Géza Csáth - "Matricidio"

Posted by La mujer Quijote in ,

El fallecimiento temprano de un padre con hijos hermosos y sanos, habitualmente trae problemas. Witman se despidió del mundo una tarde soleada y algo ventosa de noviembre, dejando dos hijos -de cuatro y cinco años-. Murió sin mayores padecimientos y, en general, no dejó gran tristeza tras de sí. Su mujer, es decir, su viuda, era una mujer bella, de carácter apacible, pero muy egoísta. Nunca atormentó a su marido, pero tampoco le quiso más allá de un cierto límite. Esto es mucho más fácil de perdonar en el caso de los hombres que en el de de las mujeres, cuya vida se justifica, se salva, e incluso se engrandece por un sentimiento tan fuerte, aunque en muchos aspectos sea un sentimiento insensato. Pero tenemos que perdonar también a la señora Witman, pues, al fin y al cabo, trajo al mundo dos muchachos bellos y fuertes. Vivían en una casa de dos plantas con desvencijadas escaleras de madera. La gente del barrio, decididamente apreciaba a la rubia señora Witman vestida de luto, aunque al principio tuviera cadera frágil y ojos de niño. Como persona diría
que no era ni buena, ni mala. Besaba a sus dos hijos tan pocas veces como les pegaba. Tenían escasa relación, como poco a poco se fue descubriendo.
Los chicos solían ir a jugar a la casa del vecino por las tardes y no se dejaban ver hasta bien entrada la noche. Hablaban poco y sólo entre ellos. En sus pequeños ojos negros brillaba el espíritu de Witman, su padre. Les gustaba subir a los desvanes y husmear en los baúles antiguos. A menudo subían por el tragaluz al tejado y se ponían a perseguir a los gatos, hasta alcanzar los altos cortafuegos y las chimeneas humeantes con formas peculiares. Durante el verano, solían ir a bañarse al río y a cazar pájaros en el bosque. La señora Witman les daba de comer y muda limpia los sábados por la noche. Incluso les acompañó a la escuela cuando hubo que matricularles. Por lo demás, vivía despreocupada y engordaba tranquilamente. Medio año después de la muerte de su marido conoció a un empleado de banco, joven y bien parecido, con barbilla afeitada y hombros anchos, aunque tenía un cutis fino, rosáceo y femenino. La señora Witman le deseaba y, aunque le costaba y entrañaba cierta fatiga, coqueteaba con él. El empleado la acompañaba y la visitaba. A cambio recibía té y besos. El hombre seguía con ella por aburrimiento y pereza.
Los hijos de Witman se interesaban bien poco por su madre y su amante: tenían planes y quehaceres. Llegaron al instituto, se espigaron y en sus delgados y fuertes huesos se estiraban sus pequeños músculos como alambres de acero. Los deberes los hacían sin mayor interés, después de levantarse, en un cuarto de hora. La escuela no representaba un papel importante en su vida. Identificaron la vida como el oficio de nobles y pronto, inconscientemente, adaptaron el tiempo a sus necesidades. En uno de los rincones escondidos del desván, instalaron su cocina de brujo donde coleccionaban, escondían y clasificaban: flechas, tiradores de goma, cuchillos, alicates, cuerdas y tornillos. En las desapacibles noches otoñales, después de la cena -mientras su madre se sumía en la lectura de una novela alemana con encuadernación roja-, sigilosos y con pasos rápidos bajaban raudos a la calle y se ponían a deambular por la ciudad. Estaban al acecho. Cuando encontraban algún perro vagabundo le echaban un nudo al cuello y lo arrastraban hasta casa. Una vez allí, tapaban la boca del animal y lo estiraban sobre una tabla de madera. Su pequeña lámpara relucía en la húmeda neblina marrón del desván como la lejana luz de un castillo encantado en el bosque. Los dos chicos empezaban su labor con cuidadosa y excitada lentitud. Despanzurraban su tórax y sacaban su sangre, mientras escuchaban el horroroso y desesperado gemido del animal. Observaban cómo latía el corazón, manteniendo entre sus manos esa caliente y pequeña máquina en movimiento, y con pequeños pinchazos iban destrozando las válvulas y los ventrículos.
Les interesaba de forma inagotable el misterio del dolor. A veces, se torturaban el uno al otro, de mutuo acuerdo, pegándose o pellizcándose. El tormento a los animales se convirtió en su pasión natural más seria. Aniquilaron legiones enteras de gatos, polluelos y patos, con métodos peculiares cada vez más desarrollados. Nadie tenía conocimiento de sus asuntos. Sabían esconderse con seguridad, esmero y razonamiento propios del género masculino.
Por lo demás, los vecinos se interesaban poco por ellos. En la primera planta vivía un viejo funcionario de juzgado que apenas estaba en casa, y una costurera que trabajaba con cuatro chicas. En la segunda planta, aparte de los Witman, sólo vivía el dueño de la finca. Era un hombre muy joven, hijo del antiguo dueño, que no se preocupaba mucho ni por la casa ni por sus inquilinos. En la planta baja había una cristalería y una mercería, en las que casi no entraban clientes. Los hermanos Witman podían adueñarse del edificio. En el pequeño y sucio patio nunca se veía un alma. El zumaque plantado en el centro llevaba tantos años dando retoños, hojas y flores que probablemente presentía que las cosas no iban bien. Pero la vida transcurría en ese pequeño lugar, como en cualquier otro. De entre los inquilinos, sólo los dos chicos se lo pasaban bien; siempre se atrevían a pensar en el mañana, incluso en el pasado mañana.
Una noche de septiembre, llegaron a casa enrojecidos y sofocados. Llevaban a cuestas un búho atado. Para atraparlo, habían trepado al desván de la iglesia antigua. Lo habían estado vigilando durante una semana, discutiendo cómo cogerlo y matarlo. Lo consiguieron. Los ojos les brillaban mientras corrían por las calles oscuras para llegar a casa con su trofeo y sentían que sus potentes hombros se henchían de una fuerza varonil. El búho les atraía desde hacía tiempo. En su cabeza tenía dos ojos enormes. Imaginaban que en su cerebro habitaban maravillosos cuentos antiguos escondidos. Vive más de cien años... Había que conseguir el búho, había que conseguirlo...
Y lo habían conseguido. Arrancaron los plumones de su pecho uno a uno y observaron cómo se encendía el fuego del horror en los ojos del misterioso pájaro. Después envolvieron con alambres sus alas, patas y pico. Así, estirado, lo contemplaron en silencio durante largo rato. Comentaban entre ellos que el búho en el fondo no era más que una casa donde se alojaba el Tormento, y allí seguiría viviendo, mientras no mataran al animal. Pero, ¿dónde podía habitar? Con toda probabilidad, en su cabeza. Decidieron dejarle allí durante la noche, porque así les resultaría excitante retirarse a dormir. Y así fue. Se desvistieron entusiasmados y, antes de acostarse, comprobaron si provenía algún ruido del desván. Sentían que sus miembros se inundaban de una tensa elasticidad; era como si se asentara en ellos la fuerza que consumía en vano el animal atado al retorcerse. Así se durmieron.
En su sueño recorrían juntos, en un rabioso galopar, extensos campos sobre enormes caballos blancos. Volaban mientras descendían desde las vertiginosas y altas cimas de las montañas, y cruzaban a nado ardientes mares ensangrentados. Todo el dolor y sufrimiento que podía existir en la tierra, allí se retorcía, vociferaba y gritaba bajo las pezuñas de los caballos.
Al levantarse, les sonreía una mañana soleada; saltaron de la cama con facilidad. Pidieron el desayuno a la criada, porque la señora Witman solía dormir hasta las diez. Se apresuraron a ver al búho y en una hora ya habían terminado con él. Primero le sacaron los ojos. Después le abrieron el tórax, liberando antes el pico, pues querían oír su voz. Esa escalofriante voz que penetraba hasta los huesos, superaba cualquier imaginación. Justo por eso tenían que solventar cuanto antes el asunto de la ejecución y el enterramiento, pues temían que alguien en la casa les pudiera oír. En general estaban muy satisfechos, la tarea había valido el esfuerzo.
Por la tarde, el hijo mayor salió solo. Paseando, descubrió algo en una casa: a través de la ventana de una de las habitaciones vio a una muchacha con una camisa rosa, medio desnuda, que se estaba peinando. Retrocedió hasta la esquina y miró de nuevo en el interior de la habitación. Ahora la joven estaba en el fondo de la estancia, de espaldas, sus blancos hombros casi resplandecían a la luz del sol. El chico entró por el portal del edificio. Una anciana se estaba aproximando hacia él cuando la muchacha apareció, todavía peinándose, al final del pasillo lateral. El chico se acercó y le dijo que la quería ver de cerca, porque le gustaba mucho. La muchacha acarició suavemente la limpia cara del esbelto joven vestido con pantalón corto, quien de un brinco rodeó con los brazos el cuello de la chica, adhiriendo los labios a su cara. Mientras tanto, sigilosamente, se iban abriendo puertas a su alrededor por las que se asomaban los rostros de muchachas jóvenes; pero, al momento, las cabezas se retiraban taciturnas. Al final del pasillo había encendida una luminaria de vidrio azul; por allí condujo la muchacha al mayor de los Witman. Cerraron las cortinas y la luz del sol vespertino se filtró amarilla en la perfumada habitación. La chica se acostó sobre la alfombra e, inmóvil, se dejaba besar y abrazar. El hijo Witman se acordó del búho y un pensamiento atravesó su cerebro: ¿por qué todo lo que es bonito, magnífico y excitante en la vida es, a su vez, horrible, inexplicable y sangriento? Pronto se aburrió del juego. Se levantó desilusionado observando a la mujer que le miraba con los ojos desmesuradamente abiertos. Después se despidió rápido asegurándole que volvería en otra ocasión. Preguntó su nombre; la llamaban Irén. Lo encontró bonito. Finalmente dijo:
-Le beso las manos,
Ese día los dos Witman deambularon por el campo hasta bien entrada la noche. No mencionaron lo ocurrido. El mayor contaba que en el aire vivían seres semejantes al hombre y que cuando soplaba la brisa, se podía sentir cómo sus cuerpos flotaban. Después pararon, cerraron sus ojos y extendieron sus brazos. El chico mayor afirmaba que a su alrededor volaban mujeres etéreas, de cuerpos grandes y suaves, que acariciaban su cara con sus espaldas y sus pechos. Minutos después su hermano menor le comunicó que él también sentía a las mujeres. Ya en casa, incluso en la cama, seguían hablando de las mujeres del aire. Y ellas entraron. Se deslizaban silenciosas, apenas tocaban el cristal de la ventana con sus sedosas espaldas. Flotando se tendían a su lado sobre el edredón y la almohada. Inclinaban sus cuellos a la boca y cara de los chicos, arrastrándose después con suavidad, con movimientos debilitados y perezosos pero ligeros. Permanecieron con ellos en la habitación toda la noche. Inclinándose les abrazaban, con cara sonriente levitaban hacia la ventana, después flotaban de nuevo hacia ellos, se acostaban sobre ellos y se estrechaban contra ellos. Sólo cuando el día irrumpió con resplandecientes y cálidos rayos en la habitación, se marcharon a través de la ventana con lento, soñoliento y sosegado escurrimiento, disipándose en el fresco aire matutino.
Ese día los dos chicos Witman visitaron juntos a la muchacha. Era un caluroso mediodía de mayo. Al volver de la escuela llegaron hasta la casa, deslizándose por el portal. La mujer se acercó a ellos sonriendo despeinada, y con una fresca y sonora risa, condujo a los Witman a su habitación. Ellos dejaron a un lado los libros y se acurrucaron en la alfombra. Tirando de la muchacha hacia ellos, la besaban, mordisqueaban y abrazaban. La mujer se reía sin abrir la boca, cerrando los ojos. Los chicos se lanzaron miradas fulgurantes y comenzaron a pegarla. La muchacha ahora se carcajeaba con la boca bien abierta, como si le hiciesen cosquillas. Los dos Witman se adueñaron de la muchacha; la pellizcaron, la aprensaron, la revolcaron y la torturaron. La mujer se quedó inmóvil y jadeante, permitiendo que hicieran con ella lo que quisieran. Los chicos se estrechaban contra su bata de seda rosa con caras enrojecidas. Después cogieron sus libros y aseguraron a la muchacha que ella era la mujer más bonita que habían visto jamás. Irén les respondió que les quería, pero que la próxima vez que viniesen, tenían que traerle algo, algún dulce o flores. El mayor de los Witman le aseguró que quedaría satisfecha con lo que le traerían. La muchacha acompañó a los chicos hasta el portal y les besó las manos.
Después de la comida se encerraron en su habitación y hablaron sobre la muchacha. Constataron que lo que habían experimentado superaba incomparablemente todas sus aventuras vividas hasta entonces, incluso la tortura del búho.
-Sólo por esto vale la pena vivir -dijo el más pequeño.
-Esto es lo que hemos estado buscando con tanto afán -aseguró el otro.
Una reluciente y calurosa tarde de mayo salieron sin libros hacia la escuela y se dirigieron directamente al edificio donde estaba la ventana de la muchacha. No había nadie. Retrocedieron. Al segundo intento la cortina se movió y se asomó la chica. Ellos se detuvieron, mientras la muchacha abría la ventana.
-¿Vendréis mañana a mediodía? -les preguntó con cara sonriente- ¡Venid entonces y traedme algo! -Saludó con la mano y cerró la ventana.
Al verla, los chicos enrojecieron y sintieron cómo palpitaba su corazón.
-Le traeremos joyas: brazaletes o anillos de oro -sugirió el hijo Witman mayor tras un largo silencio.
-Vale, ¿pero de dónde los sacaremos?
-Nuestra madre tiene, se los pediremos.
-No nos los dará.
-Conseguiremos la llave de la vitrina.
-Ella no suelta la llave de su mano.
-Pero tiene cuatro brazaletes de oro y siete anillos.
-En sus dedos lleva tres más.
Por la noche, a hurtadillas alrededor de la vitrina, examinaron los objetos de valor de su madre. Entre ellos había dos magníficas pulseras con incrustaciones de rubíes y perlas.
Le pidieron a la señora Witman que les mostrara sus cosas. La señora -una mujer suave, rubia y de carácter testarudo- les echó fuera. Temía un poco a sus hijos, les sentía muy alejados de ella.
Los chicos bajaron corriendo a la calle para discutir el asunto.
-No se los podemos pedir.
-De ninguna manera.
-No nos los dará.
-No, no.
-Tendremos que forzar la vitrina.
-Se despertará, armará un escándalo y entonces tampoco nos los podremos llevar.
-¡No se despertará!
Tenían los corazones llenos de odio hacia su rubia madre de ojos azules que era perezosa y gorda. Tenían ganas de torturarla a ella también.
-Yo romperé con el mango de mi navaja uno de los laterales de cristal. No habrá más ruido. Tú iluminas con la linternilla, mientras yo introduzco la mano y saco todos los brazaletes y los anillos.
-¡No nos llevaremos todos!
-Que sí, nos los llevaremos todos. Ella no los necesitará. Que no le quede nada. Que llore por ellos a lágrima viva.
Subieron al desván y examinaron las herramientas que tenían; cogieron un formón, unas tenazas y revisaron la linternilla. Guardaron todo en su bolsillo. Después bajaron deprisa para acostarse. Antes inspeccionaron a través de la ranura de la puerta y constataron que en la habitación de su madre ya había oscuridad. Mientras se desvestían decidieron que entrarían alrededor de medianoche. Se dejaron los calcetines puestos para que después no crujiera el suelo y, vigilantes pero tranquilos, se acostaron. En la cama, apoyándose sobre los codos y susurrando, planearon que al mediodía, después de la escuela, irían corriendo a ver a la muchacha. Que esconderían los tesoros en el desván y se los irían llevando poco a poco. Por la mañana negarían que hubieran hecho algo y, si su madre les quisiera pegar, se echarían a correr. Sentían placer al pensar que su madre se pondría furiosa y lloraría desesperada al no encontrar las joyas. En ningún momento mencionaron la posibilidad de que su madre se pudiera despertar. Después se levantaron de la cama, abrieron la ventana y se asomaron a la tibia noche de mayo. El ladrido de los perros o el ruido de los carros que resonaban de vez en cuando, irrumpiendo en la noche, no redujeron el lento pasar de las horas.
Cuando al fin el reloj de la torre dio la medianoche, comenzaron a prepararse. Encendieron la linternilla. El Witman menor, que iba delante, cogió las tenazas, el formón y la linternilla, mientras el otro sólo su navaja de hoja larga abierta. Con afianzada seguridad cruzaron furtivamente el comedor del medio, después el hijo mayor se adelantó y abrió la puerta que conducía al dormitorio de la señora Witman. Las bisagras no chirriaron. Suspiraron aliviados. La madre dormía plácidamente con el cuerpo girado hacia la pared. Sólo se podía ver de ella su gorda y ancha espalda cubierta con una bata de punto. Se colocaron delante de la vitrina.
El chico levantó la navaja para romper el lateral de cristal del armario. Vaciló durante unos instantes, después golpeó el cristal. El estruendo fue enorme, tremendo. Como si hubieran tirado desde una ventana de un edificio de varias plantas un montón de vasos de cristal empaquetados en una caja. La señora Witman se movió, giró y apoyándose sobre sus codos abrió los ojos. Su cara evidenciaba malestar y contumaz enfado, pero no le dio tiempo a pronunciar palabra: el mayor de los Witman dio un salto hacia la cama y le clavó su navaja en el pecho. La mujer cayó hacia atrás gesticulando con su mano derecha. Mientras tanto el hijo menor ya estaba encima de la cama sujetándole las piernas. El mayor sacó la navaja ensangrentada del pecho de su madre y la clavó de nuevo. No hacía falta, ya estaba muerta. Bajo el edredón, la sangre se derramaba lentamente.
-Bueno, esto está listo -dijo el chico mayor-, ahora saquemos las cosas.
Extrajeron las joyas del armario: los brazaletes, los broches, los anillos y el reloj con su larga cadena de oro. Tranquilamente colocaron sobre la mesa los tesoros despojados, los clasificaron y los repartieron con avenencia.
-Ahora démonos prisa; nos lavamos y nos cambiamos de ropa.
Fueron a su habitación, se lavaron las manos y tiraron el agua. No hubo necesidad de cambiarse, pues en sus ropas no había rastro de sangre. Después volvieron al lugar de los hechos. El más joven de los Witman abrió la ventana de la habitación del medio y allí esperó a su hermano mayor, quien cerró la habitación de la señora Witman desde el interior, y saliendo por la ventana a la cornisa, entró por la ventana abierta. La calle estaba oscura como la boca de un lobo y reinaba un silencio sepulcral. Tenían que darse prisa, pues el reloj de la torre ya daba la una y ellos aún querían dormir. Se desvistieron y se metieron en la cama. Unos instantes después, muertos de cansancio por la agitación, los dos chicos dormían profundamente.
Por la mañana les despertó la mujer de limpieza que llegaba siempre con puntualidad a las seis y media. Ya estaba acostumbrada a que la señora Witman se levantaba a las diez, por lo que ni siquiera entró en su habitación. Tras limpiar el comedor les despertó. Rápido se lavaron, desayunaron y desaparecieron con los tesoros en sus bolsillos.
-¡Vamos antes de ir a la escuela!
-¡Vale!
-Tenemos que llegar puntuales a clase.
-Por supuesto, hoy especialmente.
-A las once ya nos habrán llamado a casa.
-Démonos prisa.
El portal del edificio estaba abierto. Mientras iban por el pasillo hacia la puerta de la muchacha, no se encontraron con nadie. Abrieron la puerta. La mujer estaba durmiendo profundamente, con la cara enrojecida. La destaparon y la besaron. Luego sacaron los objetos de valor del bolsillo y los colocaron sobre su vientre, pechos y muslos.
-Toma, esto lo hemos traído para ti.
-Todo es tuyo.
La mujer recobraba la conciencia con dificultad, pero sonriendo. Estrechó el duro y pequeño cráneo de los dos criminales contra ella, agradeció la visita y se giró.
-Hoy o mañana vendremos.
Con esto se despidieron los chicos y se apresuraron para ir a la escuela.

This entry was posted on 21 mayo 2011 at 18:08 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

1 comentarios

antonio sanchez tello  

el cuento elocubra bien un matricidio, me parecio bueno

15 de mayo de 2015, 0:56

Publicar un comentario