Ana Lydia Vega - "Pollito chicken"

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Al hacer la introducción de la entrada de ayer me di cuenta de que aún no había puesto nada de Ana Lydia Vega.
Ana Lydia es cuentista y ensayista puertorriqueña. En su obra da voz a aspectos de la sociedad puertorriqueña que habían sido ignorados por la literatura anterior a la "generación del setenta": la homosexualidad, el significado de ser negro, la mujer, las drogas, ... Pero el rasgo principal de sus textos (como el del resto de autores de su generación) es la actitud irreverente hacia la realidad y la tradición literaria puertorriqueña. El resultado final es una obra resueltamente irónica.
El cuento pertenece al libro "Vírgenes y martires" que escribió con la también cuentista Carmen Lugo Filippi. Está en versión original, es decir, en espanglish.

Un homme à cheval sur deux cultures
est rarement bien assis
-Albert Memmi

I really had a wonderful time, dijo Suzie Bermiúdez a su jefe tan pronto puso un spike-heel en la oficina.
San Juan is wonderful, corroboró el jefe con benévola inflexión, reprimiendo ferozmente el deseo de añadir: I wonder why you Spiks (1) don't stay home and enjoy it.
Todo lo cual nos pone en el aprieto de contarles el surprise return de Suzie Bermiúdez a su native land tras diez años de luchas incesantes.
Lo que la decidió fue el breathtaking poster de Fomento que vio en la travel agency del lobby de su building. El breathtaking poster mentado representaba una pareja de beautiful people holding hands en el funicular del Hotel Conquistador. Los beautiful people se veían tan deliriously happy y el mar tan strikingly blue y la puesta de sol -no olvidemos la puesta de sol a la Winston-tastes-good-, la puesta de sol tan shocking pink en la distancia que Susie Bermiúdez, a pesar de que no pasaba por el Barrio a pie ni bajo amenaza de ejecución por la Mafia, a pesar de que prefería mil veces perder un fabulous job antes que poner Puerto Rican en las applications de trabajo y morir de hambre por no coger el Welfare o los food stamps como todos esos lazy, dirty, no-good bums que eran sus compatriotas, Suzie Bermiúdez, repito, sacó todos sus ahorros de secretaria de housing project de negros -que no eran mejores que los New York Puerto Ricans pero por lo menos no eran New York Puerto Ricans- y abordó un 747 en raudo y uninterrupted flight hasta San Juan.
Al llegar, se sintió all of a sudden como un frankfurter girando dócilmente en un horno de cristal. Le faltó aire y tuvo que desperately hold on a la imagen del breathtaking poster para no echar a correr hacia el avión. La visión de aquella vociferante crowd disfrazada de colores aullantes y coronada por kilómetros de hair rollers la obligó a preguntarse si no era preferible coger un bus o algo por el estilo y refugiarse en los loving arms de su Grandma en el countryside de Lares. Pero on second thought se dijo que ya había hecho reservations en el Conquistador y que Grandma bastante bitchy que había sido after all con ella y Mother diez años ago.
Por eso Dad nunca había querido -además de que Grandma no podía verlo ni en pintura porque tenía el pelo kinky- casarse con Mother, por no cargar con la cruz de Grandma, siempre enferma con headaches y espasmos y athlete's foot y rheumatic fever y golondrinos all over y mil other dolamas. Por eso fue también que Mother se había llevado a Suzie para New York y thank God, porque de haberse quedado en Lares11, la pobre Mother se hubiera muerto antes de lo que se murió allá en el Bronx y de algo seguramente worse.
Suzie Bermiúdez se montó en el station-wagon del Hotel Conquistador que estaba cundido de full-blood, flower-shirted, Bermuda-Shorted Continentals con Polaroid cameras colgando del cueIlo. Y -sería porque el station-wagon era air-conditioned- se sintió como si estuviera bailando un foxtrot en la azotea del Empire State Building.
Pensó con cierto amusement en lo que hubiese sido de ella si a Mother no se le ocurre la brilliant idea de emigrar. Se hubiera casado con algún drunken bastard de billar, de esos que nacen con la caneca incrustada en la mano y encierran a la fat ugly housewife en la casa con diez screaming kids entre los cellulitic muslos mientras ellos hacen pretty-body y le aplanan la calle a cualquier shameless bitch. No, thanks. Cuando Suzie Bermiúdez se casara porque maybe se casaría para pagar menos income tax -sería con un straight All American, Republican, church-going, Wall-Street businessman, como su jefe Mister Bumper porque ésos sí que son good husbands y tratan a sus mujeres como real ladies criadas con el manual de Amy Vanderbilt y todo.
Por el camino observó nevertheless la transformación de Puerto Rico. Le pareció very encouraging aquella proliferación de urbanizaciones, fábricas, condominios, carreteras y shopping centers. Y todavía esos filthy, no-good Communist terrorists se atrevían a hablar de independencia. A ella sí que no le iban hacer swallow esa crap.
Con lo atrasada y underdeveloped que ella había dejado esa isla diez años ago.
Aprender a hablar good English, a recoger el trash que tiraban como savages en las calles y a comportarse como decent people era lo que tenían que hacer y dejarse de tanto fuss.
El Conquistador se le apareció como un castillo de los Middle Ages surgido de las olas. Era just what she had always dreamed about. Su intempestivo one-week leave comenzó a cobrar sentido ante esa ravishing view. Tan pronto hizo todos los arrangements de rigor, Suzie se precipitó hacia su de luxe suite para ponerse el sexy polkadot bikini que habla comprado en Gimbers especialmente para esta fantastic occasion. Se pasó un peine por los cabellos teñidos de Wild Auburn y desrizados con Curl-free, se pintó las labios de Bicentennial Red para acentuar la blancura de los dientes y se frotó una gota de Evening in the South Seas detrás de cada oreja.
Minutos después, sufrió su primer down cuando le informaron que el funicular estaba out of order. Tendría que substituir la white-sanded, palm-lined beach por el pentagonal swimming pool, abortando así su exciting sueño del breathtaking poster.
Mas
-Such is life
se dijo Suzie y alquiló una chaise-longue a orillas del pentagonal swimming pool just beside the bar. El mozo le sirvió al instante un typical drink llamado piña colada que la sorprendió very positively. Ella pertenecía a la generación del maví y el guarapo que no eran precisamente what she would call sus typical drinks favoritos.
Alrededor del pentagonal swimming pool abundaba, por sobre los full-blood Americans, la fauna local. Un altoparlante difundía meliflua Music from the Tropics, cantada por un crooner de quivering voice y disgusting goleta English, mientras los atléticos Latin specimens modelaban sus biceps en el trampolín. Suzie Bermiúdez buscó en vano un rostro pecoso, un rubicundo crew-cut hacia el cual dirigir sus batientes eyelashes. Unfortunately, el grupo era predominantly senil, compuesto de Middle-class, Suburban Americans estrenando su primer cheque del Social Security.
-Ujté ej pueltorriqueña, ¿noveldá?
preguntó un awful hombrecito de no más de three feet de alto, emborujado como un guineo niño en un imitation Pierre Cardin mini-suit.
-Sorry
murmuró Suzie con magna indiferencia. Y poniéndose los sunglasses, abrió el bestseller de turno en la página exacta en que el negro haitiano hipnotizaba a su víctima blanca para efectuar unos primitive Voodoo rites sobre su naked body.
Tres piñas coladas later y post violación de la protagonista del best-seller, Suzie no tuvo más remedio que comenzar a inspeccionar los native specimens con el rabo del ojo. Y -sería seguramente porque el poolside no era air-conditioned- fue así que nuestra heroína realized que los looks del bartender calentaban más que el sol de las three o'clock sobre un techo de zinc.
Cada vez que los turgent breasts de Suzie amenazaban con brotar como dos toronjas maduras del bikini-bra, al hombre se le querían salir los eyeballs de la cara. Hubo como un subtle espadeo de looks antes de que la tímida y ladylike New York housing project secretary se atreviese a posar la vista en los hairs del tarzánico pecho. In the meantime, los ojos del bartender descendían one-way elevators hacia parajes más fértiles y frondosos. Y Suzie Bermiúdez sintió que la empujaban fatalmente, a la hora del más febril rush, hacia un sudoroso, maloliente y alborotoso streetcar named desire.
Tan confused quedó la blushing young lady tras este discovery que, recogiendo su Coppertone suntan oil, su beach towel y su terry-cloth bata, huyó desperately hacia el de luxe suite y se cobijó bajo los refreshing mauve bedsheets de su cama queen size.
Oh my God, murmuró, sonrojándose como una frozen strawberry al sentir que sus platinum-frosted fingernails buscaban, independientemente de su voluntad, el teléfono. Y con su mejor falsetto de executive secretary y la cabeza girándole como desbocado merry-go-round, dijo:
-This is Miss Bermiúdez, room 306. Could you give me the bar, please?
-May I help you?
inquirió una virile baritone voz con acento digno de Comisionado Residente en Washington.
Esa misma noche, el bartender confesó a sus buddies hangueadores de lobby que: La tipa del 306 no se sabe si es gringa o pueltorra, bródel. Pide room service en inglés legal pero, cuando la pongo a gozal, abre la boca a grital en boricua.
-Y ¿qué dice?
respondió cual coro de salsa su fan club de ávidos aspirantes a tumbagringas. Entonces el admirado mamitólogo narró como, en el preciso instante en que las platinum-frosted fingernails se incrustaban passionately en su afro, desde los skyscrapers inalcanzables de un intra-uterine orgasm, los half-opened lips de Suzie Bermiúdez producían el sonoro mugido ancestral de:
-¡VIVA PUELTO RICO LIBREEEEEEEEEEEEEEEE!


(1) Apelativo racista que se da en EE.UU. a los hispanos.

Mayra Santos-Febres - "Resinas para Aurelia"

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Novelista, cuentista, poeta y ensayista (es profesora de literatura) puertorriqueña. Aunque su formación es anglosajona, escribe en español. Como Jamaica Kincaid, Edwidge Danticat, Derek Walcott, V.S. Naipaul, Ana Lydia Vega o Jean Rhys, es una de esas escritoras caribeñas que nos muestran voces y experiencias del Caribe real, no del que sale en los folletos turísticos. Tal vez sea, de los dichos, la que explora más la sensualidad y sexualidad de los personajes.
Aurelia, Aurelia dile al Conde que suba dile al Conde que suba que suba suba por la ventana (letra de Bomba popular)
Nadie sabe cómo entró la moda aquella, pero en menos de tres meses todas las putas de Patagonia tenían esclavas en los tobillos. Se las veía pasear por la plaza del pueblo, cuando estaban de descanso, comiendo helados de frutas o de nueces, o por las calles en dirección al río. Se las veía comprar abastecimientos en la Plaza del Mercado con aquella cadenita brillando al sol irredento, refulgiendo en la distancia, señal secreta que denunciaba el oficio. El rutilar allá abajo en el tobillo, el conspicuo nombre de esclava encendía ojos y fruncía ceños por todo Humacao. En dirección al río iban los pies meretrices con esclava y en dirección a la cadenita iban los ojos de todos y de todas las del pueblo. De todos y de todas, de Lucas por ejemplo, que debajo de su amplio sombrero de esterilla, con tijera podadora en mano, dejaba de abonar árboles de sombra para verlas pasar con ojo hambriento. Su abuela le enseñó el oficio de las flores. Nana Poubart lo trajo infante desde Nevis a aquel pueblo gris con un río que se comía los árboles de la plaza. No recordaba nada de su tierra natal, sólo la empozada en los pechos de su abuela, a quien se le enredaba la lengua en inflexiones más agudas que las del resto de los habitantes del pueblo, erres y tes un poco más agudas, más indescifrables entre el montón de sonidos que sobrevolaban el aire de Patagonia. El aire de Patagonia, usualmente apestoso a crecida de río, a colchón humedecido y a orín, se detenía donde empezaban los aires de la abuela con sus cocimientos de plantas y de flores. La casa de ellos, aunque humilde y asediada en los flancos por los ranchones de mancebía, siempre olía a resinas de árboles de sombra que contrarrestan el olor del mal vivir. Los pisos de madera brillaban con un emplaste ámbar de capá con cera de abejas y esencia de flores de jazmín. Frente con frente al bar el Conde Rojo, Nana había sembrado un limonero y un guayabo enredado. Los cuidó de chiquitos echándoles fertilizantes expertos en crecimiento dócil y frondoso, mierda de putas jóvenes mezclada con sangre menstrual. A él le daba vergüenza cuando Nana lo mandaba a la puerta trasera del Conde Rojo a pedirle a las madamas las palanganas de sus pupilas. Protestaba con los pies y con el pecho, pero Nana no oía razones sobre malas lenguas, ni sobre bochinches infundados en falsas modestias. Según ella, no había nada mejor para crecer árboles de sombra, ni los fruteros medianos de este lado del Caribe. Así fue como Lucas se acostumbró a las putas desde niño, a sus olores, a sus texturas, a sus miradas de complicidad. Desde la preadolescencia se acostaba con ellas, desde los doce años, para ser más exactos. So pretexto de darle las palanganas de mierda, las madamas y las putas más viejas lo hacían entrar al Conde, lo obligaban a esperar mientras ellas se cambiaban de ropa, se empolvaban las tetas llenas o las caídas con polvos de perfume y motas multicolores de algodón espumado. A veces lo comprometían a amarrarle las ligas de las medias o a zafarle los botones del sostén de copas. Y luego de estos roces furtivos, algunas lo besaban de lengua en la boca haciéndole mimos maternales, cagando amorosamente ante él en las palanganas y conduciendo a Lucas otra vez hasta las entradas del ranchón. Mientras tanto la Nana lo esperaba sentada en el sillón de palo caoba y paja trenzada en el balcón de la casita. Al guayabo de la entrada lo trenzó ella misma con sus manos de planchar y de lavar ropa de ricos en el rio. Le fue enseñando a Lucas cómo se agarran las ramas de los palitos tiernos para hacerles diseños al tronco. "Los dedos, -le decía mientras se los untaba de mierda de putas a la cual añadía resinas de cauchero y miel --"es importante saber dónde se ponen los dedos y qué presión hay que aplicar para doblar sin partir, la corteza tierna de los árboles." Año tras año, Nana fue sensibilizándole las yemas a tal grado que Lucas aprendió a cogerle el pulso a los árboles, a los de sombra, a los de fruto y a los de flor. Sentía cómo la savia les corría por las venas y, a través de una cuidadosa medición de temperaturas y presiones líquidas, podía saber si el árbol estaba saludable o si necesitaba agua, poda, o una sangría para liberar exceso de resinas de su interior. A lo que nunca pudo acostumbrarse Lucas fue al punzante olor a mierda de putas. Aunque seguía yendo a recoger palanganas cada vez que la Nana lo enviaba y seguía acostándose con ellas, nunca pudo sumergir de buena gana los dedos en aquel emplaste maloliente. Convenció a la abuela a que lo dejara usar otras soluciones y se dio a la tarea de recorrer las riberas del río con un machete y unas latas, recogiendo las resinas de todas los arbustos y plantas de tronco del litoral. La Nana también sabía cómo sacarle el obeah a las plantas, a quién había que hacerle ofrendas para que el monte obsequiara con hojas para curar el mal de amores, los cólicos de diarrea y vómito, fiebres de lupanar y otras dolamas que aquejaban con frecuencia a las vecinas de Patagonia. Sabía de tes de anamú contra el dolor de ijadas, y de infusiones de naranjo para aquietar llantos y temores, hojas de guanábano para aliviar la empancinada de aire, cataplasmas de resina de palo de jobo para devolver el calor a la piel. Sabía millones de estos secretos. Y así como componía troncos y raíces y follajes, también componía huesos y vértebras rotas, tropezones con puertas en ojos de mujer, moretones violáceos, coágulos de sangre, virazones de tobillo, desligamientos, y desgarres. Remendando gente fue que Nana pudo ayudarse a pagar la supervivencia suya y la de su nieto. Pero a Lucas no le parecía tan interesante lo que la Nana hacía con las plantas y las manos para ponerlas al servicio de la gente. La gente apestaba a mierda, le daban un placer fortuito que lo dejaba solitarío, melancólico y confundido tan pronto se acababa el último tremor. Los árboles no. Ellos tenían su espesor y su ricura, el suave verdor húmedo de las hojas brillosas del café de Indias o el calor picante de las hojas rugosas del orégano brujo, la cáscara de palo santo o las cortecitas de tártago le levantaban sudores de alivio en la piel. Se la dejaban tranquila y clara. Lo más que disfrutaba era sacar resinas de árboles, hacerlos sangrar ámbares profundos y gomosos con los cuales, estaba seguro, se podía componer cualquier cosa que cruzara su imaginación. Los huesos que la Nana arreglaba, los troncos de guayabos en flor, entuertos del alma, delicados ungüentos para impermeabilizar maderas, evitar las goteras y manchas de humedad en los techos, tornear patas de mesas, poner a respirar a un cuerpo. Todo lo podían las resinas. Cuando Nana fue retirándose del río y dedicándose por completo a sanar putitas malogradas, Lucas, ya de edad, consiguió trabajo como jardinero municipal. Nadie nunca había visto vegetales que crecieran con tal hermosura bajo manos humanas. Lucas, el hijo de la lavandera de las islas, convirtió una plaza desnuda de pueblo salitroso en un jardín divino, donde las miramelindas se le daba a pleno sol, los duendes y los cohitres cohabitaban sin marchitarse bajo árboles fruteros, los robles rosados y amarillos se erguían directos en dirección a un cielo siempre gris, pero ahora engalanado con el paraíso de plantas y de tersores hechos por él. Todas las señoras de bien le daban asignaciones en casas particulares para realizar primores en sus patios interiores, en sus paseos de entrada, que sembrara y cuidara palmas reales, coqueras, que lograra combinar azaleas con gardenias con rosales y amapoleros de diferentes colores, que trenzara trinitarias espinosas de modo que derramaran sus melenas sobre las terrazas y las azoteas recubiertas con resinas, que diera a la casa olor con sus ungüentos para mesas de caobo y para techos a dos aguas, que brillara pisos con la cera ambarina de millones de árboles que Lucas destilaba en los cuartos traseros de su casita en Patagonia. Él llegaba y dejaba todo terso, fresco a la piel, resbaloso, protegía superficies del salitre gris que cubría al pueblo como un vaporizo inamovible, y tersaba las arrugas del tiempo devolviéndole palpitaciones secretas a todo tronco o torso que pudiera acoger el regalo de sus dedos. Los dedos de Lucas, algunas señoras circunspectas se habían sorprendido a sí mismas soñando con los dedos de Lucas, que les sacara de adentro toda aquella sequedad tan cuidada, que las deshiciera en ríos de ámbar suculento, densos almizcles olorosos a fragancias profundas y secretas, aquellas de las cuales ellas mismas se protegían, para no poner en tela de juicio su respetabilidad. Y era extraño como la gente trataba a Lucas, porque ninguna otra persona sino Nana y las putitas de los barracones de Patagonia le miraban a la cara o dejaban resbalar ojos por el resto de su cuerpo. Casi nadie le sostenía la mirada, casi nadie se daba cuenta de sus facciones, de la almendra oscura y dulce que eran sus ojos, ni de lo amplia y remota que era su sonrisa. Nadie sino las putas se fijaba en sus amplias espaldas, fibrosas como un ausubo, ni en la redondez perfecta de sus montículos de carne allá encima de los muslos ni del profundo color caobo de su piel, siempre fresca como una sombra. Y nadie se atrevía a tan siquiera soslayar con el rabito de una mirada el cabo de raíz que suculento se avisaba por entre el pantalón, el nudo amplio que prometía troncos de carne oscura y suculenta, pelitos suaves, olorosos a uveros de mar. Ni él mismo se percataba de lo bello que era, porque como todos los demás, su atención estaba fija en la precisión de sus manos. Sus dedos, largos como de pájaro, terminaban en puntas corvas y afiladas, con diluidas lúnulas al fondo de las uñas. Estas siempre estaban bordeadas de tierrilla y pedacitos de cortezas, estriadas a veces por finísimas fibras de queratina que le creaban texturas magistrales y diferentes a cada una. Las palmas eran anchas, carnosas, con callos en cada falange. Vetas profundas y sutilísimas cortaduras las surcaban de dorso a revés, haciéndole mapitas del destino por toda la superficie color acerola madura. Pero, sorpresivamente, las manos de Lucas eran suaves, en su fortaleza y precisión; tímidas y suaves como las de cuando era niño y cargaba palanganas de mierda, tímidas, suaves y huidizas en su fuerte presión sobre las cosas. Todos los ojos que se tropezaban con Lucas se fijaban en sus manos, así como tan sólo se enfocaban en la cadenita tintineando en el tobillo de las putas de la Patagonia. La primera vez que el río inundó los jardines que Lucas fue tejiendo en la plaza del pueblo, arruinó un ministerio de primores de cuajo. Casi cuatro años le había tomado al jardinero construir su imperio vegetal. Lucas acababa de podar los cedros y los gomeros, de curarlos de parásitos y demás enfermedades tropicales que les aquejaban. Las sangrías de resina se le llenaron de barro, las corrientes deshicieron los torniquetes para enderezar troncos virados por la ventolera. Pero él sabía que esto ocurriría tarde o temprano. Lo sabía desde que empezó a recorrer las riberas en busca de resinas y se percató de que el cauce del río era artificial, había sido desviado a propósito para cumplir con las necesidades de expansión del municipio. "Las cosas tienen su vida y tienen su muerte y tienen su curso sobre la tierra. Eso no lo puede cambiar las manos de ningún hombre" ?le había dicho la Nana cuando él le contó su descubrimiento. Y fueron providenciales las palabras de la vieja curandera, porque semanas más tarde al río le dio la gana de recobrar su curso original e inundó al pueblo. La pérdida más grande no fue los jardines del municipio. A causa del infortunio caprichoso del Humacao, murieron más de doscientas personas, casi todas de ellas de Patagonia. Entre ellas la Nana. Fue cosa del destino. Luego del trabajo y, después de destilar dos galones de resina de tabonuco en los cuartos traseros de la casita de la Nana, fue a buscarle mierda de putas al ranchón. Una de las niñas, amarilla miel como la sustancia que acaba de destilar del corazón de los árboles, le abrió a Lucas la puerta, los ojos y la caja del corazón. Era nueva en la cuadrilla, no la había visto antes, pero aquella tarde, se le ofreció por veinte pesos, y él le dejó treinta sobre el tocadorcito de planchas de pino al lado del catre donde hicieron el amor hasta la madrugada. Lejos se oía el estertor de la lluvia mientras él la penetraba suavemente en la primera tanda de caricias y ella se resquebrajó silenciosa para dejar entrar aquel portento de raíz macha entre sus piernas. Lucas estuvo encima de ella, moviéndose como los sauces del cementerio. Notó que la niña no quería sino hacer su trabajo, pero poco a poco se le fueron humedeciendo los goznes de la entrepierna y a oler a cedro recién cortado. Entonces Lucas se movió con más premura hasta que ella arqueó sus espalditas de zorzal, le pegó el costillar al pecho y se vació en un suspiro lánguido y triste, mientras su vulva latía con él adentro. Tres, cuatro veces ella se le deshizo debajo. Cuando estaba exhausta y desmemoriada, y mientras el aguacero amenazaba con descuajar los planchones del techo del Conde Rojo y el río rugía y se llevaba enredados a la mitad de los habitantes de Patagonia, Lucas Poubart penetró a la mujer por quinta vez. Con el primer empuje sintió que se le subía al vientre todos los jugos que su cuerpo había sido capaz de producir en todos los años que había existido sobre la faz de la tierra; y se vació completo en aquella mujercita amarilla, mientras ella se cubría el rostro con su pelo, intentando que él no le viera la cara de muerte plena en medio del desastre que fue aquella pasión. El azar los salvó a ambos. Habían pasado la crecida en la parte más alta de los ranchones del prostíbulo. Pero el resto de Patagonia era pura desolación. El barrio quedaba en un declive profundo, en las cercanías del rio. Las aguas del Humacao habían llegado hasta la plaza y lo que fue peor, había atrapado a Nana en su cuarto de dormir, de donde fue rescatada por los vecinos, profundamente muerta. Cuando Lucas llegó, encontró a los vecinos desenredando el cadáver de la Nana de las sábanas que la habían amarrado a los pilares de la cama. Con un solo grito profundo se deshizo en llantos mientras abrazaba el cadáver de su abuela. Cerca del mediodía fue que Lucas pudo salir de su estupefacción, soltar el cuerpo de la Nana sobre los mostradores de la cocina e irse a la calle a ayudar a los demás en desgracia. Con el agua hasta la cintura, se topó con montones de personas atrapadas entre los escombros, la tablería, las ramas y los catres de las casas destrozadas por la corriente. Pensando en Nana, y en lo que de ella había aprendido, fue ayudando a desenredar muertos, a salvar a los que aún tenían vida, sacándole el lodo de las narices y masajeándoles los pulmones anegados. Dio respiraciones, calentó miembros, abrazó huérfanos y viudas. Los llevó a sitios altos, fuera de peligro y, ya al anochecer, se desplomó de agotamiento en uno de los bancos del refugio que abrió la municipalidad para los damnificados por el desastre. Durmió allí, sin moverse toda la noche. Cuando Lucas despertó de su sueño, se encontró con que las aguas del río habían bajado a su nivel. Regresó a su casa, para arreglar los detalles del sepelio de su abuela. No llamó a ninguna funeraria, sino que fue el mismo al cuartucho de destilar savias y limpió su mesa de trabajo, donde trasladó el cadáver ya rígido de la Nana. De entre el desastre del taller, rescató una lata que milagrosamente no se había llevado la crecida. Dentro la lata guardaba un ungüento pesado y de olor pungente que hacía llorar a quien se le acercara. Abrió la lata. Se embadurnó las manos, desnudó a la abuela, y con aquella cataplasma fue masajeando todo el cuerpo hinchado y gris. Le tomó horas ir parte por parte, cara, mandíbula, cuello, orejas, pelo, y luego bajar los dedos y presionar contra hombros, contra los brazos fuertes de aquella mujer que lo había criado desde niño. Le tomó los dedos, tan parecidos a los suyos, los llenó del emplaste destilado, se los humedeció con sus propias lágrimas silenciosas. Le embadurnó el pecho, teniendo cuidado con aplicarle menos solución en las aréolas oscuras. Fue bajando y apretado fuerte hacia abajo por el vientre y luego por las piernas. Se las entreabrió a la Nana, le acarició el pubis canoso y con ternura le fue llenando las grietas de aquella savia, experto, conocedor y humilde en su oficio de devolverle la tersura y la humedad al cuerpo muerto de la abuela. La puso a la sombra tibia, esperó por tres horas. Luego, la vistió con un traje que había comprado días antes para ella, y se fue al patio, a terminar de hacerle un cajón de madera de caobo pulido, ligeramente teñido de un tinte marrón rojizo que combinaba perfectamente con la piel de su Nana. A los cuatro días del sepelio, que fue el más hermoso de todos los sepelios celebrados en la Patagonia, fue a buscar a la mujer amarilla a lo que quedaba del ranchón de putas. No la encontró. Nadie pudo decirle a ciencia cierta de sus paraderos. Doña Luba, una de las rameras más antiguas del vecindarío, le contó los rumores de que el padre había bajado desde Yabucoa a llevársela. "Ese maldito fue el primero en desgraciarla. Aurelia misma me lo contó recién llegada al barrio. Cuando supo que la había encontrado, aprovechó el desmadre del río y se fugó. Debe andar escondida por ahí. Si la ves antes que yo, dile que deje el Conde Rojo y que se venga a trabajar conmigo. Si yo la veo antes, le digo que tú la andas buscando." Mientras esperaba noticias de Aurelia, Lucas se concentraba en reparar los jardines de la plaza. Un día lo mandaron a llamar de la alcaldía. Allí le informaron que requerían de sus servicios, pero para otro menester que el de recuperar los jardines de la plaza. Todavía quedaban cadáveres flotando por las aguas del río que la corriente había arrastrado a las afueras del pueblo, cadáveres que nadie había querido ir a recoger y que estaban creando pestilencias." Son cadáveres de putas. Nadie quiere tocarlos. Tememos lo peor, epidemias, pestes, envenenamientos de agua. No podemos arriesgarnos a dejar que la corriente se lleve estos cuerpos a pueblos aledaños. Un escándalo así mancillaría el buen nombre del alcalde." Lucas aceptó la asignación, pidió transporte para recorrer las riberas en busca de los cuerpos, y puso la condición de que le aumentaran el salarío, y que le otorgaran independencia total en el escogido de árboles y plantas para sembrar en la plaza del pueblo. Así fue como de jardinero municipal, Lucas se convirtió en rescatador de cadáveres de putas ahogadas. Pues, para su asombro, seguían apareciendo cuerpos de rameras entre las aguas del río, mucho después de que él rescatara a todas las que habría ahogado la inundación. De vez en cuando, lo llamaban del municipio para que fuera a recoger cadáveres realengos. Otra puta ahogada por "la inundación" decían entre risitas los policías que llamaban a Lucas a trabajar. Se acopló a la costumbre, después de los primeros meses, e iba ya él solo, patrullando las riberas del río, para economizarle las llamadas a los oficiales y no tener que interrumpir su rutina de jardinero, a la que volvió después de la primera tanda de rescates. Con los cadáveres recuperados siempre era la misma historia. Primero se tiraba al río, nadando, para desenredar los cuerpos de entre la maleza que lograba detener la deriva de las putas ahogadas. Les desenmarañaba el pelo para ver si podía identificarlas. Cuando llegaba a ellas, algunas ya tenían los labios picados por los peces, o los párpados poblados de crustáceos, y las tripas habitadas por pequeños camarones y pulgas acuáticas. Era difícil identificarlas, si no llega a ser por la cadenita en el tobillo izquierdo que delataba profesión. A las desfiguradas las cargaba suavemente, como si estuvieran dormidas y las llevaba directamente a la morgue. Con otras, casi todas de muerte más fresca, se encariñaba, no sabía por qué razón. Entonces se las llevaba para la casa. Les preparaba algún aceite con esencia de olor para quitarles del rostro el rictus de la sorpresa de encontrarse ahogadas, el susto de pesadilla en la faz y los músculos. Les acariciaba experto la carne, les destensaba el semblante con las manos pensando en cómo nadie las iría a reclamar, en cómo las tirarían al vertedero, cremadas, sin una sola caricia de despedida, aquellos cuerpos que el pueblo entero había manoseado y de los cuales ahora se querían desentender. "Nadie te quiere tocar," les decía Lucas por lo bajo, "nadie te quiere tocar y nadie sabría cómo hacerlo ahora más que yo." No era gran cosa lo que hacía por ellas, lo sabía. Pero al entregar a la morgue un cuerpo nuevo de aquellos que le provocaban cariño, se enorgullecía de lo bellos que quedaban, con la piel tersa y aceitada, con olor a plantas frescas de menta, con la cara en reposo. Antes de montarlas de nuevo en su guincha municipal, les destrababa del tobillo la infame cadenita de oro, y se la guardaba en el bolsillo de su pantalón. Quizás así las tratarían mejor. Un día Lucas caminaba por las riberas el Humacao, pensando en cualquier cosa. Hacía tanto tiempo que ya no buscaba resinas, ni que rescataba cadáveres. Todo era sembrar jardines y untar resinas a techos, mesas y sillas en casas de ricos. Se detuvo contra un árbol de caimitos a mirarle las vetas del tronco y acariciarlo con suavidad. De repente se fijó en un montículo de ropas que sobresalía de los pastos altos al otro lado del agua. Afiló la vista, parecía un cadáver. Animado, casi alegre, se quitó la camisa y se tiró a las aguas del río, lo vadeó con calma, nadando apenas, pues la sección que cruzaba no era tan profunda. Mientras se fue acercando al montículo, vio unas manos pequeñitas con dedos de nena que transparentaban un tinte color ámbar en la piel arrugada y gris. Esta era una muerte fresca, no más de unas cuantas horas, una noche con su madrugada en el agua. Los pies descalzados, con las uñas pintadas de rojo, se veían en reposo total y en el tobillo izquierdo refulgía la infame cadenita. La carne se notaba a través de la blusa y dejaba ver unos pezones de un marrón oscuro que Lucas creyó reconocer. Con el cadáver a cuestas, salvó la otra orilla y empezó su ritual de desenmarañe para verle el rostro a la difunta. Pero no hizo más que sacarla del agua y tenderla al sol, poner una de sus amplias manos sobre la cabeza de la ahogada para que la piel entera se le encabritara de golpe. Era ella, al fin ella. Aurelia, la encontraba, al fin. Pero estaba muerta. Lucas quiso llorar. No pudo. Ocho meses habían pasado desde la terrible inundación. De aquella mujer tan solo le quedaba el recuerdo de un tacto amanecido, febril, nuevo para él, que tantas superficies había tocado, tantas otras putas había penetrado con sus dedos, con su lengua y su piel. Sintió alivio al verse liberado del espectro de aquella tersura que se le acomodó en la piel y no lo dejaba hacer otra cosa sino anhelar a Aurelia. Pensó que ahora volvería a ser el mismo, el mismo que nunca habría abandonado a la Nana una noche de lluvia, el que podía ir a hacer injertos y a hacerse desear por las otras meretrices de Patagonia, que incluso podría buscar una mujer buena con la cual mudarse a la casita y convertirse en el hombre que su Nana crió, redimirla así de una muerte inútil. Entonces descargó a Aurelia en la tumba de la guincha y se dirigió a Patagonia. Se la llevó a la casa y comenzó a desvestirla. Le quitó los retazos de blusa de algodón, las bragas rojas y la falda rota. Le quitó la cadenita de oro, la cual tiró con otras en una taza de peltre que había comprado para aquellos propósitos, sacó los peines que tenía y comenzó por desenredarle el greñal tupido que una vez tuvo entre los dedos la noche entera de los infortunios. Tan pronto como hundió los dientes del peine entre el cabello, comenzaron a salir alimañas que él fue matando con la punta de los dedos, arañas de río, pulgas y larvas de insectos que se habían encajado en aquella miel. Fue peinándola con suavidad y una sonrisa en el rostro. Siguió la faena, hasta que el pelo quedó todo desenredado. Lo lavó con jabón y lo roció con agua de rosas. Esperó a que se secara sentado en un sillón junto al cadáver fresco y húmedo de la niña amarilla. Aún sonriente, caminó hasta su taller de resinas y sacó la lata que ya casi un año atrás había usado para preparar a la Nana para su tumba. Quedaba suficiente solución adentro y hasta sobraba para cubrir el cuerpo de pajarito que yacía sobre la mesa. Nunca lo había usado sobre otra, instintivamente había guardado el sobrante, quizás para aquella mujer. Con el alma acostumbrada a las catástrofes, empezó el rito de embadurnarse las manos con la solución. Empezó por los pies, dedo a dedo, tobillos libres de cadenitas, piernas rígidas, toda ella fue quedando aceitada por la resina, que ya añeja, despedía un tenue olor a maderas de todos los tipos y a flores condensadas en un olor vegetal del cual ya no se podía diferenciar ninguno de sus componentes originales. Presionando con atención, fue relajándole los músculos a la muerta, hasta que sintió que la fricción y otra cosa, le devolvía calor a la piel. Con aquella sensación a extrañas temperaturas entre los dedos prosiguió su camino hacia arriba en el cuerpo de Aurelia. Pasó tres cuartos de hora masajeándole los muslos acaramelados y duros con pelitos claros que refractaban la luz del taller. Y allí de nuevo sintió el extraño calor que regresaba, de adentro para afuera a la carne de la muchacha. Lucas vio, como de los muslos salían delicadas gotitas de agua, un sudor que no olía a humano sino a bancos de rio. Sin más que este entendimiento en la mente, prosiguió el masaje, metiendo las manos por debajo de las piernas y presionando las nalgas de la niña que también se encendían con sus dedos resinosos. Sintió un golpe de sangre caliente entre las piernas, se miró erecto, adolorido por las ganas de frotarse entero con ella sobre la mesa del taller. Lucas sacudió la cabeza, pausó para ver cómo, de la mitad para abajo, su putita ahogada había recobrado algo de color, y emanaba olores vegetales por los poros que expulsaban lo anegado. Se volvió a embadurnar las manos y esta vez las posó, precisas en la cara de la muerta. Fue haciendo círculos con los dedos sobre la frente, los pómulos, los párpados que cerró y abrió, para volver a cerrar y dejarla descansar de las presiones. Los labios, la mandíbula, los huesos del cuello y de la nuca, que compuso, poniéndolos en su lugar. Los hombros y clavículas quedaron relajados bajo la presión de los dedos del jardinero. De medio lado la viró para aplicarle resina en las espaldas, hasta las nalgas ya calientes que respiraban contra la madera de su mesa de trabajo, contra las palmas de sus manos y sus mapas del destino, contra el ansia de Lucas que seguía creciendo pese a su concentración. La volvió a voltear para aplicarle resina sobre las tetitas de adolescente, tan turgentes, tan suaves. El calor de la resina las hizo soltar el agua del río que habían chupado en su deriva. Los pezones duros y oscuros cobraron tintes de magia y ya Lucas no pudo más. Se desnudó completo, se puso un poco de resina en la pelvis, el pubis y en su verga. Mientras le abría las piernas a la ahogada sintió el picante calentón de aquel ungüento viscoso, se sentía quemar. Con los dedos destrabancó la vulva de su amada y allí mismo, sobre la mesa del taller de injertos y maderas, fue penetrando a la dulce Aurelia, a la Aurelia de ámbar y resinas, a su putita amada para al fin, al fin llenarla de calor. La muerte era un simple giro del azar. Sus manos no podían espantarla. Pero su pinga y su resina, aquel ardor que regresaba envuelto en consistencias vegetales, ese sí estaba presente, producto de sus manos y su espera, de su insistente recuerdo empotrado en los dedos y en la piel. Se le vino adentro, contrayendo todos los músculos de la espalda, se le vació como un zurrón de leche entre las piernas, le gritó al oído que la amaba. Que la quería como era y para siempre. Se quedó dormido sobre el cadáver y soñó que la niña amarilla lo rodeaba con sus brazos y le daba besitos de amor. Al despertar, Lucas fue hasta la taza de las cadenas de oro, recogió la de ella y se la puso de nuevo al tobillo. Puso el cuerpo a sombra tibia, se fue al pueblo y volvió con dos grandes bloques de hielo, un cuchillo de monte y botes de latón, de los que usaba para recoger resinas. Aprovechó para decirle al municipio que buscaran a otro para rescatar putas ahogadas, y volvió a sus jardines, a sus paseos en busca de resinas y a sus escapaditas, cada vez menos frecuentes a los ranchones de mancebía de la Patagonia. Tres veces a la semana, se encerraba en los talleres de la casita maternal con una lata llena de ungüentos y una botella de agua florida y no salía hasta la madrugada, sonriente y lleno de sudores pegajosos en toda la piel.

Edwidge Danticat - "Entre la piscina y las gardenias"

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Era muy bonita. Tenía el cabello claro y brillante, y la piel oscura como la caoba. Sus labios eran anchos y morados, como los de aquellas muñecas africanas que se ven en las tiendas para turistas pero que una nunca se puede permitir comprar.
Creí que era un regalo del cielo cuando la vi sobre el polvoriento bordillo, envuelta en una mantita rosa, a unas pocas pulgadas de una boca de alcantarilla tan abierta como el bostezo de un niño hambriento. Era como el Niño Moisés de las historias de la Biblia que nos leían en la clase de Literatura Bautista. O como el Niño Jesús, que nació en un establo y murió en una cruz, sin unos labios que pudieran besarle antes de morir. Era como ellos. Con su inmóvil cara redonda, los ojos cerrados como si estuviera soñando en un lugar lejano.
Tenía las manos huesudas y las venas tan cercanas a la superficie de la piel que parecía que esta se quebraría si se la tocaba con demasiada fuerza. Probablemente pertenecía a alguien, pero no había nadie en la calle. No había nadie que pudiera reclamarla.
En un primer momento tuve miedo de tocarla. No quería alterar los rayos del primer sol que le corrían por la frente. Quizás se tratara de algún tipo de wanga, un hechizo enviado para atraparme: mis enemigos eran muchos y muy astutos. Tal vez ellas, las chicas que se acostaban con mi marido cuando yo todavía me estaba doliendo de mis abortos, me habían mandado esa visión de belleza, para que me quedara ciega y no supiera encontrar el camino de vuelta al lugar que expulsé de mi cabeza cuando subí a aquel desvencijado minibús y dejé mi aldea hace unos meses.
La niña llevaba un vestidito de encaje azul, con las letras R O S E bordadas en el cuello. Era tal y como yo había imaginado que serían mis hijas: aquellas que nunca pudieron crecer en mi cuerpo, aquellas que se ahogaban de algún modo dentro de mí y hacían preguntarse a mi marido si no sería yo quien las mataba a propósito.
Grité todos los nombres que hubiera querido ponerles: Eveline, Josephine, Jacqueline, Hermine, Marie Magdalène, Célianne. Podría darle a ella toda la ropa que les había cosido, todos aquellos vestidos todavía por estrenar.
Por la noche podría arrullarla, sola en el silencio de mi habitación. Apoyarla sobre mi vientre y desear que estuviera dentro de él.
Al poco de llegar a la ciudad, vi en la televisión de Madame cómo muchas mujeres pobres de la ciudad tiraban a sus hijos porque no podían alimentarlos. En Ville Rose no puedes tirar ni siquiera los restos sangrientos que salen del cuerpo después de tener al niño. Es un crimen, dicen, y toda la familia te considera una mujer terrible si lo haces. Tienes que guardarlos, darles un nombre y enterrarlos cerca de las raíces de un árbol, para que el mundo no se desmorone a tu alrededor.
He oído decir que en la ciudad tiran a los niños tal cual, en cualquier sitio: en portales, en cubos de basura, en surtidores de gasolina, por las aceras. En el tiempo que llevo en Puerto Príncipe nunca había visto a uno de esos niños hasta ahora.
Pero Rose, mi Rose, estaba tan limpia y cálida. Como un angelito, como un querubín que duerme después de que el viento le haya musitado una nana al oído.
La levanté del suelo y apreté su mejilla contra la mía.
Le susurré “pequeña Rose, mi niña”, como si su nombre fuera un secreto.
Era como aquellas muñecas comestibles con las que jugábamos de niñas. Les hacíamos la cara con semillas de mango y después les poníamos un nombre. Las bautizábamos con oraciones e invitábamos a nuestros amigos y nuestras amigas a colas y mandioca y –cuando teníamos– unas galletas de mantequilla que nos gustaban mucho.
Rose no se movía ni lloraba. Era como si una persona cruel la hubiera tirado cuando ya no le era útil para nada. Apreté su cara contra mi corazón y sentí que olía como los polvos perfumados del tocador de Madame, a esa mezcla de gardenias y pescado que siempre desprendía Madame cuando salía de la piscina.


Siempre he dicho las oraciones de mi madre al amanecer. Y he recibido de buen grado los años que poco a poco me iban acercando a ella. Porque no importaba cuánta distancia intentara poner la muerte entre nosotras; mi madre venía a visitarme con frecuencia, a veces en las breves miradas o en los susurros de alguna voz. A veces en una cara. Otras durante breves instantes en mis sueños.
Muchas noches veía mujeres viejas inclinarse sobre mi cama.
–Esa de ahí es Marie –decía mi madre–. Es la última de nosotras que aún vive.
Mamá tenía que presentarme, porque todas habían muerto antes de que yo naciera. Entre ellas estaban mi tatarabuela Eveline, a la que mataron soldados dominicanos en el río Masacre; mi abuela Défilé, que murió con la cabeza rapada en una cárcel, porque Dios le había dado alas; y mi madrina Lili, que se suicidó ya mayor porque su marido se había tirado de un globo aerostático y su hijo, cuando creció, la abandonó para irse a Miami.
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Siempre supe que volverían para pedirme que hiciera algo bueno para los demás. Tal vez iba a hacer algo de provecho por esa niña.
Llevé a Rose conmigo al mercado al aire libre de Croix-Bossale. La mecía en mis brazos como si siempre hubiera sido mía.
En la ciudad, incluso la gente que procede de tu propia aldea no te conoce y no se interesa por ti. No se dieron cuenta de que el día anterior había ido sin ningún bebé. De pronto tenía uno, y nadie me preguntó nada.


En la habitación de las criadas, en la casa de Pétion-Ville, dejé a Rose sobre mi camastro y me apresuré a preparar la comida. Monsieur y Madame estaban sentados en la terraza y daban la bienvenida a la tarde incipiente, sorbiendo solamente el azúcar de un zumo agrio que yo siempre les preparaba.
Les gustaba que yo recorriera todos los días al amanecer el camino hasta el mercado para traerles los sabores del campo, tan lejanos a su protegida vida burguesa.
–Seguramente es uno de esos manbos –decían cuando les daba la espalda–. Seguramente es una de esas estúpidas que creen que tienen el don de volverse invisibles y herir a los demás. ¿Por qué no se otorgan el don de hacerse ricos? Por culpa de ese absurdo vudú los haitianos son un misterio para nosotros.
Dejé a Rose sobre la mesa de la cocina mientras secaba los platos. Tuve el repentino deseo de explicarle mi vida.
–¿Sabes, pequeña? Hubo un momento en que amé a aquel hombre. Era muy bueno conmigo. Me hacía sentir especial. Y después, lo único que recuerdo es que pasé diez años con él. Yo soy vieja como un trozo de papel sucio en el que la gente se hubiera limpiado el trasero y él tiene diez hijos con diez mujeres distintas. Tuve que huir.
Simulaba que todo aquello era mío. La terraza con las vistas sobre la piscina privada y los veleros navegando en la distancia. El gran aparato de televisión y todas aquellas canciones de amor francesas y los discos rara con sus tambores parlantes y el sonido de conchas. Los cuadros brillantes con caballos blancos alados y serpientes tan largas y anchas como lagos. La piscina que el sudoroso dominicano limpiaba tres veces por semana. Simulaba que todo aquello nos pertenecía: a él, a Rose y a mí.
El dominicano y yo hicimos una vez el amor sobre la hierba, pero él nunca me había vuelto a dirigir la palabra. Rose escuchaba, con los ojos cerrados, a pesar de que le estaba contando cosas demasiado duras para los oídos de un bebé.
La envolví con el delantal y la dejé a mi lado, mientras freía unos plátanos para la cena. Es tan fácil amar a alguien cuando no hay otra cosa a tu alrededor.
Su cabeza caía para atrás como la de cualquier bebé. Alargué el brazo y dejé que sus enmarañadas trenzas acariciaran las líneas de la vida de mi mano.
–Me alegro de que no seas uno de esos bebés que se pasan el día llorando –le dije–. Todos los niños pequeños deberían ser como tú. Me alegro de que no llores ni hagas ruido. Eres una niña perfecta, ¿verdad?
La puse de nuevo en mi habitación, cuando Monsieur y Madame volvieron a casa para cenar. A la hora que se acostaron, la cogí y me la llevé al lado de la piscina para que pudiéramos hablar un rato más.
Uno no entra en una familia si no sabe dónde se está metiendo. Hay que saber algo de su historia. Hay que saber si le rezan a Erzulie, que quiere tanto a los hombres como los hombres la quieren a ella, porque es mulata y a muchos de los haitianos les gustan ese tipo de mujeres. Tienes que mirarte en el espejo el día de la muerte, porque podrías ver allí caras que te conocieron incluso antes de que vinieras a este mundo.
Caí dormida meciéndola en una silla que no era mía. Supe que era real cuando me desperté al día siguiente y estaba todavía en mis brazos. Tenía el mismo aspecto que cuando la encontré, y siguió así durante tres días. Después, tenía que bañarla constantemente para que no oliera.
Tuve un tío que compraba intestinos de cerdo en Ville Rose para venderlos en el mercado de la ciudad. Rose empezó a oler como los intestinos cuando tenían unos cuantos días.
La bañaba cada vez más, incluso tres o cuatro veces al día, en la piscina. Utilizaba perfume de Madame, pero eso no solucionaba nada. Quería llevarla de nuevo a la calle donde la había encontrado, pero ya había perturbado su descanso y tenía que encargarme de su alma como si fuera mi responsabilidad personal.
La dejé en una choza que había detrás de la casa, donde el dominicano guardaba sus herramientas. Tres veces al día, la visitaba con la mano en la nariz. Veía su piel cada vez más húmeda, agrietada, hundida en algunos lugares y cenicienta y seca en otros. Parecía que hubiera envejecido en cuatro días los años que había entre yo y mis tías y abuelas muertas.
Sabía que tenía que hacer algo con ella, porque estaba atrayendo a las moscas y, además, yo estaba impidiendo que su espíritu partiera. Le di un último baño y le puse un vestidito amarillo que había hecho mientras rezaba para que una de mis pequeñas llegara a nacer, hacía ya más de tres meses.
Puse a Rose en el suelo, en un rincón donde daba el sol detrás de la gran casa. Cavé un agujero en el jardín, entre las gardenias. La envolví con la pequeña manta rosa con que la había encontrado y le dejé la cara al descubierto. Olía tan mal que tuve que aguantar la respiración para poder darle un beso.
Noté que me cogían del hombro mientras ponía a la niña en el pequeño agujero del suelo. Creí que se trataba de Monsieur o de Madame, y tuve miedo de que ella se hubiera enfadado conmigo por haber usado una botella entera de su perfume sin pedirle permiso.
Rose se me escurrió de las manos y cayó, mientras me forzaban a girarme.
–¿Qué estás haciendo? –me preguntó el dominicano.
Tenía una cara india, de un marrón oscuro, pero sus manos estaban descoloridas y arrugadas por los productos químicos de la piscina. Miró hacía abajo, al bebé que yacía en el polvo. Tenía ya encima un poco de la tierra con que habría de cubrirla.
–¿Sabes? Veo en mis sueños esas caras encima de mí...
Podría haber empezado a explicarme de un millón de maneras distintas.
–¿De dónde has sacado ese niño? –me preguntó en su español criollo.
No me dio oportunidad de responderle.
–Ya he ido –creí oír un ligero méringue en el temblor de su voz–. He llamado a los gendarmes y vienen en camino. Huelo esa carne podrida. Sé que has matado al niño y que te lo has quedado por maldad.
–Actuaste demasiado pronto –dije.
–Has matado al niño y lo has dejado en tu habitación.
–Me conoces –dije–, hemos estado juntos.
–No te distinguiría de una mosca en un montón de estiércol de vaca. Comes niños pequeños que ni siquiera han tenido tiempo para conseguir una alma.
Mantenía sus manos sobre mí, porque tenía miedo de que saliera corriendo y me escapara.
Miré a Rose. Me pasó por la cabeza lo mismo que había deseado para todas mis niñas. La imaginé echando los dientes, gateando, llorando, armando ruido, portándose mal.
Nos quedamos sobre su pequeño cadáver; una criada campesina y un jardinero hispano. Debería haberle preguntado su nombre antes de haberle entregado mi cuerpo.
Hacíamos un bonito cuadro. Rose, yo y él. Entre la piscina y las gardenias, esperando a la ley.

Trude Marstein - "Hambre intensa, náusea súbita"

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Novelista, dramaturga, cuentista, es una de las jóvenes promesas de la literatura noruega. Autora de apariencia minimalista y de contenido nada condescendiente, una fotografía poco amable de la sociedad que la rodea.
Este cuento da título a la colección de relatos que constituyó su primera obra publicada.

Unos pringados no paran de meter dinero en la gramola y ponen una música horrible. Ella tiene el vaso vacío, pero a él le quedan aún tres o cuatro centímetros. Por cada cerveza que han tomado ella ha tenido que esperarlo, y han ido pagando cada uno lo suyo. Ya no recuerdo si han sido tres o cuatro botellas de medio litro. ¿Nos hemos bebido tres cervezas o cuatro?, pregunta. Yo sólo me he bebido tres, responde él, mientras tamborilea sobre la mesa con el dedo índice. lo hace casi al compás de la música, pero no del todo. Aunque tú ya tenías una cuando llegué, continúa, así que supongo que te habrás bebido cuatro. A pesar de que ya había conseguido digerir el comentario con el que él comenzó la conversación: ¿Vienes mucho por aquí?; ahora vuelve a molestarle. Al principio se lo tomó como una parodia, pensó que estaba jugando con los tópicos, pero qué va, estaba completamente serio y aguardaba su respuesta, así que tuvo que responder que no, que no venía mucho. No le apatece otra cerveza, no se la puede permitir, pero le apetece aún menos seguir charlando con aquel tipo: ya lo han hablado todo y hace rato que la conversación es hueca, lo último que le ha dicho el chico es que le está gustando la música. Tiene que ser compasión, piensa ella, pero ni eso siquiera es capaz de sentir. Lo más fácil sería decir: ¿Nos tomamos otra cerveza? No solo sería más fácil que decir: ¿Nos vamos?, sino incluso más fácil que permanecer allí un solo segundo más con el vaso de cerveza vacío. ¿Nos tomamos otra cerveza?, le pregunta con una entonación que demuestra el interés suficiente; mientras lo dic lo mira, pero justo después aparta tranquilamente la mirada. No, la verdad es que estoy consado, responde él sonriendo, no me entra más cerveza. Y luego se pone a hablar de un sobrino suyo, que a los cuatro años ya leía con fluidez y que ahora, con ocho cumplidos, se dedica a leer a Hamsun. Es un niño insoportable, dice. Ella se ríe aunque no muy fuerte; sonríe de oreja a oreja y por dos veces expulsa el aire por la nariz. El no se ríe. No le cabe en la cabeza que el tipo no quiera tomarse otra cerveza y decide fregar los platos antes de acostarse. Él le propone que vayan al cine al día siguiente; tal vez, responde ella, le he prometido a mi padre hacerle una visita, ya te llamo mañana. Cuando aparece el camarero y se lleva los vasos vacíos, ellos se levantan y salen fuera. El tipo se queda quieto con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta. No es que sea muy tarde, dice. No, responde ella. ¿Te gusta escuchar música?, pregunta él. ¿Te apetece venirte un rato a casa a escuchar música? Ella vacila unos segundos, aunque en realidad no está pensando; luego lo mira, sonríe y responde que sí. Cuando empiezan a caminar ella le pregunta ¿Cogemos un taxi? No, vamos andando, es la respuesta, no queda muy lejos. Ella lleva unos zapatos nuevos que están empezando a hacerle ampollas, y él camina anormalmente deprinsa. En un momento dado están a punto de atropellarlo porque cruza la calle sin mirar. A pesar de la alta velocidad, el tipo no para de hablar durante todo el trayecto hasta su casa, primero sobre cuestiones sociales: sobre las ventajas e inconvenientes de la inmigración, sobre si la prostitución debería de ser legal o no, sobre la calidad de las guarderías noruegas comparadas con las suecas. Después habla sobre sí mismo, sobre sus experiencias laborales y sus planes de futuro. Ella tiene más que suficiente con seguirle el paso y anda corta de aliento, así que se conforma con responder que sí y que ya. Eres u poco tímida túm, le dice el chico sonriente y con la cabeza vuelta hacia atrás. No, qué va, responde ella. Quizá es que eres poco charlatana, insiste él. A ella le duelen los talones y tiene la sensación de tenerlos en carne viva. Al alcanzar un portal, el tipo se detiene prácticamente en seco. Aquí vivo yo, dice, con la llave en la mano, y luego abre la puerta y entra delante. Cuando suben las escaleras ella va mirándole la espalda, no intercambian palabra en los cinco pisos, su culo no está mal, pero el pantalón no le gusta tanto. No está segura de que realmente le apetezca acostarse con él. Al llegar a la entrada ella se agacha para desatarse los zapatos. Me alegro de que te quites los zapatos antes de entrar, dice el tipo abriendo la puerta. Esto es el dormitorio, dice; ella tiene ganas de hacer pis. La cama es bastante estrecha. Sobre la mesilla hay una revista. Está todo un poco desordenado, dice el chico. Dos o tres prendas cuelgan del respaldo de una silla. Ella sigue de pie, con los brazos cruzados y la cabeza alzada, apoya el peso sobre una pierna y se da cuenta de que el jersey se le ha subido un poco dejándole la tripa al descubierto. Primero voy a tener que hacer pis, piensa. Las sábanas son floridas y de color pastel, el edredón está pulcramente doblado por la mitad. El chico sale de la habitación y ella lo sigue. Este es el salón, dice. Las paredes son de color rojo burdeos, hay macetas con plantas y las pantallas de las lámparas son de tipo acordeón, las reproducciones que cuelgan en las paredes son de Munch y Van Gogh. El anfitrión señala un aparatod e música y tres estantes con CD's. Me gasto demasiado dinero en música, dice. Y ella piensa: Quiero un whisky, antes quiero un whisky. ¿Donde está el servicio?, le pregunta. Él no se conforma con indicarle la puerta, va hasta allá y se la abre; extiende el brazo como si la estuviera invitantdo a entrar. Sobre la repisa de la bañera hay unos botes de cristal con sales de baño rosas y cápsulas de aceites aromáticos, son redondas y de color azul claro. Las toallas, también de color pastel, forman ordenadas pilas sobre el estante y están clasificadas por tamaños. Hace pis y se lava concienzudamente la entrepierna con papel higiénico humedecido. El suelo está impecable, no ve ni un pelo ni una pelusa y tampoco descubre nada al arrodillarse para mirar debajo del banco. En el estante bajo el espejo ve laca para el pelo y crema hidratante. Cuando vuelve al salón, el tipo ha puesto un CD, ella le pregunta qué está sonando, pero nunca ha oído hablar de esa música y le disgusta inmensamente. En la pared cuelga un diploma, el papel gastado y descolorido es de un color verde menta con letras negras. Lee: mil novecientos setenta y nueve, aparece el nombre de él, tercer premio en una carrera sobre esquís. Gané a mi hermano, le dice el tipo, siempre competíamos por todo. él era mayor y siempre salía mejor parado que yo en todas las cosas. Le caía mejor a la gente, sacaba mejores notas en el colegio y, por lo general, se le daban mejor los deportes. Pero en aquella ocasión gané yo. Alza la mano en dirección al diploma. Ese día mi hermano estaba constipado y llegó el quinto, dice moviendo algo sobre la mesa del sofá. También tenía más suerte con las chicas, continúa. Yo le odiaba. Se acerca a ella, en la mano lleva un cuenco con una cucharilla, dentro hay algo reseco y de color marrón, tal vez sea pudding de chocolate. Cuando se murió sentí que no le odiaba tanto, prosigue, pero tampoco me afectó demasiado que se muriera. Se dirige a la cocina y, antes de volver, ella le oye dejar el cuenco sobre la encimera de acero. ¿Cuándo murió tu hermano?, le pregunta. En abril, responde él. Se acerca al sofá y empieza a ordenar sistemáticamente los almohadones: comienza por un extremo y va colocando uno a uno los cojines cuadrados; luego se va al baño. Ella duda si sentarse en el sofá, pero decide esperar un poco y se queda de pie mirando los CD's. El tipo vuelve tan rápido que a ella se le escapa un: ¿Ya has meado? Él pasa de largo y se coloca al otro lado de ella. Mi hermano tenía ungusto horroroso para la música, dice, pero nunca lo admitía. Yo toqué en un grupo durante algunos años, pero ya lo he dejado. En el estante entre los CD's hay una fotografía enmarcada entre dos cristales, está apoyada contra un candelabro de latón. Tres niños escuálidos, con los rostros pálidos y los brazos y las piernas extrañamente retorcidos, están tumbados boca a rriba sobre una manta. El de en medio es mi hijo, dice. Tiene parálisis cerebral. Vive en Tromso y hace ocho meses que no lo veo. Cuando nos veamos me reconocerá. Coloca dos vasos sobre la mesa del sofá. ¿Quieres coca-cola?, pregunta. Ella responde que sí, que gracias, y se sienta en el sofá. Él trae de la cocina una botella de litro y medi de coca-cola que está medio llena, suego se sienta en un sillón. Llena los vasos y le pasa uno a ella por encima de la mesa, alza el otro y, aunque no bebe, lo sostiene en la mano mientras mira de frente. En una pared hay una puerta cerrada. ¿Qué hay ahí dentro?, pregunta ella señalando la puerta. Es el cuarto de mi hermana, es la respuesta, vivimos juntos. Ahora no esa en casa. ¿Cuándo vuelve?, pregunta ella. No vuelve hasta mañana, responde él. Entonces entiendo mejor lo de la laca y la crema hidratante en el cuarto de baño, dice ella sonriendo. A mi no me van los rollos de una noche, le dice el tipo, me gusta más conocer a las chicas antes de acostarme con ellas. Ella lo mira, no dice nada. Si a ti no te importa, prosigue él, preferriría que no nos acostáramos. No la mira al decrilo. Por supuesto, responde ella, yo tampoco había pensado... Ya, replica él, pero por mí te puedes quedar a dormir. Ella asiente con la cabeza, le sonríe y pega un trago a la coca-cola. Me gusta hablar contigo, continúa el tipo sonriendo, y además eres guapa. Se bebe todo el vaso de un trago y lo deja sobre la mesa. Por el modo como inclina la barbilla contra el pecho y abre la boca, ella entiende que está eructando silenciosamente.

Wenceslao Fernández Flórez - "La fraga de Cecebre"

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Este cuento pertenece, al igual que éste, a "El bosque animado", una obra que, como ocurre con las "Crónicas marcianas" de Bradbury o con "Una tumba para Boris Davidovich" de Danilo Kis, suele ser presentada como una novela cuando en realidad es una colección de relatos cortos intimamente relacionados. El protagonista y denominador común de la obra de Flórez es el bosque, la fraga de Cecebre.

La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala. Es toda vida: una legua, dos leguas de vida entretejida, cardada, sin agujeros, como una manta fuerte y nueva, de tanto espesor como el que puede medirse desde lo hondo de la guarida del raposo hasta la punta del pino más alto. ¡Señor, si no veis más que vida en torno! Donde fijáis vuestra mirada divisáis ramas estremecidas, troncos recios, verdor; donde fijáis vuestro pie dobláis hierbas que después procuran reincorporarse con el apocado esfuerzo doloroso de hombrecillos desriñonados; donde llevéis vuestra presencia habrá un sobresalto más o menos perceptible de seres que huyen entre el follaje, de alimañas que se refugian en el tojal, de insectos que se deslizan entre vuestros zapatos, con la prisa de todas sus patitas entorpecidas por los obstáculos de aquella selva virgen que para ellos representan los musgos, las zarzas, los brezos, los helechos. El corazón de la tierra siente sobre sí este hervor y este abrigo, y se regocija.
La fraga es un ser hecho de muchos seres. (¿No son también seres nuestras células?) Esa vaga emoción, ese afán de volver la cabeza, esa tentación —tantas veces obedecida— de detenernos a escuchar no sabemos qué, cuando cruzamos entre su luz verdosa, nacen de que el alma de la fraga nos ha envuelto y roza nuestra alma, tan suave, tan levemente corno el humo puede rozar el aire al subir, y lo que en nosotros hay de primitivo, de ligado a una vida ancestral olvidada, lo que hay de animal encorvado, lo que hay de raíz de árbol, lo que hay de rama y de flor y de fruto, y de araña que acecha y de insecto que escapa del monstruoso enemigo tropezando en la tierra, lo que hay de tierra misma, tan viejo, tan oculto, se remueve y se asoma porque oye un idioma que él habló alguna vez y siente que es la llamada de lo fraterno, de una esencia común a todas las vidas.
—¡Espera —nos pide—; déjame escuchar aún, y entenderé!
¡Mas está tan lejano aquel recuerdo…! Seguimos nuestra marcha entre la luz verdosa, y al salir bajo el sol, pensamos: «Algo extraño ocurrió; como si intentasen hablarnos y se arrepintiesen».
Nadie puede decir exactamente por qué, y hasta quizá lo negaría, pero todos los espíritus sienten una turbación cuando les envuelve la fraga; los niños no pasan de sus linderos, las muchachas la atraviesan con un recelo palpitante porque se acuerdan por la noche de ese fantasma alto, alto y blanco, blanco, que es la Estadea, y por el día, del sátiro al que los poetas han hecho funerales desde que nadie volvió a verle en las montañas polvorientas de Grecia ni en las florestas de Italia, pero que vive misteriosamente refugiado —con el extraño nombre de Rabeno— en las umbrías de Galicia, sin más cronistas que las viejas y las mozas que hablan de él entre risas y miedos, en la penumbra de la cocina donde arden el tojo y el brezo y las ramas de roble vestidas de musgo gris. Cuando los hombres que van a la feria de Cambre atraviesan la honda corredoira, piensan que es una buena y fanfarrona compañía el ruido que hacen en los guijarros las herraduras de sus caballejos menudos, omnívoros y despeinados, de color guinda en aguardiente, que no galopan nunca, pero no se cansan jamás. Y el señor del pazo, si pasea lentamente por los asombrados veriles, se acuerda de que escribió algunos versos en su juventud, y otras veces medita sin amargura en la muerte.
La fraga es ella misma un ser compuesto de muchos seres. Como la ciudad. Pero es más varia que la ciudad, porque en la ciudad el hombre lo es todo y su carácter se imprime hasta el panorama urbano, y en la fraga el hombre resulta apenas un detalle del que se puede prescindir. Hasta no es muy seguro que el hombre sea también en la fraga la conciencia de la naturaleza, porque cuando el lagarto se queda inmóvil, como una joya verde y añil abandonada sobre una roca, o la urraca se detiene en un árbol a mirar con sus ojos pequeñitos los charcos que brillan y las hojas que tiemblan, o el penacho apretado y tierno de un pino de cuatro años se asoma sobre el tojo, podría jurarse que de alguna manera sienten en su sangre o en su savia la dulzura, el misterio y el encanto de aquel lugar.
Éste es el libro de la fraga de Cecebre.
San Salvador de Cecebre es una parroquia de Galicia, rugosa, frondosa y amena. Para representar gráficamente su suelo bastaría entrecruzar los dedos de ambas manos, que así se entrecruzan sus montes, todos verdes y de pendientes suaves. Ni llanuras ni tierras ociosas. Gente honesta que no desdeña ni el vino nuevo ni las costumbres antiguas, y cuyo vago amor a lo extraordinario les impele a buscar en el Santoral los nombres que juzgan más infrecuentes o más bellos al bautizar a sus hijos. Parece que está en el fin del mundo, pero en los días de noroeste el aullido de las sirenas de los transatlánticos que anclan en La Corana llega hasta allí, salvando quince kilómetros, y aviva en el alma de los labriegos esa ansia de irse que empujó a los celtas por toda Europa en siglos de penumbra, y los reparte hoy por ambos hemisferios.
En el idioma de Castilla, fraga quiere decir breñal, lugar escabroso poblado de maleza y de peñas. Pero tal interpretación os desorientaría, porque fraga, en la lengua gallega, significa bosque inculto, entregado a sí mismo, en el que se mezclan variadas especies de árboles. Si fuese sólo de pinos o sólo de castaños o sólo de robles, sería un bosque, pero ya no sería una fraga.
Cuando un hombre consigue llevar a la fraga un alma atenta, vertida hacia fuera, en estado —aunque transitorio— de novedad, se entera de muchas historias. No hay que hacer otra cosa que mirar y escuchar, con aquella ternura y aquella emoción y aquel afán y aquel miedo de saber que hay en el espíritu de los niños. Entonces se comprende que existe otra alma allí, infinitas almas; que está animado el bosque entero; almas infantiles también, pequeñitas y variadas, como mariposas, y que se entienden, sin hablar, con la nuestra, como se entienden entre sí los niños pequeñitos que tampoco saben hablar. Pero los hombres suelen llevar rayada ya —como un disco gramofónico— la superficie endurecida de su ánimo, con sus lecturas y sus meditaciones, con sus placeres y sus ocupaciones, con sus cariños y sus aborrecimientos. Y van de aquí para allá, pero siempre suenan lo mismo, como sonaría el disco en aparatos diversos, y ellos no pueden escuchar nunca más que la propia voz de su vida ya cuajada. Es en vano que pasen de la montaña al mar o de las calles asfaltadas a los senderillos aldeanos, porque la aguja de cualquier emoción correrá fatalmente por las rayitas de su alegría o de su desgracia y sonará la canción de siempre. Si esos hombres se asoman a la fraga, piensan que el aire es bueno de respirar, o en cuánto dinero producirá la madera, o en la dulzura de pasear entre la sombra verde con su amada, o en devorar una comida sobre el musgo, cerca del manantial donde pondrían a refrescar las botellas. Nada más pensarían, y en nada de ello estaría la fraga, sino ellos. ¡Triste obsesión que hace tan pequeños los horizontes de la vida como el redondel de un disco! ¡Yo, yo, yo!, va raspando la aguja hasta ese final que copia tan bien los estertores humanos.
Éste es el libro de la fraga de Cecebre. Si alguno de esos hombres llega a hojearlo, ¿podrá encontrar la ternura un poco infantil necesaria para gustar sus historias?
Pero también hubo en la fraga un personaje solemne, con alma desdeñosa y seca.
Veréis:
Los árboles tienen sus luchas. Los mayores asombran a los pequeños, que crecen entonces con prisa para hacerse pronto dueños de su ración de sol, y al esparcir las raíces bajo la tierra, hay algunos quizá demasiado codiciosos que estorban a los demás en su legítimo empeño de alimentarse. Pero entre todos los seres vivos de la fraga son los más pacíficos, los más bondadosos, los que poseen un alma más sencilla e ingenua. Conviene saber que carecen absolutamente de vanidad. Nacen en cualquier parte e ignoran que sólo por el hecho de crecer allí, aquel lugar queda embellecido. No se aburren nunca porque no miran a la tierra, sino al cielo, y el cielo cambia tanto, según las horas y según las nubes, que jamás es igual a sí mismo. Cuando los hombres buscan la diversidad, viajan. Los árboles satisfacen ese afán sin moverse. Es la diversidad la que se aviene a pasar incesantemente sobre sus copas.
Ellos son también la diversidad. Como quiera que se agrupen, siempre forman un conjunto armonioso, y hasta los que nacen aislados en la campiña o sobre los cerros parecen tener una profunda significación que emociona el espíritu. Si los troncos son rectos, nos impresiona su esbeltez; si torcidos y atormentados, no deja de haber en ellos una sugerida belleza, algo que los humaniza, ante nuestros ojos. Según avanzamos por un bosque, la alineación de sus árboles, el perfil del ramaje, el artesonado de las hojas cambia y el panorama se renueva incesantemente con perspectivas en que las formas se conjugan en modos infinitos, como los hombres no han acertado a conseguir ni en el más complicado y fastuoso de los bailes.
La Desgracia —que conoce todos los caminos del mundo— pone también, a veces, sus lentos pies en los senderos del bosque. Es cuando acuden los leñadores con sus hachas de largo mango, o cuando el furioso vendaval apoya su espalda en la tupida fronda y empuja hasta sentir el crujido mortal del tronco, o cuando el ascua desprendida de una locomotora hace nacer entre la hierba seca una lengüecilla roja que después se multiplica y crece y corre y se eleva hasta colgarse de las ramas que se retuercen y chisporrotean y abaten. Pero todo esto es infrecuente y la calma feliz es la habitual moradora de la fraga.
Los árboles ejercitan distracciones, tan inocentes como ellos mismos, que no conocen el mal. Especialmente les gusta cantar, y cantan en coro las pocas canciones que han logrado componer. Como todas las plantas, aman intensamente el agua y a ensalzarla dedican sus mejores sinfonías, que son dos y las podéis oír en todos los bosques del mundo: una imita el ruido de la lluvia sobre el ramaje y la otra copia el rumor de un mar lejano. Alguna vez, en la penumbra de una arboleda, os habrá sorprendido el son de un aguacero que, distante al principio, va acercándose hasta pasar sobre vuestra cabeza; miráis al cielo por los intersticios del verdor, y está limpio y azul: ni una gota desciende a humedecer la tierra, pero el sonido continúa y se aleja y vuelve… Si entonces observáis las ramas, veréis hojas estremecidas como la garganta de un cantor. Los árboles han iniciado su orfeón. ¿Cuál de ellos ha comenzado? ¿Es aquella alta copa, visible sobre todas las sumidades, la que marca el compás y dirige el coro con su casi imperceptible balanceo? Los hombres no podemos adivinarlo. Otras veces se hace audible en el bosque el fragor —muy remoto— de un mar embravecido, el rodar de las olas desmelenadas y su choque sonoro contra los arrecifes. Juraríais que el océano abre sus llanuras poco más allá de la floresta, y sin embargo os separan de él muchos kilómetros; pero los pinos rodenos que viven en los acantilados han aprendido su canción y se la enseñaron a los demás árboles. Tan bien la saben que no falta ni el silbido del viento en las cuerdas de los navíos ni el correr del agua por la playa, que evoca el rasgarse de una tela sedosa.
Un día llegaron unos hombres a la fraga de Cecebre, abrieron un agujero, clavaron un poste y lo aseguraron apisonando guijarros y tierra a su alrededor. Subieron luego por él, prendiéronle varios hilos metálicos y se marcharon para continuar el tendido de la línea.
Las plantas que había en torno del reciente huésped de la fraga permanecieron durante varios días cohibidas con su presencia, porque ya se ha dicho que su timidez es muy grande. Al fin, la que estaba más cerca de él, que era un pino alto, alto, recio y recto, dijo:
—Han plantado un nuevo árbol en la fraga.
Y la noticia, propagada por las hojas del eucalipto que rozaban al pino, y por las del castaño que rozaban al eucalipto, y por las del roble que tocaban las del castaño, y las del abedul que se mezclaban con las del roble, se extendió por toda la espesura. Los troncos más elevados miraban por encima de las copas de los demás, y cuando el viento separaba la fronda, los más apartados se asomaban para mirar.
—¿Cómo es? ¿Cómo es?
—Pues es —dijo el pino— de una especie muy rara. Tiene el tronco negro hasta más de una vara sobre la tierra, y después parece de un blanco grisáceo. Resulta muy elegante.
—¡Es muy elegante, muy elegante! —transmitieron unas hojas a otras.
—Sus frutos —continuó el pino fijándose en los aisladores— son blancos como las piedras de cuarzo y más lisos y más brillantes que las hojas del acebo.
Dejó que la noticia llegase a los confines de la fraga y siguió:
—Sus ramas son delgadísimas y tan largas que no puedo ver dónde terminan. Ocho se extienden hacia donde el sol nace y ocho hacia donde el sol muere. Ni se tuercen ni se desmayan, y es imposible distinguir en ellas un nudo, ni una hoja ni un brote. Pienso que quizá no sea ésta su época de retoñar, pero no lo sé. Nunca vi un árbol parecido.
Todas las plantas del bosque comentaron al nuevo vecino y convinieron en que debía de tratarse de un ejemplar muy importante. Una zarza que se apresuró a enroscarse en él declaró que en su interior se escuchaban vibraciones, algo así como un timbre que sonase a gran distancia, como un temblor metálico del que no era capaz de dar una descripción más precisa porque no había oído nada semejante en los demás troncos a los que se había arrimado. Y esto aumentó el respeto en los otros árboles y el orgullo de tenerlo entre ellos.
Ninguno se atrevía a dirigirse a él, y él, tieso, rígido, no parecía haber notado las presencias ajenas. Pero una tarde de mayo el pino alto, recio y recto se decidió… sin saber como. Su tronco era magnífico y valía muy bien veinte duros, aunque él ni siquiera lo sospechaba y acaso, de saberlo, tampoco cambiase su carácter humilde y sencillo. El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar.
Como estaba contenta y en la plenitud de su vigor, prefirió de su repertorio una canción burlesca: la que copia el atenuado fragor del tren cuando avanza, todavía muy lejos, entre los pinares de Guísamo. Es la que más divierte a los árboles, porque lo imitan tan bien que muchos aldeanos que pasan por las veredas se dan a correr al escucharla, creyendo que el convoy está próximo y que les será difícil alcanzarlo. Con esto los árboles gozan como niños traviesos.
El pino, cantando en sordina entre los largos dientes de sus hojas, tenía un papel principal en el coro del bosque y merecía la fama de dominar la onomatopeya. Su propia felicidad, el alborozo pueril de aquella diablura, le movió a decirle al poste:
—¿No quiere usted cantar con nosotros?
El poste no contestó.
—Seguramente —insistió el pino, inclinando su copa en una cortesía— su voz es delicada y armoniosa, y a todos nos agradará que se una a las nuestras.
El poste silbó malhumorado.
—¿Y a qué viene eso? ¿Qué cantan ustedes?
—Imitamos a un tren remoto.
—¿Y para qué? ¿Son ustedes el tren?
—No —reconoció el pino, avergonzado.
—Entonces, ¿qué pretenden con esa mixtificación? Y ya que usted me interpela, le diré que no encuentro seria su conducta.
—¿Quizá le agrada más la canción de la lluvia?
—No.
—¿Acaso la canción del mar?
—Ninguna de ellas. Éste es un bosque sin formalidad ¿Quién podría creer que árboles tan talludos pasasen el tiempo cantando como ranas? Yo no canto nunca, susurro apenas. Si ustedes acercasen a mí sus oídos, escucharían el murmullo de una conversación, porque a través de mí pasan las conversaciones de los hombres. Eso si que es maravilloso. Sepan que vivo consagrado a la ciencia y que yo mismo soy ciencia y que todo lo que ustedes hacer a mi alrededor lo reputo como bagatela y sensiblería, si alguna vez me digno abandonar mis abstracciones y reparar en ello.
La opinión del poste pronto fue conocida en toda la fraga y ya no se atrevieron a entregarse a aquel entretenimiento que el árbol extraño y solemne, de ramas de alambre, acusaba de frivolidad. Llegó el verano y los pájaros se hicieron entre la fronda tan numerosos como las mismas hojas. El eucalipto, que era más alto que el pino y que los más viejos árboles, daba albergue a una pareja de cuervos y estaba orgulloso de haber sido elegido, porque esas aves buscan siempre los cúlmenes muy elevados y de acceso difícil. Un día en que su esencia se evaporaba al fuerte sol con tanta abundancia que todo el bosque olía a eucalipto, se decidió a conversar con el poste y le dijo:
—He notado que no adoptó usted ningún nido, señor. Quizá porque no conoce aún a los pájaros que aquí viven y no ha hecho su elección. Me gustaría orientarle, pues supongo que usted sostendría un nido con agrado. Nos convierten en algo así como un regazo maternal. Yo alojo a unos cuervos. No molestan, pero confieso que son poco decorativos. Quisiera recomendarle a usted las oropéndolas. Ya habrá visto que hay oropéndolas en Cecebre. Pues bien, cuelgan sus nidos con tanta belleza y originalidad que no desmerecerían de las que a usted le ennoblecen.
El poste crujió:
—¿Para qué quiero yo sostener nidos de pájaros y soportar sus arrullos y aguantar su prole? ¿Me ha tomado usted por una nodriza? ¿Cree que soy capaz de alcahuetear amoríos? Puesto que usted me habla de ello, le diré que repruebo esa debilidad que induce a los árboles de este bosque a servir de hospederos a tantas avecillas inútiles que no alcanzan más que a gorjear. Sepa de una vez para siempre que no se atreverán a faltarme al respeto amasando sobre mí briznas de barro. Los pájaros que yo soporto son de vidrio o de porcelana, y no les hace falta plumaje de colorines, ni lanzarán un trino por nada del mundo. ¿Cómo podría yo servir a la civilización y al progreso si perdiese tiempo con la cría de pajaritos?
Estas palabras circularon en seguida por la fraga, y los árboles hicieron lo posible para desprenderse de los nidos y para ahogar entre sus hojas el charloteo de los huéspedes alados que iban a posarse en las ramas.
Sobre el tronco del pino resbalaron una vez diáfanas gotas de resina que quedaron allí, inmovilizadas, como una larga sarta de brillantes. De ellas arrancaba el sol destellos de los siete colores, y el pino estaba satisfecho de ser —tan esbelto, tan oloroso y tan enjoyado— una maravilla viviente.
—¿Se ha fijado usted en mis collares? —se atrevió a preguntar al vecino.
—Sí —aprobó esta vez el poste—; claro que usted llama collares a lo que no son más que gotas de resina. Pero la resina es buena: es aisladora (el pino ignoraba de qué), y es más digno producirla que dedicarse a dar castañas, como ese árbol gordo que está detrás de usted. Cierto es que, por muchos esfuerzos que usted haga, no conseguirá crear un aislador tan bueno como los míos, pero algo es algo. Le aconsejo que se deje dar unos cortes en el tronco, a un metro del suelo, y así segregará más resina.
—¿No será muy debilitante? —temió, estremeciéndose el pino.
—Naturalmente, debilita mucho, pero resulta más serio. No crea usted que eso se opone a hacer una buena carrera.
—¡Ah! —exclamó el árbol, que seguía sin entender.
—Hasta la favorece, si se me apura. Conocí varios pinos que fueron sangrados abundantemente, que trabajaron desde su edad adulta para la Resinera Española. Y ahí los tiene usted ahora con muy buenos puestos en la línea telegráfica del Norte, dedicados también a la ciencia.
Aquel año los vendavales de invierno fueron prolongados y duros. Durante varios días seguidos los árboles no conocieron el reposo. Incesantemente encorvados, cabeceando y retorciéndose, llenaban el bosque de ruido siniestro de sus crujidos y del batir de sus ramas. Les era imposible descansar de tan violento ejercicio y sus hojas secas, arrebatadas por el huracán, parecían llevar demandas de socorro. Temblaban desde las raíces hasta las más débiles ramas, y el viento no se compadecía. A la tercera noche, un cedro no pudo más y se desplomó, roto. Las ramas de algunos compañeros próximos intentaron sostenerlo, pero estaban cansadas también y se quebraron y dejaron resbalar hasta el suelo al bello gigante, con un golpe que resonó más allá de la fraga. Todo fue duelo. El hueco que deja en un bosque un árbol añoso es tan entristecedor y tan visible como el que deja un muerto en su hogar. Únicamente el poste pareció alegrarse.
—Al fin se decidió a cumplir su destino —declaró—. Ahora podrán hacerse de él muy hermosas puertas, que es para lo que había nacido; no para esconder gorriones y para tararear tonterías. Y ustedes aprendan de él. ¿Qué hace ahí ese nogal? Otros muchos más jóvenes he tratado yo cuando se estaban convirtiendo en mesas de comedor y en tresillos para gabinete. ¿Y aquel castaño gordo, tan pomposo y tan inútil? ¿A qué espera para dar de sí varios aparadores? ¡Pues me parece a mí que ya es tiempo de que tenga juicio y piense en trabajar gravemente! ¡Vaya una fraga ésta! ¡No hay quien la resista! Si yo no estuviese absorto en mis labores técnicas, no podría vivir aquí.
Los pareceres de aquel vecino tan raro y solemne influyeron profundamente en los árboles. Las mimbreras se jactaban de tener parentesco con él porque sus finas y rectas varillas semejábanse algo a los alambres; el castaño dejó secar sus hojas porque se avergonzaba de ser tan frondoso; distintos árboles consintieron en morir para comenzar a ser serios y útiles, y todo el bosque, grave y entristecido, parecía enfermo, hasta el punto de que los pájaros no lo preferían ya como morada.
Pasado cierto tiempo, volvieron al lugar unos hombres muy semejantes a los que habían traído el poste; lo examinaron, lo golpearon con unas herramientas, comprobaron la fofez de la madera carcomida por larvas de insectos, y lo derribaron. Tan minado estaba, que al caer se rompió.
El bosque hallábase conmovido por aquel tremendo acontecimiento. La curiosidad era tan intensa que la savia corría con mayor prisa. Quizá ahora pudieran conocer, por los dibujos del leño, la especie a que pertenecía aquel ser respetable, austero y caviloso.
—¡Mira e infórmanos! —rogaron los árboles al pino.
Y el pino miró.
—¿Qué tenía dentro?
Y el pino dijo:
—Polilla.
—¿Qué más?
Y el pino miró de nuevo:
—Polvo.
—¿Qué más?
Y el pino anunció, dejando de mirar:
—Muerte. Ya estaba muerto. Siempre estuvo muerto.
Aquel día el bosque, decepcionado, calló. Al siguiente entonó la alegre canción en que imita a la presa del molino. Los pájaros volvieron. Ningún árbol tornó a pensar en convertirse en sillas y en trincheros. La fraga recuperó de golpe su alma ingenua, en la que toda la ciencia consiste en saber que de cuanto se puede ver, hacer o pensar sobre la tierra, lo más prodigioso, lo más profundo, lo más grave es esto: vivir.

James Joyce - "Las hermanas"

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No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de
pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.
El viejo Cotter estaba sentado junto al fuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientras mi tía me servía mi potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:
—No, yo no diría que era exactamente... pero había en él algo raro... misterioso. Le voy a dar mi opinión.
Empezó a tirar de su pipa, sin duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.
—Yo tengo mi teoría —dijo—. Creo que era uno de esos... casos... raros... Pero es difícil decir...
Sin exponer su teoría comenzó a chupar su pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavaba la vista y me dijo:
—Bueno, creo que te apenará saber que se te ha ido el amigo.
—¿Quién? —dije.
—El padre Flynn.
—¿Se ha muerto?
—El señor Cotter nos lo acaba de decir aquí. Pasaba por allí.
Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si nada. Mi tío le daba explicaciones al viejo Cotter.
—Acá el jovencito y él eran grandes amigos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, para que vea; y dicen que tenía puestas muchas esperanzas en éste.
—Que Dios se apiade de su alma —dijo mi tía, piadosa.
El viejo Cotter me miró durante un rato. Sentí que sus ojos de azabache me examinaban, pero no le di el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió, maleducado, dentro de la parrilla.
—No me gustaría nada que un hijo mío —dijo— tuviera mucho que ver con un hombre así.
—¿Qué quiere usted decir con eso, señor Cotter? —preguntó mi tía.
—Lo que quiero decir —dijo el viejo Cotter— es que todo eso es muy malo para los muchachos. Esto es lo que pienso: dejen que los muchachos anden para arriba y para abajo con otros muchachos de su edad y no que resulten... ¿No es cierto, Jack?
—Ese es mi lema también —dijo mi tío—. Hay que aprender a manejárse solo.
Siempre lo estoy diciendo aquí a este Rosacruz: haz ejercicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete, cada mañana de mi vida, fuera invierno o verano, me daba un baño de agua helada! Y eso es lo que me conserva como me conservo. Esto de la instrucción está muy bien y todo... A lo mejor aquí el señor Cotter quiere un poco de esa pierna de cordero — agregó a mi tía.
—No, no, para mí, nada —dijo el viejo Cotter.
Mi tía sacó el plato de la despensa y lo puso en la mesa.
—Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter, que eso no es bueno para los niños? — preguntó ella.
—Es malo para estas criaturas —dijo el viejo Cotter— porque sus mentes son muy impresionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted, les hace un efecto...
Me llené la boca con potaje por miedo a dejar escapar mi furia. ¡Viejo metomentodo, nariz de pimentón!
Era ya tarde cuando me quedé dormido. Aunque estaba furioso con Cotter por haberme tildado de criatura, me rompí la cabeza tratando de adivinar qué quería él decir con sus frases inconclusas. Me imaginé que veía la pesada cara grisácea del paralítico en la oscuridad del cuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y traté de pensar en las Navidades. Pero la cara grisácea me perseguía a todas partes. Murmuraba algo; y comprendí que quería confesarme cosas. Sentí que mi alma reculaba hacia regiones gratas y perversas; y de nuevo lo encontré allí, esperándome. Empezó a confesarse en murmullos y me pregunté por qué sonreía siempre y por qué sus labios estaban húmedos de saliva. Fue entonces cuando recordé que había muerto de parálisis y sentí que también yo sonreía suavemente, como si lo absolviera de un pecado simoniaco.
A la mañana siguiente, después del desayuno, me llegué hasta la casita de la Calle Gran Bretaña. Era una tienda sin pretensiones bajo el vago nombre de Tapicería. La tapicería consistía mayormente en botines para niños y paraguas; y en días corrientes había un cartel en el escaparate que decía: Se Forran Paraguas. Ningún letrero era visible ahora porque habían bajado el cierre. Había un crespón atado al llamador con una cinta. Dos señoras pobres y un mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosida al crespón. Yo también me acerqué para leerla.
1 de Julio de 1895
El Reverendo James Flynn (que perteneció a la parroquia de la Iglesia de Santa Catalina, en la calle Meath) de sesenta y cinco años de edad, ha fallecido.
R. I. P.
Leer el letrero me convenció de que se había muerto y me perturbó darme cuenta de que tuve que contenerme. De no estar muerto, habría entrado directamente al cuartito oscuro en la trastienda, para encontrarlo sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de su chaquetón. A lo mejor mi tía me habría entregado un paquete de High Toast para dárselo y este regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quien tenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra, ya que sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin que derramara por lo menos la mitad. Incluso cuando se llevaba las largas manos temblorosas a la nariz, nubes de polvo de rapé se escurrían entre sus dedos para caerle en la pechera del abrigo. Debían ser estas constantes lluvias de rapé lo que daba a sus viejas vestiduras religiosas su color verde desvaído, ya que el pañuelo rojo, renegrido como estaba siempre por las manchas de rapé de la semana, con que trataba de barrer la picadura que caía, resultaba ineficaz.
Quise entrar a verlo, pero no tuve valor para llamar. Me fui caminando lentamente a lo largo de la calle soleada, leyendo los carteles en las vitrinas de las tiendas mientras me alejaba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estuviéramos de luto y hasta me molestó descubrir dentro de mí una sensación de libertad, como si me hubiera librado de algo con su muerte. Me asombró que fuera así porque, como bien dijera mi tío la noche antes, él me enseñó muchas cosas. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me enseñó a pronunciar el latín correctamente. Me contaba cuentos de las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicó el sentido de las diferentes ceremonias de la misa y de las diversas vestiduras que debe llevar el sacerdote. A veces se divertía haciéndome preguntas difíciles, preguntándome lo que había que hacer en ciertas circunstancias o si tales o cuales pecados eran mortales o veniales o tan sólo imperfecciones. Sus preguntas me mostraron lo complejas y misteriosas que son ciertas instituciones de la Iglesia que yo siempre había visto como la cosa más simple. Los deberes del sacerdote con la eucaristía y con el secreto de confesión me parecieron tan graves que me preguntaba cómo podía alguien encontrarse con valor para oficiar; y no me sorprendió cuando me dijo que los Padres de la Iglesia habían escrito libros tan gruesos como la Guía de Teléfonos y con letra tan menuda como la de los edictos publicados en los periódicos, elucidando éstas y otras cuestiones intrincadas. A menudo, cuando pensaba en todo ello, no podía explicármelo, o le daba una explicación tonta o vacilante, ante la cual solía él sonreír y asentir con la cabeza dos o tres veces seguidas. A veces me hacía repetir los responsos de la misa, que me obligaba a aprenderme de memoria; y mientras yo parloteaba, él sonreía meditabundo y asentía. De vez en cuando se echaba alternativamente polvo de rapé por cada hoyo de la nariz. Cuando sonreía solía dejar al descubierto sus grandes dientes descoloridos y dejaba caer la lengua sobre el labio inferior —costumbre que me tuvo molesto siempre, al principio de nuestra relación, antes de conocerlo bien.
Al caminar solo al sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de recordar qué ocurría después en mi sueño. Recordé que había visto cortinas de terciopelo y una lámpara colgante de las antiguas. Tenía la impresión de haber estado muy lejos, en tierra de costumbres extrañas. "En Persia", pensé... Pero no pude recordar el final de mi sueño.
Por la tarde, mi tía me llevó con ella al velorio. Ya el sol se había puesto; pero en las casas orientadas al poniente los cristales de las ventanas reflejaban el oro viejo de un gran banco de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor; y como no habría sido de buen tono saludarla a gritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la mano. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y, al asentir mi tía, procedió a subir trabajosamente las estrechas escaleras delante de nosotros, su cabeza baja sobresaliendo apenas por encima del pasamanos. Se detuvo en el primer rellano y con un ademán nos alentó a que entráramos por la puerta que se abría hacia el velatorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, comenzó a conminarme repetidas veces con su mano.
Entré de puntillas. A través de los encajes bajos de las cortinas entraba una luz crepuscular dorada que bañaba el cuarto y en la que las velas parecían una débil llamita. Lo habían metido en la caja. Nannie se adelantó y los tres nos arrodillamos al pie de la cama. Hice como si rezara, pero no podía concentrarme porque los murmullos de la vieja me distraían. Noté que su falda estaba recogida detrás torpemente y cómo los talones de sus botas de trapo estaban todos torcidos hacia un lado. Se me ocurrió que el viejo cura debía estarse riendo tendido en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahí estaba solemne y excesivo en sus vestiduras de oficiar, con sus largas manos sosteniendo fláccidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta, gris y grande, rodeada de ralas canas y con negras y cavernosas fosas nasales. Había una peste potente en el cuarto: las flores.
Nos persignamos y salimos. En el cuartito de abajo encontramos a Eliza sentada tiesa en el sillón que era de él. Me encaminé hacia mi silla de siempre en el rincón, mientras Nannie fue al aparador y sacó una botella de jerez y copas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a beber. A ruego de su hermana, echó el jerez de la botella en las copas y luego nos las pasó. Insistió en que cogiera galletas, pero rehusé porque pensé que iba a hacer ruido al comerlas. Pareció decepcionarse un poco ante mi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sentó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todos mirábamos a la chimenea vacía.
Mi tía esperó a que Eliza suspirara para decir:
—Ah, pues ha pasado a mejor vida.
Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo de su copa antes de tomar un sorbito.
—Y él... ¿tranquilo? —preguntó.
—Oh, sí, señora, muy apaciblemente —dijo Eliza—. No se supo cuándo exhaló el último suspiro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea el Santísimo.
—¿Y en cuanto a lo demás...?
—El padre O'Rourke estuvo a visitarlo el martes y le dio la extremaunción y lo preparó y todo lo demás.
—¿Sabía entonces?
—Estaba muy conforme.
—Se le ve muy conforme —dijo mi tía.
—Exactamente eso dijo la mujer que vino a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera durmiendo, de lo conforme y tranquilo que se veía. Quién se iba a imaginar que de muerto se vería tan agraciado.
—Pues es verdad —dijo mi tía. Bebió un poco más de su copa y dijo:
—Bueno, señorita Flynn, debe de ser para usted un gran consuelo saber que hicieron por él todo lo que pudieron. Debo decir que ustedes dos fueron muy buenas con el difunto.
Eliza se alisó el vestido en las rodillas.
—¡Pobre James! —dijo—. Sólo Dios sabe que hicimos todo lo posible con lo pobres que somos... pero no podíamos ver que tuviera necesidad de nada mientras pasaba lo suyo.
Nannie había apoyado la cabeza contra el cojín y parecía a punto de dormirse.
—Así está la pobre Nannie —dijo Eliza, mirándola—, que no se puede tener en pie.
Con todo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo a la mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego el ataúd y luego arreglar lo de la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sé cómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quien trajo todas esas flores y los dos cirios de la capilla y escribió la nota para insertarla en el Freeman's General y se encargó de los papeles del cementerio y lo del seguro del pobre James y todo.
—¿No es verdad que se portó bien? —dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.
—Ah, no hay amigos como los viejos amigos —dijo.
—Pues es verdad —dijo mi tía—. Y segura estoy que, ahora que recibió su recompensa eterna, no las olvidará a ustedes y lo buenas que fueron con él.
—¡Ay, pobre James! —dijo Eliza—. Si no nos daba ningún trabajo el pobrecito. No se le oía por la casa más de lo que se le oye en este instante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, es que...
—Le vendrán a echar de menos cuando pase todo —dijo mi tía.
—Ya lo sé —dijo Eliza—. No le traeré más su taza de caldo de carne al cuarto, ni usted, señora, le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!
Se calló como si estuviera en comunión con el pasado y luego dijo vivazmente:
—Para que vea, ya me parecía que algo extraño se le venía encima en los últimos tiempos. Cada vez que le traía su sopa me lo encontraba ahí, con su breviario por el suelo y tumbado en su silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció la frente; después, siguió:
—Pero con todo, todavía seguía diciendo que antes de terminar el verano, un día que hiciera buen tiempo, se daría una vuelta para ver otra vez la vieja casa en Irishtown donde nacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mí también. Si solamente pudiéramos hacernos con uno de esos carruajes a la moda que no hacen ruido, con neumáticos en las ruedas, de los que habló el padre O'Rourke, barato y por un día... decía él, de los del establecimiento de Johnny Rush, iríamos los tres juntos un domingo por la tarde. Se le metió esto entre ceja y ceja... ¡Pobre James!
—¡Que el Señor lo acoja en su seno! —dijo mi tía.
Eliza sacó su pañuelo y se limpió los ojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y contempló por un rato la parrilla vacía de la chimenea, sin hablar.
—Fue siempre demasiado escrupuloso —dijo—. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y su vida, también, fue tan complicada.
—Sí —dijo mi tía—. Era un hombre desilusionado. Eso se veía.
El silencio se apoderó del cuartito y, bajo su manto, me acerqué a la mesa para probar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla del rincón. Eliza pareció caer en un profundo embeleso. Esperamos respetuosos a que ella rompiera el silencio; después de una larga pausa dijo lentamente:
—Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezó la cosa. Naturalmente que dijeron que no era nada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Pero el pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria, se puso tan nervioso!
—¿Y qué fue eso? —dijo mi tía—. Yo oí algo de...
Eliza asintió.
—Eso lo afectó mentalmente —dijo—. Después de aquello empezó a descontrolarse, hablando solo y vagando por ahí como un alma en pena. Así fue que una noche lo vinieron a buscar para una visita y no lo encontraban por ninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y no pudieron dar con él en ningún lado. Fue entonces cuando el sacristán sugirió que probaran en la capilla. Así que buscaron las llaves y abrieron la capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke y otro padre que estaba ahí trajeron una vela y entraron a buscarlo... ¿Y qué le parece, estaba allí, sentado solo en la oscuridad del confesionario, bien despierto y así como riéndose bajito él solo?
Se detuvo de repente como si oyera algo. Yo también me puse a oír; pero no se oyó un solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejo cura estaba tendido en su caja tal como lo vimos, un muerto solemne y truculento, con un cáliz inútil sobre el pecho.
Eliza resumió:
—Bien despierto y riéndose solo... Fue así, claro, que cuando vieron aquello, eso les hizo pensar que no andaba del todo bien...