31
julio

Paul Weller

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Como dije hace unos días, se está celebrando en Gijón el festival Euroyeyé 2010, el festival mod de referencia en España.
Aunque el movimiento mod surgió a finales de la década de los 50 del siglo pasado y musicalmente fue impulsado por grupos como The Who, Spencer Davis Group, The Animals, The Kinks o The Yardbirds, un músico bastante posterior (nació en 1958, cuando ya el movimiento mod estaba en marcha) ha sido quien ha recibido el título de The Modfather. Fundador de dos grupos clave en la historia del pop-rock, The Jam y The Style Council, su carrera en solitario ha sido prolífica y aún continúa. Es lo que podríamos definir como "un clásico moderno".


Town Called Malice
Esta canción pertenece a su época en The Jam (la original es la enlazada arriba, a una entrada de este mismo blog, pero parece que ha sido eliminada de youtube).


You Do Something To Me


Changingman

28
julio

Silvia Molina - "Amira y los monstruos de San Cosme"

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Cuentista, novelista, editora y ensayista mexicana. También ha publicado literatura infantil. El lenguaje de sus cuentos y novelas es entrañable, familiar, conocido, identificable y evocador. En sus propias palabras: "No escribo para enseñar algo. Todo lo que he escrito ha sido para entretener. Si ya después de eso pueden sacar de la lectura algunas cosas me parece muy bien, pero mi idea original no es enseñar absolutamente nada."

Más de veinte años han pasado y aún me resisto a olvidar algunas escenas de mi educación preescolar. Esos hechos me parecen significativos ahora; en cambio, cuando tenía seis años no los pude comprender.
Sin alternativa ni discusión, mis padres me inscribieron en el Colegio Francés de San Cosme. La historia de una niña en un colegio católico y además burgués carece de importancia, a no ser que se considere que la niña no era católica ni burguesa, y que se recuerde la cercanía del Museo del Chopo: estaba a un lado del colegio, y las “yeguas finas”, como nos llamaban a las alumnas, casi éramos reliquias suyas. (Conocí el museo mucho tiempo después. No hicimos aquel año una visita escolar.)
Sentada esta mañana frente al gigantesco esqueleto del dinosaurio, en el Museo de Historia Natural, me inquietó no sólo su magistral arquitectura sino la obstinada presencia, en mi mente, del último patio del colegio de San Cosme.
Cerré los ojos; me vi en aquel patio, con la cara pegada a un gran portón de madera (creo que era rojo tierra). Del otro lado, en El Chopo, estaba aquel osario prehistórico. Espiábamos por rendijas y agujeros tratando de verlo... Se contaban historias aterradoras de él. Sus exageradas descripciones podrían igualarse en imaginación a las de los primeros viajeros al Oriente.
Nunca vi al dinosaurio, sin embargo, mis compañeras escuchaban lo que yo decía observar a través de las rendijas. Nuestros relatos habrían podido formar otro Manual de zoología fantástica.
Mi padre, descendiente de árabes sin preocupación religiosa alguna, era, entonces, un pequeño comerciante en telas de La Lagunilla. Mi madre, mujer hermosa e ignorante, trabajó hasta antes de su boda en El Palacio de Hierro, atendiendo el departamento de ropa interior para caballero. Sorpresivamente papá heredó la cadena de almacenes de importación “Telas Amira”, y una buena suma de dinero. Compró una casa en la colonia Polanco y decidió enviarme a lo que sus clientes llamaban “el mejor colegio para mujeres”. Dejé con tristeza la colonia Roma; nunca más me dejaron salir a la calle a jugar: era mal visto por los vecinos. A mi papá lo veía muy poco, trabajaba lo que se dice de sol a sol; pero estar con él era una delicia. Su amor por mí lo llevaba a todo; no hubo cosa que yo le pidiera que no hiciese... excepto una.
A mi mamá, de familia católica no practicante, la nueva posición la volvió frívola. Su papel como madre se limitó a comprar aquellos incómodos uniformes de lana azul marino con cuello, puños y cinturón deshilados y blancos. No pretendo ser injusta: aparte de obligarme a ir a la escuela, debe haber hecho muchas cosas por mí, aunque la recuerdo muy poco en la casa. Perfecta climber o parvenue, desperdiciaba su tiempo en reuniones sociales.
No es éste el momento de entrar en detalles acerca de las relaciones entre mis padres. Mi mamá, además, nunca me lo perdonaría. He dicho algo de ellos, no porque pretenda hacer mi autobiografía sino porque será más fácil comprender mi extraña situación en esa escuela.
Vuelvo, pues, a la historia del monstruo.
Yo debía esperar el autobús escolar en la esquina de mi casa, a las seis y media de la mañana; es decir, oscuro todavía; así que decidí no levantarme de noche ni sufrir las prisas en los jalones de pelo.
Como todas las niñas de Polanco, tuve nana: me vestía estando yo casi dormida, “alisaba” mi cola de caballo y me llevaba trotando a Mariano Escobedo. Renegaba, tirando de mí, como a un perro necio que no quiere caminar. Tomábamos un camión Santa Julia lleno a más no poder, donde invariablemente arrugaba el esplendor del cuello almidonado y, ya a las puertas del Francés, hacía yo todo un escándalo.
—¡ Ay, señora! se pone a chillar y grita que la encierran con un monstruo —se quejaba, enojada, la nana.
A pesar de los castigos, repetía el berrinche, afinando un detalle cada vez. Mi nana, como ahora me resulta fácil comprender, huyó con el novio, más que por pasión, por deshacerse de mí. Pero tuve ocho nanas más aquel año.
No recuerdo cómo me hacían entrar al colegio. Veo vagamente a mis papás hablando con la directora y creo, repetí una docena de veces:
—Voy a ser buena ahora en adelante para que el Niño Jesús no se enoje conmigo.
Mi padre, con cierta satisfacción, aseguraba que yo había heredado el carácter del abuelo y me decía muy quedo al oído, para no contrariar a mi mamá:
—El Niño Jesús es invento de los católicos.
Tal era el amor de papá por mí que, para asegurar mi lugar en la escuela, regalaba a las religiosas, mensualmente, diez yardas de lino importado. Yo se lo agradecía besándole con ternura la calva.
¿Tiene que ver el monstruo en todo esto? A mis rabiosos seis años gritaba por gritar; nunca medité el porqué de mi repugnancia al colegio. Aunque mi posición social y religiosa no era la de la mayoría de las niñas, en los juegos éramos iguales. Es verdad, en calificaciones yo iba muy atrás y leía silabeando.
Mi madre amaneció repentinamente con la ocurrencia de que yo aprendiera a tocar el piano. Había ido a casa de una amiga suya a jugar póker:
—Hubieras visto a la hijita de Magali —me dijo—, traía un vestido precioso de organdí blanco. Se sentó al piano y nos tocó una pieza di-vi-na.
¡Dios mío! Mis primas jamás enfrentaron aquellas estúpidas vanidades; además, iban a un colegio oficial.
Contra la voluntad de mi madre no hubo pero que valiera; me compró un vestido blanco de organdí, habló con la directora del Francés para que allí me dieran las clasecitas y fuimos a la Chopin de donde salí con el Método Beyer bajo el brazo. Mamá llevaba la lista de precios de los pianos en exhibición.
Confieso que la idea de tener aquel instrumento me encantó y que ese día, únicamente ese día, agradecí a los dioses los caprichos de mamá porque en la Sala Chopin escuché algo que ahora creo reconocer en una Gimnopedia de Satie. Soñé con llegar a tocar aquella melodía.
Dormí muy inquieta por la emoción: al día siguiente abriría con la maestra el Beyer y pondría las manos por primera vez en un piano. Me levanté sin que me despertaran y cuando la nana entró a la recámara ya estaba yo vestida.
Ocho largos meses fui a clase de piano. Ocho infinitos meses en que en vano rogué a papá me sacara de la escuela.
A fin de año la boleta de calificaciones decía REPROBADA. No me aceptaron para la primaria alegando que mi conducta era atroz e indigna de un colegio tan selectivo como aquél.
Mi madre lloró. Papá reclamó sus cien yardas de lino.
Esas vacaciones, mientras me daban clases particulares para ponerme al corriente y poder entrar a la Benito Juárez gané peso y no volví a sufrir de dolores de estómago ni de vómito repentino.
Como en el colegio no le dijeron a papá por qué no me habían aceptado, yo tampoco dije nada. Las profesoras lograron hacerme sentir culpable; pero no, nunca pude olvidar la pesadilla del monstruo.
Voy a tratar de reconstruir aquellas escenas:
Las diez en punto. Tomo el cuaderno pautado y el Beyer, salgo del salón y, apoyada en la baranda del corredor, camino rumbo al sótano de la casa de las religiosas. Me detengo en la escalera que une el corredor con el sótano y me quedo observando los mosaicos del piso: rosetones rojos, rayas verde y naranja. Luego corro por la escalera semi-oscura hasta el cuarto donde me esperan. Agazapada observo las letras negras de la puerta; leo: “pia-no”, y no sé cómo el Beyer, el cuaderno pautado y el lápiz se me resbalan de las manos. Cuando estoy recogiéndolos la puerta se abre:
—Cada día llegas más tarde. Son diez y media.
Entro. Mientras me siento a la mesa, la señorita Hilaria ha ido a accionar el metrónomo que está encima del piano.
Tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...
Por la rendija de la puerta se cuela una luz amarilla y opaca. No recuerdo bien el cuarto; debió ser oscuro porque veo la bombilla encendida. La luz cae sobre el pelo blanco y quebrado de la señorita Hilaria, la única mujer bigotuda que yo conocía.
Estiro las piernas bostezando y la señorita Hilaria golpea la mesa con los nudillos, ordenándome que cambie de posición:
—¡Espalda recta!
—Me duele el estómago.
—Escucha el tiempo que te da el metrónomo. Compás cuatro cuartos y… un y dos y tres y cuatrui... un y dos y tres y...
Escucha el metrónomo. Escucha: tac-tac, tac-tac, tac-tac, tac-tac...
—Fíjate. Mira el cuaderno: Do, re, mi, silencio. Mi, re, do, silencio. Marca con tu mano derecha: arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha. Arriba, abajo, a la izquierda y a la derecha.
Ocho densos y angustiosos meses en aquel horrible cuarto sin abrir el piano. ¡Llegué a pensar que no tenía teclas! Me sabía de memoria todas las escalas, la clave de Sol, la clave de Fa, el valor de las notas, las corcheas... ¿Por qué entonces la señorita Hilaria no me dejaba hacer los ejercicios en el piano? Todo lo hacía yo sobre la mesa:
—Espalda recta, levanta las manos; un poco más, brazo suelto; acá, desde el hombro. Relájate...
—Me duele el estómago.
—No te distraigas.
—No me gusta el solfeo, es muy aburrido. Quiero tocar el piano aunque sea para ver cómo suena.
La señorita Hilaria se pone de pie y me levanta de una oreja. Nos dirigimos atropelladamente al piano. Ella quita, histérica, la tapa. Cada vez veo más cerca las teclas: primero veo teclas blancas y teclas negras; luego, es un color gris lo que se estrella contra mi cara.
Fue mi última lección y yo, no la señorita Hilaria, quedé expulsada una semana de la escuela.
A mi regreso me encargué de difundir que en el cuarto de piano había un monstruo fétido que torturaba a las niñas: tenía cabeza de serpiente, de dragón o de mujer, según estaba de humor, y emitía un gemido de furia cuando las niñas querían tocar el piano. Había que escapar a la mortífera mirada del HILARIADISAURIO.
—Sus manos, garras encorvadas, me estrujaron —aseguré.
Sus colmillos de serpiente morderían a quien tratara de defenderse; prueba de su ferocidad era la herida de mi cara.
El monstruo, con su cabeza de mujer, había dicho que después de insultarla corrí tropezándome en los escalones del corredor. En cambio yo dije que no había podido escapar porque el monstruo me había hipnotizado con su inmensa cola que azotaba contra el piso haciendo tac-tac, tac-tac, tac-tac...
Me expulsaron porque la directora no creyó que la señorita Hilaria, en un arrebato de histeria, se había metamorfoseado en aquel terrible ser.
El invierno siguiente entré en la escuela Benito Juárez; y no fue sino mucho tiempo después cuando supe que se contaba que el Monstruo de San Cosme vivía en aquel sótano y que cada año devoraba a una niña.
A la hora del recreo, las niñas espiaban por la cerradura de la puerta a la señorita Hilaria quien tocaba una música como de ángeles para atraer a sus víctimas.

26
julio

Ring Lardner - "Hay ciertas sonrisas"

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El verano pasado, en la transitada esquina de la Quinta Avenida y la calle Cuarenta y seis había un guardia urbano que te daba la sensación de que el suyo, después de todo, no era tan mal trabajo. Son muchos los guardias urbanos que parecen disfrutar abusando de su autoridad; se trata de un complejo sádico provocado por la exposición al mal tiempo y a peores conductores y, probablemente, a esposas crueles. Pero Ben Collins daba de veras la impresión de pasarlo bien tanto si te reprendía como si no; su cara grande y pecosa irradiaba jovialidad y no había manera de que reflejase disgusto ni siquiera en las condiciones más desquiciantes.
Verlo te infundía ánimos. Escucharlo hablar era divertido. Si lo que decía no siempre era brillante, sí lo era la forma en que lo decía.
Ben andaría por los treinta. Medía metro noventa y pesaba noventa y ocho kilos. Alrededor del ochenta por ciento de los guardias urbanos que hay entre la calle Treinta y dos y Central Park responden a esta descripción. Pero Ben se diferenciaba de los demás por su habitual buen humor y por su..., en fin, creo que podrías llamarla su delicadeza.
Por ejemplo, en los casos en que Noonan o Wurtz o Carmody se conformaban con frases manidas del tipo: «¡Eh, tú! ¡No tendrías que haber salido de casa!» o «¿Me quieres decir adónde vas, pedazo de infeliz?», Ben se decantaba por el tacto.
-¿Cómo estás, Barney? -le decía a una víctima a la que acababa de pedir que estacionara junto a la acera.
-No me llamo Barney.
-Perdona. Pero, por la forma en que pisabas el acelerador, pensé que serías Barney Oldfield.
O decía algo así:
-Supongo que no ha visto la luz roja.
-No.
-¿Y por qué cree que los demás coches estaban parados? ¿Imaginó acaso que se habían quedado todos sin gasolina al mismo tiempo?
O algo así:
-¿En qué trabaja usted?
-Soy contratista.
-Vaya, una buena ocupación, muy digna; si yo fuera usted, no me avergonzaría de ella. Dejaría de tratar de hacerle creer a todo el mundo que trabajaba en el cuerpo de bomberos.
O algo así:
-¿Qué tal, le gusta Londres?
-¿A mí? Nunca he estado en Londres.
-¿Ah, no? Habría jurado que sí, porque sólo de Londres podía pegársele la costumbre de conducir por la izquierda.
En la esquina de Ben, las infracciones, a menos que tuvieran resultados graves, rara vez se castigaban con algo más que estas pícaras amonestaciones, hechas en un tono tan amable que en el fondo te alegrabas de haberlas cometido.
Cuando no estaba de servicio, era un «muchachote de natural bondadoso», dispuesto a llevar a Grace al cine o a ir al bar de Arnold a jugar a las cartas o a quedarse en casa sin hacer nada.
Entonces, una mañana de septiembre, un Cadillac descapotable de dos plazas, cero kilómetros, de color azul con accesorios amarillos, bajó como una exhalación por la avenida, violando todas las leyes del sentido común y del estado y la ciudad de Nueva York. Los gritos y los toques de silbato de Carmody y Noonan, en la Cuarenta y ocho y la Cuarenta y siete, no consiguieron detener su loca carrera, pero Ben, que primero plantificó su inmensa humanidad en su trayectoria, dándole al conductor a elegir entre reducir la velocidad o atropellarlo, y luego, con una rapidez de reflejos sorprendente para alguien tan corpulento, apartándose de un salto y subiéndose al estribo, logró forzar una rendición en el bordillo, a medio camino entre su puesto y la calle Cuarenta y cinco.
Estaba a punto de enfadarse y de decir lo que pensaba con palabras grandilocuentes, cuando reparó por primera vez en la cara de la transgresora. Era la cara más bonita que había visto en su vida y exhibía una sonrisa de lo más descarada, inoportuna e irresistible, una sonrisa que afeaba definitivamente todas las demás.
-Y bien -empezó a decir Ben, titubeante, y, recobrando parte de su presencia de ánimo, añadió-: ¿Dónde está su casco?
La muchacha no contestó, pero siguió sonriendo.
-Si forma parte del cuerpo de bomberos -continuó Ben-, debería llevar un casco y una placa. O pintar su coche de rojo y ponerle sirena.
No hubo respuesta.
-A lo mejor es que tengo pinta de bobby. A lo mejor creyó que estaba en Londres, donde conducen por la izquierda.
-¡Ay qué monada! -dijo ella, con una voz tan encantadora como su sonrisa-. Me quedaría toda la mañana aquí escuchándolo. Lástima que no pueda. Tengo una cita en la calle Octava y ya llego tarde. Y, como veo que está usted muy ocupado, no quiero entretenerlo más. Pero otro día me gustaría escuchar todas sus ocurrencias.
-¡Vaya gracia!
-¿Dónde vive?
-En mi casa.
-Ay, no sea antipático. Se lo preguntaba porque si en una de esas vivía en el Bronx...
-Sí, vivo en el Bronx.
-. . .como queda camino a Rye, donde yo vivo, podría llevarlo.
-Gracias, pero cuando muera quiero que sea de viejo.
-No soy tan mala conductora, no exagere. Me gusta correr, pero soy prudente. En Buffalo, donde vivíamos antes, todos los guardias sabían que era prudente y normalmente me dejaban ir tan deprisa como yo quería.
-Aquí no estamos en Buffalo. Y esto no es un circuito de carreras. Si quiere correr, no pase por la Quinta Avenida.
La muchacha lo miró directamente a los ojos.
-¿Le gustaría que fuera por otro camino? -le preguntó.
-No -contestó Ben.
Le sonrió otra vez.
-¿A qué hora termina de trabajar?
-A las cuatro -dijo Ben.
-Pues bien -dijo la muchacha-, una tarde de éstas, es posible que a esa hora vaya hacia casa...
-Ya le he dicho que no estaba preparado para morir.
-Seré más prudente que nunca.
De repente, Ben se dio cuenta de que tenían un público numeroso y atento y que, por primera vez, él no era el protagonista.
-¡Circule! -le ordenó en tono de lo más brusco-. La dejo marchar porque es una desconocida, pero la próxima vez no saldrá tan bien parada.
-No sabe cuánto se lo agradezco-dijo la muchacha-. Pero permítame que le diga que no me gusta ser una desconocida y espero que la próxima vez no me perdone por ese motivo.
Comentario que, acompañado de su radiante sonrisa, hizo que Ben Collins, que hasta ese día sólo había cantado en la ducha, se pasara el resto de la jornada laboral tarareando, en voz bastante alta, varios fragmentos de un alegre disco de Ohman y Arden que su mujer había puesto hasta la saciedad la noche anterior.
Su relevo, Tim Martin, se presentó puntualmente a las cuatro, pero Ben no parecía tener prisa por volver a casa. Fingía escuchar los dos chistes nuevos que Tim había oído cuando venía de Flushing, uno sobre un escocés y unas toallas de hotel y otro sobre dos judíos en un club nocturno. Consiguió reír cuando tocaba, pero tenía puesta toda su atención en el tráfico que iba en dirección norte, algo que en realidad había dejado de ser asunto suyo.
A las cuatro y veinte se despidió de Martin y caminó despacio hacia el sur por el lado este de la calle. Llegó hasta la Treinta y seis, pero todo fue en vano. Normalmente algún automovilista del Bronx o de la zona norte lo acercaba hasta su casa, pero, por haber sido tan insensato, se le había hecho tarde y tuvo que ir corriendo hasta la estación Grand Central para tomar el metro y viajó de pie todo el trayecto.
«¡Seré tonto! -pensó-. Lo más probable es que ella haya ido expresamente por otro camino para no volver a toparse conmigo. O a lo mejor cruzó por una de las calles transversales justo después de haber pasado yo. Tendría que haber esperado un poco más en la Cuarenta y cuatro. O a lo mejor algún compañero mío cumplió con su deber y la llevó detenida a la comisaría. Aunque no, si le sonrió de esa manera.»
Pero seguro que no le sonreía así a todo el mundo. Le había sonreído a él porque le había caído bien, porque de veras pensaba que era una monada. ¡Ahora lo entendía! Seguramente era así como había conseguido meterse en el bolsillo a los agentes de Buffalo. «¡Monada!» Vaya palabreja para describir a aquel rascacielos Woolworth humano. Seguro que lo había dicho en broma. Aunque no, tal vez no del todo. Le había gustado su buena planta, como les gustaba a muchas otras muchachas, y tal vez los comentarios sobre los bomberos y sobre Londres le habían hecho gracia.
Fuera como fuese, había visto la sonrisa más hermosa del mundo, y cuando llegó a su casa seguía notando un calorcito por dentro, un calorcito tan grande que besó a su mujer con un ardor que la sorprendió.
Cuando Ben hacía el turno de día, a veces, durante la cena, entretenía a Grace con alguna anécdota divertida de su trabajo. En ocasiones, sus historias eran pura invención, y ella en el fondo lo sospechaba, pero ¿qué importaba si eran reales o inventadas? Eran cosas que, si no habían ocurrido, deberían haber ocurrido.
En esta ocasión se moría de ganas de hablar de la muchacha de Rye, pero, como sabía que a su mujer no le gustaban demasiado las anécdotas protagonizadas por chicas bonitas, le contó unas discusiones parciales con conductores torpes de su mismo sexo que tenían muy poco asidero en la realidad.
-Resulta que un tipo bajaba en un Buick modelo 1922 y el semáforo se puso rojo, y, cuando llegó el momento de arrancar, pensó que estaba en segunda pero resulta que tenía puesta la marcha atrás, y chocó contra un Pierce de Greenwich enorme. Al Pierce no le pasó nada, y él sólo se hizo una abolladura pequeña. Pero se habrían pasado diez minutos discutiendo si yo no hubiese intervenido.
»Obligué al del Buick a que estacionara y le dije: "¿Qué le pasa? ¿Siente añoranza?" Entonces él me preguntó que qué quería decir con lo de añoranza, y yo le contesté: "Estaba usted tan ansioso por regresar al lugar de donde ha venido que ni siquiera se dignó dar la vuelta."
»Entonces trató de explicarme lo que le había pasado, como si yo no lo supiera de sobra. Dijo que era la primera vez que conducía un Buick y que estaba acostumbrado a los cambios de marcha normales.
»Y entonces le dije: "Muy bien, pero esto no es un campo de entrenamiento. El sitio para hacer prácticas de conducir está a cuatro manzanas de aquí, en la Cuarenta y dos. Allí encontrará más coches y el doble de peatones y policías; además, tienen tranvías y una torre contra la cual chocar dando marcha atrás."
»Y le dije: "En un desierto como éste nunca podrá aprender" Tendrías que haber visto cómo se reía la gente.
-¡Me lo imagino!-dijo Grace.
-Después vino un tal Jordan, un hombre mayor de barba gris. Iba a estacionar justo delante de Kaskel's. Dijo que no estaría más de media hora y yo le digo: «¡Es una verdadera lástima! Ojalá pudiera quedarse a pasar el fin de semana.» Y le digo: «Si nos hubiera avisado que venía, le habríamos organizado alguna fiesta.» Entonces él va y dice: «¿Sabe qué le digo? Me dan ganas de denunciarlo por impertinente.»
»Entonces yo le contesto: "Adelante, denúncieme, y yo lo llevaré a la comisaría por conducir sin permiso de sus padres." Tendrías que haber visto cómo se reían. Y le digo: "¡Circule, Jordan, circule!" Tendrías que haber visto cómo se reían.
-¡Como si lo estuviera viendo!-dijo Grace.
Ben se sumió en un prolongado silencio, algo poco habitual en él.
-¿En qué estás pensando?
Lo soltó a pesar de que sabía que cometía un error.
-En una muchacha que conducía un Cadillac azul.
-¡Ah! ¡No me digas! ¿Y qué tenía de especial?
-Nada. La cuestión es que se comportaba como si la avenida fuera suya y la puse en su sitio.
-¿Qué le dijiste?
-No me acuerdo.
-¿Era atractiva?
-No me fijé. Estaba un poco picado.
-¿Picado, tú?
-Casi me atropella y me mata.
-Y seguramente tú le sonreíste.
-No. La que me sonrió fue ella. Me sonrió. -Sin terminar la frase, se levantó de la mesa y le dijo a su mujer: -Vamos, nena. Vámonos al Franklin. Nos encontraremos con Joe Frisco. Dan una película de Chaplin.
Ben no volvió a ver el Cadillac azul ni a su dueña el resto de la semana, pero en todas sus polémicas iba ensayando frases destinadas a fortalecer la creencia de ella en su «monería». No obstante, cuando apareció de repente, a última hora de la tarde del martes, Ben estaba tan nervioso que no atinó a hacer otra cosa que quedarse mirándola, y habría perdido la oportunidad de escuchar su encantadora voz si ella no hubiera tomado la iniciativa. Iba rumbo al norte, estacionó a pocos metros de la esquina de Ben y le hizo señas.
-Son más de las cuatro -dijo-. ¿Puedo llevarlo a su casa?
¡Menuda suerte la suya! Esa semana le tocaba el turno de tarde.
-Acabo de incorporarme al trabajo. No termino hasta medianoche.
-¡Ay qué malo es! No me dijo que iba a cambiar de turno.
-Cambio todas las semanas. La semana pasada de ocho a cuatro; esta semana, de cuatro a doce.
-¿Y la semana que viene le tocará otra vez el de ocho a cuatro?
-Sí, señorita.
-¡Qué remedio! Tendré que esperar.
Fue incapaz de pronunciar palabra.
-¿Nos vemos el lunes que viene?
-Si está viva -logró decir después de mucho esfuerzo.
Tras obsequiarlo con esa sonrisa suya, le dijo:
-Viviré. Tengo un acicate.
La muchacha se marchó y Ben regresó a su plataforma; estaba en las nubes.
«Acicate, acicate, acicate», repitió para sus adentros, tratando de memorizar la palabra, pero a la una y media de la madrugada, cuando llegó a su casa, no la encontró en la edición abreviada del Webster; creía que se escribía con z.
Aquélla fue la semana más larga de la historia. Poco antes del mediodía del lunes, el Cadillac pasó zumbando a su lado, en dirección sur, y él alcanzó a oír las palabras «más tarde». A la hora de terminar su turno, cuando Tim Martin todavía no había acabado de contarle el primero de sus dos chistes nuevos sobre judíos, de repente Ben se dio cuenta de que ella había estacionado a su lado y obstaculizaba el tránsito esperándolo.
Entonces se subió al coche de la muchacha; tuvo que encogerse como pudo para meter su enorme humanidad en el asiento mientras se reía como un niño de la indiscreta exclamación de sorpresa de Tim.
-¿De qué se ríe?
-De nada. Es que me siento bien.
-¿Se alegra de haber terminado su turno?
-Hoy sí.
-¿Pero no siempre?
-En general me da lo mismo.
-Eso sí que no me lo creo. Creo que disfruta de su trabajo. Y la verdad es que no entiendo cómo lo hace, porque a mi me parece muy duro. Lo obligaré a que me lo cuente todo sobre su trabajo en cuanto salgamos de este atasco.
En la calle Cincuenta y uno se detuvieron en el semáforo en rojo y ella se volvió y lo miró, divertida.
-Menos mal que llevo la capota bajada -dijo-. De lo contrario, tendría que haberse encogido más y habría estado terriblemente incómodo.
-Cuando me compre un coche -dijo Ben-, tendrá que ser un Mack, y aun así tendré que contratar a un hombre para que lo conduzca.
-¿Por qué a un hombre?
-Porque los hombres no están locos.
-No exagere, que no estoy loca. ¿Acaso he estado a punto de chocar contra algo?
-Contra todo. Conduce demasiado deprisa y corre demasiados riesgos. Pero ya lo sabia antes de subirme a su coche, así que no tengo derecho al pataleo.
-Con lo apretado que va, no le quedaría espacio suficiente. ¿Quiere bajarse?
-No.
-Dudo que pueda. ¿Dónde vive?
-En la Ciento sesenta y cuatro, cerca de Concourse -contestó Ben.
-¿Cómo suele volver a su casa?
-Así.
-Y yo que pensaba que le estaba ahorrando un pesado viaje en metro. Debí saber que nunca le faltarían invitaciones. ¿A que no?
-Casi nunca.
-¿Suele la gente hacerle todo tipo de preguntas?
-Sí.
-Lo siento. Porque yo quería preguntarle muchas cosas y ahora no puedo.
-¿Por qué no?
-Porque estará usted harto de contestar.
-No siempre contesto lo mismo.
-¿Quiere decir que para divertirse le miente a la gente?
-A veces.
-¡Eso si que es genial! ¡Adelante, miéntame! Le voy a hacer preguntas, probablemente las mismas que le hace todo el mundo, y usted me contesta como si yo fuera una tonta. ¿Quiere?
-Lo intentaré.
-A ver, a ver. ¿Qué le pregunto primero? ¡Ah, ya sé! ¿No se muere de frío en invierno?
Le contestó lo mismo que le había contestado la primera vez a una anciana que, evidentemente, era turista y cuya curiosidad la había impulsado a someterlo a un interrogatorio de veinte minutos en uno de los días con más tráfico que él recordaba.
-No. Cuando tengo frío, paro un coche y me apoyo en el radiador.
Su entrevistadora de ese momento lo recompensó riéndose más de lo que el comentario merecía.
-¡Es estupendo! -exclamó-. Supongo que, cuando se le enfrían las orejas, para otro coche y le pide prestada la capota.
-Tendré que acordarme de ésa.
-¿A ver qué más? ¿Nunca lo atropellan?
-Muchas veces, pero sólo con la mirada. Atropellarme, atropellarme de verdad, muy raras veces.
-¿Y no es un calvario pasarse todo el día de pie?
-Peor sería pasarme todo el día haciendo la vertical. Bromas aparte, señorita, estoy tan acostumbrado que hay noches que duermo de pie.
-¿No le dan náuseas las emanaciones de los tubos de escape?
-Al principio sí, pero ahora no podría vivir sin ellas. Vivo en un apartamento que está al lado de un garaje público para poder ir a respirar más siempre que quiero.
-¿Cuánto mide?
-Más de dos metros.
-¡No puede ser!
-A usted no puedo engañarla, ¿eh? Mido metro noventa, pero cuando las mujeres me preguntan, les digo cualquier medida entre dos metros y dos metros veinte. Y siempre dicen: «¡Caramba!»
-¿Con quién tiene más problemas, con los conductores o con las conductoras?
-Con los conductores.
-¿Lo dice en serio?
-Sí. Hay cincuenta veces más conductores que conductoras.
-¿Le hace preguntas mucha gente?
-No. Usted es la primera.
-¿Se enfadó conmigo el otro día cuando dije que era usted una monada?
-Con usted no me puedo enfadar.
Se hizo un silencio que duró varias manzanas. Ella conducía muy deprisa y si Ben no estaba más nervioso era porque, en lugar de mirar al frente, tenía la vista clavada en el perfil de la muchacha, tan seductor que tenía poco que envidiarle a su sonrisa.
-¡Fíjese dónde estamos! -exclamó ella al aproximarse a Fordham Road-. ¡Y usted vive en la calle Ciento sesenta y cuatro! ¿Por qué no me avisó?
-No me di cuenta.
-No se baje. Lo llevaré de vuelta.
-No, ni hablar. Por aquí vive un amigo al que quiero ver, y él me llevará.
-Ha sido muy amable al atreverse a que lo llevara y al no asustarse. ¿Volverá a hacerlo?
-Cuando usted quiera.
-Paso por su esquina una vez por semana. Voy a Greenwich Village a ver a mi hermana. Casi siempre los lunes.
-El lunes que viene me toca el turno de tarde.
-Quedemos para el otro lunes.
-Para eso falta mucho todavía.
-El tiempo pasará. No lo dude.
Y pasó, pero con qué lentitud. Y llegó el día fijado con una amenaza de lluvia y Ben temió que ella no fuera. Más tarde, cuando la amenaza se cumplió y los peligros de la circulación se triplicaron debido a la llovizna y al asfalto resbaladizo, lo que temía era que sí fuera. Sabía que la prudencia no formaba parte de su forma de ser, y, si tenía una cita con su hermana, sólo un diluvio la obligaría a cancelarla.
Poco antes de la hora del almuerzo, el Cadillac pasó en dirección sur. Llevaba la capota subida y el limpiaparabrisas iba y venía por el cristal de delante.
A través de la lluvia vio que la muchacha le sonreía y lo saludaba rápidamente con la mano. El tránsito era denso y traidor, y ninguno de los dos debía distraerse.
Seguía lloviznando cuando la muchacha pasó a recogerlo a las cuatro.
-Qué día más horrible, ¿verdad? -dijo ella.
-Ya no.
Ella sonrió, y en un instante él olvidó el fastidio y la incomodidad de las horas precedentes.
-Si dejamos la capota subida, usted se volverá jorobado, y si la bajamos, nos vamos a ahogar.
-Déjela subida. Yo voy cómodo.
-¿Le importa si no hablamos demasiado? Hoy tengo ganas de estar callada.
Él no contestó y ninguno de los dos dijo palabra hasta que doblaron hacia el este en Mount Morris Park. Entonces:
-Podría saber cómo se llama -dijo ella- memorizando el número de su placa y pidiéndole a alguien que me lo averigüe. Pero me ahorraría la molestia si me lo dice.
-Me llamo Ben Collins. Y yo podría saber cómo se llama usted ordenándole que me enseñe el permiso de conducir.
-¡Por favor! ¡Ni se le ocurra, que no tengo! Pero me llamo Edith Dole.
-Edith Dole. Edith Dole -dijo Ben.
-¿Le gusta?
-Es bonito.
-Es una combinación curiosa. Edith significa felicidad, y Dole, pesar, aflicción.
-Pues bien -dijo Ben-, tendrá usted muchos pesares si conduce sin permiso. Y más si lo hace tan deprisa con el mal estado de las calles. No hay nada que resbale más que los neumáticos de los coches cuando llueve.
Al llegar a la parte alta de Madison, el tránsito se había vuelto peligroso. Pero no era ése el único motivo por el que Ben quería que aminorara la velocidad.
Volvieron a guardar silencio hasta que llegaron a Concourse.
-¿Está casado? -le preguntó ella de repente.
-No -mintió él-. ¿Y usted?
-Voy a casarme dentro de poco.
-¿Con quién?
-Con un hombre de Buffalo.
-¿Está muy enamorada de él?
-No lo sé. Pero él me quiere y mi padre quiere que él se case conmigo.
-¿Se irá a vivir a Buffalo?
-No. Él se vendrá para acá para ser socio de mi padre.
-Y suyo.
-Sí. ¡Ay, cielos! Ya estamos en la Ciento sesenta y cuatro. Hoy no puedo pasarme, y menos con este tiempo. ¿Cree que conseguirá bajarse a pesar de las apreturas?
Lo consiguió con cierta dificultad.
-Supongo que no volveré a verla hasta dentro de dos semanas.
-Me temo que no -dijo ella.
Ben tuvo que hacer un esfuerzo por tragarse las palabras que pugnaban por salir de sus labios.
-Señorita Dole -le dijo-, siga mi consejo y no trate de batir ninguna marca para llegar a casa. Vaya despacio y llegará una hora antes de que la cena esté lista. ¿Me hará caso? ¿Por el bien de ese muchacho de Buffalo?
-Sí.
-Y también por el mío.
¡Caray! ¡Qué sonrisa para el recuerdo!
Tuvo que andar despacio y darse tiempo para calmarse antes de ver a Grace. ¿Por qué le había dicho que no estaba casado? ¿A ella qué podía importarle?
Grace lo recibió con una brusca orden:
-¡Toma un baño caliente ahora mismo! Y luego ponte el albornoz. Esta noche no iremos a ninguna parte.
Mary Arnold y Grace habían ido a jugar una partida de cartas a Mount Vernon. Y al regresar se habían empapado. ¡Gracias a Dios que durante la cena no habló de otra cosa!
Después de cenar Ben intentó leer, pero no pudo. Escuchó un rato el disco de Ohman y Arden del que su mujer parecía no cansarse nunca. Se fue a la cama deseando poder dormir y soñar, deseando poder dormir dos semanas enteras.
Se levantó temprano, lo bastante temprano como para echar un vistazo al periódico antes de desayunar. «Un tranvía mata a una automovilista en el Bronx.» Notó una extraña sensación en los ojos mientras leía: «La señorita Edith Dole, de veintidós años, domiciliada en Rye, murió en el acto cuando el automóvil que conducía patinó y chocó con un tranvía del Bronx, en el cruce de Fordham Road y Webster Avenue, poco después de las cuatro y media de la tarde de ayer.»
-Grace -dijo con una voz que no era la suya-, se me había olvidado. Esta mañana empiezo el turno a las siete. No sé quién organiza un desfile.
Cuando estuvo a solas en la calle, habló en voz alta por primera vez desde que era niño.
-No puede ser que me sienta tan mal como creo. Apenas la vi cuatro o cinco veces. No puede ser que me sienta tan mal.
Y una tarde, dos o tres semanas después, un hombre de White Plains que se llamaba Hughes e iba al volante de un Studebaker, cruzó la calle Cuarenta y seis cuando no debía y estacionó junto al bordillo obedeciendo una severa orden.
-¿A qué viene tanta prisa? -le preguntó un guardia urbano, con cara de pocos amigos-. ¿Me quiere decir adónde va? ¿Qué es lo que le pasa, pedazo de imbécil?
-No sé qué me pasa, perdóneme -dijo el señor Hughes-. Si hace usted la vista gorda, cuando vuelva para mi casa, lo llevo hasta el Bronx. ¿No se acuerda que un día del mes pasado lo acerqué hasta su casa? ¿No se acuerda? A lo mejor era un tipo que se le parecía mucho. Bueno, se le parecía un poco. Pero ahora me doy cuenta de que no era usted. Era otra persona.

24
julio

Elizabeth Bowen - "La amante del demonio"

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Novelista, cuentista y ensayista irlandesa. Nunca fue un fenómeno literario brillante en su tiempo, aunque sí una profesional de la literatura profundamente admirada y respetada. Perteneció al grupo de Bloomsbury y estuvo en contacto con las vanguardias del momento aunque, al menos en apariencia, se mantuvo fiel a las convenciones literarias de la novela realista.

Hacia el ocaso del día que había pasado en Londres, la señora Drover se dirigió hacia su casa, que tenía cerrada, para recoger algunas cosas que deseaba llevarse. Unas eran de su propiedad, otras de su familia, que ahora vivía en el campo. Era un día de finales de agosto, pesado y nuboso; en aquel momento, los árboles del paseo relucían iluminados por un amarillento sol de atardecer húmedo. Por entre las nubes bajas, cargadas de tormenta, asomaban retazos de chimeneas y parapetos. En su calle familiar reinaba una atmósfera irreal. Un gato jugueteaba por aquellos lugares, pero ninguna mirada humana observaba el regreso de la señora Drover. Colocándose algunos paquetes bajo el brazo, introdujo con lentitud la llave en una cerradura poco dispuesta a recibirla y, tras darle una vuelta, empujó la puerta con un golpe de rodilla. Un hálito muerto salió a su encuentro, mientras la mujer penetraba en el interior.
La ventana de la escalera estaba cerrada, por lo que el vestíbulo se hallaba a oscuras. Pero una puerta permanecía entreabierta. La señora Drover la cruzó y penetró en ella, abriendo la ventana. Era una mujer prosaica, pero entonces, al mirar a su alrededor, quedó más perpleja de lo que estimaba ser capaz tras las huellas de su larga experiencia de la vida, viendo la mancha amarillenta sobre la repisa de mármol de la chimenea, el anillo olvidado dentro de un vaso encima del escritorio, la rasgadura en el papel que cubría la pared donde siempre golpeaba el pomo cada vez que la puerta se abría bruscamente. El piano, trasladado a un almacén, dejó unas señales parecidas a arañazos sobre el parquet.
Aunque no había mucho polvo, cada objeto estaba cubierto por una ligera película. Y como que la única ventilación procedía de la chimenea, el salón entero había adquirido un olor peculiar. La señora Drover dejó sus paquetes encima del escritorio y salió de la habitación para dirigirse al piso alto. Los objetos que había ido a buscar se guardaban en un arcón del dormitorio.
Estaba ansiosa por ver en qué estado se encontraba la casa, pues el portero que se cuidaba de ella, junto con otras de la vecindad, estaba de vacaciones, y sabía que ella no iba a volver. Aun en el mejor de los casos no vigilaría mucho, y la mujer no estaba muy segura de fiarse de él. Había algunas resquebrajaduras en las paredes, producidas por el último bombardeo, y deseaba echarles un vistazo, aunque no pudiera hacer nada.
Un rayo de luz se filtraba por una rendija y cruzaba el vestíbulo. Se detuvo sorprendida ante la mesa del vestíbulo: había una carta para ella.
Pensó primero que el vigilante habría regresado. Pero aun así, ¿a quién se le ocurriría echar una carta en el buzón, viendo que la casa estaba cerrada? No era una circular, ni una factura. Y en la oficina de Correos no enviaban al campo las cartas que se recibían destinadas a ella. El vigilante (aun cuando estuviera de regreso), no podía saber que ella pasaría en Londres aquel día —su visita tenía el propósito de la sorpresa —, por lo que su negligencia en lo referente a aquella carta, abandonada allí, en medio del polvo, la anonadaba. Sorprendida, tomó la carta, que no tenía sello. Tal vez no era importante, o si no... Tomó la carta y subió rápidamente escaleras arriba sin echarle siquiera una mirada, hasta que llegó a la que había sido su habitación, donde encendió la luz.
Daba a los jardines, donde el sol se había ocultado. Las nubes se arremolinaban alrededor de los árboles y el césped, sumidos casi en la oscuridad. Su aversión a mirar otra vez la carta, nacía del hecho de que la atemorizaba el que alguien desdeñara sus costumbres. No obstante, en la tensión que precede a la lluvia, la leyó; contenía unas pocas líneas:

«Querida Kathleen:
»No habrás olvidado que hoy es nuestro aniversario, y el día que acordamos. Los años han pasado lenta y rápidamente. En vista de que nada ha cambiado, tengo confianza en que habrás mantenido tu promesa. Me apenó el hecho de que dejaras Londres, pero me satisfacía saber que estarás de vuelta a tiempo. Debes esperarme, por tanto, a la hora convenida.
«Hasta entonces,
"K."

La señora Drover miró la fecha: era de aquel día. Dejó la carta sobre la cama, y luego la volvió a coger para leerla nuevamente. Sus labios, bajo las huellas del lápiz labial, empezaron a ponerse blancos. Se dio cuenta del cambio que experimentaba su propio rostro, y acudió al espejo, le pasó la mano para quitarle el polvo que lo cubría, y se miró furtivamente. El espejo le devolvió la imagen de una mujer de cuarenta y cuatro años, de mirada sorprendida bajo el borde del sombrero caído hacia adelante. No se había empolvado desde que salió de la tienda donde tomó sola el té. Las perlas que su marido le regaló el día de su boda, colgaban alrededor de su flaco cuello, ocultándose dentro del escote en forma de V de su jersey de lana rosa, tejido por su hermana mientras todos se reunían alrededor del fuego. La expresión normal de la señora Drover era de impaciencia controlada, pero de asentimiento.
Desde el nacimiento del tercero de sus hijos, atacada por una enfermedad grave, tenía un tic muscular intermitente en la comisura izquierda de su boca, pero a pesar de ello, podía sostener una expresión que era, a la vez, enérgica y tranquila.
Volviéndose de espaldas a su propia imagen, de un modo tan precipitado como el empleado para buscarla, se dirigió al arcón donde se hallaban sus cosas, abrió la cerradura, levantó la tapa y se puso de rodillas para revolverlo. Cuando empezó a descargar el aguacero, no pudo contener una fugaz mirada por encima de su hombro hacia la cama, donde estaba la carta. Tras la cortina de agua, la campana de la iglesia, que todavía se mantenía en pie, desgranó seis campanadas, mientras la mujer, con temor creciente, contaba cada uno de los lentos toques.
«La hora convenida... ¡Dios mío! —dijo para sí—. ¿Qué hora? ¿Cómo iba a pensar...? Después de veinticinco años...»
La jovencita que hablaba con el soldado en el jardín no había visto su rostro por entero. La oscuridad era absoluta, y ellos se despedían bajo un árbol. Ahora y entonces —le parecía como si al no verle en aquellos momentos intensos jamás le hubiera visto— se daba cuenta de su presencia, por los breves instantes en los que él le apretaba la mano con fuerza, contra los botones de su uniforme hasta hacerle daño. El corte del botón en la palma de su mano sería su único recuerdo. Estaba tan cerca el fin de su licencia, en que vino de Francia, que ella sólo deseaba que se hubiera ido. Fue en agosto de 1916. Kathleen se apartó un poco y miró intimidada a los ojos del soldado, creyendo ver resplandores espectrales en sus ojos. Volviéndose, y mirando por encima del césped, vio a través de las ramas de los árboles, la ventana del salón iluminada: contuvo el aliento, al pensar que podría volver corriendo a los brazos cariñosos de su madre y su hermana, y llorar.
«¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí? Se ha marchado.»
Dándose cuenta de que contenía el aliento, el soldado le dijo:
—¿Tienes frío?
—Te marchas tan lejos...
—No tan lejos como crees.
—No te comprendo.
—No tienes por qué hacerlo —dijo—. Ya comprenderás cuando sea el momento. Acuérdate de lo que convinimos.
—Pero aquello fueron suposiciones.
—Estaré contigo —insistió el soldado—. Más tarde o más temprano. No lo olvides. Lo único que tienes que hacer es esperar.
Sólo un minuto más y sería libre de correr por el prado silencioso.
Mirando a través de la ventana a su madre y a su hermana, para las que era invisible, comprendió de repente que aquella extraña promesa la apartaba del resto de la especie humana. Ninguna otra cosa hubiera podido hacerla sentirse tan desamparada, tan perdida. No podía haber empeñado un pacto más siniestro.
Kathleen lo resistió muy bien cuando algunos meses más tarde dieron por muerto a su prometido. Su familia no sólo la apoyó sino que incluso fue capaz de alabar su valor sin límites. No podían lamentar la pérdida de alguien de quien tan poco sabían. Esperaban que, al cabo de uno o dos años, ella misma se consolaría; si únicamente se hubiera tratado de consuelo, las cosas habrían marchado mucho mejor. Pero no fue un simple disgusto; su pena era algo completamente anormal. No tuvo que rechazar a nuevos pretendientes, porque éstos no aparecieron. Durante años no tuvo ningún atractivo para los hombres hasta que, al aproximarse a la treintena, sus reacciones se hicieron más naturales, hasta el punto de tranquilizar la ansiedad de su familia. Empezó a sobreponerse, y a los treinta y dos años se sintió gratamente aliviada, al verse cortejada por William Drover. Se casó con él y ambos se establecieron en una parte tranquila de Kensington. En aquella casa pasaron los años, nacieron sus hijos y vivieron hasta llegar los bombardeos de la siguiente guerra. Sus movimientos como esposa de Drover eran limitados y desechó la idea de que alguien la estaba espiando.
Tal como estaban las cosas, vivo o muerto, el autor de la carta sólo pretendía amenazarla. Cansada de permanecer de rodillas y con la espalda expuesta a la habitación vacía, la señora Drover se apartó del arcón para sentarse a una silla, cuyo respaldo estaba firmemente apoyado en la pared. La placidez de su antigua habitación, la atmósfera tranquilizadora de su hogar de casada en Londres, todo se había evaporado; el encanto había sido roto por el autor de aquella carta. La casa vacía sellaba aquella noche, años y años de voces, costumbres y pasos. A través de las cerradas ventanas oía solamente el rumor de la lluvia sobre los tejados de los alrededores. Para tranquilizarse, se dijo que había sufrido una alucinación. Durante algunos segundos cerró los ojos, pensando que la carta era una broma de su imaginación. Pero al abrirlos, la carta seguía encima de la cama.
Su mente no lograba desentrañar el sentido de la aparición sobrenatural de la carta. ¿Quién sabía en Londres que iba a ir a la casa precisamente hoy? El caso era, evidentemente, que alguien se había enterado. Aun cuando el vigilante estuviera de vuelta, no tenía razón alguna para esperarla; al contrario, se hubiera guardado la carta en el bolsillo para llevarla luego al correo. Por otra parte, no existía ninguna señal de que el vigilante hubiera vuelto. Y las cartas que se echan por debajo de las puertas de las casas desiertas, no vuelan solas hacia las mesas de los vestíbulos. No se quedan encima del polvo de las mesas vacías, como si estuvieran seguras de que alguien las va a encontrar. Era precisa una mano humana para ello, y nadie, excepto el vigilante, poseía la llave. Tal vez era posible que ya no estuviese sola. Alguien debía estarle esperando al pie de las escaleras. Esperando, ¿hasta cuándo? Hasta la «hora convenida». Al menos no era las seis la hora convenida, pues habían sonado ya.
Se levantó de la silla y fue a cerrar la puerta.
El problema era marcharse. ¿Volando? No, eso no: tenía que tomar el tren. Como mujer, cuya total responsabilidad constituía la clave de su vida familiar, no podía regresar al campo junto a su marido, sus hijos y su hermana, sin los objetos que había ido a buscar. Hizo rápidamente algunos paquetes con las cosas que deseaba llevarse. Pero todos ellos, junto con los de sus compras, abultaban mucho, lo que significaba que debería tomar un taxi. La idea del taxi la tranquilizó un poco, y su respiración se hizo normal.
«Llamaré ahora a un taxi, no tardará en llegar. Le esperaré, oiré el ruido del motor y bajaré tranquilamente hasta el vestíbulo. Voy a llamar. Pero no, la línea telefónica está cortada...»
Tiró de un nudo que había atado mal.
Volar...
«Jamás fue cariñoso conmigo en realidad. No le recuerdo así. Mamá decía que no me consideraba. Amar es considerar a la persona amada. ¿Y qué hizo él? ¿Sólo hacerme prometer aquello? No puedo recordar qué.»
Pero se dio cuenta de que sí podía recordar.
Recordaba con tan terrible agudeza, que los veinticinco años trascurridos parecían disolverse como humo. Instintivamente miró la señal que quedó marcada en la palma de su mano. No recordaba únicamente todo lo que dijo e hizo, sino la completa suspensión de su existencia durante aquella semana de agosto.
«No era yo misma, me decían todos entonces.»
Recordaba, pero en sus recuerdos había un espacio en blanco, como si sobre una fotografía hubiese caído una gota de ácido: le resultaba imposible recordar el rostro de él.
«Dondequiera que esté esperándome, no le reconoceré. ¿Y quién puede echar a correr, frente a un rostro que no conoce?»
Tenía que coger el taxi antes de que sonara cualquier hora. Iría calle abajo, hacia la plaza en la que desembocaba la calle principal. Volvería a salvo con el taxi a su propia casa y pediría al chófer que la acompañara a recoger los paquetes. La idea del chófer la hizo tomar una decisión audaz. Dejó abierta la puerta, y desde el rellano de la escalera, escuchó atentamente.
No oyó nada, pero mientras estaba allí, una ligera corriente de aire atravesó el rellano y le acarició el rostro. Procedía de la planta baja; allá abajo alguien había abierto una puerta o una ventana, alguien que había elegido aquel instante para abandonar la casa.
La lluvia cesó. El empedrado estaba reluciente cuando la señora Drover atravesó la puerta principal de su casa y salía a la calle desierta. Las casas vacías de enfrente seguían mirándola con sus ojos resquebrajados. Se apresuró calle abajo, intentando no mirar hacia atrás. Pero el silencio era tan intenso —un silencio profundo en el Londres herido por la guerra—, que otros pasos, en pos de los suyos, serían claramente perceptibles. Al desembocar la calle en la plaza, donde la gente seguía vivienda empezó a tener conciencia de sí misma, y reprimió su paso forzado. En el extremo de la plaza, dos autobuses se cruzaron impasibles, mujeres, un viajante, ciclistas, un hombre empujando un carro: otra vez el fluir ordinario de la vida. En el rincón más populoso de la plaza debía estar —y estaba— la parada de taxis.
Aquella noche había sólo un taxi, pero parecía esperarla. Sin mirar a su espalda, el chófer puso en marcha el motor, mientras ella se disponía a abrir la portezuela. Cuando la señora Drover entró en el taxi, dieron las siete en algún reloj. El taxi se encaminó a la calle principal; para dirigirse hacia su casa tenía que haber dado la vuelta. La mujer buscó apoyo en el respaldo del asiento, y el taxi había dado la vuelta antes de que ella, sorprendida por aquel movimiento, se hubiera dado cuenta de que no había dicho «adonde iba». Se inclinó hacia adelante, para golpear el panel de vidrio que separaba la cabeza del chófer de la suya propia.
El chofer frenó, hasta que detuvo casi el coche, se volvió e hizo bajar el panel de separación: la sacudida hizo que la señora Drover cayera hacia adelante, hasta casi tocar el cristal con el rostro. A través de la abertura, conductor y pasajero, separados solamente por unos centímetros de distancia, permanecieron durante una eternidad, con los ojos clavados el uno en el otro. La boca de la señora Drover quedó abierta unos segundos, antes de que pudiera articular el primer grito.
Después siguió gritando desesperadamente, golpeando el cristal con sus manos enguantadas mientras el taxi, que aceleró su marcha sin contemplaciones, se internaba con ella por las desiertas calles.

20
julio

Elena Garro - "La culpa es de los tlaxcaltecas"

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Cuentista, dramaturga y novelista mexicana. La calidad de su obra ha estado esombrecida por sus controvertidas posiciones políticas y su personalidad (fruto para algunos de algún tipo de enfermedad mental no diagnosticada). En su obra rompe con el realismo mexicano imperante y experimenta con el realismo mágico (nada de precursora del mismo como erróneamente indica la wikipedia). Fue esposa de Octavio Paz y esa relación la marcó profundamente.
Nacha oyó que llamaban a la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre.
—¡Señora!... —suspiró Nacha.
La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca.
—Nachita, dame un cafecito... Tengo frío.
—Señora, el señor... el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta.
—¿Por muerta?
Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste.
—¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas.
Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía.
Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera.
—¿No estás de acuerdo, Nacha?
—Sí, señora...
—Yo soy como ellos: traidora... —dijo Laura con melancolía.
La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores.
—¿Y tú, Nachita, eres traidora?
La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche.
Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona.
—Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita.
Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos.
—¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué, en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo, En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida.
—Así eran, señora Laurita.
—Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
—La culpa es de los tlaxcaltecas— le dije.
El se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
“—¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
“—¿Y los otros? —le pregunté.
“—Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo—. Vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición.
“—Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono...
“—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró.
“—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
“—Hace ya tiempo que no me pega el sol—. Bajó los ojos y me dejó caer la mano: Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo.
“—¿Y mi casa? —le pregunté.
“—Vamos a verla—. Me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. “Lo perdió en la huida”, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
“—Ya no camino... —le dije.
“—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.
“—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito.
Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.
“—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
“—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
“—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo... por eso te andaba buscando—. Se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor... soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito.
“—Éste es el final del hombre —dije.
“—Así es —contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.
“—A la noche vuelvo, espérame... —suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
“—Nos falta poco para ser uno —agregó con su misma cortesía.
Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
“—¿Qué pasa? ¿Estás herida? —me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos.
“—¡Estos indios salvajes!... ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme. Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no puede creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo:
—¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!”. La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del presidente López Mateos.
“—Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca —había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las visitas oficiales.
—¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! —comentó la señora abrazándose con Pablo hasta esa noche dándoles súbitamente la razón a Josefina y Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
—Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo, no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día.”
“—Tienes un marido turbio y confuso —me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist.
“—Para que se animen —nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito.
“Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. “Se parece a...” y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran al cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: “¿En qué piensas?” Mi primo marido no hace ni dice nada de eso.
—¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! —dijo Nacha con disgusto.
Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente.
—Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme?”. Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido.
Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo: “¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos por algo sería!”. Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado.
“—¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!
“—No oímos nada... —dijo el señor asombrado.
“—¡Es él...! —gritó la tonta de la señora.
“—¿Quién es él? —preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después.
La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la misma pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó:
“—El indio... el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México...
Así supo Josefina lo del indio y así se lo contó a Nachita.
“— ¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! —gritó el señor.
Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas.
“—Está herido... —dijo el señor Pablo preocupado.
Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer.
“—Era un indio, señor —dijo Josefina corroborando las palabras de Laura.
Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia.
“—¿Puedes explicarme el origen de estas manchas?
La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y lo oyó Josefina.
—Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota —dijo Laura con desdén.
—Muy cierto —afirmó Nachita.
Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el pozo negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café calientito.
—Bébase su café, señora —dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él.
—Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien y o no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja con la mujer.
Nacha sabía que era cierto lo que ahora le decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!”, ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.
La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podíamos ver todos.
“—Tal vez en el Lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto. Dijo casi sin saber qué decir.
La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían.
—¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo me besaba? Y tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y una mujer se aman y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿adónde?”. Más tarde cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al Café de Tacuba!”. Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar.
Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en este momento en la cocina.
“—¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! —le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un sweater blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar.
—En el Café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero, “¿Qué le sirvo?”. Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”. Mi primo y yo comíamos cocos .de chiquitos... En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y yo habitaré la alcoba más preciosa de su pecho”. Así me decía mientras comía la cocada.
“—¿Qué horas son? —le pregunté al camarero.
“—Las doce, señorita.
“A la una llega Pablo”, me dije, “si le digo a un taxi que me lleve por el Periférico, puedo esperar todavía un rato”. Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato.
“—¿Qué haces? —me preguntó con su voz profunda.
“—Te estaba esperando.
Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro.
“—¿No tenías miedo de estar aquí sólita?
“Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas.
“—No mires —me dijo.
“Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.
“—¡Sácame de aquí! —le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos.
“—Éste es el final del hombre —le dije con los ojos bajo su mano.
“—¡No lo veas!
“Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho.
“—Duerme conmigo... —me dijo en voz muy baja.
“—¿Me viste anoche? —le pregunté.
“—Te vi...
“Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó y agarró su escudo.
“—Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré por ti.
“Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas... Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo.
“—Señorita, ¿se siente mal?
Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle.
“—¡Insolente! ¡Déjeme tranquila!
“Tomé un taxi que me trajo a la casa por el Periférico y llegué...
Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras.
“—¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía!
Laura se le quedó mirando asombrada, muda.
“— ¿Dónde anduvo, señora?
“—Fui al Café de Tacuba.
“—Pero eso fue hace dos días.
Josefina traía el Últimas Noticias. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los estados de Michoacán y Guanajuato”.
La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina: “Para mí, la señora Laurita anda enamorada”. Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona.
“—¡Laura! —gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en su brazos.
“—¡Alma de mi alma! —sollozó el señor.
La señora Laurita pareció enternecida unos segundos.
“—¡Señor! —gritó Josefina—. El vestido de la señora está bien chamuscado.
Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora.
“—Es verdad... también las suelas de sus zapatos están ardidas... Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde estuviste?
“—En el Café de Tacuba —contestó la señora muy tranquila.
La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera.
“—Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego?
“—Luego tomé un taxi y me vine acá por el Periférico.
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
“—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?... ¿Por qué traes el vestido quemado?
“—¿Quemado? Si él lo apagó... —dejó escapar la señora Laura.
“—¿Él?... ¿el indio asqueroso? —Pablo la volvió a zarandear con ira.
“—Me lo encontré a la salida del Café de Tacuba... —sollozó la señora muerta de miedo.
“—¡Nunca pensé que fueras tan baja! —dijo el señor y la aventó sobre la cama.
“—Dinos quién es —preguntó la suegra suavizando la voz.
—¿Verdad Nachita, que no podía decirles que era mi marido? —preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama, había opinado:
“—Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.
Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos:
“—¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
—Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana —anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.
“—¡Pobrecito!... ¡pobrecito!... —dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
—Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la Conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? —preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.
—Sí, señora... —Y Nachita, nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre.
—Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
“—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
“—No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán —agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
“—¡Se escapó la loca! —gritó con voz estentórea al entrar a la casa.
—Fíjate, Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona. Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no.” Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto las mismas catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía, se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”... Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras.
“—¿Qué te haces? —me dijo.
Vi que no se movía y que parecía más triste que antes.
“—Te estaba esperando —contesté.
“—Ya va a llegar el último día...
Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de vergüenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. El siguió quieto, observándome.
“—Vamos a la salida de Tacuba... Hay muchas traiciones...
Me agarró de la mano y nos fuimos caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas despedazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. El no tenía miedo. Después me miró a mí.
“—Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo.
Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar.
“—Son las criaturas... —Me dijo.
“—Éste es el final del hombre —repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento.
El me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho.
“—Traidora te conocía y así te quise.
“—Naciste sin suerte —le dije. Me abracé a él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños.
“—El tiempo se está acabando... —suspiró mi marido.
Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte.
Falta poco para que nos fuéramos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó ramas y me hizo una cuevita.
“—Aquí me esperas.
Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo. Si mi primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. “Cuando llegue y me busque...” No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. “Margarita ya se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado”... Un taxi me trajo por el Periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los Periféricos eran los canales infestados de cadáveres... por eso llegué tan triste... Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido”.
Nachita se acomodó los brazos sobre la falda lila.
—El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación —explicó Nachita satisfecha.
Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio.
—La que está arriba es la señora Margarita —agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina.
Laura se abrazó las rodillas y miró por los cristales de la ventana a las rosas borradas por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse.
Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa.
—¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyota-da! —dijo con la voz llena de sal.
Laura se quedó escuchando unos instantes.
—Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde —dijo.
—Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino —comentó Nacha con miedo.
—Si nunca los temió ¿por qué había de temerlos esta noche? —preguntó Laura molesta.
Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas.
—Son más canijos que los tlaxcaltecas —le dijo en voz muy baja.
Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana.
—¡Señora!... Ya llegó por usted... —le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla.
Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz.
—Yo digo que la señora Laurita, no era de este tiempo, ni era para el señor —dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita.
—Ya no me hallo en casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino, le confió a Josefina—. Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.

19
julio

Yordanka Almaguer - "Santificarás las fiestas"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista y fotógrafa cubana. Otra interesante nueva voz caribeña. Como en el caso de Anisley Negrín, creo que su obra no está editada en España, pero figura en algunas revistas literarias y es accesible en algunas web.

Ningún trabajo de ciervo haréis, y ofreceréis ofrenda encendida a Jehová.
Levítico 23-25

Esta es una ciudad alcohólica. Está en coma… ño, qué risa te da.
Ahora es mejor que todo te provoque risa, pero bajito, no sea que alguien se percate de tu alegría. La gente de esta ciudad no debe enterarse de la alegría del otro. Enseguida se ponen a averiguar los motivos siniestros que provocan esa alegría individual.
La alegría debe ser colectiva.
Igual al coma.
Por eso es común encontrar tumultos alegres, alrededor de pequeñas naves cósmicas que contienen líquido para hacer volar unos 100 metros, hacia arriba, casi cerca de las nubes; pero volar no es asunto de líquidos y el aterrizaje es forzoso, sin previo aviso. Los alegres, entonces, van de cabeza contra el primero o la primera que esté tan volador como él, o no lo esté. Da igual. Lo importante es demostrar la frustración por lo corto del viaje.
Pero para ese entonces ya se habrán retirado las cámaras, ya habrán guardado las banderas, los micrófonos, y al otro día, cuando los barrenderos recojan los vasos de cartón, jabas de nylon, cucuruchos de papel, cigarros a medio fumar, banderitas de colores, cornetas de lata, monedas de a peso y 20 centavos, mierda, aretes de fantasía, íntimas usadas, vidrios de botellas de ron, caramelos a medio chupar, restos de vómito; justo un poco después, cuando la pequeña plaza esté completamente limpia, la gente volverá a tener la sensación de que todo marcha a las mil maravillas. Y olvidarán su rabia contenida la noche anterior, al descubrir la estafa, el engaño del corto vuelo, el estrepitoso aterrizaje.
Todo está bien, se dirán en sus camas, saboreando el sorbo de chícharo con café que no cambiarían por el mejor Cubita o Serrano.
Everything is fine.
Te repite ahora que ya tienes los pies dentro de la cesta enorme.
Eres una muda de ropa recién lavada y el cesto es de mimbre y te guardará hasta que una mano te saque para planchar todas tus arrugas, tus miserias de ropa demasiado usada, de aquí para allá. El cesto de mimbre te guardará hasta que todo marche un poco mejor, de verdad.
Pero no eres una muda de ropa y el cesto no es para guardarte. El cesto se aferra con más de tres brazos al globo.
Qué globo más lindo… ño, qué risa te da, y dejas caer sobre la azotea dos o tres lastres para comenzar a volar, de verdad.
Volar de verdad. Como si fueras un pájaro gordo y lleno de colores y de fuego. Volar como si fueras una estrella fugaz, y allá abajo quedan todos los alcohólicos mirándote y pidiendo 134 mil deseos, porque no se atreven a ser estrellas fugaces ellos mismos.
–¡Borrachos fugaces!
Les gritas cuando el globo pasa por encima de las azoteas y casi te enredas con una antena de televisor. Los televisores están apagados.
No hay nada que ver.
No hay nada que celebrar.
En un día como hoy no murió nadie. A nadie se le ocurrió nacer si asaltar ningún lugar ni dar una carga al machete ni redactar ningún documento importante que haga celebrar al tumulto.
No hay fiestas.
Algunas botellas de ron, particulares, es lo único que venden en las cafeterías; pero solo las acompañan músicas románticas o de tristes mensajes.
Eres el centro de todas las aburridas miradas.
Debes tener cuidado.
Si descubren tu sonrisa podrían sospechar, avisar al Jefe de Sector, a cualquier otro con un cargo importante en la policía.
Every thing is fine.
Repites y enseñas tus dientes al cielo estrellado, es el único que no te traicionaría.
Pero el viento sí.
Te da empujones como si fueras una brizna de trigo. Como si ya no se pudiera sacar nada bueno de ti. Quieres ir más suave, saborear el escape como si fueras aquel conde vengativo. Pero no quieres vengarte de nadie, solo quieres que nadie se percate de tu alegría, de tu escape.
Estar alegres y escapar son actos sumamente peligrosos en esta ciudad.
Las ciudades comatosas suelen ser mucho más vengativas que el conde francés.
Tienes derecho a estar bien, pero tu deber es estar mal.
¿Cómo lo entiendes?
No estás aquí para entender. Solo para ocultar tu risa. La de verdad.
La risa de mentiras es la única autorizada para salir a la calle. Nadie sabe de qué sería capaz una risa sin educación, sin principios, desbocada como los caballos que recuerdan de repente su naturaleza.
Allá abajo hay un pueblito y no es una ciudad que conoces.
Quizá has volado demasiado al oeste.
A lo mejor debías haber ido más al sur o al norte o al sureste, pero el oeste siempre ha sido un lugar a respetar.
Nadie sabe si en el oeste de Cuba existan cowboys o gangters del desierto.
La gente no suele hablar de cosas tan interesantes y peligrosas.
A no ser que comiencen a repartir cowboys y gangsters por la Libreta de Abastecimientos o Maité Vera escriba una telenovela sobre ellos.
Pero eso debe de resultar un poco caro.
Qué risa. ¿Qué harías con cinco gángters al mes? O un cowboy por núcleo familiar. ¿Lo revenderías para comprar alegría?
Qué risa. Lo revenderías para comprar más risa.
No caben dudas. Cada vez vuelas más al oeste. ¿Y si un disparo convierte tu globo en un pedo enorme?
Eres un pedo enorme, descolorido, aterrizando cada vez con menos control. ¿De dónde vendría el disparo? ¿De la Ley Seca o de las Minas de Oro?
Seguro fue un sioux.
Pero los siouxs viven más al norte. ¿En Dakota?
¿Un apache?
Esas gentes son pacíficas.
¿Un guardafronteras?
¡Dios tuyo, un guardafronteras te ha disparado!
Vas camino a estrellarte contra los arrecifes por causa de un guardafronteras
¿Qué importancia tiene el origen de la bala?
Quizá solo sea que el globo se cansó de volar.
O el Destino.
–Ño, every thing is fine.
Y vas a dar con los codos contra la arena blanca y llena de piedras dóciles, cobos, nidos de tortugas.
–Esta es la tierra más hermosa que he osado pisar.
Está amaneciendo. Es la primera vez que vez salir el sol por el lado contrario. En el malecón lo ves nacer desde los edificios. Pero verlo salir del mar y a la izquierda es distinto. Eso no te da tanta risa. Casi te provoca deseos de llorar.
¿Llorar?
¿En este lugar estará permitido llorar?
Los guardafronteras deben de estar por llegar. No puedes perder tiempo con las lágrimas. Debes reír lo antes posible. Si descubren que estás alegre a pesar de la caída, podrían sospechar. Si sospechan descubren, revisarán los bolsillos y descubrirán el resto de tu alegría.
Every thing is fine.
Dirás la contraseña, para que sepan que eres de los de su bando y no confundan tus buenas intenciones.
¿Por qué se demoran en llegar?
¿Dónde estás?
¿En una tierra exenta de guardafronteras?
El color del cielo anuncia que no has salido de Cuba, podrías estar en Las Bahamas, pero sabes que viajaste al oeste, y las Bahamas están al noreste, eso no has podido olvidarlo ni con toda tu alegría voladora.
Enciendes un cigarro. Los policías de la costa no te lo permitirían. Absorbes con pasión, como si nunca más volvieran a verse. Caminas.
Al pie de una palma de corcho encuentras una iguana.
La iguana te mira de medio lado, como si pensara muy mal de ti.
Estás cansado de que siempre sospechen de ti, estás cansado de sospechar de los demás. También esta iguana podría ser una de ellos, los dueños de las banderas, las pipas de cerveza, los doctores que no logran sacar del coma a la ciudad que dejaste atrás.
–Hola.
La iguana te ha saludado.
Al parecer venció sus dudas o su timidez de reptil fosilizado.
Quizá se anime a decirte dónde estás.
¿Las iguanas saben de geografía?
En este país todo el mundo sabe de todo. Hasta los animales. Para eso somos parte de la ciudad más culta del globo terráqueo, ¿no?
–Guanahacabibes.
Qué risa. La iguana sabe de geografía.
–¿Guanahacabibes? ¿Y eso está…?
–¿Te suena el Cabo de San Antonio?
Con tanta risa has olvidado tú la geografía. Te pones a caminar al lado de la iguana, es un poco difícil seguirla. Se va a la orilla del mar.
–¿Y no hay guardafronteras?
–¿Dónde no?
También sabe de política.
Y de religión, economía, historia, botánica; agrega la iguana exponiendo su panza al sol.
–¿Botánica?
–¿Plantas para la alegría?
Qué risa. La iguana te muestra el camino de su plantación. Es una iguana muy competente, y muy servicial.
–¿Te gusta?
–¡Qué verdeee!
–¿Quieres probar?
–¿Y los guardafronteras?
–No hablo con ellos.
–¿Por qué?
–No hablo con lo que no existe.
–¿Y yo? ¿Existo?
–Por lo menos existes hoy, necesitaba hablar con alguien.
–¿Existo solo porque te sentías sola?
Es una iguana muy existencialista además. Y un poco adicta, porque no hay que ser tan exagerados, con dos o tres plantitas tendría para todo un año. No te confíes de la iguana. Cambia de color. Podrías dejar de existir cuando abandone el verde.
–¿Y los otros?
Te has puesto sentimental. Te lo advertí. ¿De qué vale preocuparse por un montón de adictos? La iguana te contestará que solo existen mientras tú existas y tú existes porque existe su pensamiento y su pensamiento existe porque ella, la iguana, se las arregló para sembrar más de cien metros de esas plantas alegres y prohibidas.
–Porque son de verdad. Son lo único real.
–No puede ser. Every thing is fine.
Oh, yeah, every thing is fine mientras existan ellas, prueba a desaparecerlas y conocerás la nada.
–¿La nada tiene que ver con el coma?
La iguana vuelve a mirarte de medio lado. Quizá ha comenzado a desconfiar nuevamente. Podría cambiar de color. Aléjate, si es una trampa no te salvará ni que digas la contraseña a los guardafronteras.
–Pero, ellos…
¿Por qué no te subes a esa palma de corcho? Quizá allá arriba estés un poco seguro. Seguro de ellos, de la iguana, de las Plantas.
–¿De mí?, yo soy todos ellos.
Estás en lo alto de la palma y ves llegar a los guardafronteras con sus motos amarillas corriendo por la arena. La iguana está asoleándose sobre una gran piedra y ni siquiera se fija en ellos.
El guardafrontera 1 detiene la moto y mira alrededor.
El guardafrontera 2 se baja y se acerca al cesto de mimbre y el globo desinflado.
El guardafrontera 1 y el guardafrontera 2 se miran. Otean el horizonte. El enemigo podría estar acechando.
Una risa estrepitosa, de novelita de terror, se asienta en la playa.
Los guardafronteras miran asustados al cielo.
Miras asustado a la iguana. ¿También se ríe? ¿Y sin temor?
Pero la iguana está panzas arriba, conversando con un sol verde claro que acaba de crear en su imaginación. No tiene deseos de reírse.
Entonces recuerdas al conjunto de plantas verdes y alegres. Sientes los tambores a tus espaldas. Presientes que los guardafronteras están a punto de dejar de ser.
Las alegres Plantas lo han decidido.
Qué risa.
Así podrás quedarte todo el tiempo que quieras. Reír lo que te plazca sin temor a ninguna mirada. Conversar con la iguana sobre la existencia del hombre sin temor de que te acusen de algo terrible. Te quedarás hasta que la ciudad comatosa decida cambiar de adictos, de falsas risas, de contraseñas. Every thing is fine. O hasta que alguien decida desconectarle la respiración artificial.