Octave Mirbeau - "La vaca a manchas"

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Desde hacía un año que el desgraciado Jacques Errant había sido arrojado a un calabozo, negro como una cueva, no había visto ningún ser vivo, salvo las ratas y su guardián, que no le hablaba jamás. No sabía, no podía saber de qué se le acusaba, y si estaba acusado de algo. Se decía con frecuencia: «Es curioso que me hayan retirado de la circulación sin decirme por qué y que, desde hace un año, esté en cierto modo pendiente del terror de un proceso cuya causa ignoro. Tengo que haber cometido, sin darme cuenta, un crimen bastante grande... pero ¿cuál?... Por más que busco, escudriño mi vida, le doy la vuelta a mis actos en todos los sentidos, no encuentro nada... Es verdad que yo soy un hombre pobre, sin inteligencia y sin malicia... Lo que yo considero actos de virtud o, simplemente, actos permitidos, son probablemente grandes crímenes...». Recordaba haber salvado un día a un niño que se ahogaba en el río y otro día, pese a tener mucha hambre, haber dado todo su pan a un desgraciado que se moría de inanición sobre la ruta. «¡Tal vez sea eso! —se lamentaba— ¡Tal vez es que ésas son cosas monstruosas y prohibidas!... Pues, en definitiva, si no hubiera cometido crímenes enormes no estaría desde hace un año en este calabozo...». Este razonamiento lo aliviaba porque aportaba algo de luz a sus incertidumbres, y porque Jacques Errant era de aquellos para los que la Justicia y los jueces no pueden equivocarse y hacen bien todo lo que hacen. Y cuando se veía de nuevo obsesionado por su angustia, se repetía: «¡Es eso!...¡es eso!... ¡Pardiez, es eso!... u otra cosa que no conozco... porque yo no conozco nada, ni a nadie, ni a mí mismo. Yo soy demasiado pobre, demasiado desprovisto de todo como para saber dónde está el bien, dónde está el mal... Además, un hombre tan pobre como yo no puede hacer sino el mal...»
Una mañana se envalentonó hasta el punto de interrogar a su guardián... Aquel guardián era un buen hombre, pese a su aspecto huraño. Le respondió: «¡Caramba!... Yo creo que lo han olvidado aquí...». Y se echó a reír con una risa que levantó sus largos bigotes, como un golpe de viento levanta las cortinas de una ventana entreabierta. «Tengo uno, —prosiguió— el número 814, que lleva veintidós años en prisión preventiva». El guardián rellenó metódicamente su pipa y, tras encenderla, continuó: «¿Qué quiere usted? Las prisiones rebosan de gente en este momento, y los jueces no saben adónde acudir... ¡Están desbordados!...». Jacques Errant preguntó:
—¿Qué ocurre pues? ¿Es que hay una revolución?
—Algo peor que una revolución... Hay montones de descarados y peligrosos granujas que van proclamando verdades por los caminos... No sirve de nada juzgarlos inmediatamente, y condenarlos enseguida, pues vienen otros. ¡No se sabe de dónde salen!...». Y, lanzando una bocanada de humo, concluyó: «¡Ah! ¡todo esto terminará mal! ¡todo esto terminará mal!». El prisionero sintió escrúpulos:
—¿Yo también —preguntó, no sin una terrible angustia-— tal vez, he proclamado alguna verdad por los caminos sin saberlo?
—¡Es probable! —replicó el guardián moviendo la cabeza—... Pues usted no tiene mal aspecto... Es posible que usted sea un asesino, un falsificador, un ladrón. Lo que no es nada, en verdad, lo que es incluso algo bueno... pero si hubiera hecho lo que ha dicho, hace tiempo que habría sido juzgado y condenado a muerte...
—¿Condenan a muerte pues a los que van proclamando verdades?
—¡Por supuesto!... ¡Pardiez!... ¡No faltaba nada más que los nombraran ministros o arzobispos... o que les concedieran la cruz de la Legión de honor!... ¡Ah!... ¿De dónde sale usted?
Algo tranquilizado, Jacques Errant murmuró: «¡En fin!... con tal de que no haya proclamado ninguna verdad en ningún sitio... Eso es lo esencial».
—¡Y de que no tenga tampoco una vaca a manchas!... Porque ésa es otra cosa que no es buena en los tiempos que corren...».
Cuando el guardián se marchó, Jacques pensó: «No debo estar inquieto... No he proclamado jamás ninguna verdad... no he tenido jamás una vaca a manchas... ¡Estoy pues tranquilo!». Y aquella noche durmió con un sueño apacible y feliz.
El decimoséptimo día del segundo año de su detención, Jacques Errant fue sacado de su calabozo y conducido entre dos gendarmes a una gran sala en la que la luz lo deslumbró hasta el extremo de estar a punto de desmayarse... Este incidente fue deplorable, y el desgraciado oyó vagamente a algunas personas murmurar:
—¡Debe tratarse de un gran criminal!...
—¡Uno más que habrá proclamado alguna verdad!...
—Tiene más bien aspecto de poseer una vaca a manchas...
—¡Tendrían que entregarlo a la justicia del pueblo!
—¡Mirad qué pálido está!
—¡Que lo condenen a muerte!...¡A muerte!... ¡A muerte!...
Y cuando Jacques recuperaba el conocimiento, oyó a un joven que decía: «¿Por qué gritan en su contra?, parece pobre y enfermo». Y Jacques vio numerosas bocas retorcerse de furor, y numerosos puños levantarse... Y el joven, golpeado, ahogado, cubierto de sangre, fue expulsado de la sala, en medio de un gran tumulto de muerte.
—¡A muerte!... ¡A muerte!... ¡A muerte!...
Delante de un inmenso Cristo todo ensangrentado y detrás de una mesa en forma de mostrador, había unos hombres sentados, hombres vestidos de rojo que llevaban sobre la cabeza unos birretes con extraños galones dorados.
—Jacques Errant —pronunció una voz que salía, gangosa y cascada, de debajo de uno de aquellos birretes—, está usted acusado de poseer una vaca a manchas. ¿Qué tiene qué decir?
Jacques contestó suavemente y sin cortedad:
—Señor juez, ¿cómo es posible que yo posea una vaca a manchas o sin manchas, si no tengo ni establo donde alojarla, ni campo donde alimentarla?
—Está usted desviando la cuestión, —le reprochó severamente el juez— y con ello pone de manifiesto un gran cinismo y una detestable perversidad... No se le acusa de poseer ya sea un establo, ya sea un campo, aunque en realidad éstos sean dos crímenes audaces y calificados que, por un sentimiento de indulgencia excesiva, la Sala no hace constar contra usted... Usted sólo está acusado de poseer una vaca a manchas.. ¿Qué tiene que responder?
—Desgraciadamente —protestó el miserable— yo no poseo esa vaca que dicen, ni ninguna otra vaca... No poseo nada en el mundo... Y juro además, que jamás, en ningún momento de mi vida, he ido por el mundo proclamando una verdad...
—¡Está bien!... —chilló el juez con una voz tan estridente que Jacques creyó oír que se cerraba tras él la puerta de la prisión eterna—... Su asunto está claro... ¡puede sentarse!...
Hacia la noche, después de muchas palabras entre personas que no conocía, en las que se mencionaban sin cesar su nombre y la vaca a manchas entre las peores maldiciones, Jacques fue condenado a cincuenta años de cárcel por el crimen irreparable y monstruoso de poseer una vaca a manchas, que no poseía. El gentío, decepcionado por esta sentencia, que consideraba demasiado suave, gritó: «¡A muerte!... ¡A muerte!... ¡A muerte!». Y estuvo a punto de herir al pobre diablo al que los gendarmes protegieron de los golpes con todos los esfuerzos del mundo. En medio de las pitadas y de las amenazas, fue reconducido a su celda, donde lo esperaba el guardián:
—¡Mi cabeza está completamente magullada! —dijo Jacques Errant agotado...— ¿Cómo es posible que yo, que no poseo absolutamente nada en este mundo, posea una vaca a manchas sin saberlo...?
—¡Nadie sabe nada!... —declaró el guardián rellenando su última pipa del día...— ¡Usted no sabe por qué tiene una vaca a manchas... Yo no sé por qué soy carcelero, la gente no sabe por qué grita «¡A muerte!»... y la Tierra no sabe por qué da vueltas...!». Y se puso a fumar su pipa silenciosamente.

This entry was posted on 28 agosto 2010 at 18:53 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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