23
enero

Ellen Kuzwayo - "La educación no sustituye a la cultura"

Posted by La mujer Quijote in ,

Maestra, asistente social y activista política surafricana. Fue la única mujer entre los fundadores de la "Liga Juvenil del Congreso Nacional Africano". Su obra literaria es corta: "Llamadme mujer" de 1985, su autobiografía en la que narra la violencia y el racismo de los guetos surafricanos durante el apartheid, y "Siéntate y escucha" de 1990, una colección de cuentos que se enmarcan en la tradición oral y son narrados como una abuela los contaría a sus nietos.
La versión del cuento es la de Ana Lizón.


A las afueras del pequeño pueblo rural de Nkweng se alzaba un barrio medio desmantelado habitado por negros. En aquel barrio sólo se encontraban unas cuantas casas modernas y en ellas vivía «la gente educada», es decir, aquellos hombres y mujeres que eran maestros. enfermeros, inspectores sanitarios, los pastores de iglesia y así sucesivamente. No obstante, la mayoría de los pobladores del pueblo de Nkweng a duras penas sabían escribir o leer y, en general, eran extremadamente pobres.
Dado que su situación aventajaba con creces a la de la mayoría de la gente a su alrededor, algunas de las personas y familiares de quienes habían tenido la suerte de recibir una educación formal, tendían a considerarse muy superiores a sus vecinos y algunas de esas familias hacían gala de menospreciar las costumbres y valores tradicionales de su gente. Esas personas se afanaban por imitar a otros grupos raciales y parecían preferir siempre los valores ajenos a los propios. Como es de suponer esa forma de comportamiento ciertamente contribuía a socavar aún más la ya disminuida autoestima de los otros habitantes del pueblo, a quienes la fortuna no había ofrecido ninguna oportunidad de recibir una educación o poder dedicarse a hacer dinero.
La familia de Mr. Piet Kgosi pertenecía a ese estrato superior de aquella comunidad. Tanto Piet como su mujer, Annie, eran maestros. El marido procedía de una familia en la que ya se podían contar dos generaciones de maestros. No así su mujer, que pertenecía a una familia en la que la suya era la primera generación de gente con educación superior. Piet reconocía sin ambages que todo cuanto había llegado a ser en la vida lo adeudaba al esfuerzo unido de su familia. Sabía que sin el apoyo y contribución de los suyos, especialmente de su hermana, jamás hubiera logrado ser maestro y, como esa realidad estaba muy presente en su mente, no escatimaba ningún sacrificio para echar una mano a su familia cuando era necesario y, muy particularmente, cuando el asunto se relacionaba con cuestiones de la educación de su gente.
Piet sufrió enormemente la muerte de su joven hermana, una madre sin marido que dejaba tras de sí a un hijo un par de años mayor que el primogénito de Piet. Así que Piet se prometió secretamente a sí mismo que no cejaría en el empeño hasta ver a su sobrino culminar, al menos, la escuela secundaria y que le ayudaría en todo cuanto estuviera a su alcance para que ese chiquillo algún día fuera un hombre de provecho, tuviera un trabajo decente y pudiera establecer su propio hogar. Sabía que esa sería la única forma posible de mostrar su gratitud por los sacrificios que su hermana había hecho para que él lograra educarse, tradición ésta muy arraigada entre la gente negra de Sudáfrica. Con esa idea en la mente llevó a su sobrino Thulo a vivir con su familia, aceptándolo como un hijo más.
No tardó en quedar meridianamente claro que su mujer no compartía la idea que le llevó a tal decisión y, aunque hacía lo posible por no demostrar una abierta animosidad hacia Thulo, lo cierto era que tampoco demostraba la más mínima amabilidad para con el muchacho.
Thulo tenía doce años al morir su madre y su único familiar y guardián en este mundo era su tío materno (malome). El chico se había sentido desde siempre muy allegado a su tío, que era el único varón de aquella familia presidida por su abuela, la madre de Piet. Para el muchacho Piet representaba tanto un tío como un "padre" y él significaba tanto para su tío como su tío para él. Tío y sobrino eran inseparables y continuaron siéndolo toda la vida, a pesar de la hostilidad de Annie.
Piet estaba dispuesto a ofrecer a Thulo cuanto cariño, cuidados y ayuda necesitara el muchacho. Esto era de suma importancia para él y nunca falló en prestarle el necesario apoyo moral y hasta se las arregló para encontrar algunos momentos oportunos y confiar en Thulo la difícil situación que se vivía en el seno de aquella familia. «Thulo», solía decirle, «me doy cuenta de lo pesado que ha de ser para ti cumplir con tantos menesteres como se te han encomendado en mi casa; sé que te dejan solo con la tarea y que nadie te presta ayuda ni te dice una triste palabra de agradecimiento. Pero, así son las cosas y a mí sólo me resta rogarte que tengas paciencia y lo lleves con buen ánimo en pos de tu educación y tu porvenir. Yo te prometo que siempre estaré de tu parte», para concluir diciéndole, «siempre, hasta con mi silencio te estaré apoyando.»
Thulo siempre le respondía lo mismo. «Malome, no me resulta fácil, pero te prometo que lo haré lo mejor que pueda». Piet agradecía las palabras del muchacho, el único agradecimiento que por entonces podía recibir.
Thulo tuvo que asumir una pesada carga dentro de la agotadora rutina que vivió de los doce a los dieciocho años, cuando finalmente marchó del pueblo para cursar estudios secundarios. Nada más levantarse prendía el fuego y preparaba el té matinal para toda la familia, que mientras tanto permanecía en la cama. Luego calentaba el agua para las abluciones, preparaba el desayuno, recogía y aseaba algunas áreas de la casa y, finalmente, se disponía para ir a la escuela. A su regreso la emprendía inmediatamente con la limpieza de la casa, luego tenía que lavar y planchar la ropa de toda la familia, trabajar el huerto y redondear su jornada doméstica fregando los platos de la cena, mientras los demás permanecían sentados alrededor de la mesa charlando de sus cosas. Cuando ya todas sus labores domésticas se daban por terminadas, comenzaba entonces a hacer sus deberes escolares.
Piet exigía con la mayor firmeza que su hijo colaborara con Thulo en las tareas de la casa, pero Annie no se daba por enterada y, por el contrario, instaba a sus hijos a abandonar cualquier tarea que emprendieran en manos de Thulo. Después de la cena, por ejemplo, obligaba a sus hijos a permanecer sentados frente a la mesa haciendo los deberes de la escuela.
Piet no tardó en encontrarse ante el dilema de tener que escoger entre llevarse a su sobrino a vivir a otra parte o cumplir con el deseo de que sus hijos y su sobrino se criaran bajo el mismo techo. Y ese último deseo prevaleció. No obstante, Piet continuó siempre vacilando entre las decisiones que tomaba un día y el cambio que de ellas hacía al día siguiente.
Todo ello fue minando su salud. Sufría tanto al constatar el tratamiento que Thulo recibía de los suyos como al darse cuenta de la mala crianza que estaban recibiendo sus hijos. Le dolía ver que su hija se criaba sin recibir ninguna instrucción ni preparación para la responsabilidad que conlleva manejar un hogar. Veía que otras madres se preocupaban por enseñar a sus hijas, por prepararlas para cuando llegaran a la madurez y, en cambio, su hija Dikgopi, que ya tenía diez años, aún confiaba a Thulo el lavado de su ropa interior y calcetines, algo que estaba muy mal visto en la comunidad negra.
Thulo sobrevivió a la prueba. Terminó la escuela secundaria y recibió dos años de instrucción para incorporarse al cuerpo de la policía. Siguió en casa de sus tíos y también siguió sufriendo la aspereza de trato que recibía de su tía.
Sus tíos tenían tres hijos: dos chicos y una chica. Antes de que Thulo comenzara sus cursos de instrucción en la policía, Moji, el primogénito de Piet y Annie, ya había ingresado en la universidad para cursar estudios en agricultura. Annie no paraba de contar por doquier cuán listo era su hijo. Tshepo. el benjamín de la familia, siempre estuvo muy unido a Thulo y, quizás por solidarizarse con él, decidió también ingresar en el cuerpo de policía. La chica, Dikgopi nunca demostró interés por los estudios y a los quince años cesó abruptamente su escolaridad al quedar embarazada.
La salud de Piet desmejoraba rápidamente y eso causaba una profunda pena y preocupación a Thulo. No se atrevía ni siquiera a imaginar lo que sería su vida en aquella casa el día en que faltase su tío. Pero tampoco tenía alternativa. Estaba aún a medias en sus estudios y la posibilidad de establecer su propio hogar era todavía muy remota. Rezaba en silencio rogando por el restablecimiento de su tío, pero sus plegarias no parecían ser oídas porque su tío estaba cada vez peor. Con todo, Thulo intentaba consolarse al ver que su tío iba tirando día a día y que, a pesar de su invalidez y de estar impedido para el trabajo, se las iba arreglando para mantener a su familia echando mano de sus escasos ahorros.
Fue un gran día para Thulo cuando por fin terminó la instrucción y pudo contar con un trabajo estable y seguro. Se alegró mucho de que su tío estuviera vivo y pudiera disfrutar sus logros y desde su primera nómina contribuyó a la economía familiar, aligerando con ello la carga de su tío. Se encargaba por ejemplo de los gastos de la compra de alimentos y, qué duda cabía, Annie reconocía y en cierta manera apreciaba su contribución, aunque jamás le expresó una palabra de gratitud, ni directamente ni a través de su marido.
Llegado el momento Thulo aceptó el traslado de Nkweng a Majweng pues ello significaba el ascenso inmediato a un puesto superior que le permitió hacer algún ahorro y convenir en realidad sus planes de contraer matrimonio, circunstancia que causó gran alivio a su tío que tanta ilusión tenía por verlo casado cuando él aún estaba en condiciones de prestarle ayuda para que estableciera su propio hogar.
La salud de Piet dio un sorprendente giro para bien proporcionándole la oportunidad de responder al matrimonio de Thulo en la forma que siempre había deseado y cumplir a conciencia con su deber como guardián de Thulo que era. Guardián y bastante más. También era para él una fuente de satisfacción constatar el fuerte vínculo de amistad y compañerismo que unía a su hijo Tshepo con su querido Thulo.
Pero a los tres meses de celebrarse la boda de Thulo la salud de Piet se deterioró considerablemente y poco después moría de manera tranquila. Fue una gran pérdida para toda la familia, pero en particular para Thulo, quien al perder a su tío perdió a un "padre", a un amigo y a un confidente muy especial. «Sentí que mi camino llegaba a un callejón sin salida», comentaría más tarde.
En el tiempo que siguió a la desaparición de su tío, el único en aquella familia que mostraba cariño y afecto hacia él era Tshepo, el primo que había ingresado en la policía junto a él. Tshepo parecía estar decidido a mantener una relación de amistad y cercanía con Thulo; a decir verdad, Thulo difícilmente lo perdía de vista. Naturalmente Thulo se dio cuenta de tan extraño comportamiento y con la mayor delicadeza posible le hizo saber que no era menester tanta intensidad, pero Tshepo no prestó oído y los primos se unieron más que nunca.
Tshepo solía pedirle a Thulo que le acompañara en sus viajes a Nkweng para visitar a la familia y, aunque Thulo mostraba una cierta reticencia, lo cierto es que al final no sabia cómo hacer para no desairar a su primo y siempre terminaba por acompañarlo. Eso sí, se había prometido a sí mismo que jamás llevaría a su mujer a visitar el hogar de la que fuera su familia. No dio explicaciones a su mujer, simplemente se negaba a que fuera a Nkweng. Naturalmente Tshepo sabía leer entre líneas y comprendía las razones tras la postura de Thulo por lo que nunca insistió en la cuestión. Esa postura, sin embargo, no afectó en nada la relación entre los primos: al contrario, la suya era una relación que crecía día a día tanto en lo que concernía al trabajo como al tiempo libre y a los asuntos familiares. Annie no lograba entender a santo de qué tanta amistad y, por más que intentó tantear el asunto, nunca logró explicárselo.
Los primos hicieron planes para desplazarse a Nkweng un particular fin de semana. Hacía cinco o seis semanas que no iban por allí puesto que no habían coincidido sus asuetos del trabajo. Pero a última hora Thulo se vio obligado a suplir a un oficial que se había puesto enfermo y los primos, al darse cuenta de que en realidad hacía mucho tiempo que no iban por Nkweng, decidieron de común acuerdo que fuera Tshepo aprovechando que unos compañeros del cuerpo procedentes del mismo pueblo se disponían a desplazarse hasta allí, así que, para evitar gastos innecesarios, todos irían en el mismo coche. Thulo y Tshepo hicieron juntos la compra de provisiones que habría de llevársele a Annie. Se despidieron en casa de Thulo cuando llegó el coche que recogía a Tshepo. Sólo lograron despedirse de veras cuando sus compañeros comenzaron a protestar por las «interminables conversaciones familiares de esos dos». Precisamente antes de arrancar el coche uno de los hombres bromeó, «Tshepo tienes que echarte una novia y dejar de agarrarte a tu primo-hermano como un mariquita».
A las seis de la mañana del día siguiente sonó el teléfono de la comisaría de policía en la que hacía guardia Thulo y al otro lado del auricular una voz masculina pidió hablar con él. Al tomar el teléfono Thulo creyó reconocer la voz de uno de los compañeros que había marchado el día anterior en compañía de Tshepo. Era cierto. ¿Qué había pasado? Temblorosa y balbuciente la voz del compañero dijo algo sobre un accidente de coche y algo más sobre Tshepo. Presa del pánico Thulo sólo acertó a decir «Repite lo que has dicho, por favor, no te he entendido bien». Se hizo el silencio. A través del auricular sólo llegaba el ritmo agitado de una pesada respiración y el inconfundible sonido de unos sollozos. Al percatarse de la expresión de terror en el rostro de Thulo, el compañero que tenía a su lado tomó el auricular de su mano. «¡Diga! ¿Quién habla, por favor?», dijo firme y claramente. La respuesta llegó en un hilo de voz. «Thabo». «Thabo», preguntó el compañero, «¿qué es lo que tienes que decirle a Thulo?» Unos segundos de silencio profundo. Luego, «¿Modise, eres tú, Modise?». «Sí, soy yo. ¿Ha ocurrido algo?» preguntó Modise. «Sí, algo terrible. Nuestro coche patinó en la lluvia cuando íbamos a Nkweng, a unos ciento cincuenta kilómetros antes de entrar al pueblo. Volcamos, yo sólo tengo unos rasguños y me duele la espalda. Toko está en el hospital en la unidad de cuidados intensivos. Y siento tener que deciros que Tshepo murió en el accidente.»
Para entonces ya el despacho estaba lleno de policías procedentes de otras dependencias a la espera de enterarse sobre lo ocurrido. Thulo estaba sentado en una silla con la cabeza enterrada entre las manos que descansaban sobre la mesa. Incluso antes de escuchar el informe completo sobre el accidente ya sus hombros se convulsionaron con los sollozos.
Los oficiales se acercaron a él tratando de llevarlo a la enfermería, intentando explicarle lo sucedido y proporcionándole la ayuda que necesitaba. Pero la realidad de la muerte de Tshepo golpeaba sus sienes y su corazón con una fuerza inusitada. Su querido primo-hermano, su amigo y confidente, su última esperanza. El muchacho que había reemplazado a su tío-padre. Entre sollozos no hacía más que murmurar. «me he quedado solo en este frío y árido mundo».
Cuando hubo superado el primer impacto se dirigió apresuradamente a la clínica en donde trabajaba su mujer para ponerla al tanto de la tragedia que se había cernido sobre la familia. Luego se ocupó de las diligencias necesarias para tomar una semana o diez días de permiso. Daba la impresión de ser un hombre vencido. Manana, su mujer, conocía hien a Tshepo y sabía lo que el muchacho significaba para su marido. También ella se vio sobrepasada por la emoción y rompió a llorar. Por fortuna pudo marcharse a casa.
Thulo se encargó de dejar todo preparado para que Manana viajara a Nkweng a tiempo de asistir a los funerales y él se puso en marcha en cuanto pudo para estar con los suyos y colaborar con ellos en cuanto fuera preciso. Al verlo llegar la familia se echó a llorar amargamente. Todos recordaban en aquel momento que Thulo solía acompañar a Tshepo en sus visitas. Aquella fue la primera vez en la vida de Thulo en la que aquella familia le demostraba afecto, circunstancia para él nueva, extraña y embarazosa. No obstante, sin pararse a pensar demasiado en ello, aceptó el afecto que entonces se le ofrecía sin hacer comentarios. Era indudable que Annie estaba destrozada por la muerte de Tshepo.
Durante los días que siguieron Thulo no se separó de la familia de su tío e hizo lo que siempre había hecho, ayudarles a sobrellevar la carga. Su mujer, que visitaría en aquella ocasión Nkweng por primera vez, se unió a ellos tres días antes del funeral y nada más llegar asumió al instante su papel de «nuera mayor» en el seno de la familia de su marido, la única familia que él tenía. Todos mostraron admiración por la manera tan delicada y competente con que Manana llevaba la casa. Era como si la constancia del dolor que afligía a aquella familia la aguijoneara para sacar de si lo mejor que podía dar. Iba de un lado para otro consolando a todos, asignando a cada quien sus respectivos deberes sin nunca dejar de afanarse para, codo con codo con su marido, atender a todas los detalles necesarios. Mientras trabajaban juntos Thulo iba explicándole quién era quien entre aquella gente y qué sitio le correspondía a cada uno en la escala familiar. Ese conocimiento la capacitó para evitar o evadir, según fuera el caso, cualquier roce o malentendido de los que suelen darse en las reuniones familiares. Debió hacerlo muy bien porque al finalizar los servicios luctuosos fueron mínimas las quejas que llegaron a ella.
Cuando llegó el momento en que Manana tuvo que partir, tanto Annie como sus hijos expresaron su gratitud por cuanto ella y Thulo habían hecho por ellos en aquellos tristes momentos. Agradecieron particularmente a Manana, a quien habían conocido en tan dolorosas circunstancias. Al despedirse. Annie le dijo, «Manana. no nos olvides y no olvides tampoco que esta es tu casa». Manana prometió. «volveré pronto a veros, tía Annie». Todos lloraban. hombres y mujeres por igual. Los adioses se dieron entre lágrimas, sollozos y mucha tristeza. Thulo permaneció con ellos unos días más para ocuparse de los asuntos relacionados con el seguro de vida.
Annie parecía haber cambiado por completo. Era como si su manera despótica y fría, sus favoritismos y desaires se hubieran esfumado de repente. Parecía increíble. Pasaba las horas sentada en la galería, vestida de luto riguroso de la cabeza a los pies, observando cómo se despedían y alejaban parientes y familiares. Era evidente que la herida había calado más profundo de lo que nadie hubiera podido sospechar. Su hija Dikgopi, por el contrario, se mantenía distanciada de todo y de todos y desde un primer momento mostró más indiferencia que otra cosa. Y a Moji, su hijo mayor, parecía sólo interesarle averiguar cómo y cuándo se gestionaría la cuestión del seguro que estaba a nombre de su madre y ella no se prestaba ni siquiera a abordar el asunto en aquellos momentos. Dado lo cual Moji intervenía agitadamente en todas las conversaciones sobre la cuestión y Dikgopi, por su parte, no quería saber nada del asunto y, aunque los demás insistían en que su presencia era necesaria en tales conversaciones, ella se escabullía y en las pocas ocasiones en las que no tuvo más remedio que estar presente permaneció en silencio, incluso cuando requirieron su opinión. Era difícil imaginar qué recreaba Dikgopi en sus pensamientos. Su comportamiento era frío y distante con todos los de la casa, aunque con la gente de fuera se comportaba amable y cortésmente y estaba siempre dispuesta a entablar conversación con ellos. Ciertamente era un comportamiento muy raro.
Thulo regresó a su casa en Majweng en cuanto se pusieron en marcha las primeras gestiones referentes al seguro de vida. Prometió estar al tanto de lo que fuera sucediendo en ese sentido y, por primera vez desde la muerte de su tío, dejó su número de teléfono para que se comunicaran con él en caso necesario. La partida de Thulo fue la gota que colmó el vaso. Hasta Dikgopi se echó a llorar y al acompañar a Thulo hasta la parada del taxi lo llevaba fuertemente cogido del brazo sin permitirle zafarse de ella, como si intentara retenerlo. Y cuando ya el coche estaba a punto de arrancar aún pudo susurrarle al oído, «Te juro que me marcharé de aquí en cuanto pueda y me iré a buscar trabajo en la gran ciudad», a lo que Thulo respondió. «no hagas tonterías, Dikgopi, ahora debes quedarte con tu madre que tanto te necesita». Se dijeron adiós con el coche ya en movimiento.
Puesto que Tshepo era aún soltero cuando encontró la muerte, la indemnización correspondiente fue a parar por completo a manos de su madre. Moji se puso loco de contento al comprobar cuánto dinero recibiría su madre, pero a su madre la actitud de su hijo mayor le resultaba vergonzosa, ya que pensaba que ningún dinero de este mundo podría reparar la pérdida de su hijo Tshepo. La conducta de Moji la abochornaba y le causaba un gran disgusto e, incluso cuando ya el dinero se había puesto a su disposición, se mantuvo indiferente al asunto. Para ella no había nada que pudiera apaciguar ni consolar la profunda pena de haber perdido a su hijo. No, no había nada. Ni siquiera los dos hijos que le quedaban podrían jamás compensar su pérdida.
Moji se reincorporó a regañadientes a su trabajo de perito agrícola cuando ya había transcurrido más de un mes desde el funeral. Intentó cuanta posible escaramuza se le ocurrió para no retomar su trabajo, pero finalmente su madre lo empujó a regresar. Dikgopi sólo se preocupaba por su hijo, que para entonces rondaba el año. Se opuso frontalmente a toda sugerencia o consejo que partiera de su madre y sólo cuando se veía presionada por los familiares se dignaba ofrecerle una taza de té o prepararle el desayuno. No le apetecía hacer ninguna tarea doméstica e incluso cuando cocinaba sólo lo hacía para ella y su hijo. Si Moji le pedía algo ella simplemente se hacía la desentendida.
Annie continuó con su dolor a cuestas por una larga temporada. Entretanto la conducta díscola de los dos hijos sólo contribuyó a aumentar su pesar. Esos hijos no eran como Tshepo, que tanto se parecía a su padre igual en lo físico como en su carácter. Annie se acordaba entonces de muchas cosas. Se acordaba particularmente de tantas veces que su marido le habló y se enojó con ella a causa de la mala crianza que daba a los chicos y cómo le había vaticinado mil veces que ello repercutiría en mucho sufrimiento.
Al enterarse de que Dikgopi se proponía ir a la gran ciudad en busca de trabajo y se llevaría a su hijo con ella, Annie sintió que había llegado al colmo de su dolor. Rogó y suplicó a su hija que se quedara, pero sus palabras fueron en vano puesto que Dikgopi hizo oídos sordos a ellas. Annie sabía que nada haría desistir a Dikgopi de su empeño, ni siquiera la intervención de Thulo: además, Majweng estaba a muchos kilómetros de distancia de la gran ciudad. Pensaba mucho en el pasado. Constantemente le venía a la mente recordar lo mal que se había portado con Thulo y los excesivos mimos que siempre dio a sus hijos. Sufría en silencio y lo único que logró aminorar un poco su dolor fue conseguir persuadir a Dikgopi para que dejara el niño en casa con ella. Ese fue el único consejo que Dikgopi nunca había aceptado de su madre.
Cuando había transcurrido alrededor de año y medio desde la trágica muerte de Tshepo, la salud de su madre comenzó a quebrantarse. Algunos parientes le prestaron ayuda y asistencia, pero contaba con pocos familiares y además la mayoría de ellos tenía que dedicarse a arar las tierras tras la estación de lluvias, que aquel año fueron particularmente torrenciales. Los parientes no paraban de enviarle recados a Dikgopi para que regresara a casa a hacerse cargo de su madre. También se pusieron en comunicación con Thulo dándole la dirección de su prima para que intentara encontrarla e intercediera para que volviera. Thulo lo intentó por todos los medios a su alcance sin conseguir resultado alguno. Así que finalmente un día emprendió viaje hasta la gran ciudad para tratar de encontrar a su prima y convencerla de que volviera a casa. Cuando lo logró, él mismo la llevó de vuelta para que se hiciera cargo de su madre. Annie murió pocos días después.
Thulo y Manana volvieron a estar con la familia en el entierro de Annie, la persona de más edad en aquella familia. La enterraron decentemente perdonándole todos los errores del pasado, cuando era joven y, no obstante, con gran peso y autoridad en la familia. Una vez más, también en esa ocasión fue Thulo quien se encargó de todas las diligencias y la familia estuvo encantada de tener a Manana para que les ayudara. Dikgopi colaboró en todo cuanto pudo y, salvo por sus riñas con Moji, se comportó juiciosamente. Aceptó permanecer en la casa familiar por un tiempo para encargarse de recoger y ordenar lo que fuera menester.
La familia se sentía relativamente contenta cuando llegó el momento de regresar a sus respectivos lugares. Thulo y Manana le hicieron saber a Dikgopi que podía contar con ellos para lo que le hiciera falta y en el momento de las despedidas las relaciones familiares aparentaban ser afectuosas, cálidas y con buenas perspectivas. Todos estaban gratamente sorprendidos por el cambio efectuado en Dikgopi, quien a su vez parecía estar dispuesta a hacerse cargo de la casa mientras permaneciera en ella.
No habrían transcurrido dos semanas desde su regreso cuando Manana recibió una llamada telefónica de Dikgopi pidiéndole que por favor dijera a Thulo que fuera a Nkweng el siguiente fin de semana, o tan pronto como pudiera. Thulo consintió en ir, pero no considerándolo urgente demoró unos días en hacerlo. Sólo que Dikgopi no tardó en telefonear de nuevo, esta vez directamente a Thulo, suplicándole que fuera a Nkweng lo antes posible.
A Thulo ya no le cabía duda alguna de que algo estaba pasando en Nkweng y, fuera lo que fuese, necesitaba atenderse de inmediato. Así que al siguiente fin de semana partió en aquella dirección. A su llegada todo parecía estar tranquilo. Dikgopi le dio la bienvenida y sin entrar a hablar de nada importante le instó para que se fuera a descansar. A Thulo no le extrañó que Moji no anduviera por allí aquella noche puesto que a su edad era lo más corriente, por tanto ni siquiera lo comentó con Dikgopi.
Al día siguiente Thulo se levantó muy temprano y se fue a dar un paseo por la finca rememorando los «buenos momentos» que había pasado allí. En eso vio que Moji se aproximaba a la casa a hurtadillas intentando entrar por la puerta trasera. Eran las seis de la mañana. Moji se sorprendió al ver a Thulo y se ofuscó tanto que hasta olvidó saludarlo y sin más comenzó a lanzar imprecaciones contra su hermana, «Sí, ya lo sé, te habrá telefoneado para que vinieras a sorprenderme. Dikgopi es un mal bicho, tendría que casarse. Esta casa es mía y aquí mando yo y ahora ya puedo hacer en ella lo que me plazca». Thulo se quedó de una pieza, desconcertado, pero comprendiendo perfectamente la razón por la que Dikgopi lo había hecho venir. Antes de que pudiera responder, Moji la tomó de nuevo con él. «A ver, dime ¿a qué has venido?». Sin pronunciar una palabra Thulo se dio media vuelta y siguió su camino como si la escena no hubiera sucedido. Moji desapareció por la puerta trasera y se encerró en su habitación.
Después del desayuno, a eso de las diez de la mañana, comenzaron a llegar los parientes para saludar a Thulo y dar comienzo a una reunión familiar. Thulo no dejaba de asombrarse gratamente de lo maravillosamente bien que Dikgopi manejaba la situación, de la manera tan digna en que se comportaba, de lo bien cuidada que estaba la casa y de la manera tan cortés con que trataba a los invitados. Parecía otra y quiso mostrarle su satisfacción. «Gracias, prima, gracias por todo». Ella contestó sonriendo. «Motsoala (primo) ¿quién podría convivir con Manana sin aprender de ella? Nos has escogido una magnífica esposa».
Tras agradecer a Dikgopi su amable comentario, Thulo agradeció también a los familiares su presencia en aquel momento y todo cuanto habían hecho con anterioridad, muy especialmente la ayuda moral y material que habían prestado a Dikgopi. Pudo observar que en los rostros de todos los presentes se reflejaba la simpatía que sentían por Dikgopi y, al mismo tiempo, la indiferencia que demostraban cada vez que nombraba a Moji. De cualquier forma, optó por no darse por enterado y dijo, «La única persona que echo en falta aquí es al motsoala (primo) Moji». Nadie respondió. Pero Dikgopi se puso en pie diciendo, «Iré a ver si está en su cuarto». Tardó sólo unos minutos en regresar en compañía de Moji que, aunque con buena presencia, parecía estar apagado y no del todo sobrio. «Buenos días», dijo. La familia respondió al unísono, «Dumela (buenos días), Moji».
Sin pérdida de tiempo el hombre más anciano de la rama familiar de Piet comenzó a relatar la preocupación que todos sentían por la irresponsable conducta de Moji. Informó a Thulo que durante las últimas semanas Moji sólo había aparecido por su lugar de trabajo esporádicamente; que maltrataba a Dikgopi, especialmente cuando estaba bajo los efectos del alcohol, lo que sucedía casi a diario. Pero lo que más les preocupaba era que Dikgopi amenazaba con volver a la gran ciudad si Moji continuaba comportándose con ella de aquel modo. Cuando el anciano hubo terminado. Thulo pidió a Moji que respondiera a las acusaciones vertidas en su contra.
Poniéndose en pie, sin respetar a nadie, bien fuera joven o viejo, Moji se dirigió a Dikgopi acusándola de hablar mal de él sin tener fundamento. Hizo saber a todos sin ambages que le satisfaría mucho que Dikgopi se fuera de la casa. Con gritos destemplados dijo que cualquier otra chica de su edad ya estaría casada y llevando adelante su propia casa, eso sí, tan lejos como fuera posible de aquella casa que era suya y sólo suya. Estaba tan fuera de sí que no se paraba a escuchar las razones que intentaban intercalar los parientes. Lo que ciertamente dejó cristalinamente claro era que de ningún modo quería que su hermana permaneciera en la casa familiar.
Fiel a su manera serena y tranquila, Thulo se dirigió a Moji instándole a terminar de una vez lo que tuviera que decir para que la familia allí reunida pudiera sacar sus conclusiones. Desconcertado por la serenidad de Thulo, Moji tomó asiento reflejando en su rostro una extraña expresión de atolondramiento, como si se estuviera despertando de un mal sueño. Entonces Thulo se volvió a Dikgopi, «Ya has oído a Moji. Dikgopi ¿qué tienes que decir ahora?». Dikgopi comenzó a hablar pausadamente. «Estoy en esta casa porque vosotros», señalando a los parientes. «me pedisteis que me quedara aquí al menos por un par de meses. Pero acabáis de ser testigos de lo que aquí se ha dicho, por tanto, mi decisión es marcharme inmediatamente y abandonar a Moji y esta casa para siempre. Regresaré a la gran ciudad».
De nada valieron los ruegos de los parientes intentando disuadirla de que se fuera. Dikgopi regresó a la gran ciudad y allí encontró un hombre que le pidió su mano en matrimonio. Su marido aceptó al hijo que ella llevaba consigo y en su debido momento la pareja fue bendecida con la llegada de tres nuevos hijos fruto de su unión. Dikgopi y Kgotso, su marido, vivieron con la madre de Kgotso que tenía una casa en la barriada negra de la gran ciudad. Dikgopi tuvo la suerte de incorporarse a un hogar en el que reinaba el amor, el cariño, el calor y el sosegado quehacer de cada día. Y la familia fue muy feliz al constatar lo bien que Dikgopi había encajado en esa clase de vida. Estaban seguros de que todo saldría bien.
Nueve años más tarde la familia se enteró de que Dikgopi había vuelto a las andadas. La mala crianza recibida no olvidaba pasar factura. Empezó por comportarse caprichosamente, por no presentarse a su lugar de trabajo, a no aparecer por casa en varios días, a abandonar sus tareas domésticas y el cuidado de sus hijos en manos de su suegra. Despilfarraba lo que ganaba y llegó a tener la osadía de presentarse en el centro de trabajo de su marido exigiéndole dinero. Lo extraordinario de todo esto es que su marido jamás quiso terminar aquel matrimonio.
Dikgopi terminó vagando por las calles como una prostituta, como alguien que había perdido el rumbo. Jamás se atrevió a acercarse por Nkweng ni a visitar a su primo Thulo. De hecho hizo caso omiso a todas las invitaciones que le cursaran Thulo y su familia, aunque, a decir verdad, tampoco ellos estuvieron nunca muy seguros de que las recibiera puesto que ella carecía de techo permanente. Terminó perdida para sí misma y para los suyos. Se convirtió en el mejor ejemplo de la joven educada con conceptos de una cultura ajena y valores desarraigados de la tradición de sus mayores.
Al poco tiempo de marcharse Dikgopi de Nkweng, Moji dejó su empleo de perito agrícola y a partir de entonces se dedicó a darse la gran vida y a dilapidar la herencia que le dejó su madre. Una vez conseguido esto se dio a vivir la vida de un frívolo "galán". Sus parientes, cercanos y lejanos, intentaron cuanto estuvo a su alcance para aconsejarle y orientarlo sabiamente. Pero todas sus palabras fueron desoídas. Moji vestía cara y extravagantemente. se desplazaba en un lujoso coche conducido por un chófer, bebía caros licores en compañía de una clase muy exclusiva de mujeres, de mujeres sin escrúpulos. Era la comidilla del pueblo y la envidia de los necios. Todos los hombres del pueblo eran sus «amigos» y con ellos hizo suya la estúpida y vulgar frase, típica de los borrachos de la ciudad: «Llena la mesa, cuenta las botellas y date prisa en cobrar.»
Quienes le tenían afecto sufrieron viendo cómo se iba destruyendo por el vicio, pero por mucho que lo quisieran no pudieron hacer nada por evitarlo. En menos de un año empezaron a aparecer las primeras señales de ruina. Los hombres y mujeres que solían acompañarlo comenzaron a desaparecer de su lado. Pronto corrió el rumor de que Moji había puesto en venta los muebles de su casa, luego fueron los objetos y finalmente la casa. No tardó en verse sin techo, en la miseria, indigente y abandonado por sus viejos «amigos».
Moji terminó siendo el chico de los recados para gentes que habían estado muy por debajo de su familia, en la época boyante de ésta. Su salud comenzó a resentirse, enfermó, se le hincharon horriblemente las piernas. Su historia recuerda de muchas maneras la historia bíblica del hijo pródigo, pero con una gran diferencia: Moji no tuvo la oportunidad de pedir perdón a sus padres. Thulo intervino una vez más. Cuando Moji enfermó gravemente y hubo de permanecer en cama, Thulo se lo llevó a su casa de Majweng y, al poco tiempo, hubo de enterrarlo.
Guiada por su necedad, Annie maltrató a Thulo creyendo firmemente que lo hacía porque amaba a sus hijos por encima de todo y de todos. Pero jamás se preocupó por enseñar a esos hijos los fundamentos del respeto a sí mismos, de la responsabilidad, del deber y el respeto por los demás y por las elementales leyes de la cortesía. Sus hijos se educaron sin conocer la cultura de la que procedían, la cultura negra de Sudáfrica, sin aprender jamás a valorarla.

14
enero

Lydia Cabrera - "Bregantino Bregantín"

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Antropóloga y cuentista cubana. Sus cuentos abarcan desde los relatos míticos hasta las anécdotas humorísticas y muestran el universo africano y sus orígenes, los animales personificados y su mundo, el africano y su relación con los dioses así como la cosmovisión africana. Muchos de los cuentos están basados en historias de tradición oral de la cultura afro-cubana.
Este cuento pertenece al volumen "Cuentos negros de Cuba". Estos cuentos, escritos originalmente en español, fueron publicados antes en su traducción francesa que en su lengua de origen. Durante su estancia en París en los años 30 del pasado siglo, Lydia fue amiga de muchos escritores de las vanguardias de la época, entre ellos, de Francis de Miomandre quien tradujo algunos cuentos al francés que fueron publicados en revistas como Cahiers du Sud, Revue de Paris y Les Nouvelles Litterairesy. A continuación los cuentos fueron editados juntos como Les Contes Négres de Cuba en 1936. Hasta 1940 no fueron publicados en español.

Por el bochorno de un día de verano de un año que no se sabe, una tal Dingadingá —doncella—, alzándose de su siesta, fue a decirle a su padre —que era rey—:
—Papá Rey, me quiero casar.
¡Oh, Dingadingá casi nunca hablaba! Tímida, obediente, comedida, desde que había nacido era ésta la primera vez que se atrevía a expresar resueltamente algún deseo. —La Primera vez.
El rey, que mucho la quería, por lo poco que molestaba, estimando justa la aspiración de su hija, que además de la hora, el calor, estaba —y se quedó un rato considerándola— en la flor de sus quince años muy desarrollados, le respondió:
—¡Con razón! Voy a ocuparme en seguida de facilitarte un marido que sea de tu agrado y que escogerás tú misma, Dingadingá. No te impacientes.
Y el buen rey desde su hamaca, tendido en el platanal —por la frescura—, llamó a un general y ordenó que sonaran en las calles los cuernos de los grandes acontecimientos, que arrancarían de su sopor la villa paralizada en siesta citando de urgencia a palacio a todos los buenos mozos.
La Reina, la madre de Dingadingá, era una negra tonuda y reparista. Había de meterse en todo y de imponer siempre su voluntad.
—¿Qué —dijo mordiendo con furia su tabaco y pisoteándolo luego, como si fuera el culpable de aquel alboroto—. Mi hija casarse así con un cualquiera, con el primero que se presente? ¡Eso sí que no lo consentiré yo! ¿Habráse visto cosa igual? ¡Mi hija... para un hombre de muchos méritos, y que nos lo demuestre!
—¿De méritos, qué méritos? —bostezó el rey—. Un hombre sano, robusto. Yo digo que Dingadingá debe casarse con un hombre fuerte que pegue muy duro.
—¡Cásala entonces con el mulo de Tá Zandé, que de una patada le derrumbó la casa!
Vencido el rey por la modorra y seguro de que su mujer ya estaba en camino de hacer de una cuestión tan sencilla un pleito interminable, estirándose en la hamaca y volviéndole la espalda con energía, le dijo que resolviera en todo del modo que juzgase más conveniente y que lo dejase dormir hasta que del mar le llegase un alivio de brisa.
—Ahí está. ¡Eso era de mi incumbencia! ¿Fuiste tú o fui yo, yo sola, quien llevó a Dingadingá nueve meses en su vientre? Tendrá marido digno de ti y de mí. ¡Como si la niña fuese una bestia, una perra en celo... sin educación! ¡Y como si no descendiéramos, tanto tú como yo, del primer Elefante que habitó el bosque y fundó, no por fuerte, sino por sabio que era, este reino de Cocozumba! Nuestro yerno tendrá que lucírselas.
Después de reflexionar en alta voz mientras Dingadingá, con ojos lánguidos, abrasados, contemplaba desde el postigo la afluencia de hombres jóvenes, fornidos, elegantemente desnudos todos, que ya cercaban el palacio respirando gordo, la reina ordenó que volvieran a sonar los cuernos de los grandes acontecimientos, y los despidieron sin darles explicaciones. Y ellos se retiraron como habían venido, diciendo: «Esto es una ofensa, esto no es serio».
Dispuso luego en nombre de su marido y obedeciendo a cierta inspiración, que en el espacio de un día y su noche, a partir de una fecha que fijarían los «babalaos», aquel que con la mejor tonada la obligase a bailar a ella —que tenía una rodilla mohosa— y al rey, quien se taparía con cera los oídos, obtendría en premio a Dingadingá. Lo cual valía a reinar después en Cocozumba... Cuando los antepasados sentados en ruedo alrededor del fuego, en el cielo indeciso de los muertos y de los que no han nacido todavía —y están allí esperando— les recordaran que:
«Bogguará arayé micho berere bei oku kué oku eron ogguá odgá oni ombaodgá omiokué.» Y bajasen para desprenderle su alma, todas las almas del cuerpo, fundiendo en un mismo frío la sangre del moribundo y la del coro que le ayuda a morir... y que a su vez morirá.
«Al que está contento, vivo, viviendo, la muerte llegó, lo prendió. Ése está diciendo: ;No me lleves todavía, déjame durar, porque el que muere se va de una vez! Se va de una vez. Hay que conformarse... ¡Se va de una vez!»
Al darse a conocer el Real Bando, en todo aquel país no quedó quien, teniéndose por dueño de un hilo o de un chorro de voz, de una guitarra, unas maracas o un tambor, no se creyera amorosamente elegido por la suerte y muy capacitado para disputarse a la hija del rey.
El día convenido para el comienzo de la justa, en abriendo la mañana, el rey y la reina, con gran ceremonia, salieron a un balcón y se sentaron, el uno frente al otro, en dos pilones, sin darles la cara a los pretendientes, que alineados y numerados, se tenían como un ejército delante del palacio. Fue el primero en romper lanzas, con un vozarrón que conmovió los pilares de las casas, un tal «Hazme-Hueco-Que-No-Quepo», del ancho de un armario de sacristía. Aunque el palacio trepidaba y vibraba con él la villa entera, no obtuvo de los reyes la menor atención. Rotas las cuerdas vocales, más gruesas que amarras de una fragata, y aún lleno de sonidos de pies a cabeza y dispuesto a continuar sonando indefinidamente, a una señal del juez de campo se vio obligado a cederle el puesto al aspirante que le seguía en turno. Éste, por consejo de un fantasma que solía aparecérsele de cuando en cuando, se había tragado vivos dos sinsontes y dos canarios ciegos. Apenas abrió la boca olvidando las recomendaciones del fantasma, que le había insistido mucho en que sólo entreabriera los labios y se guardara de hacer el menor esfuerzo— los pájaros escaparon... y por eso, ni éste ni tampoco el que le seguía con un acordeón, ni los cantantes que vinieron con arpas del Norte, del Sur —de los mares de esponjas—, del Este y del Oeste fueron más dichosos. Arriba, en el balcón, el rey y la reina semejaban dos estatuas de piedra y Dingadingá se aburría, al parecer desvanecido de un todo aquel capricho inocente de un día de verano.
La Lombriz —quien no era entonces un ser despreciable, ni que inspirase mayor asco que algunos hombres—, enterado por casualidad del objeto de aquel concurso, vino de los confines del reino y, deslizándose por entre las filas de pretendientes, se plantó con un tambor en primer término. Sin que nadie se lo esperase, al comenzar un nuevo día empezó a cantar y a tocar:
Sendengue kirito, sendengue zóra,¡Sendengue, zóra!¡Kerekete ketínke!
E hizo la reina una mueca de agrado.
A las nueve de la noche, el rey se rascó una oreja.
Y a las diez, la cera se había fundido y las coyunturas de la reina se habían desligado. Los reyes habían permanecido hasta entonces de riguroso perfil y se mostraron al pueblo de frente, risueño?...
A las once, cogidos de la mano, bajaron las escaleras y dieron una vuelta alrededor del tambor. A las doce,
Kereketéntentén... Zoráa...
después de haber bailado gustosamente en la calle, proclamaron vencedor y heredero a la Lombriz.
Cuando cesaron las felicitaciones, que no lograban disfrazar la decepción y la envidia, y se quedaron solos, en familia, el rey le dijo a su yerno:
—Toma de lo nuestro lo que más te guste. Elige cuantos esclavos necesites.
—Gracias, mi suegro —dijo la Lombriz—. Nada deseo y me basta para mi servicio un solo hombre. Lo tengo de mi entera confianza: ¡El Toro!
El Toro, es verdad, hacía años que servía lealmente a la Lombriz, que lo había comprado, aún novillo, en uno de sus viajes. En la casa que el rey destinó a sus hijos, ahora el Toro, y nadie más, atendía a todos los menesteres. Lo mismo cocinaba y servía la mesa, que fregaba, barría, lavaba, tendía y planchaba la ropa sin perder un ápice de su importancia. Cuidaba de la hortaliza, obraba el campo, daba de comer a las gallinas, llevaba a pastar el ganado, hacía recados, guardaba celosamente las espaldas frágiles de su señor. Era su mano derecha. Y cuando éste lo creía oportuno, cumplía por él sus deberes conyugales con fidelidad y aplicación dignas del mayor encomio. Lo mismo que si algún pueblo vecino declaraba la guerra o había «alzados» que aniquilar, salía a pelear en su nombre, ventajosamente.
Lombriz, al tercer año de su casamiento, sintiendo declinar su salud —la vista le faltaba y no podía resistir la luz del sol, ni el aire, que le hacía estornudar—, decidió abandonar definitivamente la superficie de la tierra... Llamó al Toro y le dijo —describiendo con su mano trasudada de fiebre, un gesto de desprecio y de desaliento, que arrastraba al abismo de la nada todo lo existente:
—¡Ahí queda eso! Yo no podré ser feliz sino enterrado. En la obscuridad glutinosa de la que depende mi salud y mi alegría... Te dejo en premio a tus servicios, mi mujer, mis bienes, mi tambor; todo te lo dejo sin condiciones. Sé tú rey de Cocozumba cuando te llegue la hora o te plazca adelantarla. Vive feliz en tu elemento. Si alguna vez por gratitud sientes deseos de volver a ver a tu antiguo dueño, excava la tierra con tu pezuña... Lombriz te podrá dar un consejo, un ejemplo. O búscame en ti mismo. Cuenta conmigo siempre. ¡Adiosito...!
Dingadingá, que escuchó estas palabras remendándose una bata, no alzó los ojos de la costura, no hizo nada por disuadirlo de su propósito; el leal Toro, tampoco (por espíritu de obediencia), y el rey y la reina, quienes fueron llamados y consultados, aceptaron complacidísimos la decisión de Lombriz, que, además, les dejaba por sucesor un Toro admirable, de dotes excepcionales.
—Porque —decía la reina olvidándose— el marido de mi hija ganó la porfía en buena ley de Dios... pero no es más que una Lombriz. ¡Una porquería!
En cuanto al rey, cada vez que se encontraba al enclenque con su aire vacilante, su expresión de tristeza timorata, tan descolorido y flaco, reblandeciéndose o atirantándose —sobre todo aquella mirada empalagosa de melancolía incrustada en tracoma, que lo sacaba de quicio—, no podía reprimir un borbotón de injurias, que tenían la virtud de liberarlo —hasta un nuevo encuentro— de la cólera que le producía su presencia, sus achaques y el parentesco...
Perfectamente: tan pronto Lombriz desapareció por el agujero de cualquier tragante, reduciéndose de tamaño y cobrando la forma que en justicia le correspondía y tal cual hoy se le conoce y se le evita —antes había sido un hombrecito blanco, de facciones menudas, labios finos, amargos, un bigotito, calvo, de pecho abultado, las piernas y los brazos cortos, tan cortos, que le hacían parecer siempre sentado, aunque estuviera de pie, empinado y como encorsetado y permanentemente afligido—, lo primero que hizo el Toro fue colgar al rey de una guásima y abandonarlo a las tiñosas.
A la reina, encerrarla en un nauseabundo calabozo —calabozo o letrina, no se sabe bien—, donde pasó algún tiempo privada del necesario sustento (la infeliz acabó con las cucarachas que cubrían las paredes y el suelo blando de su encierro, sorbiéndose la crema que tienen en el vientre y arrojando, con marcada repugnancia las patas, las alas y las antenas), hasta verse reducida al extremo de devorarse a sí misma, comenzando por los pies, de difícil masticación, y rindiendo el último suspiro por envenenamiento, en el colmo de la indignación más justa.
Toro se ciñó, pues, la corona de plumas de loro, se colgó los collares y entró a reinar a sus anchas.
Todos los años le nacía un hijo en Dingadingá; pero no le bastaba una mujer, ni cinco, ni diez y declaró, en consecuencia, que todas las mujeres de Cocozumba le pertenecían por derecho propio. Algunas protestas se levantaron, más o menos violentas, aquí y allá. Para evitar que a ellas se sumaran otras, cundiendo el mal ejemplo, mandó matar —y él mismo se constituyó en verdugo— a todos los hombres del reino, sin exceptuar a sus propios hijos. En lo adelante, cada vez que una de sus innumerables concubinas daba a luz un varón, le afeaba su conducta, la castigaba severamente y, por último, degollaba a la criatura.
Las pobres mujeres, que no sabían cómo abstenerse de traer de tiempo en tiempo varones al mundo, pasaban en realidad momentos muy amargos. Hasta que se habituaron... El Toro rey degollaba anualmente varios miles de infantes, y era costumbre suya, al romper la mañana, subir con el sol a una colina que dominaba los valles, y engallándose en la altura, lanzar a los espacios este grito de gloria:
¡Yo, yo, yo, yo, yo, yo!No hay hombre en el mundo más que yo.      ¡Yo, yo, yo!
Sólo las mujeres, su abnegado pueblo de mujeres, le contestaban de rodillas afirmativamente.
El Toro bajaba luego triunfante a reanudar su vida cotidiana. Muy seguro de que nadie, ¡jamás!, vendría a desmentirle. Hombre él, el Único, el Dueño incontestable...
Sanune, la terca, la del color de almendra tostada, que estaba tejiendo un canasto... había tenido seis hijos; a los seis, con sus ojos que la quemaban, les había visto tajar el cuello de una cuchillada, asirlos por un pie y zumbarlos al cajón de la basura como gatos muertos. En más de una ocasión se había levantado inmediatamente de su estera, toda dolorida, extenuada, para lavar la sangre con que aquellos inocentes, frutos malhadados de sus entrañas, habían manchado copiosamente el suelo. ¡Y estaba harta de aquel sistema! De tal modo, que al percartarse que era encinta por séptima vez, a nadie se lo confió. Había también de ser varón, ¡ella se conocía!, y lo que sobraban en Cocozumba eran espías y delatoras que tenían al Toro al tanto de todos los movimientos de sus mujeres. Viejas en su mayoría, ejercían una vigilancia desesperante sobre las jóvenes, complaciéndose en atormentarlas con cualquier pretexto... No se estilaban allí las confidencias.
Verdad que Sanune, a pesar de haber sido tantas veces madre, aun siendo adolescente, tenía los pechos pequeños y aplastados, era seca de carnes y hasta ahora no la traicionaba la elástica desenvoltura de sus movimientos y su vientre insólitamente liso en tales circunstancias. Fingiendo un día dolor de muelas, con acento que hubiera movido a compasión una piedra, sin valerse de intermediarios, le pidió permiso al Toro para ir a la cañada. Allí los lirios, floreciendo después del plenilunio, daban al agua una virtud curativa. El Toro, distraído, le dijo:
—Ve, Sanune. Alíviate...
Era que Sanune no era sumisa, pero tenía miedo; odiaba al Toro y no podía contener su odio; que debido a su estado tenía antojo, necesidad de gritarlo donde no fuese oída, de amenazarlo, sin correr ningún riesgo; de sentirse sola, ferozmente sola y rebelde. Y no fue a la cañada; fue más allá del río, cruzando el viejo puente abandonado, y más allá de la otra orilla. Con una rapidez de la que no tenía conciencia, llegó a los lindes de la selva temida, conducida por el espíritu de su madre que en vida había adorado a los santos de hierro, sus protectores (flecha, arco, clavo, cadena, herradura) Ogún y Ochosi (san Pedro y san Norberto).
Porque Ogún era el hombre de la selva que vivía en soledad. Tan solo, que era la selva misma. No conocía más que a los animales —los ojos de su perro— y las yerbas. Si veía criatura humana, se escondía. Y Ogún era virgen. Un día se entró en la selva una mujer; aquella mujer era Ochún (la Caridad del Cobre) señora de los ríos, de las fuentes, de los lagos. Y Ochún ¿se enamoró de Ogún? Ochún quiso tentar a Ogún en su soledad y apoderarse de él. Era su misión. Ogún huía de ella sin mirarla, y Ochún lo perseguía. Cuando lo alcanzaba, oculto en la maleza, Ogún se revolvía contra ella, como una fiera acosada y herida en el flanco. La amenazaba con sus rugidos, sin mirarla; sin quererla mirar: pero Ochún no le temía.
Ochún llenó de miel la «ibá»2 y Ogún estaba metido en el tronco de un árbol, y ella dando vueltas, bailando en torno del árbol, le cantaba a Ogún:
Iyá oñió oñí abbéCheketé oñí o abbé.
Y Ogún, al fin, sintió deseos de verla, por saber si era, como la veía en el canto; salió rasgando el tronco y al mostrársele, Ochún le frotó los labios con la miel (oñí); que Ogún, en su boca aquella dulzura repentina, fue amansado detrás de Ochún; y Ochún seguía cantando, bailando, ofreciéndole la miel:
Iyá oñí o oñiadó Iyá oñí o oñiadó.
Iyá loun loro euy loun loro osa oñiaddo.
—Ogún, sale del monte. Con este dulce que yo te doy. Por este dulce mío que yo te doy, Ogún, sale del monte. Porque tú abres y cierras los cielos, este dulce yo te lo doy, para que entres adentro de todos los santos y adentro de todos los hombres —y se lo llevó atrayéndolo, esquivándolo, encantándolo, lejos de la selva, y la selva iba con Ogún, a la casa de Babá, quien lo tuvo un tiempo preso, con una cadena de hierro untada de aceite de corojo y miel de abeja.
Y Ochosi es el que purifica. ¡Ochosi es un santo muy grande! Ochosi, el que aparta los malos pensamientos, vuelve el mal al mal. El que resucita a los muertos con la miel de abeja. Es milagroso. Es oñí. El dueño del bosque y el bosque; y es hacha, es flecha, es cuchillo.
Y Ochosi no conoció a su madre; creció encerrado en la selva y allí aprendió a servirse del hierro; y tenía la piel del gato montés y una bolsa repleta de oro, inagotable.
Su condición es la de un hombre que vive en eternidad enamorado y eternamente amado. Las campanas de la mañana son la risa de Ochosi. Y si es verdad que a sus mujeres no les da dinero —sino cuando está de vena, y en esto es muy caprichoso— ninguna padeció hambre. Les caza codornices, guineas, palomas rabiches. Nunca les falta qué comer, porque Ochosi es el protector de las mujeres, es su amparo; y las mujeres lo adoran.
Pero a una él quiere más que a las demás; y a la que él quiere con fundamento, es a la dueña de la creación del mar, a Yemayá (la Virgen de Regla), madre de todos los santos, que registró en el tablero de Orúmbila el adivino de todas las cosas. (Y Orúmbila se la dio a Ochosi, porque no quería mujer que supiese más que él, y tomó a Ochún, dorada y dulce.)
Cuando una mujer lo implora, desventurada, Ochosi la oye, Ochosi la ampara. Sanune llevaba soldada en un tobillo una cadenita de cobre, que su madre le puso cuando era niña; y su madre —que fue hija de Ogún y servidora de Ochosi— hoy la arrastraba a la selva y Sanune no la veía, no sentía la presión de su mano etérea, no podía sospechar... La muerte iba pidiendo misericordia de Ogún, de Ochosi; y la selva oscura, fresca, inmensa, abrió los brazos acogedora.
Aquí se detuvo Sanune, asustada de haberse alejado tanto.
Dos negros arrogantes, bellísimos, se le aparecieron: uno cargaba una carabina y lo escoltaban un perro y un venado con una cruz en la frente. El otro, armado de arco y flecha y una piel de gato montés que le colgaba de un hombro, tenía puesto el delantal llamado wabbi.
Sanune tocó la tierra y la besó en la yema de sus dedos; postrada a los pies de aquellos hombres, perdió el conocimiento... Cuando abrió los ojos, estaba en una habitación rodeada de noche; olía espesamente a fronda caliente y fruto de guayaba —como si muchos negros se hubiesen reunido allí momentos antes— frente a un altar que eran dos ramas de álamo frescas recién cortadas, apoyadas en la pared, y dos pieles de gato montés. En el suelo, varias soperas cubiertas, una herradura de caballo, dos grandes cazuelas de arroz, fríjoles y rosas de maíz. A su lado una vieja, envuelta la cabeza en un manto, guardaba en un pañuelo, contando y recontando, temerosa de que alguno se le hubiese perdido —el de Elegguá, precisamente—, veintiún caracoles pequeños, de un pulido blanco mate de marfil. Cuando se hubo convencido de que no faltaba ninguno, tocó a Sanune en un hombro y la despidió entregándole un lío de géneros de varios colores.
Transcurrieron algunos meses y Sanune calculó el tiempo que le faltaba para dar a luz. El primer día de la última semana de contar, sacó del envoltorio el género rojo de Changó, se lo llevó a la boca fervorosamente y, estampando su ruego en el lienzo, lo depositó al pie de un álamo...
En la copa rumorosa del álamo se sienta Changó, ordenador del mundo: sin Él no hay brujería.
El segundo día fue a la orilla del mar y, con siete monedas de cobre, le arrojó la tela azul de Yemayá.
El tercero fue al río. Ochún se baña en el río; cuando sale del agua, provocadora y altiva, ha de hallar una bandeja de oro con las más exquisitas golosinas. El que sabe adorarla le lleva frutas al río... A veces, Ochún rema en su barca, tocada con su corona de calabaza. Si por descuido o ignorancia su devoto deja la ofrenda en cualquier parte, lejos de la orilla, se encoleriza y mata. Sanune le dio naranjas de china; el género amarillo lo extendió sobre las aguas y dejó caer al fondo —asustando a un «cayarí»3— cinco monedas de cobre. El sol estaba en mitad del cielo, exactamente.
El cuarto, tostó maíz: otras cinco monedas de cobre y el paño morado de Ogún, con la mano izquierda, los echó en un camino.
El día quinto, dando una vuelta a la izquierda, el verde de Orula lo arrojó sin que nadie la viese, en la esquina de una calle que cerraba la noche.
El sexto —cuatro pasos adelante, cuatro pasos hacia atrás siempre con la mano izquierda— el paño carmelita de Odaiburukú lo puso en medio de una encrucijada.
Y el séptimo llamó a Obatalá y le habló en el género blanco que no puede darle el sol. Trabaja en la sombra. Lo embebió en aceite de coco y se frotó el vientre.
Se bañó en agua de álamo, altamisa, laurel, incienso, yerba completa de santa Bárbara y ciguaraya, colada con aguardiente y miel de abeja ahumada de tabaco...
Al acostarse, decía sobre un lebrillo que contenía un poco de agua y de azogue bendito:
—¡Azogue bendito, bendito, te necesito!
Y no tardó Sanune en parir varón, y el Toro en despachar a su lado a una de sus viejas, verdugos cabezaleras. Sin embargo, esta vez, cuando la vieja hundió su cuchillo en el cuello del becerrillo, Sanune hasta pudo sonreírle con humildad conciliadora, disculpándose de su torpeza —«¡pero Mamá!, ¡qué le voy a hacer!»—, de su involuntaria insistencia en desavenir las leyes de su amo.
Apenas se marchó chancleteando la horrible mujer, dando por terminados sus servicios, Sanune corrió a rescatar de un montón de desperdicios el cuerpo de su hijo; y se bebió con alegría un caldo de gallina...
Sanune volvió a tejer sus canastas, seca, lisa y ágil; a hacerse olvidar su falta y alejarse por los campos, so pretexto de que iba a cortar caña de Castilla para su industria. En una de estas escapadas llevó a la selva, disimulado dentro de un cesto, el cadáver del recién nacido, que Ochosi resucitó frotándole los miembros con miel de abeja. Y Ogún le dijo a Sanune:
—Vuélvete al pueblo enhorabuena. Cuando tu hijo, a los diez años, de una cornada derribe una palma y a los veinte, una seiba, su voz se oirá en el mundo.
Poco tiempo después, a Sanune la encontraron muerta, con una campanilla entre las manos. Muerta, riéndose, que nadie podía creer, cuanto más se la miraba, que fuera posible semejante cosa... ¡Un cadáver tan contento!...
Pasaron años y años...
Nacían mujeres en Cocozumba; por la voluntad de aquel Toro, nada más que mujeres. Unas que espigaban o ya eran mozas; otras ya eran viejas —y todas las viejas se habían muerto—. Nada cambiaba en Cocozumba; si acaso la única innovación, a partir de cierta época, consistió en eliminar también del lenguaje corriente, el género masculino, cuando no se aludía al Toro. Por ejemplo: allí se hubiera dicho, que se clavaba con la martilla, se guisaba en la fogona y se chapeaba con la macheta. Un pie, era una pie; así, la pela, la oja, la pecha, la cuella —o pescueza—, las diez dedas de la mana, etc. Nadie se hubiera referido al Cielo, sino a la Ciela; Ciela abierta...
¿Que un ciclón pasó cuando ninguno se lo esperaba y todo lo dejó patas arriba? Pues se recordó con pavor y se habló mucho tiempo de las furias de aquella ciclona que costó muchas vidas.
La misma forma de los objetos más asexuados, se afeminaba: nunca fueran más mujeres y pasivas las cazuelas; tan genéricas las caderas de las jarras, con sus brazos en jarras; ni tan plácidas y ventrudas madrazas, las tinajas. Los cuchillos ya tenían otra expresión —desconcertante— de tanto oírse llamar cuchillas... En fin, si no obstante, las mujeres, por momentos no podían dejar de suspirar «Dios mío», «Dios mío», sin inconvenientes, era que el Toro creía, y no le faltaban motivos, que a él forzosamente se referían. De modo que, en Cocozumba, sólo a Dios podía mentarse hombre, ya que Dios y Toro significaban una misma cosa.
Y con esto seguía subiendo cada día a la cumbrera a mugir sobre el despertar de los valles, su vanidad soberana.
Yo, yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo, yo.No hay hombre en el mundo más que yo.      ¡Yo, yo, yo!
Pero una mañana en que el único, sin réplica ni semejante, el solo y absoluto, acababa de proclamar su consabida gloria en las alturas, de un punto en el horizonte y por el camino, que era el de la noche, respondió una voz timbrada de juventud, de fuerza; voz de macho triunfal, que rompió medio siglo de silencio adorador:
Yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo.Yo mismo soy Bregantino Bregantín.
Y el Toro rey, espantándose y negándose la mengua de darle crédito a su oído (aunque oyó y la piel de su lomo onduló estremecida por el grito en que vibraba el oro vivo) a la vez que se ensanchaban en luminoso estupor los cuatro puntos cardinales de sus dominios, agigantó su porte y se repitió la loa ensoberbecido:
Yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo.Hombre no conozco en el mundo más que yo.      ¡Yo, yo, yo!
Sin embargo, otro toro, un toro imponente, saltaba las vallas y corría desgaritado los campos, derribando a su paso cuanto encontraba: principalmente, embestía las palmeras; lanzaba a volar por encima de sus cuerpos, desprendidas de raíz, las palmas reales y las seibas inmensas, ¡las seibas!, cargadas de siglos. Chillaban las mujeres; su cacareo desagradable hinchó de fuego al rey... Lo procedente es huir de un toro bravo; hubiera sido un acto de rigurosa lógica, y al alcance de la comprensión de todo el mundo. Plausible. Lo impone el sentido común más precario, en cuanto éste aparece como una montaña en marcha —y las piernas lo consienten—. Pues la población de Cocozumba, que no estaba recogida a aquellas horas en que iniciaba su actividad, no dio en masa ni aisladamente, el espectáculo de una fuga desordenada, grotesca, por el móvil de salvar la vida a uña sino que toda ella, siendo mujer hasta la médula y dispuesta a sufrirlo todo con dulzura —cornada más, cornada menos—, se entregó a una admiración delirante y aclamó con coqueterías el arrojo y las gallardías del toro inesperado.
Yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo.Yo mismo soy Monte Firme, Monte Firme.
De una ojeada enrojecida y torva, el Toro Rey, más lleno de odio y rencor hacia sus mujeres que hacia el intruso insolente, midió la distancia que mediaba entre él y su adversario. Tenía una misma talla, el mismo porte soberano, pero... ¡era joven!
Y fue sólo un instante de una belleza horrenda...
Se precipitaron el uno contra el otro y, en mitad del llano, levantaron una nube de polvo y de fuego que los arrebató a los ojos de las mujeres, felices de presenciar la lucha espeluznante, que en suma —y así se lo gritaban con orgullo sus tiernos corazones de esposas y de madres— no era sino un homenaje que le rendían aquellos dos señores de fuerzas sobrenaturales.
Oyeron el furor de la embestida, el choque de los cuernos... Los ojos, los corazones, giraron en el torbellino de bravura. Cuando la luz se aquietó, el Toro viejo apareció tendido, manando de su cuerpo varias fuentes de sangre... El Toro joven seguía atacando, exasperado por no poder matarlo muchas veces.
Entonces las mujeres doblaron las rodillas ante el vencedor y exclamaron:
—Tú eres nuestro dueño... El único, Bregantino Bregantín. No hay hombre en el mundo más que tú, Monte Firme, Monte Firme. ¡Sin Amo, no podríamos vivir!
Pero Bregantino, ¡oh milagro!, no tenía más empeño que el de poner un fin a la tiranía que su padre había ejercido luengos años; les dio las gracias muy finamente, consintió en que le acariciaran el lomo, sin enfatuarse, y fue a buscar hombres... Uno para cada mujer.
Y con esto, la naturaleza recobró de nuevo sus derechos y nacieron varones en Cocozumba.