29
mayo

Vicente Risco - "Dédalus en Compostela (Pseudoparáfrasis)"

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Novelista, cuentista y ensayista gallego. Está considerado uno de los padres del galleguismo (en su versión místico-nacionalista). Toda su obra está marcada por sus posiciones políticas (con las dosis racistas que corresponden a las posiciones nacionalistas). Sus obras más conocidas, al menos fuera de Galicia, son "Satanás. Historia del diablo", una interesantísima mezcla de ensayo y literatura fantástica y "El cerdo de pie" (aquí en gallego), una exposición perfecta, en forma de novela satírica, de lo que es el caciquismo.
Este texto, de 1929, se encuentra publicado en "Leria", un volumen que recoge diferentes trabajos de Risco escritos antes de la guerra civil.
La traducción es de Mónica Fernández Valencia.

Lo que voy a contar sucedió como os lo cuento una mañana de frío seco, jueves, día de la Ascensión de Nuestro Señor del año 1926 de la Era Cristiana, ciento veinte años después de la invención del Cuerpo del Santo Apóstol Sant Iago Zebedeo, y teniendo el autor de este escrito cuarenta y un años.
Día nebuloso y fresco, con mucho ganado en Santa Susana, y mozas de trenza con una lazada en la cola andando por las calles de tienda en tienda.
Fue la segunda vez que encontré a Stephen Dédalus. Él ya había estado aquel invierno en mi despacho de Ourense, Santo Domingo, 47-2º, en cuerpo y alma, con su barba y sus anteojos, y la solapa del sobretodo subida, con sombrero negro, y de una forma que parecía que iba de luto, sin estarlo… Lo cierto, para decir verdad, es que esta presencia tomó realidad en el tercer mundo de los tres mundo interiores de cada hombre, que sepamos: Mundo sensible, Mundo inteligible, Mundo imaginable (según algunos: previsible), triple, micro y quizás no macrocosmos – por lo menos así pensaba yo en aquel tiempo –; pero para el caso que nos ocupa, tanto tiene, además de que siempre será una casta conocida y no nueva de realidad del tercer mundo… Ocupada la camilla por los que jugaban al mahojongg , mis cómplices en el pecado de orientalismo, Stephen Dédalus se acomodó en la gran mesa Biedermaer, copiada de un modelo alemán, y lleno de libros, revistas, folletos, papeles , boletines, cartas, tarjetas, secantes, colillas y un doble decímetro que sirve para poner la escala a las plantas de las iglesias románicas. Solamente que cuando estuvo en mi casa, tenía Stepphen cuarenta años bien cumplidos, y cuando lo encontré en Sant Iago un tiempo después, tenía diecinueve años, misterio que bien se hubiera podido intuir sin hacer cuentas sobre la relación matemática de los años de Stephen Dédalus con los años de Leopldo Bloom; es suficiente ponerse en la realidad de las cosas y ya está, porque resulta probado que no sólo una reversión del tiempo es teóricamente posible en la física matemática, sino que verdaderamente tal revisión acontece realmente en el ensueño, de donde se deduce que el espíritu puede leer en el libro del tiempo para atrás y para adelante, tal y como se leen las escrituras arias, o tal como se leen las escrituras semíticas, sin que el escrito pierda su significado, aunque quizás el misterio del acontecer se hubiera puesto claro para aquel que lo hubiera sabido leer de arriba para abajo, como se leen las escrituras mongólicas.
Tampoco creo yo que sea extraño encontrar a Stephen en Compostela, donde pueda que haya más de uno.
El caso fue como lo voy a referir: salí de una tienda de ultramarinos de la Azabachería , toda llena de latas ordenadas como los libros de una biblioteca. El parecido no está solamente en el orden de los estantes; está más aún en que las latas con sus etiquetas y rótulos y con lo que llevan dentro, tienen algo de Historia Natural, donde la Naturaleza está tan muerta como las latas y en los cuadros hay muchos pintores, tanto de los que pintan naturalezas muertas, como de los que pintan naturalezas vivas que salen muertas. Di la vuelta por la Praza do Pan, al lado de Cervantes, seccionado y estilista, está en el medio de la fuente, objeto de arte propio para premio de Certamen Literario, si no hubiese sido el coste del acarreo, y tomé por el Preguntoiro, y después de una pausa en el 32, bajo, tienda de óptica, bajé por la Calderería, y después por Tras de Salomé hacia la Rúa Nova. Atravesé el Pórtico de Salomé, sacando el sombrero al pasar delante de la puerta, y en la librería de al lado estaba Stephen.
Hora y media anduvimos en amor y compañía por debajo de los arcos de la Rúa Nova, en aquel momento desiertos y apropiados para que el espíritu camine más de lo que caminan los pies, para dejarlo volar como una cometa, siempre uno teniendo cuenta de la cuerda, sin frenar de más.
Triste como de costumbre, Stephen hablaba: y yo hablaba con él, sin miedo alguno, y voy a poner aquí nuestra conversación para instrucción de los descarriados.
Y dijo Stephen Dédalus:
— Ya sé que no te extraña el verme aquí. Comprendes que yo sea el último romero de Sant Iago. Deseo que mi cuerpo descanse al lado del Apóstol, porque bien visto, ya poco me queda por hacer en el mundo, más que morir, y moriré aquí, como Gaiteros de Mormaltán, o como Guillermo de Aquitania. Quiero descansar en vuestra cueva, ser enterrado aquí con vosotros y con vuestra alma. De aquí en adelante, ya no vendrán aquí más turistas: el tiempo de los peregrinos ha pasado para siempre. Yo quiero se el último.
Y dije yo:
— Quiero que me expliques tres cosas: primera, por qué, siendo así que tú andas por el mundo huyendo de la Cruz, vienes aquí en busca de la sombra del Santuario. Segunda, por qué, si buscas el Santuario no lo buscas en tu tierra. Tercera, por qué, si huyes de los hombres de tu raza, vienes aquí, entre los hombre de tu raza.
Dijo Stephen Dédalus:
— Cada una de las tres preguntas que haces contienen además un supuesto, y la pregunta depende de este supuesto, porque piensas que hay contradicción entre ese supuesto y mi conducta. En la primera pregunta, el supuesto es cierto y verdadero. Yo ando por el mundo huyendo de la Cruz: ni en la vida ni en la muerte quiero ser de la Santa Compaña.
Dije yo:
— Eso prueba que tú sabes lo que representa el misterio de la Santa Compaña, que no es más que la Iglesia Padeciente que se hace visible para las almas perdidas de todo, lo cual hasta cierto punto viene a ser equivalente. Pero, entonces, debes saber también, porque si no te lo ha enseñado la sencillez, te lo enseñará ahora la picardía, que cuando un caminante encuentra la Santa Compaña, para que no le metan la Cruz, abre los brazos en cruz, y grita: ¡Ésta es mi Cruz!
Dijo Stephen Dédalus:
— Ni tan siquiera necesito abrir los brazos: yo soy mi Cruz. Yo soy mi penitencia, mi pena, mi castigo, mi verdugo, mi condena.
Dije yo:
— Distingamos: cuando uno anda con la Cruz, mengua el cuerpo y desfallece el alma, pero se salva el hombre. Que ya sabes que el hombre real y verdadero no es el cuerpo solo ni el alma sola, sino lo compuesto de alma y cuerpo, y por eso es por lo que está dispuesta la resurrección de la carne.
Dijo Stephen Dédalus:
— Bien sé. Pero detrás de la Cruz anda siempre el diablo. Al hijo del ladrón de Armenteira, cuando fue a devolver la Cruz que había robado el padre, y le fallaban las fuerzas en el camino, el diablo lo ayudó hasta que dejó la Cruz en la iglexia, pero tan pronto la hubo devuelto, se lo llevó el diablo... Pero si yo soy mi Cruz, ¿como me voy a separar de ella para que me lleve el diablo?
Dije yo:
— Cuando un hombre, por llevar con él cruces o reliquias, no puede entrar en el infierno, está buscando un alma caritativa que le quite la Cruz que lleva.
Dijo Stephen Dédalus:
— Pero yo, lo único bendito que llevo conmigo es mi sangre celta. Mientras no me quiten mi sangre celta, no me podré separar de la Cruz; en mi sangre está mi Cruz, y mientras mi voluntad reniega de la Cruz, mi sangre va hacia ella, y con ella como la savia de un árbol desramado en la fuerza de la vida en primavera: porque nuestra raza es también un árbol desramado, es también un Cristo clavado en la Cruz derramando sangre; debajo de las águilas nuestra raza es la viva imagen de Cristo crucificado. Aquí tienes la solución a el primero de los tres problemas que me has puesto: yo voy por el mundo huyendo de la Cruz, sin que mi sangre me permita separarme de ella, sino que constantemente tira de mi hacia el Santuario. He aquí la primera razón, que es la razón psicológica; pero hay aún otra razón que es la razón metafísica: ya el dicho vulgar que he citado antes, respondiendo a tu segundo argumento, nos dice que detrás de la Cruz está siempre el diablo. En efecto, el diablo no se puede separar completamente de Dios, así yo, que soy del diablo, tampoco me puedo separar mucho de la iglesia. Siento algo que tira de mi hacia ella, hacia la liturgia, hacia la teología hacia la filosofía escolástica, hacia la erudición conventual, hacia la disciplina de los claustros: no me puedo escapar de ese circo mágico, por mucho que haga...
Dije yo:
— La paulina que lleva el diablo Satanás es la de ser una criatura de Dios.
Dijo Stephen Dédalus:
— Por eso quiere siempre el mal y siempre hace el bien.
Dije yo:
— Nunca he comprendido bien ese dicho de Goethe. Lo que sucede es que el poder del mal es limitado. El cohete huye de la tierra hasta que se acaba la pólvora de la subida.
Stephen Dédalus se calló, y yo también permanecí callado. Continuamos caminando hacia el Toural. En la esquina, en frente al puesto en donde venden los periódicos, paramos un momento. Algunos pasaban por debajo de los arcos del cantón, viniendo de las Orfas. En es momento saqué un cigarro y le ofrecí otro a Stephen. No lo quiso.
— No se debe fumar. El tabaco es un veneno y el fumar un gasto tonto. Ni se debe fumar ni beber. Hay que conservar el cuerpo sano y limpio. Debemos combatir todas las debilidades de la voluntad.
Dije yo:
— Pero el diablo aconseja los vicios. Dijo él:
— Era en otro tiempo; ahora ya no. Yo no tengo vicios. ¿Para qué los quiero? Aunque te parezca mentira, hoy los hombres tienen cada vez menos vicios, porque ya nos les hacen falta. Encontrarás a muchos que no fuman, ni beben vino, y también bastantes que no comen carne. En cuanto a otros pecados, repararás en que se estilan mucho más en hombres de edad avanzada. La juventud es mucho menos pecadora de lo que era en tu época... Y esto tiene fácil explicación: el vicio ya no sirve para condenar a los hombres. Los de antes, siendo más fuertes y resistentes, soportaban incluso de ancianos una vida de vicio y podían morir sin arrepentimiento; los de ahora, que conservan la salud a base de régimenes dietéticos, de higiene y de deporte, podrán llevar algunos años mala vida, pero su cuerpo enseguida se cansa, y tienen que volver al redil. Esta es la razón física. La razón metafísica es que el vicioso, a fin de cuentas, es un hombre que acepta los dones de Dios; podrá abusar de ellos, podrá ser egoísta y desagradecido, podrá ser hipócrita, pero no es soberbio. El soberbio no tiene vicios, el soberbio es pulcro e impecable. Por esta razón, los hombres, conforme se vayan alejando de Dios, tendrán menos vicios, y por eso ves triunfar las Sociedades de la Templanza y las instituciones fomentadoras de la moral pública. Ya verás como se prohibirá la prostitución, se perseguirá el opio y la morfina y la cocaína, y no habrá ni bailes, ni teatros, ni cabarés. Los hombres futuros serán abstemios, vegetarianos, castos, honrados, tolerantes, bien pensados y bien hablados, y las mujeres honestas y trabajadoras. Parecerán santos y serán verdaderos condenados.
Dije yo:
— Ya dicen que el Anticristo imitará a Cristo.
Dijo él:
— Estamos divagando. Vamos con tu segunda pregunta, de por qué no busco el Santuario en mi Tierra. Respondo: de la misma manera que huyo de la Cruz, huyo también de mi raza. Primero, porque la raza es un vínculo y yo quiero ser libre; segundo, porque mi raza es la viva imagen de Cristo y yo quiero ser la imagen del Anticristo. Respondo aún: de la misma manera que huyo de mi raza, huyo de mi tierra. Primero, porque mi alma se ahogaba en ella...
Interrumpí yo:
— Eso le pasa a todos los literatoides de provincia. Cuanto más pequeña es el alma, más espacio se quiere.
Dijo él:
— Por cierto. No puedo negar que me parezco a los literatoides de provincia. Ya sé que es un defecto, una pena. No sería quien soy sino estuviera sucio; por eso no podría haber nacido mujer.
Dije yo:
— No me compares con aquel pobre hombre, que según León Bloy, no mereció ir al infierno. Yo soy otra cosa: de voluntad propia, con toda conciencia, lleno de juicio, con mi carne mortal entera, con mis cinco sentidos corporales, con las tres potencias de mi alma, he escogido la condena. Tengo ya medio cuerpo sumergido en el infierno; de un momento a otro, mi padre adoptivo de allá abajo tirará por mi, y abur!... No me interrumpas más, si quieres que te responda a las preguntas. Mi tierra era para mi un nudo de silencio en la garganta, una mortaja en el cuerpo, y unos grilletes en los pies y en las manos. Además aquellos hombres quieren ser, y yo quiero el no ser; aquellos sueñan y construyen una patria, y yo son el hombre que no se ha querido arrodillar delante de su madre muerta.
Dije yo:
— También por aquí hai muchos como tú.
Dijo él:
— Ya lo sé. Ya no necesitas que te explique la tercera pregunta.
Dichas estas palabras, continuamos los dos en silencio hasta el final de la calle Sonorosa de tan callada. Después por la Conga, la Quintana, las Praterías, la Praza do Hospital – Montero Ríos estaba aquel día invisible – y por debajo del arco, de nuevo la Azabachería, y un poco por los soportales que están sobre el patio de la Catedral.
Stephen Dédalus volvió a hablar:
— No sé, pero parece que yo siento, deambulando por estas calles, algo que camina hacia el no ser. ¿Qué sueño es el que envuelve estas piedras?... Aquí he encontrado gente que no sueña, y pienso que no les va mal. No llevan viento en la cabeza, discurren demasiado bien, se puede hablar con ellos, porque al mismo tiempo no se asustan con nada.
Dije yo;:
— ¿Esos son los que te gustan?
Dijo Stephen:
— No me hacen mal, me dejan descansar. Uno puede morir tranquilo entre ellos.
Dije yo:
— Mucho les quieres...
Dijo Stephen:
— Por eso que has dicho antes es por lo que yo, habiendo huido de los hombres de mi tierra, vengo aquí a buscar a los hombres de mi raza. Mira: allá, en mi tierra, mis hermanos caminan hacia el ser. Aquí todo camina hacia el no ser, por voluntad y por industria de estos mis hermanos de aquí. Estos son los míos. Vengo aquí a disfrutar del suicidio de mi raza. Por eso, porque aquí todo conduce a la perdición, quiero venir aquí a morir, viviendo entre muertos mis últimos días. La de ellos, que ya no soy de aquí, es mi verdadera patria.
Dije yo:
— Será patria de los sin patria.
Dijo Stephen:
— Mi patria es la patria de los sin patria.
Dije yo:
— Los sin patria no son dignos de amor.
Stephen Dédalus quiso que fuera a tomar café con él en el Quiqui Bar.
Dije yo:
— ¿Por qué en ese café precisamente?
Dijo Stephen:
— Porque tiene una arquitectura odiosa.
Dije yo:
— Vulgar, nada más.
Dijo Stephen:
— No es así. Aquella arquitectura desarrolla bastante bien la contra-estética.
Dije yo:
— Hay que distinguir entre contra-estética y an-estética. La primera, inconsciente e involuntaria, es un fenómeno universal de nuestros días: está en manos de cualquiera que tenga dinero, como cualquiera dictador oriental, se llame Mustafá o Amanullah, la segunda no puede ser percibida más que por naturalezas geniales como Le Corbusier: esas casas que hace Le Corbusier, que parecen cómodas con cajones abiertos, son la an-estética realizada en arquitectura. Una y otra se oponen a la belleza: la an-estética la suprime, la contra-estética la estropea. Es el caso del Quiqui Bar... También me gusta una casa que hay en el Preguntoiro, y algunas otras más.
Dije yo:
— La belleza es algo que viene de Dios.
Dijo Stephen:
— Por eso hoy los hombres la quieren despreciar de todo... Pero vamos a la Catedral. Yo disfruto corriendo riesgos, por eso estoy siempre alrededor de la pila del agua bendita: bebería de ella de buena gana, como el caballo de Almanzor...Si no estuviera llena de microbios...
Dije yo:
— Pero el demonio disfruta en lo podrido y en la porquería.
Dijo Stephen:
— También eso era en otros tiempos. El diablo se ha hecho ahora muy pulcro. He aquí la palabra.
Dije yo:
— Esa palabra la emplean aquí todos los filósofos.
Dijo Stephen:
— Ya lo sé. Pero esta palabra de cuarto de baño, que evoca el grifo, el water-closet, el irrigador, el bidé y el rollo de papel, les viene del materialismo práctico. En cuanto a lo podrido, el diablo no lo puede amar, porque es la descomposición de la materia, y además porque, por un lado, lo podrido produce una nueva vida, y por el otro, porque en ella, como en el sufrimiento, la materia se espiritualiza: es el caso tan conocido del Cristo de Grünewald y del cuadro de Valdés Leal en el Hospital de la Misericordia de Sevilla...
Cruzábamos el patio de la Azabachería. Entramos en la Catedral, dimos la vuelta por el Pórtico da Gloria, sin mirar Stephen tan siquiera para las figuras. Solamente girando para el lado de la Epístola y mirando la pared lisa, dijo:
— Este es el lugar de San Cristovo. Aquí no está; vosotros, sin embargo, lo tenéis en Ourense. Dicen que San Cristovo tenía cara de perro; el que me ha de llevar a mi tiene cara de conejo...
Anduvimos hacia la cabecera y entramos en la girola. La pequeña puerta por donde se baja al sepulcro estaba abierta, y bajamos los dos.
Delante del arca de plata, las luces ardiendo quietas e inmóviles, que alumbran sin que se sienta arder, parecen lámparas perpetuas. Stephen enmudeció en la entrada, y se puso blanco como el papel. Con la voz temblorosa y baja, dijo enseguida:
— No. Vámonos, vámonos de aquí. Enseguida.
Salimos, y cuando se compuso, dijo:
— No puedo estar abajo. Allí hay algo; de allí sale una fuerza que no puedo soportar.
Dije yo:
— Se siente la eternidad del Espíritu y la eternidad de la Tierra. Observa entonces que no importa lo que hagan los descastados, porque no podrán suprimir lo que es eterno en la mente de Dios. La Tierra es eterna en el recuerdo, y el alma es de la naturaleza del recuerdo que es su esencia, y el lugar del recuerdo es el Entendimiento divino, realidad de las realidades. Ahí debajo tenemos la promesa de que el recuerdo se reencarnará, y da igual que las almas de hoy estén olvidadas, porque esas almas no estarán siempre en este mundo, y otras vendrán, y algunas ya están aquí, anunciando los tiempos. Y tus tiempos pasarán, y hasta puede ser que aún antes de que mueras veas la confusión y el error en tu camino.
En este momento ya se había repuesto Stephen, y respondió:
— Mi camino está escogido de una vez para siempre. Es igual que sea bueno como ruin. Si es una cosa o la otra, ni tú lo sabes, ni yo tampoco. Para cualquier lado que me lleve, iré sin remordimiento. Lo que de verdad digo es que ahí abajo no hay más que una cueva en donde todo recuerdo y toda esperanza quedan enterradas para siempre. Por eso, aunque huyo de ella, yo amo esa cueva, y desde aquí la piso con mis pies.
Dije yo:
— Aunque así fuera, olvidas la resurrección de la carne y la restauración que vendrá de todas las cosas en el tercer Reino: la Apocatástase.
Dijo él:
— Eso huele a doctrina platónica. Y tú también dijiste una vez que nosotros no podíamos comprender a Platón.
Dije yo:
— Pero podemos comprender a San Agustín.
Dijo él:
— Lo que digo yo es que el tercer Reino será el del Anticristo.
Dije yo:
— Eso no es un convencimiento, sino un deseo. Comprendo perfectamente que el que escogió el infierno quiera que todos vayan a él, que es lo que quiere Satanás.
Dijo él:
— Sí lo quiere, pero es por amor. Satanás ama a los hombres con amor infinito, y quiere que todos sean para él. Las penas del infierno son los espasmos del amor sádico de Satanás. Desde que uno lo empieza a servir, ya empieza a sufrir, porque Satanás es una fuente sin fin de amor que mana siempre sin agotarse, y como no tiene más que dolor, solo da dolor. Yo que me he entregado a él sin pacto, por libre donación graciosa de mi ser, no por eso he quedado sin paga: llevo conmigo su don; me dio el desasosiego para siempre. Lo que yo comencé a sentir cuando aún era un santo en la Isla de los Santos y que me lleva por el mundo huyendo del recuerdo que viene siempre conmigo como un mal destino, punzante en el corazón como aquel clavo que llevaba Rosalía... Tengo miedo de que este recuerdo no me deje entrar en el infierno, como el hábito de los amortajados, quisiera dejar fuera toda mi sangre, toda la substancia de mis células... Conozco un cura, cerca de Ferrol, que estudió las ciencias ocultas. Quizás él, por el poder de la magia negra liberal que todo lo hace, pueda evocar a el vampiro que deje mi cuerpo reseco como la momia de aquel Faraón que pagó en la aduana inglesa como pez seco, según cuentan Eça de Queiroz y Dimitri Merejkwski; pero poco importa, porque no hai un ápice de mi cuerpo que no sea de sustancia gaélica, ¿Y después de todo, si no hubiera infierno? ¿Y que más da que el infierno esté en el centro de la tierra que que esté aquí?
Después golpeó con una mano en la columna, y dijo:
— La piedra de granito es muy dura, bien apretada, resiste bien. Parece que para ella no hay tiempo. El tiempo que roe, que deshace y que despedaza. El otro todo es fácil en esta tierra; pero no habrá en el mundo quien quiera hacer el gasto necesario para destruir estas piedras con dinamita. ¿Cuántas toneladas harían falta?. Esto parece una revuelta de la materia contra Satanás. He aquí otro punto difícil que me preocupa.
Dije yo:
— Antes desharás la piedra grano a grano, que mates el espíritu que vive en ella y que la mantiene levantada. Echa abajo todas estas torres y todas estas columnas: el espíritu volverá a levantar otras tantas; quema todos los libros; el espíritu volverá a hacer otros nuevos. Y contra el espíritu nada puede Satanás.
Dijo él:
— Contra el espíritu combate el espíritu. Satanás es una parte del espíritu rebelada contra el espíritu todo.
Dije yo:
— Ese esfuerzo de negación y de rebelión está destinado a perderse en el propio vacío que está buscando.
Dijo él:
— En eso está su triunfo.
Dije yo:
— Y en esto está el fondo de la paz última.
Entonces Stephen Dédalus y yo hicimos las paces. Stephen sumergió los dedos en la pila de agua bendita y me la ofreció, y yo hice la señal de la Cruz.
Puede que alguien considere apócrifas estas declaraciones de Sttephen Dédalus. El no las negará, porque aún que todos seamos hipócritas en este mundo cuando hablamos de nosotros mismos, Stephen Dédalus no debe ser hipócrita, sino quiere dejar de ser soberbio. En cuanto a los demás, yo no respondo de la autenticidad empírica de estas declaraciones; respondo de su absoluta necesidad metafísica. No necesitamos más que unir lo que sabemos de Stephen, para deducir lógicamente, con seguridad crítica, todas y cada una de las palabras que en este escrito son expuestas. Además, yo no soy tampoco culpable de haber leido de pe a pa el Portrait of the Artist as a young man, que el mismo Dédalus me obligó a comprar aquel día en la tienda de libros de la Rúa Nova. Puede también que Stephen Dédalus hablara de otra manera en Dublín o en Zurich; en Compostela estoy seguro de que habló como yo digo, y no habría podido hablar de otra manera, sin dejar de ser él quien es según el Portrait, y sin dejar de ser lo que es Compostela según la verdad.
También es cierto que por las circunstancias especiales de mi vida – lo anecdótico – yo tenía obligatoriamente que encontrar a Stephen Dédalus; y si he dicho al principio que su presencia había tomado realidad en el tercer mundo interior, lo que eso quiere decir es que fue en ese mundo donde yo lo había percibido, no que, fuera de mi ser, no hubiese sido su presencia real en cuerpo y pensamiento, en carne y hueso, lo que bien pudo pasar, aunque tampoco yo puedo asegurar la realidad empírica del hecho.
Y después de todo, quizás, puede que no sea tan fiero como él se quiere pintar...
(1929)

27
mayo

Adonis (II)

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Los poemas pertenecen a "Celebración del claroscuro" publicado en 1988. La traducción directa del árabe es de María Luisa Prieto.

Celebración de la soledad
Soledad: jardín
con un solo árbol.

Sé ausencia
para permanecer como pregunta.

El arco iris juró
vagar eternamente
porque perdió su primera casa.

Ayer, al despertarme,
vi al sol frotarse los ojos
en el cristal de mi ventana.

Las palabras que conozco se han tornado
bosque de tristeza.

¿Por qué aquella noche sentí
que el cielo era la guitarra de la noche
y las estrellas sus cuerdas rotas?
¿Será porque dormí solo?

Ahora sé por qué
alaban, a veces, a las tinieblas
los que no sueñan más que con la luz.

Puedes protegerte contra todo
menos contra el tiempo.


Celebración de la realidad
Por alto y radiante que sea el deseo
no puede tocar el cuello del sol.

La realidad es la flor más marchita
en el jardín de las palabras.

Realidad: sueño que no visita
ni hace amistad
más que con los párpados durmientes.

A veces el cuerpo parece un árbol
cuyo más bello fruto, el sueño,
no se puede recoger.

No hay diálogo entre el fuego y el agua:
un abrazo
hasta extinguirse.

La realidad
en la que se han convertido los caminos de la derrota
es la única
que conduce a los caminos de la libertad.

El olvido tiene una guitarra
en la que el recuerdo toca
sus calladas tristezas.


Celebración del claroscuro
La vida es el elixir de la muerte,
por eso la muerte no envejece jamás.

El mar no sabe bailar
ni dormir
más que desnudo.

Amor: eternidad que dura un solo instante.
Odio: instante que dura como si fuera eterno.

La playa usa el tiempo
para permanecer sentada.
Las olas usan el tiempo
para permanecer en movimiento.

La alegría tiene alas
pero no tiene cuerpo.
La tristeza tiene cuerpo
pero no tiene alas.

La rosa es la estación del ojo,
su perfume, la estación del corazón.

Ola: guitarra
cuyas cuerdas son las playas.

El desierto se fue lejos por amor al sol.
Así se quemó.
La ceniza tiene siempre mirada de despedida.
El fuego tiene siempre mirada de encuentro.

Jardín: mujer
cuyo cuerpo es la tierra
y la hierba el vestido.

Rosa: barco que navega por el aire
con un solo pasajero: el perfume.

¿Es pecado el deseo?
Tal vez, a veces.
Pero el placer
es siempre casto.

25
mayo

Topo

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Grupo mítico del rock español. Fue creado por Lele Laina y José Jiménez (el bajo en sus manos dejó de ser una simple base rítmica) cuando decidieron que en Asfalto ya habían cumplido (el primer disco de Asfalto es una colección de temas que ya son clásicos del rock español).


Vallekas 1996
La distopía vallecana por excelencia. José Jiménez tiene una coreografía un tanto a lo Angus Young. La introducción de Laina a la parte lenta de la canción recuerda demasiado a la introducción de "Rocinante" (que también era suya, claro). La grabación es de 1978.


Mis amigos dónde estarán
Aunque hay videos modernos grabados en directo, en ellos ya no están ni Terry Barrios ni Victor Ruiz, así que mejor el original, aunque sea sin video.

23
mayo

Evelyn Waugh - "El hombre al que le gustaba Dickens"

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Este cuento fue escrito entre 1932 y 1933 y publicado en el número de septiembre de la revista Cosmopolitan (ignoro si es la misma revista que hoy se publica). Es un cuento que se nutre de las experiencias como viajero y explorador de Waugh. Parece ser que el personaje de McMaster del cuento está basado en un personaje real, el señor Christie, al que Waugh conoció en Brasil.
Este cuento, con los cambios de rigor, se convirtió en el final de Un puñado de polvo, la novela que publicó en 1934.
¿Será lo de la foto lo que Kingsley Amis llamaba "poner cara de Waugh"?

Salvo unas pocas familias de indios shiriana, nadie sabía de la existencia del señor McMaster, pese a que hacía casi sesenta años que vivía en el Amazonas. Tenía su casa en una pequeña sabana —esas extensiones de arena y hierba que ocasionalmente afloran en esos parajes— de unos cuatro kilómetros de punta a punta y rodeada de selva por los cuatro costados.
El arroyo que la regaba no aparecía en ningún mapa; discurría entre rápidos, siempre peligroso y la mayor parte del año intransitable, hasta desembocar en la parte alta del río Uraricoera, cuyo curso, por más que claramente dibujado en cualquier atlas escolar, sigue siendo objeto de especulación. Ninguno de los habitantes del distrito, a excepción del señor McMaster, había oído hablar jamás de Colombia, Venezuela, Brasil o Bolivia, países todos ellos que en un momento u otro reivindicaron su posesión.
La casa del señor McMaster era más grande que la de sus vecinos, pero similar en todo lo demás: un techo de paja de palmera, paredes de barro y cañas hasta la altura del pecho y un suelo de barro. Era propietario de una docena de reses raquíticas que pastaban en la sabana, una plantación de mandioca, unos cuantos mangos y plataneros, un perro y, cosa insólita en el vecindario, una escopeta de retrocarga de un solo cañón. Los pocos productos que utilizaba del mundo exterior le llegaban a través de una larga serie de comerciantes, tras pasar de mano en mano en trueques realizados en una docena de lenguas diferentes desde el extremo de uno de los hilos más largos de la telaraña mercantil que se extiende desde Manaos hasta la inalterable y remota selva.
Un día, mientras el señor McMaster llenaba unos cartuchos, un shiriana fue a verle con la noticia de que un hombre blanco se aproximaba por la selva, solo y muy enfermo. McMaster cerró el cartucho, lo introdujo en la escopeta, se guardó en el bolsillo los que estaban listos y partió en la dirección indicada.
El hombre había salido ya de la espesura cuando McMaster dio con él: estaba sentado en el suelo y su aspecto, efectivamente, no inspiraba nada bueno. No llevaba sombrero ni botas y su ropa estaba tan desgarrada que sólo la humedad del cuerpo la mantenía adherida al mismo; tenía los pies llenos de cortes y desmesuradamente hinchados, y la piel que llevaba al descubierto estaba mancillada por picaduras de insecto y mordeduras de murciélago, y en sus ojos se adivinaba la fiebre. Parecía estar delirando, pero dejó de hablar para sí cuando el señor McMaster llegó a su altura y le habló en inglés.
—Estoy cansado —dijo el hombre; y luego—: No puedo continuar. Me llamo Henry y estoy muy cansado. Anderson murió. Eso fue hace mucho. Supongo que le pareceré muy raro.
—Lo que me parece, amigo mío, es que está muy enfermo.
—Sólo cansado. Debe de hacer meses que no como nada.
El señor McMaster le ayudó a ponerse en pie y, sosteniéndolo por un brazo, lo condujo hacia la casa entre montículos de hierba.
—Es un trecho muy corto. Cuando lleguemos, le daré algo para que se sienta mejor.
—Es usted muy amable, gracias. —Y añadió—: Oiga, veo que habla inglés. Yo también soy inglés. Me apellido Henry.
—Bien, señor Henry, pues ya no tiene que preocuparse más. Está enfermo y ha tenido un arduo viaje. Yo cuidaré de usted.
Siguieron adelante, muy despacio, hasta llegar a la casa.
—Túmbese en esa hamaca; mientras yo iré a buscar algo para usted.
El señor McMaster entró en la parte de atrás de la casa y sacó un bote de debajo de una pila de pieles animales. Dentro había una mezcla de corteza y hojas secas. Cogió un puñado y salió adonde estaba la lumbre. De regreso ayudó a Henry a beber la pócima de hierbas dentro de una calabaza hueca colocándole una mano en la nuca para levantarle la cabeza. El hombre sorbió, y el amargor le hizo estremecerse un poco.
Cuando se la hubo terminado, el señor McMaster tiró al suelo los posos. Henry volvió a recostarse, sollozando por lo bajo, y, unos minutos después, cayó sumido en un sueño profundo.

«Infortunada.» Ése fue el epíteto que aplicó la prensa a la expedición Anderson a la región brasileña del Parima y curso superior del Uraricoera. Cada etapa de la aventura, desde los preliminares en Londres hasta su trágico final en el Amazonas, se había visto marcada por la desgracia. Fue como consecuencia de uno de los primeros contratiempos que Paul Henry se vio involucrado en la expedición.
Él no tenía madera de explorador: era un joven sereno y bien parecido, de gustos exigentes y envidiables posesiones, y, sin ser un intelectual, sabía apreciar la buena arquitectura y el ballet, había viajado por las zonas más accesibles del planeta, era coleccionista, pero no un connoisseur, caía bien a las anfitrionas y sus tías lo adoraban. Estaba casado con una mujer de extraordinaria belleza y encanto personal, y fue precisamente ella quien trastornó la apacible existencia de Henry al confesar su amor hacia otro hombre por segunda vez en los ocho años que llevaban casados. La primera había sido un fugaz encaprichamiento con un tenista profesional; la segunda, ya más seria, con un capitán de la guardia Coldstream.
Lo primero que se le ocurrió a Henry bajo el efecto de la sorpresa de esta revelación fue salir a cenar solo. Pertenecía a cuatro clubes, pero en tres de ellos corría el riesgo de toparse con el amante de su esposa. Así, eligió uno al que raramente iba y que solía estar concurrido por un grupito de editores, abogados y hombres del mundo académico a la espera de ser elegidos para el Ateneo.
Terminada la cena, entabló conversación con el profesor Anderson y supo así de la expedición que éste planeaba hacer a Brasil. La adversidad que a la sazón estaba retardando las cosas era que el secretario les había escamoteado dos tercios del capital destinado a la expedición. Los protagonistas estaban a punto —el profesor Anderson, el antropólogo Simmons, el biólogo Necher, el agrimensor Brough, un mecánico y un radiotelegrafista— y ya tenían el material científico metido en cajas y listo para ser embarcado, y los papeles necesarios sellados y firmados por las autoridades competentes, pero, continuó explicando Anderson, a menos que consiguieran mil doscientas libras, tendrían que abandonar la empresa.
Como se ha dado a entender, Henry vivía holgadamente; la expedición duraría entre nueve meses y un año; si renunciaba a su casa de campo (dedujo que su mujer preferiría quedarse en Londres para estar cerca de su amigo), tendría para cubrir la cantidad requerida y más.
Pensó incluso que la expedición y el viaje en sí, con su promesa de exotismo, podían despertar las simpatías de su mujer. Y así, por las buenas, junto a la lumbre del club, decidió apuntarse a la expedición Anderson.
Aquella noche, al llegar a casa, le dijo a su esposa:
—He decidido lo que voy a hacer.
—¿Sí, cariño?
—¿Estás segura de que ya no me amas?
—Pero, cariño, ¡tú sabes que te adoro!
—Ya, pero ¿estás segura de que quieres más a ese guardia, Tony no sé qué más?
—Oh, sí, muchísimo más. Ni punto de comparación.
—De acuerdo, entonces. Durante un año no voy a dar ningún paso en lo referente a un divorcio. Tendrás tiempo de sobra para reflexionar. Yo me marcho la semana que viene al Uraricoera.
—¡Cielos! ¿Y eso dónde está?
—No lo sé exactamente. Creo que en Brasil. Una zona sin explorar. Estaré ausente todo un año.
—Pero cariño, ¡qué vulgaridad! Como en los libros, ¿no? Quiero decir, caza mayor y todo eso...
—Es obvio que ya has descubierto que soy una persona muy vulgar.
—Un momento, Paul, no te pongas desagradable... Oh, el teléfono. Será Tony, supongo. Si es él, ¿te importaría dejar que hable un ratito a solas?
Pero los diez días siguientes, con los preparativos, ella se mostró mucho más tierna, y dejó plantado por dos veces a su guardia para acompañar a Henry a las tiendas donde había de elegir sus pertrechos —e insistiendo en que se comprara una faja de esmoquin de estambre—.
La última noche antes de partir, ella organizó una fiesta-cena en el Embassy y le dijo que podía invitar a todos los amigos que le apeteciera; a Henry no se le ocurrió nadie más que el profesor Anderson, que compareció vestido de extraña forma, bailó incansablemente y cayó más o menos mal a todo el mundo. Al día siguiente, la señora Henry acompañó a su marido al tren que enlazaba con el barco y le hizo entrega de una sábana azul cielo, extravagantemente suave, dentro de una funda de ante del mismo color provista de cremallera y monograma. Luego le dio un beso de despedida, diciendo: «Cuídate, en ese sitio al que vais».
Si hubiera seguido caminando hasta Southampton podría haber presenciado dos hechos dramáticos. El señor Brough no había acabado de subir la pasarela cuando fue arrestado por deudas (cuestión de 32 libras esterlinas); la publicidad generada por los peligros de la expedición había puesto en marcha la rueda de la justicia. Henry se ocupó de pagar.
Empero, el segundo contratiempo no tenía tan fácil solución. La madre del señor Necher había llegado al barco antes que ellos; llevaba consigo una revista de misioneros donde acababa de leer una descripción de la selva amazónica. Por nada del mundo iba a permitir que su hijo partiera de viaje; se quedaría a bordo hasta que bajase a tierra. Y, si era necesario, partiría con él, pero de ninguna manera iba a permitir que se fuera solo a esos bosques. No hubo forma de hacer desistir de su empeño a aquella anciana tan decidida; al final, cinco minutos antes de la hora de embarque, consiguió llevarse a su hijo y la expedición se quedó sin biólogo.
Tampoco la adhesión del señor Brough iba a durar mucho tiempo. Viajaban en un buque transatlántico que llevaba pasajeros en una travesía de ida y vuelta. Una semana después de zarpar de Inglaterra y sin haberse acostumbrado apenas al vaivén del barco, el señor Brough ya se había prometido en matrimonio; y estaba prometido todavía, pero a otra dama, cuando arribaron a Manaos y no quiso saber nada de continuar en la expedición, de modo que, tras conseguir que Henry le costeara el billete de regreso, recaló de nuevo en Southampton prometido a la primera de las dos, con la que se casó a renglón seguido.
Una vez en Brasil, ninguno de los funcionarios a quienes iban dirigidas sus credenciales estaba en activo. Mientras Henry y el profesor Anderson negociaban con los nuevos administradores, el doctor Simmons viajó río arriba hasta Boa Vista, donde estableció un campamento base con gran parte de las provisiones. Provisiones de las que se apropió instantáneamente la guarnición revolucionaria, siendo el propio Simmons encarcelado durante unos días y sometido a humillaciones diversas que lo enfurecieron hasta el punto de que, no bien fue puesto en libertad, puso rumbo hacia la costa deteniéndose apenas en Manaos el tiempo suficiente como para comunicar a sus colegas que quería presentar personalmente una denuncia ante las autoridades nacionales en Río de Janeiro.
Así pues, y pese a que estaban a un mes de viaje del inicio de sus trabajos, Henry y el profesor Anderson se encontraron de pronto solos y privados de la mayor parte de sus pertrechos. No había ni que pensar en la ignominia de una vuelta inmediata. Barajaron la idea de que tal vez fuese conveniente pasar unos meses de incógnito en Madeira o Tenerife, pero incluso allí era probable que los detectaran; habían salido demasiadas fotografías en la prensa ilustrada londinense antes de su partida. Finalmente, con el ánimo por los suelos, los exploradores partieron solos hacia el Uraricoera con escasas esperanzas de lograr algo que valiera la pena.
Durante siete semanas recorrieron verdes y húmedos túneles que se abrían paso entre la selva. Sacaron algunas instantáneas de indios misántropos desnudos; metieron varias serpientes en botellas, que perdieron cuando su canoa volcó en los rápidos; pusieron a prueba sus sistemas digestivos ingiriendo nauseabundos brebajes en fiestas indígenas; un buscador de minas guayanés les robó todo el azúcar que les quedaba. Por último, el profesor Anderson contrajo la mortífera malaria, parloteó sin fuerzas durante unos días tumbado en una hamaca, entró en coma y falleció, dejando a Henry solo con una docena de remeros de la tribu maku, ninguno de los cuales hablaba una sola palabra de ningún idioma que él conociera. Dieron media vuelta y se dejaron llevar aguas abajo con un mínimo de provisiones y nula confianza mutua.
Aproximadamente una semana después de que muriera el profesor Anderson, Henry descubrió una mañana al despertar que los chicos y la canoa habían desaparecido, y lo habían dejado allí con sólo la hamaca y un pijama, a unos trescientos o cuatrocientos kilómetros del asentamiento más cercano. La naturaleza le impedía permanecer donde estaba pese a que no tenía mucho sentido moverse de allí. Se puso en marcha siguiendo el curso del río; al principio albergaba la esperanza de encontrar una canoa, pero al poco rato la selva entera le pareció poblada de apariciones que era incapaz de explicarse. Siguió adelante, a ratos por el agua, a ratos entre la espesura.
En el fondo siempre había tenido la vaga certeza de que la jungla era pródiga en alimentos, que existía en ella peligro de serpientes y de fieras salvajes, pero no de morir de hambre. Sin embargo, empezaba a darse cuenta de que no era así en absoluto. La selva consistía únicamente en árboles de troncos inmensos incrustados en una maraña de espinos y lianas, que nada tenían de nutritivo. El primer día sufrió lo indecible. Más adelante quedó como anestesiado, y la conducta de los pobladores que salían a su encuentro con librea de lacayo para llevarle la cena y que luego, irresponsablemente, se esfumaban o destapaban las fuentes mostrándole las tortugas vivas que contenían le causó más engorro que otra cosa. Muchas personas que conocía de Londres se pusieron a correr a su alrededor lanzando exclamaciones de burla, haciéndole preguntas cuya respuesta no podía conocer. También apareció su mujer, en un momento dado, y Henry se alegró de verla pensando que se habría cansado del guardia y que había venido a buscarle; pero, al igual que todos los demás, desapareció al poco rato.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que era imprescindible llegar hasta Manaos; eso le sirvió para redoblar sus energías, a expensas de golpearse con los cantos rodados en el río y de engancharse con las lianas. «No debo malgastar fuerzas», se dijo. Pero luego lo olvidó también y ya no fue consciente de nada más hasta que se vio tendido en una hamaca en casa del señor McMaster.

La recuperación fue lenta. Al principio se alternaban los días de lucidez con los de delirio; luego, poco a poco, la fiebre fue bajando y permaneció consciente aun en plena enfermedad. Los días de fiebre disminuyeron hasta lo que se considera normal en el trópico, alternados con largos períodos de relativa salud. El señor McMaster le administró remedios de hierbas con regularidad.
—Es repugnante —dijo Paul Henry—, pero la verdad es que cura.
—En la selva hay medicinas para todo —repuso el señor McMaster—, unas curan y otras hacen enfermar. Mi madre, que era india, me enseñó mucho sobre hierbas. Otras cosas las he ido aprendiendo gracias a mis diferentes esposas. Hay plantas para curar y plantas para dar fiebre, para matar y para volverlo a uno loco, para ahuyentar serpientes, para embriagar a los peces de manera que uno pueda sacarlos del agua con las manos como quien arranca fruta del árbol. Hay medicinas que ni siquiera yo conozco. Dicen que es posible resucitar a un muerto después de que empieza a heder, aunque yo eso no lo he visto.
—Pero usted es inglés, ¿no?
—Mi padre lo era... Bueno, de las Barbados. Llegó como misionero a la Guayana británica. Estaba casado con una blanca, pero la dejó en la Guayana para ir a buscar oro. Luego conoció a la que sería mi madre. Las shirianas son feas, pero están mucho por uno. Yo he tenido un montón.
La mayor parte de los que viven en esta sabana son hijos míos. Por eso obedecen, y también porque tengo la escopeta. Mi padre murió muy viejo, de hecho, no hace ni veinte años. Era un hombre con cultura. ¿Usted sabe leer?
—Naturalmente.
—No todo el mundo es tan afortunado. Yo no sé leer.
Henry se rió como disculpándose.
—Pero supongo —dijo— que aquí no tiene oportunidad de hacerlo.
—Al contrario, por eso lo digo. Tengo muchísimos libros. Se los mostraré cuando se encuentre mejor. Hasta hace cinco años había aquí un inglés; bueno, era de raza negra, pero había estudiado en Georgetown. Hasta que se murió, cada día me leía un rato. Cuando se encuentre usted mejor, tendría que leerme algo.
—Será un placer.
—Sí, sí, tiene que leerme —repitió el señor McMaster, mientras sostenía la calabaza con el brebaje.
Durante los primeros días de convalecencia Henry no conversó apenas con su anfitrión; permanecía tumbado en la hamaca con la mirada fija en el techo de paja pensando en su mujer, reproduciendo una vez y otra diversos incidentes de su vida en común, incluidos los líos de ella con el tenista y el militar. Los días, de exactamente doce horas de duración, transcurrían todos iguales. El señor McMaster se iba a acostar al ponerse el sol y dejaba una pequeña lámpara encendida —una mecha tejida a mano dentro de un cazo con grasa de buey— para ahuyentar a los murciélagos vampiro.
La primera vez que Henry abandonó la casa, el señor McMaster lo llevó a dar un corto paseo por la finca.
—Le enseñaré la tumba del negro —dijo, conduciéndolo hasta un túmulo entre mangos—. Fue muy bueno conmigo. Cada tarde, hasta que se murió, me leía un poco. Creo que pondré una cruz para conmemorar su muerte y la llegada de usted; me parece una buena idea. ¿Usted cree en Dios?
—La verdad es que no he pensado mucho en ello.
—No pasa nada. Yo, en cambio, sí le he dado muchas vueltas y todavía no sé... Dickens sí creía.
—Supongo.
—Desde luego, está clarísimo en todos sus libros. Ya lo verá.
Aquella tarde el señor McMaster empezó a construir una cabecera para la tumba del negro. Trabajaba con un cepillo grande de carpintero y tan recia era la madera, que rechinaba como el metal.
Por fin, después de que Henry pasara seis o siete días seguidos sin fiebre, el señor McMaster le dijo:
—Creo que ya está bueno para ver los libros.
En un extremo de la cabaña había una especie de desván formado por una plataforma basta sujetada en los aleros del tejado. El señor McMaster apoyó en ella una escalera de mano y subió. Henry lo hizo después, todavía débil. El señor McMaster se sentó en la plataforma y Henry miró desde el peldaño superior de la escalera. Había unos cuantos paquetes apilados y atados con trapos, hoja de palma y cuero crudo.
—No ha sido fácil cortar el paso a gusanos y hormigas. Dos están casi completamente comidos. Pero hay un aceite que los indios saben cómo elaborar y que es muy útil.
Desenvolvió el paquete que estaba más a mano y le pasó a Henry un libro encuadernado en piel de becerro. Era una vieja edición norteamericana de Casa desolada.
—No importa por cuál empecemos.
—¿Es muy aficionado a Dickens?
—Hombre, desde luego. Mucho más que aficionado, diría yo. Verá, estos libros son los únicos que he oído leer. Mi padre solía leerlos, después ese hombre negro que le digo... y ahora usted. Los he oído ya varias veces, pero no me canso nunca; siempre hay alguna cosa que aprender, con tantos personajes, tantas situaciones, tantas palabras... Tengo la obra entera de Dickens menos esos dos que devoraron las hormigas. Se tarda mucho en leerlos todos; más de dos años.
—Seguro que habrá de sobra para lo que dure mi estancia —dijo Henry.
—Yo espero que no. Es estupendo empezar de nuevo. Creo que cada vez encuentro más cosas que disfrutar y que admirar.
Bajaron el primer tomo de Casa desolada y esa misma tarde Henry hizo su primera lectura.
Siempre le había gustado bastante leer en voz alta y de recién casado había compartido así varios libros con su esposa, hasta que un día ella le confió (no solía hacer confidencias) que le resultaba una tortura tener que escuchar. Alguna vez, después de aquello, había pensado que quizá sería bonito tener hijos a quienes leer. Pero el señor McMaster era un público sin parangón.
El viejo estaba a horcajadas de la hamaca, enfrente de Henry, mirándolo a los ojos y siguiendo las palabras con los labios, sin emitir sonido.
Con frecuencia, cuando aparecía un personaje nuevo, decía: «Repita el nombre; ya no me acordaba de él», o bien: «Sí, sí, ya la recuerdo. Al final muere, pobre mujer». Interrumpía a menudo para hacer preguntas; no, como Henry habría podido pensar, sobre las circunstancias de la trama — cosas como la jurisprudencia del tribunal de la Cancillería o las convenciones sociales de la época—, sino siempre sobre personajes. «¿Y por qué dice eso? ¿De veras lo piensa así? ¿Siente un desfallecimiento debido al calor del fuego, o por algo que ha leído en ese periódico?» Reía a carcajadas todos los chistes y algunos fragmentos que a Henry no le parecían graciosos, y le pedía que volviera a leerlos dos o tres veces. Y, más adelante, al oír relatar las penurias de los parias de Tom-all-Alone, gruesas lágrimas le rodaron mejilla abajo hasta la barba. Sus comentarios eran poco profundos. «A mí me parece que Dedlock es muy orgulloso», o: «Mrs. Jellyby debería cuidar mejor a sus hijos». Henry se lo pasaba tan bien leyendo como el otro escuchando.
Al término del primer día el viejo dijo:
—Lee usted muy bien, y con mucho mejor acento que el negro. Y lo explica mejor. Es casi como si mi padre volviera a estar aquí.
Y siempre, al final de una sesión de lectura, daba las gracias educadamente a su invitado:
—He disfrutado mucho. Era un capítulo extraordinariamente angustioso. Claro que, si la memoria no me falla, al final todo acaba bien.
Sin embargo, que el viejo gozara escuchando leer dejó de ser una novedad hacia la mitad del segundo tomo, y Henry empezaba a inquietarse ahora que se sentía bastante recuperado. En más de una ocasión sacó a relucir su partida, haciendo preguntas sobre canoas, la temporada de lluvias, la posibilidad de encontrar un guía. Pero McMaster no parecía captar estas claras insinuaciones.
Un día, mientras pasaba el pulgar por las páginas pendientes de lectura de Casa desolada, Henry dijo:
—Todavía nos falta mucho para el final. Espero que pueda terminarlo antes de marcharme.
—Desde luego —dijo el señor McMaster—. No se preocupe por eso, amigo mío. Tendrá tiempo de terminarlo.
Fue la primera vez que Henry detectó algo levemente amenazador en la conducta de su anfitrión. Aquella tarde, al ponerse el sol, durante la frugal cena de farinetas y cecina de buey, Henry volvió a sacar el tema.
—Sabe, señor McMaster, creo que ha llegado el momento de que vaya pensando en regresar a la civilización. Ya he abusado demasiado tiempo de su hospitalidad.
El señor McMaster se inclinó sobre su plato y continuó masticando, sin hacer caso.
—¿Cuándo cree usted que podré conseguir una barca...? Digo que cuándo le parece que podré conseguir una barca. Le estoy muy agradecido por toda la amabilidad que ha mostrado conmigo, pero...
—Amigo mío, lo que pueda haber hecho por usted queda ampliamente compensado por su lectura de Dickens. No volvamos a hablar más del asunto.
—Me alegro de que le guste a usted tanto. Yo también lo he pasado bien. Pero, verá, es preciso que vaya pensando en volver...
—Sí —contestó el señor McMaster—. El negro también decía lo mismo. Se pasaba el tiempo pensando en eso. Al final murió aquí...
Henry lo intentó de nuevo por dos veces al día siguiente, pero el viejo le salió con evasivas.
—Disculpe, señor McMaster —dijo Henry—, pero debo insistir en ello. ¿Cuándo puedo conseguir una barca?
—No hay ninguna barca.
—Bueno, pero los indios pueden construir una.
—Espere a las lluvias. Ahora el río no lleva agua suficiente.
—¿Y cuánto falta para eso?
—Oh, un mes, quizá dos...
Cuando habían terminado ya Casa desolada y les faltaba poco para completar Dombey e hijo, empezó a llover.
—Ha llegado el momento de hacer los preparativos.
—No puede irse ahora. Los indios no construyen barcas durante la temporada de lluvias; es una de sus supersticiones.
—Podría habérmelo dicho.
—¿No se lo expliqué? Qué memoria la mía.
A la mañana siguiente, Henry salió solo mientras el viejo estaba ocupado y, fingiendo andar sin rumbo fijo, cruzó la sabana en dirección a las casas de los indios, delante de una de las cuales había varios shirianas sentados. No levantaron la vista al verlo acercarse. Él les habló en las pocas palabras de maku que había aprendido durante el viaje, pero los indios no dieron muestras de entenderle, ni tampoco de lo contrario.
Entonces dibujó una canoa en la arena, recurrió a la mímica para expresar actividad de carpintero, los señaló a ellos y después a sí mismo y finalmente indicó por gestos que les entregaba algo a modo de trueque, esbozando en la arena el perfil de una escopeta, un sombrero y otros artículos reconocibles. Aparte de una de las mujeres, que soltó una risita, nadie dio la más mínima muestra de comprender, y Henry se marchó insatisfecho.
Durante el almuerzo el señor McMaster dijo:
—Señor Henry, me han contado los indios que intentaba usted hablar con ellos. Es mejor que me utilice a mí de intermediario. Ya habrá comprendido, estoy seguro, que ellos no harían nada sin mi autorización. Se consideran hijos míos, y en muchos casos con razón.
—Bueno, verá, les preguntaba por una canoa.
—Eso me han dado a entender... Bien, si ha terminado de comer, quizá podríamos leer otro capítulo. Estoy muy metido en ese libro.
Terminaron Dombey e hijo; había transcurrido casi un año desde que Henry zarpara de Inglaterra y sus lúgubres presentimientos de que el exilio iba a ser permanente cobraron un nuevo y repentino sentido cuando descubrió, entre las páginas de Martin Chuzzlewit, un documento escrito a lápiz con una letra bastante irregular.
Año 1919
Yo James McMaster de Brasil juro ante Barnabas Washington de Georgetown que si termina este libro o sea Martin Chuzzlewit le dejaré marcharse tan pronto hayamos llegado al final.
A continuación, una X escrita con trazo fuerte y después: el señor McMaster puso este signo, firmado Barnabas Washington.
—Señor McMaster —dijo Henry—. Debo hablarle con franqueza. Usted me salvó la vida; cuando regrese a la civilización, le recompensaré lo mejor posible. Le daré lo que sea, dentro de lo razonable. Pero ahora mismo me está usted reteniendo en contra de mi voluntad. Exijo mi liberación.
—¿Y quién le retiene aquí, amigo mío? Es usted libre de irse cuando le plazca.
—Sabe perfectamente que no puedo hacerlo sin su ayuda.
—En ese caso, sea usted bueno con un anciano y léame otro capítulo.
—Señor McMaster, le juro por lo que más quiera que en cuanto llegue a Manaos buscaré a alguien para que me sustituya. Pagaré a un hombre que le lea a todas horas.
—Pero si yo no necesito a otro. Usted lee muy bien.
—Es la última vez que lo hago.
—Confío en que no sea así —dijo educadamente el señor McMaster.
Aquella noche hubo solamente un plato de cecina y farinetas: el señor McMaster cenó solo. Henry se quedó en la hamaca sin hablar, mirando al techo.
Al mediodía siguiente, sólo hubo plato para el señor McMaster, pero esta vez, sobre sus rodillas, estaba la escopeta, lista para disparar.
Henry reanudó la lectura de Martin Chuzzlewit donde la habían dejado.
Fueron pasando las semanas. Leyeron Nicholas Nickleby, La pequeña Dorrit y Oliver Twist. Y entonces llegó a la sabana un desconocido, un buscador de minas mestizo, ese tipo de solitario que vaga durante años por la selva siguiendo el curso de los riachuelos, cribando la grava y llenando de polvo de oro su saquito de cuero, onza a onza, y las más de las veces muriendo de frío e inanición con quinientos dólares en oro colgados del cuello. El señor McMaster se sintió irritado por su llegada; le ofreció farinetas y passo, pero, al cabo de una hora, ya le estaba despidiendo. Henry, sin embargo, aprovechó la oportunidad para escribir su nombre en un trozo de papel y ponérselo disimuladamente en la mano al buscador.
A partir de entonces hubo esperanza. Los días se sucedían con su rutina de siempre; café al salir el sol, mañana de inactividad mientras el señor McMaster andaba atareado con las faenas de la granja; farinetas y passo a mediodía, Dickens por la tarde, farinetas y passo y a veces fruta para cenar, silencio desde la puesta de sol hasta el amanecer, la mecha ardiendo en la grasa de buey y el techo de hojas apenas visible en lo alto; pero Henry vivía calladamente confiado y a la expectativa.
Tarde o temprano, si no el año en curso, quizás el siguiente, el buscador de minas llegaría a una aldea con noticias de su hallazgo. Las desgracias acaecidas a la expedición Anderson no podían haber pasado desapercibidas. Henry se imaginaba los titulares que habría publicado la prensa popular; cabía la posibilidad de que hubiera aún equipos de rescate explorando la región que él había atravesado; cualquier día oirían voces hablando en inglés y aparecería de entre la espesura una docena de simpáticos aventureros. Mientras leía Dickens, siguiendo sin más la letra impresa y mentalmente muy lejos del viejo perturbado que le escuchaba con ansia, empezó a imaginar diversas etapas de lo que sería su vuelta a casa: readaptarse poco a poco a la civilización; afeitarse y comprar ropa nueva en Manaos, telegrafiar para que le enviaran dinero, recibir mensajes de enhorabuena, disfrutar de la tranquila travesía fluvial hasta Belem y, después, del crucero hasta Europa; paladear un buen burdeos, carne fresca y verduras tiernas; su timidez al reencontrarse con su esposa y la incertidumbre acerca de cómo dirigirse a ella... «Pero, cariño, has estado fuera mucho más tiempo del que dijiste. Ya casi pensaba que te habías perdido...»
Y entonces el señor McMaster interrumpía sus pensamientos.
—¿Le importaría leer otra vez ese pasaje? Es uno de los que más me gusta.
Transcurrían las semanas y no había el menor indicio de que vinieran a rescatarlo, pero Henry soportaba cada jornada pensando en lo que podía depararle la siguiente; llegó incluso a sentir un asomo de cordialidad por su carcelero y de ahí que estuviera dispuesto a acompañarlo cuando una noche, después de conferenciar largamente con un vecino indio, el señor McMaster propuso una celebración.
—Es un día festivo en la región —explicó— y han preparado piwari. Puede que no le guste, pero debería probarlo. Esta noche iremos a casa de ese hombre.
Así pues, terminada la cena se sumaron a la partida de indios congregados alrededor del fuego, en una de las chozas que había al otro lado de la sabana. Cantaban de un modo monótono y desganado mientras se pasaban de boca en boca una calabaza grande que contenía un líquido.
Ofrecieron cuencos individuales a Henry y al señor McMaster, que fueron invitados a ocupar sendas hamacas.
—Tiene que beberlo de un solo trago; es la etiqueta.
Henry bebió el oscuro brebaje procurando no saborearlo. Pero no era desagradable, no era áspero y fangoso al paladar como la mayoría de los que le habían dado a beber en Brasil, sino que tenía un deje a miel y pan moreno. Luego, se retrepó en la hamaca sintiéndose extrañamente satisfecho. Quizá en aquel mismo momento el grupo de rescate estaba acampado a sólo unas horas de camino. Le fue entrando sueño y un suave calorcillo. Los cánticos se sucedían con un aire de liturgia, interminablemente. Le ofrecieron otro cuenco de piwari y Henry lo devolvió vacío.
Tumbándose cuan largo era, se dedicó a contemplar las sombras en el techo mientras los shiriana empezaban a bailar. Luego cerró los ojos y pensó en Inglaterra y en su mujer, y se quedó dormido.
Cuando despertó se hallaba todavía en la choza india y tuvo la sensación de haber dormido mucho más de lo habitual. Supo, por la posición del sol, que era media tarde. No había nadie alrededor. Al mirarse el reloj, descubrió con sorpresa que no lo llevaba puesto. Supuso que se lo habría dejado en la casa antes de salir para la fiesta.
«Seguro que anoche me emborraché —pensó—. Es traicionera, esa bebida.» Le dolía la cabeza y temió que volviera a tener fiebre. Al levantarse de la hamaca comprobó que le costaba sostenerse en pie; andaba haciendo eses y sentía la misma confusión mental que durante las primeras semanas de su convalecencia. Mientras cruzaba la sabana se vio obligado a detenerse más de una vez, cerrar los ojos, y respirar profundamente. Cuando llegó a la casa se encontró al señor McMaster allí sentado.
—Ah, amigo mío, llega tarde para la lectura. Queda apenas media hora de luz. ¿Cómo se encuentra?
—Hecho un asco. Parece que esa bebida no me sienta bien.
—Le daré algo y enseguida se encontrará mejor. La selva tiene remedio para todo; para mantener despierto y para hacer dormir...
—¿No ha visto mi reloj por alguna parte?
—¿Lo ha extraviado?
—Sí, creí que lo llevaba puesto. Cielos, jamás había dormido tantas horas.
—Desde que era usted un bebé, en efecto. ¿Sabe cuánto tiempo ha dormido? Dos días.
—Imposible.
—Lo digo en serio. Mucho tiempo. Una lástima, porque se perdió usted a nuestros invitados.
—¿Qué invitados?
—Hombre, no sabe lo entretenido que he estado mientras usted dormía. Vinieron tres hombres, tres ingleses. Qué pena que no estuviera usted aquí. Y qué pena para ellos, claro, porque tenían muchas ganas de verle. Pero ¿qué podía hacer yo? Dormía usted como un tronco. Esos hombres venían desde muy lejos en su busca, de modo que como no estaba usted en condiciones de venir a saludarlos (pensé que no le iba a importar) les di un pequeño recuerdo: el reloj. Necesitaban algún objeto suyo que mostrar a su mujer, quien según parece ha ofrecido una gran recompensa a quien le lleve noticias de su paradero. Quedaron muy contentos con el reloj. Ah, y sacaron algunas fotos de la cruz que puse para conmemorar su llegada. Eso también les gustó. Yo diría que eran fáciles de contentar. Pero, bueno, no creo que vuelvan a visitarnos, esto está tan apartado... Sin otro placer que la lectura... Dudo mucho que volvamos a tener otra visita... Bien, le traeré una medicina para que se sienta mejor. Tiene dolor de cabeza, me juego lo que sea... Hoy no habrá Dickens..., pero mañana sí, y pasado mañana, y el otro... Yo leería otra vez La pequeña Dorrit. Cada vez que oigo ciertos pasajes de ese libro, casi me entran ganas de llorar.

20
mayo

Esteban Echeverría - "El matadero"

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Novelista, cuentista y poeta argentino. Perteneció a la Generación del 37, un grupo que adoptó como modelo el Romanticismo francés e inglés y que se comenzó a alejar de la tradición española. Su obra también está caracterizada por las posiciones políticas de sus componentes que motivaron el exilio de Echeverría (lo mismo que le ocurriera a Juana Manuela Gorriti).
Este cuento, sin embargo, no pertenece al romanticismo sino que está considerado el primer cuento realista argentino. Fue escrito entre 1838 y 1840 pero no fue publicado hasta 1871 en la Revista del Río de la Plata. Considerado una metáfora de la situación política de la región del Río de la Plata durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, conviene echarle un vistazo a ese periodo histórico para entender mejor lo que se cuenta en él.

A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración pasaban por los años de Cristo de 183… . Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustine, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula, y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad, circunvalada del norte al este por una cintura de agua y barro, y al sur por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces, conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos, y los huevos a cuatro reales, y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao, y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas; a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes. Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, el Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado a los corrales.
En efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de doscientos cincuenta a trescientos, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea como fuera, a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.
—Chica, pero gorda —exclamaban—. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador! Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.
El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió la matanza, y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallan tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo, preciso es hacer un croquis de la localidad.
El matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el este. Esta playa, con declive al sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce recoge, en tiempo de lluvia, toda la sangrasa seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.
Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios». Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí, en presencia de un gran concurso, ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.
La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura más prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían, caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y, entremezclados con ella, algunos enormes mastines olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa, y algunos jinetes, con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al tranco o, reclinados sobre el pescuezo de los caballos, echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules, que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba: los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era que, ínter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma, que ojeaba y aguardaba la presa de achura, salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazcón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y gritería descompasada de los muchachos.
—Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía —gritaba uno.
—Aquél lo escondió en el alzapón —replicaba la negra.
—¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo —exclamaba el carnicero.
—¿Qué le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.
—Son para esa bruja: a la m…
—¡A la bruja! ¡A la bruja! —repitieron los muchachos—, ¡se lleva la riñonada y el tongorí!— y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hileras cuatrocientas negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios muchachos, gambeteando a pie y a caballo, se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraba chillando la matanza. Oíanse a menudo, a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salía furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y, acudiendo a sus gritos y puteadas, los compañeros del rapaz la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por un lado, dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro, cuatro, ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros, flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro.
Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista, no para escrita.
Un animal había quedado en los corrales, de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El animal, prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma, furibundo, y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba corno clavado y era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.
Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y, cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.
—Hi de p… en el toro.
—Al diablo los torunos del Azul.
—Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.
—Si es novillo.
—¿No está viendo que es toro viejo?
—Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c… , si le parece, c… o!
—Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
—Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?
—Es emperrado y arisco como un unitario —y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron:
—¡Mueran los salvajes unitarios!
—Para el tuerto los h…
—Sí, para el tuerto, que es hombre de e… para pelear con los unitarios.
—El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
—¡A Matasiete el matahambre!
—Allá va —gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz—. ¡Allá va el toro!
—¡Alerta! Guarda los de la puerta. ¡Allá va furioso como un demonio!
Y, en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén, una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
—Se cortó el lazo —gritaron unos—, allá va el toro —pero otros, deslumbrados y atónitos, guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.
Desparramóse un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte, compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe, se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: —¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! —Enlaza, Sietepelos. —¡Que te agarra, Botija! —Va furioso; no se le pongan delante. —¡Ataja, ataja, morado!
—Dele espuela al mancarrón. —Ya se metió en la calle sola.
—¡Que lo ataje el diablo!
El tropel y vocería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras, sentadas en hilera al borde del zanjón, oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó, porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras, otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No
se sabe si cumplieron la promesa.
El toro, entre tanto, tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman sola por no tener más de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero, vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas: —Se amoló el gringo; levántate, gringo —exclamaron, y, cruzando el pantano, amasaron con barro bajo las patas de sus caballos su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después, a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de: ¡Al toro! ¡Al toro!, cuatro negras achuradoras que se retiraban con su presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.
El animal, entre tanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en distintas direcciones, azorando con su presencia a todo viviente, se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el matadero, donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido de una pata; su brío y su furia redoblaron; su lengua, estirándose convulsiva, arrojaba espuma, su nariz, humo, sus ojos, miradas encendidas. —¡Desgarreten ese animal! exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta, mostrándola enseguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y, el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarle con otros compañeros.
Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto, clasificado provisoriamente de toro por su indominable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: —Aquí están los huevos —sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de buena policía, debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las doce, y, la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.
Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: —¡Allí viene un unitario! —y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
—¿No le ven la patilla en forma de U?. No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.
—Perro unitario.
—Es un cajetilla.
—Monta en silla como los gringos.
—La Mazorca con él.
—¡La tijera!
—Es preciso sobarlo.
—Trae pistoleras por pintar.
—Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
—¿A que no te le animas, Matasiete?
—¿A que no?
—A que sí.
Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era éste un joven como de veinticinco años, de gallarda y bien apuesta persona, que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones, trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno.
Notando, empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
—¡Viva ¡Matasiete! exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.
Atolondrado todavía, el joven fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante, a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete, dando un salto le salió al encuentro, y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertorio volvió a victoriarlo.
¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!
Siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
—Degüéllalo, Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
—Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.
—Tiene buen pescuezo para el violín.
—Tocale el violín.
—Mejor es resbalosa.
—Probemos —dijo Matasiete, y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
—No, no le degüellen exclamó de lejos la voz imponente del juez del matadero, que se acercaba a caballo.
—A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mashorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
—¡Viva Matasiete!
—¡Mueran! ¡Vivan! —repitieron en coro los espectadores y atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.
La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del matadero. Notábase, además, en un rincón, otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma, llegando en tropel al corredor
de la casilla, lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
—A ti te toca la resbalosa —gritó uno.
—Encomienda tu alma al diablo.
—Está furioso como toro montaraz.
—Ya le amansará el palo.
—Es preciso sobarlo.
—Por ahora verga y tijera.
—Si no, la vela.
—Mejor será la mazorca.
—Silencio y sentarse exclamó el juez, dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven, de pie, encarando al juez, exclamó con voz preñada de indignación:
—Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
—¡Calma! —dijo sonriendo el juez—, no hay, que encolerizarse. Ya lo verás.
El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y, la respiración anhelante de sus pulmones.
—¿Tiemblas? —le dijo el juez.
—De rabia, porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
—¿Tendrías fuerzas y valor para eso?
—Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
—A ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza, y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
—A ver —dijo el juez—, un vaso de agua para que se refresque.
—Uno de hiel te haría yo beber, infame.
Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo, salpicando el asombrado rostro de los espectadores.
—Este es incorregible.
—Ya lo domaremos.
—Silencio —dijo el juez—, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas.
—¿Por qué no traes divisa?
—Porque no quiero.
—¿No sabes que lo manda el Restaurador?
—La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.
—A los libres se les hace llevar a la fuerza.
—Sí, la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas, infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellos en cuatro patas.
—¿No temes que el tigre te despedace?
—Lo prefiero a que, maniatado, me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.
—¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?.
—¡Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado, infames!
—¿No sabes que así lo dispuso el Restaurador?
—Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
—¡Insolente!, te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
—Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.
Apenas articuló esto el juez, cuatro sayones, salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largó a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.
—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro, grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.
—Átenlo primero —exclamó el juez.
—Está rugiendo de rabia —articuló un sayón.
En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporo primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando:
—Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.
Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y, las narices del joven, y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
—Reventó de rabia el salvaje unitario —dijo uno.
—Tenía un río de sangre en las venas —articuló otro.
—Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del juez cabizbajo y taciturno.
Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En aquel tiempo los carniceros degolladores del matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el matadero.