero que jamás había llorado, los sintió llenos de lágrimas.
* * *
La mañana siguiente pensó que debía de haberla hecho surgir del laberinto de su inconsciente. Pero Deanna Bright, ordenando la cocina, limpió unos restos de lápiz de labios escarlata de un vaso que él creía haber lavado, y lo interrogó con la mirada.
—Estaban persiguiendo a una mujer en la calle. La hice entrar.
—Tiene que tener cuidado, señor Ennis. La gente no es siempre lo que parece.
—Hay que volver a cambiar las sábanas —dijo él, cambiando de tema.
* * *
Algo había cambiado, no obstante. Él había cambiado. Si antes temía olvidar cosas, ahora lo atormentaban las cosas que recordaba, con vivida precisión. Gente y cosas del pasado se deslizaban sigilosamente en la realidad y ocultaban la alfombra manchada y la butaca de orejas en que Mado parloteaba con Sasha, o toqueteaba el muñeco verde lima con dedos torpes. Él se decía que era como un hombre que se estuviera ahogando y viera su vida desfilar como un relámpago ante sus ojos, y entonces se preguntó cómo sería eso exactamente: ¿se vería pasar a los vivos y los muertos ante los ojos reales que estarían mirando bajo el agua, o aquéllos se sucederían en una vertiginosa película proyectada dentro del oscuro teatro de la cabeza anegada? Lo que le ocurría en esos momentos era que, cuando se despertaba tras haber dormitado sobre su libro, o cuando entraba dando traspiés en su dormitorio mientras se desabotonaba la ropa, veía visiones, oía sonidos, sentía olores largo tiempo atrás desaparecidos, que ahora regresaban para ser estudiados y comprobados, por así decirlo. Alemanes muertos en el desierto del norte de África, sus gorras, sus bidones de agua. La vieja mujer que él y Madeleine habían empujado bajo la mesa durante la peor noche del bombardeo alemán, y que habían reanimado con whisky cuando pareció que estaba a punto de sufrir un ataque al corazón. Tenía una pantufla de fieltro roja con un pompón, y un pie descalzo. Vio sus nudosas rodillas, colocó las pantuflas de piel de cordero de Madeleine en los temblorosos pies, olió —durante varias horas seguidas— el olor de Londres en llamas cuando salían a verificar los daños. Polvo en la nariz, polvo en los pulmones, polvo de piedras y explosivos, y cenizas de carne y huesos. Habían salido a caminar después de la noche del 10 de mayo y habían visto los daños de la abadía de Westminster y el Parlamento incendiado, habían paseado por los parques y habían visto las bombas caídas sin explotar cercadas con una valla, y los niños que hacían navegar sus barquitos en el estanque redondo de los jardines de Kensington. Ahora veía las vallas y las tumbonas, los escombros y los niños.
Recordaba el miedo, pero también la sangre joven que bullía en él, impulsada por el hecho de la supervivencia y por el deseo de sobrevivir. Había tenido miedo: recordaba el gemido de las sirenas, el silbido y la explosión de las grandes bombas, el zumbido del motor de los bombarderos, y la risa enloquecida de Madeleine cuando la explosión era en otra parte. La muerte estaba cerca. Amigos con los que uno iba a encontrarse para cenar, que estaban vivos en nuestra mente en el momento de salir para ir a su encuentro, nunca llegaban, porque eran carne aplastada bajo ladrillos y vigas. Otros amigos que habían quedado con la mirada fija en nuestros recuerdos, como quedan los muertos cuando adquieren la forma final que les da nuestra memoria, aparecían de improviso en nuestra puerta como carne viviente y miserable, magullados y sucios, acarreando bolsas con las pertenencias rescatadas, y pedían rogando una cama, una taza de té. La fatiga empañaba los ojos de todos y agudizaba los sentidos. Recordó haber visto a una madre con su hijo tendidos bajo un banco, abrazados, y no haberse atrevido a despertarlos, por temor a que estuvieran muertos. Pero sólo era gente sin hogar, durmiendo el sueño de los exhaustos.
Madeleine no intervenía en estas nuevas visiones de la vida perdida. El sonido de su risa, esa única vez, fue su máxima presencia.
Cuando «aquello» había empezado, había comprendido que se requería más coraje para levantarse cada día, para velar por la mente errabunda y el cuerpo trastabillante de Mado, que para cualquier otra cosa que hubieran afrontado en la vida. Y él se había puesto firme, como un soldado, para cumplir con su deber, a la vez que decidía que por el interés de ambos no tenía que volver a pensar en Madeleine, pues su deber estaba allí, en el presente, con Mado, cuya necesidad era extrema.
* * *
El hecho de que él estuviera perturbado perturbó a Mado, quien pasó a comportarse de un modo que tanto él como Deanna Bright se abstuvieron de tildar de «travieso» ya que ello implicaba una imposible segunda infancia. «Desquiciada», la llamaba James. «Agitada» era la palabra empleada por Deanna Bright. Empezó a romper cosas y a esconder otras. Él la descubrió cuando lanzaba por la ventana los cubiertos de plata que él había heredado de sus padres en un estuche negro forrado de felpa, los arrojaba uno a uno y se quedaba escuchando el tintineo del metal sobre la acera. Los Telegorditos se alimentaban de una curiosa comida que consistía en discos de natillas rosadas que salían burbujeando de una máquina color lavanda, y de «tostadas» con caras sonrientes que caían en cascada de un tostador. El exceso de comida era absorbido ruidosamente por una nerviosa aspiradora llamada Noo-noo. Los discos de natillas (ella odiaba el rosa) suscitaban en Mado breves y enérgicos arranques de emulación, y la alfombra quedaba cubierta de leche y miel, de crema de bebé y aliño. Y de whisky. Ella vertió su Glenfiddich en el tapete. El olor lo llevó a recordar a Dido, pero la libación no hizo acudir a ningún espíritu. James compró otra botella. El olor persistió, mezclado con el humo y las cenizas fantasmales del Londres en llamas de 1941.
* * *
Llegó una noche en que, después de haber instalado a Mado para pasar la noche, ella se apareció repetidas veces en su puerta, para gimotear mientras él intentaba traducir el canto VI de La Eneida.
—No puedo hacerlo —repetía—, no logro atraparlo.
Por un terrible momento James alzó la mano para abofetear o golpear a la gimiente criatura, y ella retrocedió, balbuceando. Es hora de que los Telegorditos vayan a la cama, dijo en cambio James, remedando un anuncio televisivo. La condujo —con suavidad— a su dormitorio y le puso a Dipsy en los brazos. Ella arrojó el muñeco al suelo, con un resoplido de enojo, y se volvió de cara a la pared. Él levantó a Dipsy por el pie, y regresó al mundo subterráneo y a su perpetua luz crepuscular. De pronto advirtió que estaba torturando a Dipsy, retorciéndole las diminutas muñecas y, nuevamente, clavándole una horquilla en el orondo vientre de felpa. Mientras que los pequeños actos crueles sean inofensivos..., dijo su mente racional, en tanto que él seguía acuchillando al muñeco.
Sonó el timbre de la puerta. Esperó a ver la reacción de Mado antes de responder; si aquello la perturbaba, no abriría, sería insoportable. Pero ella permanecía en silencio. El timbre sonó otra vez. Al tercer timbrazo bajó a abrir. Ahí estaba, en el umbral, la mujer morena con el vestido de seda roja, como una amapola.
—Traigo regalos —dijo ella—. De agradecimiento. ¿Puedo entrar?
—Por supuesto —dijo él, con aire torpemente ceremonioso—. Y puedo ofrecerle un vaso de whisky, si lo desea.
Imaginó que la fina nariz se fruncía ante el olor de sus habitaciones.
—Aquí tiene —dijo ella, tendiéndole una caja de bombones Black Magic adornada con una cinta escarlata.
Bombones salidos de los cines de su juventud, que de algún modo habían persistido hasta el presente.
—Y esto es para ella —añadió alargando la otra mano—. Sé que prefiere la roja. Prefiere a Po.
Él cayó en la cuenta de que aún tenía en la mano a Dipsy y la horquilla. Po estaba envuelta en lo que pensó que era celofán, una hermosa palabra, también salida de esos viejos días, relacionada con diáfano, aunque en realidad sabía que la muñeca sonreía desde una bolsa de plástico, también adornada con una cinta escarlata. Dejó a Dipsy, aceptó los dos obsequios, los depositó sobre la mesa y fue en busca del whisky, dos whiskies generosos, uno con hielo, otro solo.
—Pensé que no volvería.
—Tenía que hacerlo. Y su vida es muy triste, pensé que le alegraría verme.
—Claro que me alegra. Pero no la esperaba.
* * *
Se sentaron y charlaron. Ella cruzaba y descruzaba sus largas piernas, y él le miraba los tobillos con intenso placer pero sin deseo. Se acordó de Madeleine, alejándose corriendo por el brezal, mirando hacia atrás para comprobar que él podía atraparla. Dido le hizo educadas preguntas sobre él mismo, y eludió las que él le formuló a su vez, de manera que, mientras el ahumado sabor del whisky le impregnaba la nariz, James se encontró contándole su vida, hablándole de todas las personas que habían regresado y ocupaban su piso, mezclados con quienquiera o lo que fuera que la demente Mado había conjurado. Somos una verdadera muchedumbre, una verdadera multitud de espíritus agitados, en estos días, dijo él, completamente apiñados, pero sólo dos somos de carne y hueso. De pronto me encuentro en épocas y lugares extraños, desaparecidos de mi mente hasta ahora.
—¿Como por ejemplo?
—Hoy recordé el embalaje de un cajón de naranjas y limones en Argel. Eran hermosos, dorados y amarillos, brillantes, y los escogimos con cuidado, el árabe y yo, llenamos el cajón con virutas de madera y clavamos la tapa. Y un amigo piloto se los trajo a ella, como una sorpresa. No se conseguían cítricos durante la guerra, ¿sabe?, y los echábamos de menos.
—Y cuando ella abrió el cajón —dijo Dido— sintió el olor a esencia de citronela y a zumo de cítricos que ya casi había olvidado. Y retiró las virutas de madera y hundió las manos, como alguien que busca un tesoro en la caja de las sorpresas de una feria de pueblo. Y sus dedos salieron cubiertos de polvo verde musgo, un color bonito en teoría, el color de los líquenes y el moho. Y extrajo el limón mohoso, con su protección de papel plateado, y miró la naranja que estaba debajo, y ésta simplemente se deshizo en un bonito polvo verde claro, como un pedo de lobo. Y siguió sacando y sacando frutas, llenando todo de polvo, apilándolas sobre una hoja de periódico, y no había ni una buena.
—Eso no es verdad. Ella dijo que era... un cofre del tesoro lleno de delicias. Dijo que estaban... increíblemente deliciosas. Dijo que las había economizado y saboreado una a una.
—Siempre fue una gran mentirosa. Como tú siempre has sabido. Era un regalo maravilloso. Se pudrieron en los aeropuertos y los depósitos. Fue un accidente que se llenaran de moho. Ella te estaba agradecida por el regalo.
—¿Cómo puede saber eso?
—¿No sabes cómo lo sé?
—Soy un hombre viejo. Me estoy volviendo loco. Es usted un fantasma.
—Tócame.
—No me atrevo.
—Te digo que me toques.
Él se puso de pie y con paso vacilante cruzó el espacio que los separaba y que giraba a su alrededor. Rozó con la punta de los dedos el sedoso cabello, y luego, castamente y con terror, tocó la piel de su brazo, cálida y joven.
—Tangible —dijo él, rescatando una palabra antigua del hervidero de su cabeza.
—¿Lo ves?
—No, no lo veo. Creo que creo que usted está aquí —dijo él, y añadió—: ¿Qué más sabe, que yo podría haber sabido y no sé?
—Siéntate y te lo diré.
* * *
—Ella decía siempre que Hitler había destruido los días de su juventud, y los tranquilos días de su casamiento, y el hijo que podría haber tenido. Que le había dado dramas, demasiados dramas, insatisfacciones y una inquietud constante, por lo que nunca podía estar satisfecha. Estos pensamientos iban acompañados de sentimientos muy vehementes, sobre todo cuando vivía esos días tranquilos que no eran más que un remedo de días tranquilos, un simulacro de vida, por así decir. No obstante, si una cocina y un plato de macarrones gratinados son un espejismo, tal vez, sólo tal vez, sean más emocionantes que cuando se despliegan ante uno como un destino fijo e invariable.
—Como ahora —dijo él, pensando en las natillas arrojadas al suelo.
—El peor momento, el más irreal fue cuando le llegó... cuando te llegó el permiso de embarque. Antes de que te marcharas allí adonde no podías decir que ibas, donde florecen los naranjales y los limones. Así que os quedasteis sentados, día tras día, durante esas dos semanas, y ella observaba el péndulo del reloj, y te arreglaba el cuello de la camisa como una muñeca de cera de la perfecta ama de casa, con la cabeza inclinada sobre el agujero que zurcía en los talones azules y polvorientos. Y de vez en cuando salíais juntos a comprobar los daños: iglesias con las puertas reventadas como frutas aplastadas, cristales centelleantes cubriendo las aceras a lo largo de Oxford Street y Knightsbridge; y hablabais poco y con mucho cuidado, como si fuera una competición de trivialidades. Y, cuando te marchaste, ella sabía que no estaba embarazada y te dio un rápido beso en la mejilla, como una buena esposa inglesa, no un beso a lo Romeo y Julieta, y partiste, cargado con tu mochila, en medio de la noche, temporal o permanente.
—S í —dijo James.
—Sí —dijo ella—. Y entonces se tendió en el suelo y aulló como un animal, retorciéndose como si fuera presa de atroces dolores. Y al fin se levantó, se dio un baño, se pintó las uñas de las manos y los pies con un resto de esmalte, se secó a medias el pelo, encendió la radio para poner una música suave... y se convirtió en otra persona.
»Y luego sonó el timbre. Y ahí estabas tú... Ahí estaba él... en el umbral. Ella creyó que era un fantasma. En el mundo había infinidad de muertos ambulantes en esos días.
—Cancelaron el embarque —dijo James, de manera razonable en esa época, de manera razonable en el presente.
—Así que ella golpeó el rostro sonriente, con todas sus fuerzas.
—Y le hizo sangre —dijo James—. Con el anillo de boda.
—Y besó la sangre —dijo Dido—, y besó una y otra vez la marca que le había dejado con la mano.
—Pero sobrevivimos —dijo James—. Volver, ser un resucitado, era siempre peligroso. Recuerdo cuando volví una noche de 1943 mientras caían las V-l. Recuerdo haber llegado por la noche... había hecho dedo a un camión de transporte de tropas... y haber bajado cerca de un depósito de Waterloo. No había ni autobuses ni taxis para tomar, y el ruido que podría haber sido el suyo al acercarse en medio del apagón era a veces el de esas malditas bombas voladoras, como un monstruoso mecanismo de relojería, que hacían tictac y luego se apagaban. Y entonces explotaban. Y el cielo estaba lleno de llamas y humo, de colores que hoy no pueden verse, porque el cielo siempre está rojo sobre Londres y es imposible ver las estrellas. Esas cosas no necesitaban la luna llena, como sí necesitaban los bombarderos, pero seguíamos sintiéndonos nerviosos cuando había luna llena. Como había esa noche. De modo que me eché a andar, llevando todas las cosas que pude de mi mochila, con el oído atento a esas malditas bombas. Caminé una o dos horas, cayéndome en los baches, y entonces me di cuenta de que estaba caminando en dirección a un gran incendio. Lenguas de fuego que se elevaban, ese resplandor intenso, polvo de ladrillo suspendido en el aire, paredes calientes al tacto. Y cuanto más me acercaba a casa, más me acercaba al cráter, por así decir. Y llegué junto a las barreras, y las cadenas de cubos de agua, y un coche de bomberos que rociaba débilmente el fuego. Y corrí. Corrí hasta las barreras, y los policías intentaron hacerme volver atrás, y dije: «Es mi casa, mi mujer está dentro». Derribé a uno de un empujón y me interné corriendo en la nube de polvo. Y vi que de la casa no quedaba más que el armazón. El techo y los dormitorios eran escombros acumulados en las habitaciones de la planta inferior. Pensé que ella debía de estar en el refugio, y empecé a retirar ladrillos y vigas quemadas, y me quemé las manos. Sentí que tiraban de mí hacia atrás, gritando. Y vi el hoyo en el suelo de la sala, y alguien que me tiraba del cuello de la camisa. Alcé los ojos, y allí estaba ella, con un camisón hecho jirones por los vidrios y la chaqueta de un bombero, con los cabellos completamente calcinados y la cara negra como la noche y sin cejas... Y las manos ardiendo, cubiertas de hollín, con las uñas rotas...
—No había quedado nada —dijo Dido—. Excepto vosotros dos. Tú dijiste que eras Eneas recorriendo Troya en llamas en busca de Creúsa. Y ella te dijo: «No soy un fantasma, soy de carne y hueso». Y se besaron, con hollín en la lengua, y la ciudad ardiendo en sus pulmones. Carne y hueso.
James se puso a temblar. Estaba terriblemente cansado, confuso y, en cierta forma, seguro de que todo aquello presagiaba su propia muerte, o al menos su locura; y, si él se volvía loco o moría, ¿qué sería de Mado?
—¿Quién eres? —preguntó con voz vieja y cansada—. ¿Por qué estás aquí?
—¿No lo sabes? —repuso ella con afabilidad—. Soy el fantasma vivo.
Sentada en el sillón de James, sonreía y esperaba, delgada y morena con su seda roja.
—¿De Madeleine? —dijo él.
—En cierto modo. Nunca quisiste oír hablar de cosas espirituales. Siempre hacías bromas escépticas cuando se trataba de astrología, de clarividencia o del otro mundo.
—La astronomía ya es suficiente misterio —dijo James—. Un gran misterio. Nosotros volábamos bajo un cielo tan cubierto de estrellas como un campo de margaritas. Ahora no se pueden ver.
—Hay muchas cosas en el cielo y en la tierra que no se pueden ver. El cuerpo etérico puede desprenderse de... de la arcilla. Puede vagar por los cementerios. Necesita que se lo libere. Como ella necesita que se la libere.
—Sé lo que estás tratando de decirme —dijo James—. Sin duda sabes que he pensado en ello.
—No lo haces, porque eso te liberaría a ti, y piensas que estaría mal. Pero no piensas en ella, de otro modo sabrías lo que quiere. Lo que yo quiero.
—Dido —dijo James, utilizando el nombre por primera vez—, ella no sabe lo que quiere, no puede querer o no querer algo de verdad, tiene el cerebro lleno de capas de grasa y de una maraña...
—Me sacas de quicio —dijo Dido con la voz de Madeleíne—. Todos esos jóvenes alemanes en la guerra, con toda la vida por delante, y sus novias y sus padres, eso estaba muy bien, tus propios jóvenes pilotos y sus misiones, con el cerebro bullendo de lucidez, esperanza y miedo racional, todo eso estaba muy bien. Pero una miserable carcasa vacía con una cinta rosa...
—Siempre tuviste habilidad para tergiversar las cosas.
—Inteligencia. Sí, siempre tuve habilidad para tergiversar las cosas.
Se puso de pie para marcharse. James se levantó para verla marcharse. Tenía la intención de no decir nada, para ser fuerte, pero oyó su propia voz que decía:
—¿Te volveré a ver?
Sedoso cabello negro, sedoso vestido rojo, anacrónicas medias de seda con costuras perfectamente rectas en las piernas perfectas.
—Eso depende —dijo Dido—. Como bien sabes. Eso depende.
Al día siguiente supo que había estado allí, porque las señales eran evidentes. Lápiz de labios en el vaso de whisky, bombones adornados con una cinta, la pequeña Po roja sonriéndole desde su bolsa de polietileno. Tuvo la impresión de que Deanna Bright lo miraba de una manera extraña. Rechazó el bombón que él le ofreció. Alzó a Po con torpes dedos negros.
—¿La saco de la bolsa?
—No —dijo él—. Déjela ahí por ahora.
—Veo que ha vuelto a tener compañía —dijo Deanna Bright.
—Sí —repuso James.
Deanna Bright se encogió de hombros y se marchó bastante temprano.
En la televisión, en pleno día, los Telegorditos estaban sentados en un extremo de sus cunas con forma de paracaídas, o como esas mantas plateadas con que se abriga a los rescatados con hipotermia o a los salvados de las aguas. Se acostaron para dormir como bolos basculantes, y cada uno se puso a roncar con su ronquido particular. Buenas noches, Telegorditos, dijo la voz maternal de acento norteamericano en el tubo catódico. Noche, dijo Mado, cada vez más furiosa, noche, noche, noche, noche, noche.
—Ven a la cama —dijo James con mucha suavidad, arreglando la cinta rosa.
—Noche —dijo Mado.
—Sólo un poco de descanso, por un rato —dijo James.

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