Léon Bloy - "La sospecha"

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Por más que el número de imbéciles sea infinito, según la expresión canónica del Eclesiastés (1), sería difícil no obstante encontrar o concebir un idiota tan perfecto como ese vendedor de aceite de sphynx del que todos los periódicos han relatado o habrían podido relatar el sonoro suicidio.
La historia de los cretinos célebres queda por los suelos tan pronto como se ha hablado de Aristobule. Solicito permiso para ocultar con este transparente anagrama el patronímico de mi protagonista.
Aristobule nació, para sorpresa de muchos, a la edad de cincuenta y cinco años, es decir, que desde el biberón se manifestó en él una de esas prudencias que suponen alrededor de tres veces la de la mayoría de los ciudadanos ordinarios.
Aún en pañales, el amable niño desconfiaba ya del mundo entero. Taciturno por cautela y no llorando sino con astucia, babeó sospechosamente hasta que le salieron los dientes. Sus padres se consideraron colmados por el cielo por haber engendrado semejante niño que, sin hablar aún, vigilaba ya a los criados, hacía que lo subieran a una silla para verificar el contenido de los armarios y no consentía dormirse sino después de haber mirado debajo de todas las camas. Escolar solapado y chivato, se hizo aborrecer de sus condiscípulos por sus maneras de espía y por el silencio hermético en el que se retraía la nada de su ruin corazón.
El único pensamiento que pareció capaz de excogitar entonces, como después y hasta el fin de sus miserables días, fue que todo el mundo, lo mismo que él, disimulaba con una atención continua y prodigiosa y que los más extrovertidos y los más habladores eran precisamente aquéllos de los que había que guardarse más.
Cuando los sucios manzanos de la concupiscencia emperazon a florecer en él, en torno a sus diecisiete primaveras, no se opuso virtuosamente al macho cabrío tentador, sino que se aplicó lo mejor que pudo a engañarlo cada vez que le clavaba su cuerno, para no ser víctima de la atroz perfidia de las mujeres.
En definitiva, que aquel soberano imbécil tuvo, desde el origen, algo que daba la sensación de profundidad. Fue un bastardo de la sombra, como habría dicho Hugo, un feto de la opacidad, y tuvo siempre la expresión de estar flotando en un frasco de tinieblas.
* * *
Un día, no obstante, se casó. Los negocios son indiscutiblemente los negocios y la prosperidad de la casa comercial «Aristobule e hijo» exigía imperiosamente que una heredera confortable entrara en su cama, ignorante hasta entonces de promiscuidades. No se sabrá probablemente jamás lo que se llevó a cabo en aquel lecho misterioso. Pero un gran número de particularidades, recogidas con una exactitud escrupulosa, hacen pensar que las moléculas de los esposos debieron combinarse algo menos frecuentemente de lo que sucede la precesión de los equinocios. Moda conyugal que no le impidió a Aristobule ser devorado por unos celos de jabato, cuyo efecto admirable fue desasnar a la borrica de su mujer, infinitamente mejor y más rápidamente de lo que habría podido hacer la ternura más sabia y sugestiva.
Sea cual sea mi ambición de agraviar, no me atrevería a sostener que sus amantes fueron tan numerosos como las estrellas pero imagino que reuniéndolos en medio de una vasta llanura se obtendría un contingente muy idóneo para la solemne manifestación de un patriotismo exaltado.
El infortunado industrial adivinó sin duda, o creyó adivinar numerosas historias, pero se encontraba en el ojo de un huracán tan furioso que no pudo jamás fijar su rabia en un punto determinado dado que los consoladores de su mujer podían compararse con los invisibles radios de la rueda de un carro que pasara con inconcebible rapidez. ¡Llegó a dudar hasta de la Aritmética! La incertidumbre y la sospecha herían de tal manera a aquel pobre cornudo cuya inteligencia cada día se oscurecía un poco más, que descendió hasta ese estado inferior en el que se pudren los ateos del Número. De repente dejó de creer en la probidad de las cifras.
* * *
Fue en aquel día de excesiva tribulación, en aquella hora de negra aflicción y de desamparo moral infinito cuando un amigo desinteresado, probablemente alguno que habría inspirado repugnancia a su mujer, vino a advertirle de que una bajada probable en el precio de los sphinx iba a provocar su ruina si no adoptaba de inmediato las medidas más enérgicas.
Aristobule, creo haberlo dicho ya, desconfiaba de todo cuanto está por debajo del cielo. A este respecto, su intransigencia era absoluta. La sospecha era su principio de vida, las doce tablas de su ley, su credo supremo. Habría sido mártir por ello. ¿Qué estoy diciendo? ¿No lo era ya desde hacía cuarenta años? En su comercio, uno de los más considerables sin duda alguna de nuestra civilización, y en todos donde la buena fe recíproca es rigurosamente inviolada, el perpetuo temor a los sablazos o a las trampas, literalmente, lo había angustiado, flagelado, atenazado, curtido, trepanado, desecado, lisiado, descuartizado y despojado del caparazón toda las tardes y todas las mañanas.
Se había enfadado con una multitud de representantes afables cuya paciencia igualaba a la del patriarca. Había fallado magníficos negocios que lo habrían enriquecido desmesuradamente.
En su casa, llena de confusión y empellones, los dependientes se sucedían en fila india, sin que ninguno de ellos pudiera descubrir la simpleza genial que le hubiera permitido inmovilizar veinticuatro horas su aparato locomotor. Era un milagro, en fin, que la ruina lo hubiera tratado con indulgencia.
Se puede por tanto imaginar con qué cara debió ser acogido el amigo temerario que, contra toda verosimilitud, se había apiadado de aquel animal cuya ruina preveía.
La resolución de Aristobule fue decretada de inmediato. Dijo que su amigo era un terrible canalla, un asqueroso traidor que le tendía una trampa infernal. En consecuencia, hizo exactamente lo contrario de lo que le aconsejaban y, unas semanas más tarde, se vio obligado a declararse en quiebra.
Esta ruina fue un fogonazo en su noche. Vio o creyó ver claramente que no lo habían engañado. Por primera vez le pareció bien que su mujer lo calificara de papanatas, de inútil e incluso de chulo por una flagrante contradicción en los términos, pues ése fue el primer impulso de su compañera. Sin embargo, aún temía ilusionarse.
—¿Por qué, —preguntó al profeta con expresión de hablarle desde el fondo de su sótano— por qué me has prevenido?
El otro explicó simplemente que había temido la miseria para él e incluso para su mujer, aunque la señora Aristobule no se hubiera dignado nunca distinguirlo con su consideración. Aquellas palabras verídicas —si todavía está permitido, en semejante tema, tomar prestado el respetable estilo de los Libros santos— renovaron en el alma desolada de aquel negociante la juventud del meleágrido, animal descrito por Aristóteles y que se cree era el pavo.
—El muy miserable menciona a mi mujer, —pensó— debe haber algo entre ellos.
Y acto seguido, apostrofó a aquélla acusándola brutalmente de haberse acostado con el pérfido. Pero, la señora Aristobule, que tenía una diabólica penetración del carácter suspicaz de su marido, le lanzó esta respuesta que lo alcanzó con tanta precisión como el disco del discóbolo.
—Sí, querido, es usted un cornudo.
Aquello era, indiscutiblemente, una afirmación y, por consiguiente según su sistema, un embuste. La mentira le pareció entonces cierta por todos los lados. Volvió al habitáculo oscuro de su cretinismo demente y ante la desesperación de no ser ni siquiera indubitablemente un cornudo, se exterminó.

(1) Nota de La mujer Quijote.- En la mayoría de los sitios he visto traducido el original l'Ecclésiaste por "el Eclesiástico" o "Libro del Eclesiástico", que corresponde al "Libro de la Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac" o "Libro del Sirácida" del Antiguo Testamento. Sin embargo, aunque muy parecidos en el nombre, el francés l'Ecclésiaste corresponde al "Eclesiastés" (del hebreo Kohelet, Qoheleth, Koheles, Koheleth o Coheleth, según la transcripción que se lea) también del Antiguo Testamento, pero que es un libro diferente del anterior.

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