Laurence Alma-Tadema - "A las puertas del paraíso"

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Poeta, dramaturga, novelista y cuentista británica, nacida en Bélgica de padre (el pintor Lawrence Alma-Tadema) holandés y madre francesa. Pertenece al grupo de mujeres (como Kate Chopin, Olive Schreiner, ...) que con su escritura se enfrentaron a la sociedad de la época (finales del XIX y principios del XX) y al papel que esta sociedad reservaba a la mujer.
Publicó habitualmente en The Yellow Book. Algunos de sus trabajos fueron autoeditados y hoy son muy difíciles de encontar.
Este cuento se publicó por primera vez en el volumen de The Crucifix: A Venetian Phantasy, and Other Tales en 1895. La traducción es la de Marta Salís.

Y, en medio de la oscuridad, apareció ante nosotros otra visión. Anochecía; la estancia era grande y se hallaba poco iluminada; el alto techo y los lejanos rincones se perdían en la penumbra. Junto a la mesa donde ardía una lámpara, había un hombre de pelo blanco en una silla de respaldo elevado; vestía con elegancia, tal vez fuera un miembro del Consejo de los Diez; su barbilla descansaba en su pecho, pues estaba dormido; y su mano blanca de largos dedos, ajena al trabajo duro, yacía lánguidamente entre las páginas de un libro abierto sobre las rodillas.
A la derecha, una ventana de cuatro hojas, con arcos ojivales sustentados por columnas de rico mármol, dejaba entrar un rayo de luna que brillaba pálidamente en el suelo de colores; y en aquella ventana había dos mujeres.
Las dos eran jóvenes, pero una de ellas parecía una niña, una chiquilla de unos dieciséis años cuyo vestido de seda envolvía una figura esbelta, y cuyo sedoso pelo castaño escapaba alborotado de la diadema de perlas que ceñía su frente. Tenía un rostro más dulce que hermoso, de expresión soñadora; el rostro de alguien que aún no ha alzado la cabeza para mirar a los ojos de la vida.
La otra joven era muy hermosa y muy mujer; al inclinarse sobre el alféizar de la ventana, la luz de la luna dejaba al descubierto la blancura de su pecho, y las joyas que lo adornaban resplandecían al ritmo de los latidos de su corazón. La chiquilla estaba a su lado muy erguida, y era tan delgada que, al bajar la mirada, se veía sin obstáculo el cinturón; tenía un crucifijo en las manos.
Lo único que interrumpía el silencio era el murmullo del agua contra los postes; en el interior, en medio de la quietud, se oía la respiración acompasada del hombre dormido.
-Si pide tu mano -preguntó la mujer-, ¿qué le responderás?
La joven esperó unos instantes antes de decir:
-Ya veremos, tía... Pero nunca lo hará.
La mujer, recostada aún sobre el alféizar cubierto de almohadones, se apoyó en un codo y levantó la vista para mirar a su sobrina.
-Pedirá tu mano -insistió-; lo intuyo, lo sé.
El pecho de la joven palpitó; era tan delgada que podían adivinarse los latidos de su corazón: ¡estaba tan cerca de su vestido de seda...! Sujetaba el crucifijo con ambas manos y apretaba trémulamente con sus pulgares aquella cabeza inclinada con el rictus del dolor y la muerte en los labios.
-Un hombre -contestó; y las palabras salieron de su boca lentamente, de forma deshilvanada-, un hombre que no ama a una mujer no le pide que se case con él.
Su interlocutora rió divertida.
-¿Y por qué piensas que no te ama?
-Porque, si me amara -respondió la joven con enorme sencillez-, me habría dado cuenta.
-Pero viene casi todos los días.
-Es el sobrino de mi tío.
-Siempre te dedica una sonrisa, una palabra cariñosa.
-Me considera una niña.
-Te regaló ese crucifijo.
-Es muy atento.
-Ayer vi cómo te daba la mano al despedirse... No enlazando los pulgares, sino juntando las palmas.
Las mejillas de la joven se encendieron.
-Fue por casualidad -exclamó.
Hubo unos instantes de silencio; luego se oyó el sonido de un remo en el agua.
La mujer se puso en pie y colocó sus suaves manos, como un collar, alrededor del cuello de la joven.
-¡Levanta esa cabeza! ¡Bien arriba! -exclamó-. ¿Eres más fría que la luna o tu corazón se ha contagiado de la gelidez del convento?
Y sonrió, escudriñando los ojos de la joven en la oscuridad.
-¡Estás enamorada de él!
-No.
-¡Estás enamorada de él!
-No.
-¡Estás enamorada de él!
Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas; forcejeando contra la suave presión de las manos que rodeaban su garganta, bajó la cabeza.
-Tal vez -dijo-, tal vez...
La puerta se abrió y un hombre entró en la habitación; no se trataba de un simple joven, sino de un hombre en el cenit de su fortaleza, vigoroso y atractivo, desbordante de vitalidad.
El anciano se despertó y dio la bienvenida al recién llegado; éste besó la mano de la mujer de su tío y, con una sonrisa en los labios, parodió una sucesión de reverencias a la jovencita, proclamándose su más seguro servidor. Ella rió alegre, dulcemente, pero era demasiado tímida para responder con fingida solemnidad, como su humor le inducía; sólo pudo mirarle con expresión divertida y echarse a reír.
Entonces las dos mujeres se sentaron; la primera muy cerca de su marido, bajo la lámpara; la segunda algo alejada, frente al joven que se quedó a la izquierda de la estancia, apoyado en un arcón de madera tallada. Los seis ojos estaban vueltos hacia él; y, cuando su mirada pasó de un rostro a otro, lo único que encontró fueron sonrisas. Hay seres humanos con un imán que les convierte indefectiblemente en el centro de atención de los demás, pareciendo exigir una respuesta.
La jovencita, sentada en un taburete delante de él, un poco en la sombra, alzaba la vista para mirarlo; guardaba silencio, pero la voz de su corazón llegaba con más claridad a nuestros oídos que la voz de quien bromeaba, o la risa incontenible que respondía a las chanzas.
«¡Te amo! ¡Te amo! -gritaba el corazón de la chiquilla-. La primera vez que te vi, volé a tu pecho como un pájaro a su nido, y nunca volveré a abandonarlo. Quizá la muerte venga a arrancarme de tu lado, pero sólo podrá hacerlo ella. ¡La muerte! ¡Déjame morir por ti! ¿De qué otro modo podría demostrar mi sumisión? ¿Qué soy yo para aspirar a ser tuya? Brillas sobre mí del mismo modo que el sol brilla en el cielo; a veces la alegría hace crecer las flores bajo tu mirada, pero todas se marchitan, atravesadas por las espinas del dolor. Tengo la osadía de amarte, pero ¿qué soy yo? La piedra preciosa que llevas en el dedo, la cadena que rodea tu cuello, eso querría ser. Pero no soy más que una perla gris sin brillo... y en el mundo hay otras teñidas por el arco iris.»
Y entonces la voz de su corazón se volvió menos audible y acabó por desvanecerse; el joven se había callado, el hombre de pelo blanco daba cabezadas. Reinaba el silencio en la habitación; lo único que se oía eran los gritos lejanos de un gondolero doblando una esquina en la distancia.
La niña se puso en pie y se dirigió a la ventana.
-Acércate ahora -susurró la mujer, y salió de la estancia.
Con paso ligero, el joven se aproximó a la ventana y se inclinó hacia la muchacha.
-¿En qué estás pensando? -preguntó-. ¿En esa luna que se oculta tras las chimeneas?
Ella se sobresaltó, no había advertido su llegada; el hombre estaba muy cerca y trató de contestarle, pero no pudo.
El joven pasó el brazo por encima de su hombro y puso la mano en el crucifijo para que los dedos de ambos quedaran enlazados.
-Madonna -inquirió-, ¿vas a meterte monja? ¿Por qué llevas esto siempre en la mano?
Los dedos de ella temblaron bajo los de él; no tenía fuerza, pobrecilla, y le faltaba voluntad para soltarse. Tenía la sensación de que sus hombros llevaban rozándose una eternidad; y algo paralizaba su garganta y le impedía hablar.
-¿Vas a meterte monja? -insistió él.
La muchacha lo negó con la cabeza e hizo un gran esfuerzo para responder:
-No, todavía no.
-¿Todavía no?
-Entonces, ¿algún día?
-Quizá.
Los dedos de él la sujetaban cada vez más fuerte.
«Es un sueño, es un sueño -gritó el corazón de la joven-. ¡Oh, Dios mío, déjame morir en este instante!»
El se inclinó tanto que su pelo rozó el de la joven.
-Jamás! -dijo en voz baja-. Las tijeras jamás se acercarán a esta cabeza. Entrega tu amor al cielo si quieres, pero después de entregármelo a mí.
La joven se liberó de él con un repentino esfuerzo y continuó muy erguida junto a la ventana. Alzó la vista para mirar a su pretendiente como una niña asustada, y apretó la cruz contra su pecho.
-No le comprendo -exclamó ella.
Él le tendió las dos manos.
-Quiero que seas mi mujer.
Ella le miró unos instantes en silencio; después echó un poco hacia atrás la cabeza, cerró los párpados y sus labios esbozaron una maravillosa sonrisa: la sonrisa de un alma perdida que contempla las puertas del paraíso.
-¿Aceptarás? -preguntó él; e inclinó su rostro hacia ella.
A veces, en sus sueños, a la joven le había asaltado ese pensamiento, y había tenido el valor de desear -sin mirar a la cara ese deseo- que algún día aquello, incluso aquello, pudiera suceder. Pero un súbito temor se apoderó de ella y dio un paso atrás.
-Espere... espere -exclamó la muchacha; y se echó a llorar, en parte por alegría y en parte por vergüenza.
El hombre comprendió el gesto que hacía con la mano y se alejó, andando de puntillas hacia la puerta; y la joven, inclinándose una vez más sobre el crucifijo y el alféizar de la ventana, elevó una silenciosa oración al Supremo Hacedor.

Y esto fue lo que presenciamos:
Cuando el joven llegó a la puerta, ésta se abrió suavemente, y al otro lado le esperaba la mujer de su tío.
La joven arqueó las cejas.
-¿Todo bien? -preguntó.
-Todo bien -respondió él; y posó unos instantes la mirada en la joya que brillaba con luz tenue en el pecho de ella, bajo la lámpara que iluminaba la escalera.
La mujer levantó hacia él su delicada mano y le colocó un rizo detrás de la oreja; después los dos sonrieron, mirándose a los ojos, y se besaron lentamente con los labios entreabiertos.

This entry was posted on 17 septiembre 2011 at 14:15 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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