29
agosto

Octave Mirbeau - "Pantomina departamental"

Posted by La mujer Quijote in ,

Es en un periódico del Eure, que me fue remitido por mi amigo el señor Alphonse Allais con todas las garantías legales de la más incuestionable autenticidad, donde encuentro los detalles de la sombría y funambulesca historia que se leerá a continuación.
Transcurre en Bernay, pero podría transcurrir en París, en un teatro de arte, como pantomina compuesta por el señor Paul Margueritte que, antes de ser el novelista célebre que admiramos, descolló en este género dramático delicioso y, desgraciadamente, casi abandonado hoy en día.
Bajo un viento fresco y seco de febrero de 1896, hacia las tres de la tarde, en la calle Thiers, ante el establecimiento del señor Bunel, panadero, un viajero retrasado habría podido contemplar el siguiente curioso espectáculo: Un hombre, si es que puede utilizarse esta noble expresión para describir a un individuo de esta especie, contemplaba desde el acerado y a través de los cristales empañados de vapor del apetitoso escaparate, las buenas hogazas calientes y las barras doradas que se amontonaban sobre mesas de mármol y llenaban las cestas de mimbre, hábilmente trenzadas por algún canastero de Bernay. El viajero retrasado, a condición de que no fuera un observador superficial, se habría percatado sin duda de que aquel individuo —mantengámosle esta calificación peyorativa— presentaba todos los rasgos de la decadencia social más avanzada y de la más sórdida miseria: camisa sucia y rota por numerosos sitios, pantalón hecho jirones sujeto en las pantorrilas y en los tobillos por una triple ligadura de cuerda, gorra descolorida y del color del estiércol, y barba de al menos ocho días. Por lo que respecta a los zapatos, eran unas viejas, agujereadas y embarradas pantuflas de paño, «en las que la putridez de los pies descalzos se encierra.» Además, llevaba a la espalda una miserable talega de lienzo por la que se manifestaban los irrecusables indicios de una mendicidad tan inveterada como profesional, y por otra parte poco afortunada, puesto que la talega estaba vacía.
Después de haber contemplado detenidamente, como dice el poeta, el buen pan cocerse, el individuo se decidió a entrar con paso vacilante —¿porque tenía mucha hambre? ¿porque había bebido demasiado?— en el establecimiento, en el momento preciso y providencial en el que, desembocando por una calle transversal, un gendarme venía a pegar su simbólico bicornio en los cristales del escaparate, en el lugar exacto en el que antes se había detenido el vagabundo. El periódico del Eure no ofrece ninguna información plástica acerca del citado gendarme, pero nuestros lectores podrán suplir esa falta de información con las evocaciones tradicionales y las iconografías variadas que están en manos de todos.
A esa hora no había en el establecimiento nada más que una joven empleada: cofia encanutada adornando el rubio moño y dos cintas al vuelo proporcionando alas a la nuca, delantal blanco, vestido negro ceñido, fisonomía amable y caritativa. La joven empleada le dio un trozo de pan al individuo quien, con bendiciones en los labios —¿dónde sino iban a anidar las bendiciones?— salió de la tienda con su andar inseguro, husmeando el buen olor de las hermosas hogazas calientes y de las barras doradas. Esto no había durado más tiempo que el que necesita una beata provinciana para criticar a sus vecinas y enemistar a muerte a familias amigas, cuando el gendarme interceptó en el umbral al individuo y, poniéndole la mano en el cuello —si así puede llamársele— de su camisa harapienta:
—¿Has robado ese pan? —le tuteó acompañando la pregunta con una mirada de ordenanza.
—¡No lo he robado! —contestó el individuo.
—Entonces, si no lo has robado es que te lo han dado.
—¡Es probable!
—Y si te lo han dado es porque lo has pedido.
—¡Hombre!
—Entonces, constato que te encuentras en situación de mendicidad.
Y el periódico que nos transmite este diálogo añade textualmente: «La mendicidad fue tanto más fácil de constatar cuanto que el mendigo estaba borracho.» ¡Qué extraña dedución!
—¿Qué tienes que decir? —preguntó el gendarme.
Pero el individuo había agotado sin duda todo lo que tenía que decir, y no respondió.
—¡Al puesto de guardia, pues! —ordenó el gendarme—. Ya te explicarás allí...
El individuo se negó a moverse y, cuando el bizarro gendarme lo arrastraba para obligarle a andar, el mendigo se dejó caer al suelo y opuso una resistencia floja a todos los esfuerzos que, resoplando, intentó el gendarme para levantar a su detenido. Varios curiosos se habían amontonado y contemplaban, con ojos burlones, la lucha heroica del gendarme contra aquel paquete de harapos inagarrable y escurridizo en que se había convertido el harapiento, tirado sobre el acerado con el que hacía cuerpo como el hierro y el imán.
Un segundo gendarme, que apareció providencialmente, se apresuró a echarle una mano a su compañero. Con mucha dificultad, lograron poner de pie al mendigo quien, sostenido, apuntalado a cada lado por un representante de la autoridad, se vio obligado a dar unos pasos, aunque sus rodillas se doblaran y sus pies se obstinaran en no tomar contacto con el suelo. El gentío, a cada minuto más numeroso, reía, se divertía, y se negaba a ayudar a los gendarmes, cuyo rostro enrojecido y cuyos miembros sudorosos evidenciaban la fatiga y la vergüenza de la derrota.
Cuando llegó ante la librería, el miserable se apoyó en un mojón, se soltó bruscamente del doble apretón de los gendarmes y, por segunda vez, se dejó caer al suelo, arrastrando en su caída a uno de los gendarmes que rodó del acerado al arroyo botas arriba.
Esta vez fue imposible levantar al detenido que parecía incrustado, pegado con cemento al acerado como un sillar.
—Pero, ¿qué tiene este animal? —decían desesperados los esforzados gendarmes— ¿Tiene el diablo en el cuerpo, pues?... ¿Está embrujado?
En vano intentaron darle la vuelta, en vano trataron de hacerle rodar por el acerado. Una fuerza invencible lo unía al suelo. Sus brazos, sus manos, sus riñones, sus jarretes se agotaban ante aquel inamovible mandinga...
El gentío aplaudía cada vez más y se retorcía de risa... Evidentemente, estaba de parte del mendigo, lo que enrabietaba aún más a los dos gendarmes que, al sentimietno de su doble impotencia, veían unirse la vergüenza del ridículo y la pérdida del prestigio de su uniforme.
Tres soldados que pasaban fueron requeridos en nombre de la ley, con el fin de que la fuerza correspondiera a la autoridad. Entonces, los cinco, los dos gendarmes y los tres soldados, durante más de un cuarto de hora, batallaron con sus diez brazos contra el hombre en el suelo, y lograron por fin ponerlo de pie.
Tras haber adoptado ciertas precauciones estratégicas y haberse distribuido cada uno una porción del individuo, pudieron finalmente conducirlo al puesto de guardia. Por lo demás, el mendigo no oponía resistencia. Caminaba airosamente, pues su marcha iba ahora controlada por los diez brazos que lo sujetaban y le impedían imprimirle a sus movimientos un aire libre y sumiso. El cortejo llegó así al puesto de guardia, seguido por toda la ciudad alborozada. Sólo en provincias saben divertirse aún.

24
agosto

Herta Müller - "Mi familia"

Posted by La mujer Quijote in ,

Mi madre es una mujer que va siempre embozada.
Mi abuela ha perdido la visión. En un ojo tiene cataratas, y en el otro, glaucoma.
Mi abuelo tiene una hernia escrotal.
Mi padre tiene otro hijo de otra mujer. No conozco a la otra mujer ni al otro hijo. El otro hijo es mayor que yo, y la gente dice que por eso yo soy de otro hombre.
Mi padre le hace regalos de Navidad al otro hijo y le dice a mi madre que el otro hijo es de otro hombre.
El cartero siempre me trae cien leis en un sobre por Año Nuevo y dice que me los manda Papá Noel. Pero mi madre dice que yo no soy de otro hombre.
La gente dice que mi abuela se casó con mi abuelo por sus tierras y que estaba enamorada de otro hombre con el que hubiera sido mejor que se casara porque su parentesco con mi abuelo es tan cercano que aquello fue un cruzamiento consanguíneo.
La otra gente dice que mi madre es hija de otro hombre y mi tío es hijo de otro hombre, pero no del mismo otro hombre, sino de otro.
Por eso el abuelo de otro niño es abuelo mío, y la gente dice que mi abuelo es el abuelo de otro niño, pero no del mismo otro niño, sino de otro, y que mi bisabuela murió muy joven, aparentemente a consecuencia de un catarro, pero que aquello fue algo muy distinto de una muerte natural, que realmente fue un suicidio.
Y la otra gente dice que fue algo muy distinto de una enfermedad y de un suicidio, que fue un asesinato.
Al morir ella, mi bisabuelo se casó en seguida con otra mujer que ya tenía un hijo de otro hombre con el que no estaba casada, pero que a la vez también era casada y que después de ese otro matrimonio con mi bisabuelo tuvo otro hijo del que también dice la gente que es de otro hombre, no de mi bisabuelo.
Mi bisabuelo viajaba cada sábado, año tras año, a una pequeña ciudad que era un balneario.
La gente dice que en esa ciudad se juntaba con otra mujer.
Hasta se le veía en público llevando de la mano a otro niño con el que incluso hablaba otro idioma.
Nunca se le veía con la otra mujer, pero, según la gente, ésta sólo podía ser una prostituta del balneario, ya que mi bisabuelo nunca se dejaba ver con ella en público.
La gente dice que hay que despreciar a un hombre que tenga otra mujer y otro hijo fuera del pueblo, que aquello no es mejor que el incesto puro y simple, que aquello es aún peor que el cruzamiento consanguíneo, que aquello es pura y simple ignominia.

22
agosto

Daniil Charms - "Un soneto"

Posted by La mujer Quijote in ,

Hoy me sucedió algo extraño: de repente olvidé si primero venía el 7 o el 8. Fui con mis vecinos para conocer su opinión sobre esa secuencia. La extrañeza de ellos y la mía fueron grandes cuando, de pronto, descubrieron que ellos tampoco podían recordar cuál era el orden de esos números. Ellos se acordaban de contar 1, 2, 3, 4, 5, 6, pero olvidaban qué número seguía. Entonces decidimos ir a la tienda más cercana, la que está en la esquina de las calles Znamenskaya y Basseinaya, para consultar ese asunto con la cajera. La cajera nos sonrió como compadeciéndonos, se sacó de la boca un lápiz y, moviendo su nariz con suavidad adelante y atrás, nos dijo:
–En mi opinión, el siete viene después del ocho sólo si el ocho viene después del siete.
Le dimos las gracias a la cajera y salimos contentos de la tienda. Pero luego, pensando con cuidado en lo que dijo la cajera, nos pusimos tristes porque sus palabras estaban vacías de significado.
¿Qué se supone que haríamos? Fuimos al Jardín Primavera y empezamos a contar árboles, pero al llegar al seis nos deteníamos y empezábamos a discutir. Algunos opinaron que el siete era el que seguía; pero otros decían que era el ocho. Estuvimos discutiendo mucho tiempo cuando, por un golpe de suerte, un niño se cayó de un banco y se rompió los dientes. Eso nos distrajo de nuestra discusión.
Y cada uno se fue a su casa.

19
agosto

Margery Allingham - "No tiene importancia"

Posted by La mujer Quijote in ,

Fue particularmente lamentable para la señora de Christopher Molesworth tener ladrones la noche del domingo de lo que fue, quizá, el triunfante fin de semana que coronaba su carrera de anfitriona.
Como anfitriona, la señora Molesworth era una experta. Elegía a sus invitados con escrupulosa discriminación, despreciándolo todo excepto lo más raro. La simple notoriedad no era un pasaporte para acudir a Molesworth Court.
Tampoco la simple amistad conseguía muchas migas de la mesa de los Molesworth, aunque la habilidad para complacer y representar la pieza de uno tendría posibilidades de lograr una cama cuando la celebridad del momento prometiera ser monótona, incómoda y probablemente aburrida.
Así fue como el joven Petterboy llegó a estar allí en el gran fin de semana. Era diplomático, presentable, abstemio casi lo suficiente para ser absolutamente digno de confianza, incluso al final de la velada, y hablaba un poco de chino.
Esto último apenas le había servido de nada hasta entonces, salvo con las chicas muy jóvenes en las fiestas, que aliviaban su incomodidad por no tener conversación persuadiéndole de que les dijera cómo se pedía que bajaran el equipaje a tierra en Hong Kong, o cómo se pedía para ir al cuarto de baño en un hotel de Pekín.
Sin embargo, en esa ocasión su habilidad le resultó realmente útil, ya que le hizo conseguir una invitación a la más grandiosa fiesta de fin de semana organizada por la señora Molesworth.
Esta fiesta era tan selecta, que sólo asistían a ella seis personas. Estaban los propios Molesworth; Christopher Molesworth era diputado, cazaba a caballo y apoyaba a su esposa igual que un marco negro decente apoya a un cuadro de colores.
Después estaba el propio Petterboy, los hermanos Feison, que parecían muy sosegados y sólo hablaban si era necesario, y finalmente el invitado de todos los tiempos, la joya de una magnífica colección, la pieza de la vida: el doctor Koo Fin, el científico chino; el doctor Koo Fin, el Einstein del este, el hombre de la Teoría. Después de abandonar su Pekín natal, sólo había salido de su casa de Nueva Inglaterra en una ocasión memorable, cuando dio una conferencia en Washington ante un público que era incapaz de comprender una sola palabra. Sus palabras eran traducidas, pero como se referían a altas matemáticas, esa tarea era comparativamente sencilla.
La señora Molesworth tenía todas las razones del mundo para felicitarse por su captura. «El Einstein chino», como le apodaban los periódicos, no era una persona sociable. Su timidez era proverbial, igual que su desagrado y desconfianza hacia las mujeres. Esta última fobia es lo que explicaba la ausencia de feminidad en la fiesta de la señora Molesworth. Su propia presencia era inevitable, por supuesto, pero vestía su traje más serio e hizo el juramento mental de hablar sólo lo necesario. Es muy posible que de haber podido cambiar de sexo, la señora Molesworth lo hubiera hecho para aquel fin de semana solo.
Había conocido al sabio en una cena muy selecta después de la única conferencia que él dio en Londres. Era la misma conferencia que había sumido a Washington en un estado de perplejidad. Desde que había llegado, el doctor Koo Fin había sido fotografiado más a menudo que cualquier estrella de cine. Su nombre y su redondo rostro chino eran más conocidos que los de los protagonistas de la última cause célebre, y los cómicos de televisión ya aludían a su gran teoría de la objetividad en sus programas.
Aparte de esta única conferencia, sin embargo, y la cena que le ofrecieron después, no había sido visto en ningún otro sitio salvo en su suite, celosamente protegida, del hotel.
Cómo consiguió la señora Molesworth ser invitada a esa cena, y cómo, una vez allí, persuadió al sabio de que consintiera en visitar Molesworth Court, es uno de esos pequeños milagros que a veces se producen. Sus enemigos hicieron muchas conjeturas indignas, pero, como los profesores universitarios encargados del acto en aquella ocasión no era muy probable que se hubieran dejado sobornar por dinero o amor, seguramente la señora Molesworth movió la montaña sólo mediante la fe en si misma.
La cámara de invitados preparada para el doctor Koo Fin era la tercera habitación del ala oeste. Esta monstruosidad arquitectónica contenía cuatro dormitorios, provistos cada uno de ellos con puertas vidrieras que daban a la misma terraza.
El joven Petterboy ocupaba la habitación del final del pasillo. Era una de las mejores de la casa, en realidad, pero no tenía cuarto de baño anexo, ya que éste había sido convertido por la señora Molesworth, que tenía la segunda cámara, en una gigantesca prensa para ropa. Al fin y al cabo, como dijo ella, era su casa.
El doctor Koo Fin llegó el sábado en tren, como una persona de inferior categoría. Estrechó la mano a la señora Molesworth, a Christopher, al joven Petterboy y a los Feison como si compartiera su inteligencia, y les sonrió de ese modo blando, absolutamente demasiado chino.
Desde el principio fue un éxito tremendo. Comió poco, bebió menos, no habló sino que asentía apreciativamente al chino titubeante del joven Petterboy, y gruñó una o dos veces, de la manera más encantadora, cuando alguien sin darse cuenta se dirigió a él en inglés. En conjunto, era la idea que la señora Molesworth tenía de un invitado perfecto.
El domingo por la mañana, la señora Molesworth recibió un cumplido de él, y en un breve destello se vio a si misma como la mujer más comentada en las fiestas de la semana próxima.
El encantador incidente se produjo poco antes del almuerzo. El sabio se encontraba en el césped y se levantó de pronto de la silla; y, ante la mirada sobrecogida de todo el grupo, ansioso por no perderse nada del incidente para poder contarlo después, se dirigió con pasos decididos al macizo de flores más cercano, pisoteando violetas y coronas de rey con el desprecio del visionario por los obstáculos físicos, cortó una enorme rosa de la variedad favorita de Christopher, volvió triunfante sobre sus pasos y la dejó sobre el regazo de la señora Molesworth.
Luego, mientras ella permanecía en éxtasis, él volvió en silencio a su asiento y se la quedó mirando con aire afable. Por primera vez en su vida, la señora Molesworth estaba realmente emocionada. Eso dijo después a numerosas personas.
Sin embargo, el sábado por la noche hubo ladrones. Fue asquerosamente inoportuno. La señora Molesworth poseía un destacado juego de brillantes, dos juegos de pendientes, un brazalete y cinco anillos, todo montado en platino, que guardaba en una caja de caudales de pared, debajo de un cuadro de su dormitorio. El sábado por la noche, después del incidente de la rosa, abandonó el programa de autoanulación y bajó a cenar con todas sus pinturas de guerra. Los Molesworth siempre se vestían de gala el domingo, y ella, sin lugar a dudas, tenía un aspecto devastadoramente femenino, toda en azul pálido y diamantes.
Fue la velada más satisfactoria de las dos. El sabio demostró poseer un gran talento para hacer castillos de naipes, y también interpretaba ejercicios de cinco dedos en el piano. La gran sencillez de aquel hombre jamás había estado mejor exhibida. Finalmente, deslumbrados, honrados y felices, los miembros del grupo se fueron a la cama.
La señora Molesworth se quitó las joyas y las metió en la caja fuerte, pero desgraciadamente no la cerró enseguida. Descubrió que se le había caído un pendiente, y bajó a buscarlo al salón. Cuando por fin volvió con él, la caja fuerte se hallaba vacía. En verdad fue muy inoportuno, y el ingenioso Christopher, llamado enseguida a su habitación del ala principal, confesó encontrarse en un apuro.
Los criados, a los que se despertó con discreción, dijeron en susurros que no habían oído nada y dieron coartadas intachables. Quedaban los invitados. La señora Molesworth lloraba. Que una cosa semejante ocurriera era ya algo terrible, pero que ocurriera en aquella ocasión era más de lo que ella podía soportar. En una cosa coincidieron ella y Christopher: el sabio jamás debía adivinar... jamás debía soñar...
Quedaban los Feison y el infortunado joven Petterboy. Los Feison fueron eliminados casi enseguida. Era evidente que el ladrón había entrado por la ventana, pues el cierre de la ventana de la habitación de la señora Molesworth estaba roto; por lo tanto, si alguno de los Feison hubiera salido de su habitación, habría tenido que pasar por delante de la del sabio, que dormía con la ventana abierta de par en par. O sea que sólo estaba el joven Petterboy. Parecía muy evidente.
Por fin, tras muchas consultas, Christopher fue a hablar con él de hombre a hombre, y regresó al cabo de quince minutos acalorado y nada comunicativo.
La señora Molesworth se secó los ojos, se puso su bata más nueva, y, sin hacer caso de sus temores y las objeciones de su esposo, fue a hablar con el joven Petterboy como una madre. El pobre joven Petterboy dejó de reírse de ella al cabo de diez minutos, se encolerizó de repente y pidió que también se preguntara al sabio si había «oído algo». Luego, se olvidó completamente de los buenos modales y sugirió con toda vulgaridad que avisaran a la policía.
La señora Molesworth casi perdió la cabeza, se recuperó a tiempo, se disculpó por la insinuación y volvió desconsolada a su dormitorio.
La noche transcurrió de un modo horrible.
Por la mañana, el pobre joven Petterboy acorraló a su anfitriona y repitió la petición de la noche anterior. Pero el sabio partía hacia las once y doce minutos y la señora Molesworth iba a acompañarle a la estación en coche. En aquel momento, los diamantes le parecían relativamente poco importantes a Elvira Molesworth, que había heredado la fortuna Cribbage un año antes. Besó al pobre joven Petterboy y le dijo que en realidad no importaba, y ¿no habían disfrutado de un maravilloso fin de semana? Y que el joven debía volver en otra ocasión, pronto.
Los Feison se despidieron del sabio, y, como la señora Molesworth iba con él, también se despidieron de ella. Una vez cumplidas todas las formalidades, parecía que no tenía sentido quedarse, y Christopher les vio partir en su coche, mientras el pobre joven Petterboy encabezaba la marcha con el suyo.
Cuando se hallaba aún de pie en el césped, saludando con la mano algo someramente a los que se marchaban, llegó el correo. Una carta para su esposa ostentaba el blasón del hotel del doctor, y Christopher, con una de esas intuiciones que le hacían ser tan buen esposo, la abrió.
Era muy breve, pero dadas las circunstancias, maravillosamente instructiva:

Distinguida señora:
Al repasar los memorandos del doctor Koo Fin veo con horror que prometió visitarles este fin de semana. Sé que perdonarán al doctor Koo Fin cuando sepan que él nunca participa en actos sociales. Como usted sabe, su arduo trabajo le ocupa el tiempo entero. Sé que es inexcusable por mi parte no habérselo comunicado antes, pero hace sólo un momento que he descubierto que el doctor se comprometió.
Espero que su ausencia no le haya puesto a usted en ningún apuro, y que perdonará este atroz desliz.
Con todas mis disculpas, señora, la saludo atentamente,
Lo Pei Fu Secretario

P.D. El doctor habría escrito él mismo, pero, como sabe usted, su inglés no es muy bueno. Me ruega que le dé recuerdos y espera que le perdone.
Cuando Christopher levantó los ojos de la nota, su esposa regresó. Detuvo el coche en el sendero y cruzó corriendo el césped hacia él.
—¡Querido, qué maravilla! —dijo, arrojándose a sus brazos con un abandono que no le mostraba con frecuencia—. ¿Qué hay en el correo? —preguntó, soltándose.
Christopher se metió la carta que había estado leyendo en el bolsillo con discreción y habilidad.
—Nada, cariño —dijo galante—. Nada en absoluto. —Era extremadamente afectuoso con su esposa..
La señora Molesworth frunció su blanca frente.
—Querido —dijo—, respecto a mis joyas... ¿no ha sido odioso que sucediera una cosa así cuando ese dulce anciano se encontraba aquí? ¿Qué haremos?.
Christopher la cogió del brazo.
—Creo, querida —dijo con firmeza— que será mejor que me lo dejes a mi. No debemos armar un escándalo.
—¡Oh, no! —exclamó ella, abriendo los ojos alarmada—. No, eso lo estropearía todo.
En un compartimiento de primera del tren de Londres, el anciano chino se inclinó sobre la variada colección de joyas que se encontraban en un gran pañuelo de seda sobre sus rodillas. Sonrió como un niño, con blandura y levemente maravillado. Al cabo de un rato, dobló el pañuelo sobre su tesoro y se metió el paquete en el bolsillo del pecho.
Entonces se recostó en el asiento tapizado y miró por la ventanilla. El paisaje verde y ondulante era agradable. Los campos estaban bien cuidados y labrados. El cielo era azul, la luz del sol, hermosa. Era una tierra hermosa.
Suspiró y se maravilló de que pudiera ser el hogar de una raza de bárbaros cultos para los que, mientras la altura, el peso y la edad fueran relativamente los mismos, todos los chinos eran iguales.

06
agosto

Sandra Cisneros - "Once"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, poeta y cuentista estadounidense. Es considerada una autora clave dentro de lo que se ha denominado como "literatura chicana". Escribe en inglés, pero puede ser calificada como autora de literatura de frontera, esa literatura escrita en lenguas a caballo entre dos idiomas. Escritoras como las puertorriqueñas Mayra Santos Febres y Ana Lydia Vega (español con fuerte influencia del inglés) o Edwidge Danticat (inglés con influencia del criollo haitiano), encajan a la perfección en ese grupo.
Este cuento pertenece al volumen "El arrollo de la Llorona y otros cuentos" ("Woman Hollering Creek") y la traducción al español tejanomexicano es la de Liliana Valenzuela. Hay una edición en castellano, creo que castellano estándar, que se tituló "Érase un hombre, érase una mujer".

Lo que no entienden de los cumpleaños y lo que nunca te dicen, es que cuando tienes once también tienes diez y nueve y ocho y siete y seis y cinco y cuatro y tres y dos y uno. Y cuando te despiertas el día que cumples once años, esperas sentirte de once, pero no te sientes. Abres los ojos y todo está igualito que ayer, sólo que es hoy y no te sientes como si tuvieras once para nada. Todavía te sientes como si tuvieras diez. Y sí los tienes, por debajo del año que te vuelve once.
Como algunos días puede que digas algo estúpido y ésa es la parte de ti que todavía tiene diez. Y otros días puede que necesites sentarte en el regazo de tu mamá porque tienes miedo y ésa es la parte de ti que tiene cinco. Y tal vez un día cuando ya seas grande necesites llorar como si tuvieras tres y está bien. Eso es lo que le digo a mamá cuando está triste y necesita llorar. Tal vez se siente como si tuviera tres.
Porque el modo como uno se hace viejo es un poco como una cebolla o los anillos dentro de un tronco de árbol o como mis muñequitas de madera que embonan una dentro de la otra, cada año dentro del siguiente. Así es como es tener once años.
No te sientes de once años. No luego luego. Tarda varios días, hasta semanas, a veces hasta meses antes de que digas once cuando te preguntan. Y no te sientes como una niña inteligente de once años, no hasta que ya casi tienes doce. Así es.
Sólo que hoy quisiera no tener tan sólo once años repiqueteando dentro de mí como centavitos en una caja de Curitas. Hoy quisiera tener ciento dos años en lugar de once porque si tuviera ciento dos hubiera sabido qué decir cuando la Miss Price puso el suéter rojo sobre mi escritorio. Hubiera sabido cómo decirle que no era mío en lugar de quedarme sentada ahí con esa carota y sin poder decir ni pío.
¿De quién es esto? dice la Miss Price y levanta el suéter para que toda la clase lo vea.
¿De quién? Ha estado metido en el ropero durante un mes.
No es mío, dice todo mundo. No, no, mío no.
Tiene que ser de alguien, la Miss Price sigue diciendo, pero nadie se puede acordar. Es un suéter bien feo con botones de plástico rojos y un cuello y unas mangas tan tan estiradas que lo podrías usar como cuerda de saltar. Tal vez tiene mil años y aunque fuera mío nunca de los nuncas lo diría.
Tal vez porque soy flaquita, tal vez porque no le caigo bien, esa estúpida de Sylvia Saldívar dice, Creo que es de Raquel. Un suéter tan feo como ése, todo raído y viejo, pero la Miss Price se lo cree. Miss Price agarra el suéter y lo pone justo en mi escritorio, pero cuando abro la boca no sale nada.
Ese no es, yo no, usted no está.... No es mío, digo por fin con una vocecita que tal vez era yo cuando tenía cuatro.
Claro que es tuyo, dice la Miss Price. Me acuerdo que lo usaste una vez. Porque ella es más grande y la maestra, tiene la razón y yo no.
No es mío, no es mío, no es mío, pero Miss Price ya está pasando a la página treinta y dos y al problema de matemáticas número cuatro. No sé por qué pero de repente me siento enferma adentro, como si la parte de mí que tiene tres quisiera salirme por los ojos, sólo que los cierro con todas mis ganas y aprieto bien duro los dientes y me trato de acordar que hoy tengo once años, once. Mamá me está haciendo un pastel para hoy en la noche y cuando papá venga a casa todos van a cantar Happy birthday, happy birthday to you.
Pero cuando se me pasan las ganas de vomitar y abro los ojos, el suéter rojo todavía está ahí parado como una montañota roja. Muevo el suéter rojo a la esquina de mi escritorio con la regla. Muevo mi lápiz y libros y goma tan lejos de él como sea posible. Hasta muevo mi silla un poquito pa'la derecha. No es mío, no es mío, no es mío.
Estoy pensando por dentro cuánto falta para el recreo, cuánto falta para que pueda agarrar el suéter rojo y tirarlo por encima de la barda de la escuela o dejarlo ahí colgado sobre un parquímetro o hacerlo bolita y aventarlo al callejón. Excepto que cuando acaba la clase de matemáticas, la Miss Price dice fuerte y enfrente de todos, Vamos, Raquel, ya basta, porque ve que empujé el suéter rojo hasta la orillita de mi escritorio donde cuelga como una cascada, pero no me importa.
Raquel, dice la Miss Price. Lo dice como si se estuviera enojando. Ponte ese suéter inmediatamente y déjate de tonterías.
Pero si no es...
¡Ahora mismo! dice Miss Price.
Es cuando quisiera no tener once, porque todos los años dentro de mí—diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno— están queriéndose salir desde adentro de mis ojos mientras meto un brazo por una manga del suéter que huele a queso añejo y luego el otro brazo por la otra y me paro con los brazos abiertos como si el suéter me hiciera daño y sí me hace, todo sarnoso y lleno de microbios que ni siquiera son míos.
Y de repente todo lo que he estado guardando dentro desde esta mañana, desde cuando la Miss Price puso el suéter en mi escritorio, por fin sale y de pronto estoy llorando enfrente de todo mundo. Quisiera ser invisible pero no lo soy. Tengo once años y hoy es mi cumpleaños y estoy llorando enfrente de todos como si tuviera tres. Pongo la cabeza sobre el escritorio y entierro la cara en mi estúpido suéter de mangas de payaso. Mi cara toda caliente y la baba escurriéndome de la boca porque no puedo parar los ruiditos de animal que salen de mí hasta que ya no me quedan lágrimas en los ojos y mi cuerpo está temblando como cuando tienes hipo y me duele toda la cabeza como cuando bebes leche demasiado aprisa.
Pero lo peor sucede justo antes de que suene la campana para el recreo. Esa estúpida Phyllis López, que es todavía más tonta que Sylvia Saldívar, dice que se acuerda que el suéter rojo ¡es suyo! Me lo quito inmediatamente y se lo doy, pero la Miss Price hace de cuenta que no hubiera pasado nada.
Hoy cumplo once años. Mamá está haciendo un pastel para hoy y cuando papá llegue a casa del trabajo nos lo vamos a comer. Va a haber velitas y regalos y todos van a cantar Happy birthday, happy birthday to you, Raquel; sólo que ya pa'qué.
Hoy cumplo once años. Hoy tengo once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y uno, pero quisiera tener ciento dos. Quisiera tener cualquier cosa menos once, porque quiero que el día de hoy esté ya muy lejos, tan lejos como un globo que se escapa, como una pequeña "o" en el cielo, tan chiquitita chiquitita que tienes que cerrar los ojos para verla.