Álvaro Cunqueiro - "Auto de la mujer barbuda"

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Este cuento fue publicado en 1955 en "Merlín y familia", una colección de cuentos sobre personajes nacidos de la combinación entre la imaginación del autor y los datos históricos, literarios y mitológicos (no olvidemos que Cunqueiro tradujo algunas de las obras de Lady Gregory, con lo que la mitología británica e irlandesa le era muy conocida). La obra fue escrita originalmente en gallego y traducida por el propio autor al castellano.

Esta mujer barbuda era la única hija del cuarto herrero del rey Donteach de Irlanda, y se llamaba Scianabhan, que se traduce por «la joya de las mujeres». Y no bien fue bautizada, barbeó. Barbeó espeso y seguido, de la parte izquierda del rostro sedoso pelo verde, y de la parte de la derecha, crespo pelo rojo. Y era muy admirada, y la casa del herrero visitada por los reyes cuando iban a Tara a juntas, y por multitud de gentes de toda condición, que no se cansaban de alabar a la barbuda, la cual crecía muy gentil y donairosa, y era cortés y sonreía a todos, y aprendió a tocar el arpa y era maestra en el arte del bordado. Pero la barba le vedaba el amor. No había en toda Irlanda príncipe, guerrero, mendigo, labriego ni remador que osase enamorarla ni pedirla en matrimonio aun reconociendo sus altas prendas, la gentileza de su cuerpo, la dulzura de su mirar y de su voz, y la hermosura de sus manos, y las riquezas que llevaría de dote, y todo por la barba. Y ya se ponía Scianabhan en los veintinueve años cumplidos para San David, y comenzaba a entristecer. Y de librarse de la barba ni había que hablar, que cuanto más la afeitaba más fácilmente le medraba, y en unas horas le poblaba otra vez el rostro que acababa de rasurar con piedra pómez. Ya no cantaba Scianabhan acompañándose con el arpa, que lloraban ella y el arpa a la vez.
Pero llegó amor. Aconteció que pasó por delante de la casa del cuarto herrero un mozo que se llamaba Achy -es decir, Nuca Roja-, y vio a la barbuda en la ventana, bordando un chaleco de lana para un ruiseñor amigo que tenía, y que ya iba viejo, el vespertino cantor del bosque, y lo enfermaban los inviernos. Contestó la barbuda muy dulce al alegre saludo del mozo, quien, sin pensarlo más, entró en la fragua, y preguntó a un criado que allí estaba tirando del fuelle, si aquélla era la famosa hija del cuarto herrero, y si seguía soltera. De sí dijo Achy que tenía una yegua paridera en un prado vecino a Dublín que llaman Bregia, y dos calendas en un molino en el Connaught, y que su oficio era botonero, y allí mismo, delante del cuarto herrero y de su hija, hizo de un cuerno de buey una botonadura completa de gabán, imitando los botones tréboles de cuatro hojas. El cuarto herrero y su hija encontraron al mozo muy de su gusto, y lo aposentaron en la herrería, que dijo que quería imponerse del carácter de aquella prenda antes de pasar a matrimonio.
Toda Irlanda comentó los amores que le salían a la barbuda, y el botonero cada día estaba más contento de haber encontrado aquella joya, y ya hablaba de casarse para San Martín en Cork. Pasó camino de Tara, adonde iba a oír un concierto de arpa, el rey Chiuas Haistig, o sea, Oreja Chata, que era uno de los más notorios entre los doscientos cuarenta y siete reyes que había por entonces en Irlanda, y quiso saludar a los novios, y saliendo al campo tras el almuerzo, a solas con el mozo botonero, le preguntó cómo se había enamorado de la barbuda y si aquellos coloreados pelos no eran impedimento de amor. Y el mozo botonero contestó :
-Me enamoré, señor rey, al verla en la ventana bordando, y me pareció que tenía el hermoso rostro, apoyando la mejilla izquierda en él, descansando en un trozo de verde prado que volase en la mañana por el aire, y al volverse hacia mí, para responder a mi saludo, vi que del lado derecho se había ruborizado.
-Entonces -insistió el rey-, ¿no viste que aquello era barba de dos colores?
-No me dio tiempo amor para ver tanto, cuantimás que todo se me era mirar cómo venía su dulce voz a buscarme por el aire.
El rey Chiuas Haistig, que era hijo de una bruja del mismo nombre, fue aquella misma noche a ver a su madre, y le contó su conversación con el botonero enamorado, y le preguntó si no habría remedio para la gran barba de la hija del cuarto herrero. Lo había, y era plantar un guisante de olor envuelto en una onza de tierra de bosque en la espesura de la barba, y conforme fuese creciendo el guisante iría alimentándose de pelo, tal que en llegando a florecer, la barba estaría borrada del rostro de la lozana barbuda. Oreja Chata le mandó la noticia con un guisante de olor al botonero, deseándole eterno amor, felices bodas y abundante prole.
Pero aconteció que la medicina sólo surtía efecto si estaba la moza que la usaba en su virginidad, que de andar alzándose en el sexto, sería remedio tan contrario que todo el cuerpo se le cubriría de vello. No bien comenzó a arraigar el guisante, comenzó a vestirse de pelo todo el cuerpo de la moza y era pelo tocudo, semejante al que embraga en el vacuno del monte, y sudoroso. Y el botonero se asustó de tanta fealdad, y huyó a Francia, buscando emplearse en Aquisgrán, en el guardarropa de los Doce Pares. Scianabhan quedaba preñada de cinco meses y días, y por no delatarse ante toda Irlanda, que estaba pendiente de sus amores, pasó de oculto a Gran Bretaña con una nodriza, y en la selva de Dartmoor parió un niño, al que le fue puesto de nombre Merlín cuando recibió bautismo. Reinaba en ambas Bretañas Galaín el Perezoso, abuelo del rey perpetuo Arturo.

Nathaniel Hawthorne - "El experimento del Dr. Heidegger"

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Novelista y cuentista estadounidense encuadrado en lo que se llamó "romanticismo oscuro" junto con su gran amigo Melville y con Poe. Aunque inicialmente perteneció a un grupo trascendentalista, luego se desvinculó y su obra se considera netamente antitrascendentalista. Para él, el pecado y la culpa son inherentes al hombre. Estos temas junto a la hipocresía, la doble moral o la religión son recurrentes en toda su obra.
Una de las figuras claves de la literatura norteamericana.


Aquel hombre extraño, el viejo doctor Heidegger, invitó cierta vez a su estudio a cuatro amigos venerables. Eran ellos tres caballeros de blancas barbas: Mister Medbourne, el coronel Killigrew y Mister Gascoigne, y una marchita dama, la viuda Wycherly. Todos eran melancólicos ancianos que sabían de infortunios y cuya mayor desgracia consistía en mantenerse aún con vida. Mister Medbourne, en el vigor de sus años, había sido un próspero negociante; pero habiéndolo perdido todo en locas especulaciones estaba reducido a poco menos que un mendigo. El coronel Killigrew había dilapidado sus mejores años, su salud y su caudal corriendo tras pecaminosos placeres, los cuales fueron fuente de males, tales como la gota, a más de producirle diversos tormentos del alma y del cuerpo. Mister Gascoigne era un político arruinado, hombre de mala fama, o al menos lo había sido, hasta que el tiempo, al borrarlo del conocimiento de la presente generación, convirtió su infamia en oscuridad. En cuanto a la viuda Wycherly, la tradición nos dice que fue en sus días una gran belleza, pero que vivió largos años en profunda reclusión a causa de ciertas escandalosas historias que habían prevenido contra ella a la gente de la ciudad. Es una circunstancia digna de mencionar que los tres ancianos caballeros: Mister Medbourne, el coronel Killigrew, y Mister Gascoigne, amaron en sus años mozos a la viuda Wycherly, y hasta habían estado una vez a punto de llegar a las manos por ella. Y antes de seguir adelante quiero sugerir, simplemente, que tanto del doctor Heidegger, como de sus cuatro huéspedes, decíase que no se hallaban en sus cabales, cosa no poco frecuente en los ancianos, cuando están bajo el peso de molestias presentes o de angustiosos recuerdos.
—Mis queridos viejos amigos —dijo el doctor Heidegger a la vez que les rogaba tomaran asiento—, deseo la ayuda de ustedes para llevar a cabo uno de aquellos pequeños experimentos con los cuales acostumbro entretener mis ocios, aquí, en mi estudio.
Si las historias dicen la verdad, el estudio del doctor Heidegger debió haber sido un muy curioso lugar. Consistía en una oscura y anticuada cámara, festoneada con telas de araña, y salpicada de manchas de polvo de vieja data. Alrededor de las paredes alinéabase una estantería de roble, cuyas tablas inferiores soportaban hileras de gigantescos infolios y volúmenes en cuarto de negras letras; y las superiores, pequeños tomos en dozavo recubiertos de pergamino. Sobre el estante central veíase el busto de bronce de Hipócrates, con el cual, según ciertas autorizadas opiniones, el doctor Heidegger acostumbraba realizar consultas en todos los casos difíciles que en la práctica de su profesión se le presentaban. En el más oscuro rincón de la habitación, a través de la puerta entreabierta de una estrecha alacena de roble, podía distinguirse confusamente un esqueleto humano. Un espejo suspendido entre dos estantes ofrecía su alta y polvorienta luna en un deslustrado marco dorado. Entre las muchas maravillosas historias referentes a este espejo, figuraba la de que en su superficie cobraban vida los pacientes fallecidos del doctor, y asomábanse a mirarlo con fijeza cada vez que en él se contemplaba. El lado opuesto de la habitación estaba adornado con el retrato de cuerpo entero de una joven ataviada con satenes y, brocatos, de tan empalidecida magnificencia como su marchito rostro. Media centuria antes el doctor Heidegger había estado a punto de contraer matrimonio con esta joven, quien, debido a una ligera indisposición, bebió una pócima prescripta por su novio, falleciendo la tarde misma del día fijado para la boda. Queda sin mencionar la más grande curiosidad del estudio: un pesado infolio en cuero negro con agarraderas de plata maciza.
Ninguna inscripción adornaba su cubierta; nadie habría podido decir su título; pero bien sabían todos que era un libro de magia. Cierta vez, al levantarlo una mucama, simplemente para quitarle el polvo, el esqueleto rechinó en su encierro, el retrato de la joven avanzó un paso sobre el piso, y varios fantasmales rostros aparecieron en el espejo; mientras la cabeza de bronce de Hipócrates, arrugando el ceño, decía: —¡Deténgase!”
Tal era el estudio del doctor Heidegger. En la tarde de verano de nuestro cuento, una pequeña mesa redonda, tan negra como el ébano, colocada en el centro de la habitación, sostenía un vaso de cristal de hermosa forma y elaborado diseño. Los rayos del sol, atravesando la ventana por entre los pesados festones de dos ajadas cortinas de damasco, incidían directamente sobre el vaso, de modo que un débil resplandor iba desde él a reflejarse sobre los cenicientos rostros de los cinco ancianos sentados a su alrededor.
Cuatro copas de champagne estaban también sobre la mesa.
—Mis queridos y viejos amigos —repitió el doctor Heidegger—, ¿puedo contar con la ayuda de ustedes para realizar un experimento extremadamente curioso?
Ahora bien, el doctor Heidegger era un anciano caballero sumamente extraño, cuyas excentricidades habían dado pábulo a mil fantásticas historias. Algunas de estas fábulas, para mi vergüenza sea dicho, no cuentan con más garantía que la de mi propia veracidad; y si acaso algunos de sus pasajes llegaran a sorprender la buena fe del lector, estoy dispuesto a soportar el estigma de ser considerado un urdidor de ficciones.
Cuando el doctor anunció a sus cuatro huéspedes sus propósitos de realizar un experimento, éstos imaginaron algo tan carente de interés como la asfixia de una rata bajo la campana neumática, el examen al microscopio de una tela de araña, o cualquier otra tontería semejante a las muchas con que acostumbraba fastidiar a sus íntimos. Pero, sin aguardar respuesta, el doctor Heidegger cruzó cojeando la cámara y volvió con el pesado infolio encuadernado en negra piel, al cual generales referencias sindicaban como un libro de magia. Desprendiendo los broches de plata, abrió el volumen y separó de entre sus páginas de negros caracteres una rosa, o, mejor dicho, lo que fue alguna vez una rosa; pues ahora sus verdes hojas y rojos pétalos habían adquirido un oscuro tinte marrón, y la seca flor parecía próxima a convertirse en polvo entre los dedos del doctor.
—Esta rosa —dijo el doctor Heidegger, con un suspiro—, esta misma rosa mustia que amenaza deshacerse, floreció hace cincuenta y cinco años. Me fue dada por Silvia Ward, cuyo retrato ven allí, y debía adornar la solapa de mi saco el día de nuestra boda.
Cincuenta y cinco años han pasado entre las hojas de este viejo volumen. Ahora bien, ¿creen ustedes posible que esta flor con más de media centuria pueda adquirir su lozanía de otra hora?
—¡Qué necedad! —dijo la viuda Wycherly con displicente inclinación de cabeza—. Es como si usted preguntara si el arrugado rostro de una vieja puede recuperar su perdida frescura.
Véanlo ustedes mismos —respondió el doctor Heidegger.
Alzó la tapa del vaso y arrojó la marchita rosa dentro del agua que contenía. En el primer momento flotó ligera sobre la superficie, sin absorber, al parecer, nada de la mezcla. Pronto, sin embargo, comenzó a hacerse visible en ella una singular transformación. Los pétalos, aplastados y secos, se agitaron adquiriendo una profunda coloración rojiza, como si la flor despertara de un letargo de muerte; el esbelto tronco y los manojos de follaje reverdecieron de nuevo, hasta que al fin la rosa de medio siglo atrás llegó a adquirir la frescura del día en el cual Silvia Ward la ofreció a su prometido.
Apenas, pues, había alanzado la plenitud de su florecimiento, algunos de sus delicados pétalos rojos se curvaban modestamente alrededor de su húmedo corazón, en el cual brillaban dos o tres gotas de rocío.
—Esto es, ciertamente, una bonita superchería —dijeron los amigos del doctor, sin demostrar mayor entusiasmo, pues en la representación de un ilusionista habían presenciado cosas más extraordinarias—. ¿Podemos preguntar cómo la realizó?
—¿Nunca oyeron hablar ustedes de la Fuente de Juvencia? —interrogó el doctor a su vez—. El aventurero español Ponce de León partió en su búsqueda tres centurias atrás.
—Pero, ¿Ponce de León llegó alguna vez a encontrarla? —inquirió la viuda Wycherly.
—No —respondió el doctor Heidegger—, pues nunca la buscó donde realmente se hallaba. La famosa Fuente de Juvencia, si estoy exactamente informado, está situada en la parte meridional de la península de la Florida, no lejos del Lago Macaco. Sombréanla magnolias gigantes que, aunque cuentan innumerables centurias, se han mantenido frescas como violetas, por las virtudes de tan maravillosa agua. Uno de mis conocidos, sabedor de mi curiosidad en materias como ésta, envióme el agua que ven ustedes en ese vaso.
—¡Ejem! —dijo el coronel Killigrew, quien no creía ni una palabra de la historia del doctor—; ¿y cuál puede ser el efecto de este fluido sobre el organismo humano?
—Lo juzgará usted mismo, mi querido coronel —replicó el doctor Heidegger—, y todos ustedes, mis respetados amigos, pueden servirse de tan admirable fluido, todo lo que necesiten para recobrar la lozanía de la juventud. En cuanto a lo que a mí respecta, me ha costado tanto llegar a la edad provecta, que no siento el menor deseo de recomenzar.
Con el permiso de ustedes, pues, me limitaré, simplemente, a observar los progresos del experimento.
Mientras hablaba el doctor había llenado las cuatro copas de champagne con el agua de la Fuente de Juvencia. Parecía contener algún gas efervescente, pues continuamente desprendíanse del fondo de las copas pequeñas burbujas que iban a reventar en la superficie semejando una lluvia de plata. Como el licor difundía un grato perfume, los cuatro ancianos no dudaron de sus propiedades cordiales y reconfortantes, y, aunque escépticos en cuanto a los poderes que para rejuvenecer poseía, sintiéronse inclinados a beberlo en el acto. Pero el doctor solicitó un momento de espera.
—Antes de beber, mis respetables y viejos amigos —les dijo—, será bueno que con la experiencia adquirida a lo largo de sus vidas se tracen unas pocas reglas generales para orientare entre los peligros de la juventud que por segunda vez van a sortear. Un momento de reflexión les hará ver que, con las ventajas que ustedes ahora llevan, ¡merecerían vergüenza y condenación si no se convirtieran en modelos de virtud y de sabiduría para toda la juventud de la época!
Una débil y trémula risita fue la única respuesta dada al doctor por los cuatro venerables amigos: tan ridícula encontraban la idea de que quienes, como ellos, sabían cuán de cerca el arrepentimiento sigue los pasos del error, pudieran de nuevo desviarse del camino recto.
—Beban entonces —dijo el doctor inclinándose, y agregó—: me alegro de haber elegido tan bien los sujetos de mi experimento.
Con temblonas manos los cuatro ancianos llevaron los vasos a la altura de sus labios. Si realmente el licor poseía las propiedades que el doctor Heidegger le atribuía, no podía haber sido empleado en cuatro seres humanos que más angustiosamente lo necesitaran.
Diríase que aquellas criaturas encanecidas, secas, decrépitas, sentadas alrededor de la mesa del doctor, carentes hasta del vigor de alma y cuerpo necesario para animarse ante la idea de su próximo rejuvenecimiento, eran los hijos de la chochez de la Naturaleza, y por completo ignoraban la juventud y los placeres. Bebieron el agua y repusieron los vasos sobre la mesa.
Seguramente hubo una repentina mejora en el aspecto general de los cuatro amigos, no muy diferente, sin embargo, de la que hubiérase obtenido con un vaso de vino generoso; y, a la vez, algo como un resplandor iluminó sus fisonomías. Las mejillas adquirieron una apariencia de salud, en vez del matiz ceniciento que les daba cadavérico aspecto. Imaginaron, al mirarse unos a otros, que algún poder mágico estaba borrando las profundas y lamentables inscripciones esculpidas durante largos años sobre sus rostros, por el Padre Tiempo. La viuda Wycherly se acomodó la gorra, pues casi se sentía, de nuevo, mujer.
—¡Dénos más de este maravilloso elixir! —gritaron, ansiosamente—. ¡Nos encontramos más jóvenes, pero aun somos demasiado viejos! ¡Pronto, sírvanos más!
—Paciencia, paciencia —recomendó el doctor Heidegger, que sentado observaba con filosófica frialdad la marcha del experimento—. Ustedes han necesitado muchos años para llegar a viejos; por bien servidos debían darse con retornar a la juventud en sólo media hora. Pero el agua está a su entera disposición.
Colmó otra vez las copas con el licor de juventud, y aún quedó de él, en el vaso, cantidad suficiente como para volver a la mitad de los ancianos de la ciudad a la misma edad de sus propios nietos. Todavía chispeaban las burbujas en sus bordes cuando ya los cuatro huéspedes del doctor arrebataban las copas de la mesa y vaciaban de un trago su contenido. ¿Eran acaso juguetes de una alucinación? Aún estaba la bebida en sus gargantas cuando ya el organismo entero pareció experimentar una transformación. Los ojos volviéronse brillantes y límpidos; una sombra oscura, cada vez más profunda, se extendió sobre los plateados rizos: alrededor de la mesa sentábanse ahora tres caballeros y una dama de mediana edad, que, al parecer, apenas habían transpuesto los límites de la despreocupada juventud.
—Mi querida viuda, está usted encantadora —exclamó el coronel Killigrew, que no le había quitado los ojos de encima, mientras de su rostro, tal como la oscuridad corrida por las rosadas luces de la aurora, desaparecían las sombras de la edad.
Como la bella viuda conocía de largo tiempo atrás que los cumplidos del coronel Killigrew no siempre se ajustaban a la más estricta verdad, se levantó y corrió al espejo, temerosa de encontrarse con el horrible rostro de una vieja. Mientras tanto los tres caballeros comportábanse de manera a demostrar que el agua de la Fuente de Juvencio poseía poderes intoxicantes, a menos que, en realidad, el alborozo de sus espíritus fuera simplemente debido al vértigo causado por la repentina remoción del peso de los años. El pensamiento de Mister Gascoigne retornó a los temas políticos, pero sin que fuera posible determinar si hacía referencia al pasado, al presente o al futuro, desde que las mismas ideas y frases habían estado en boga durante los últimos cincuenta años. Ora lanzaba a pulmón pleno sentencias sobre patriotismo, gloria nacional, o derechos del pueblo; ora musitaba algún peligroso chisme o materia de desecho, con cautela tanta, que aun su propia conciencia no habría podido llegar a enterarse del asunto; ora hablaba con reposado y firme acento, en tono de profunda deferencia, como si un oído real estuviera pendiente de sus bien redondeados períodos. Durante todo este tiempo el coronel Killigrew había estado canturreando una bonita canción de taberna, acompañando el estribillo con el retintín del cristal, mientras sus ojos buscaban la fresca figura de la viuda Wycherly. En el otro extremo de la mesa Mister Medbourne absorbíase en el cálculo de los pesos y centavos necesarios para llevar a cabo un proyecto en extremo audaz: el de proporcionar hielo a las Indias Orientales por el extraño expediente de uncir ballenas a los icebergs del polo.
En cuanto a la viuda Wycherly, de pie frente al espejo, hacía cortesías, con bobalicona sonrisa, a su propia imagen, saludándola como al amigo más amado. Acercaba bien su rostro al espejo como para cerciorarse de que alguna arruga o pata de gallo, cuyo recuerdo no se borraba de su mente, había realmente desaparecido. Quería saber, asimismo, si la nieve de sus cabellos habíase fundido tan completamente como para permitirle arrojar lejos de sí la venerable gorra que los cubría. Por último, arrancándose con viveza de tal contemplación, dirigiose hacia la mesa esbozando un paso de baile.
—Mi querido y viejo doctor —gritó—, ¡por favor, se lo suplico, déme otra copa!
—¡Ciertamente, querida señora, ciertamente! —replicó el complaciente doctor—, vea: las copas ya están llenas.
Allí estaban, en efecto, las cuatro copas llenas, hasta los bordes, de la maravillosa agua, que, con la pulverización producida por la efervescencia de su superficie, semejaba el trémulo brillo del diamante. Ya el sol estaba poniéndose, de manera que las sombras comenzaban a invadir la habitación; pero un tenue resplandor, casi lunar, centelleando en el vaso, iba a caer, a la vez, sobre los cuatro huéspedes y sobre la venerable figura del doctor. Sentábase éste en un amplio sillón de roble, con ricas tallas y elevado respaldo, en una actitud de digna ancianidad, que bien hubiera cuadrado al propio Padre Tiempo, cuyos poderes (excepción hecha de los componentes de esta afortunada compañía) nadie había osado nunca disputar. Ya habían apurado la tercera copa de la Fuente de Juvencia, pero sentíanse casi aterrorizados por la enigmática expresión del rostro del doctor.
Mas, muy pronto, la pujante irrupción de la vida nueva dilató sus arterias. Estaban ahora en la flor de la juventud. La edad, con su miserable séquito de molestias, preocupaciones y enfermedades, había quedado muy lejos; recordábanla tan sólo como un sueño, del cual hubieran, con gozo, despertado. La frescura del alma —tan pronto perdida —, sin la cual las sucesivas escenas del mundo son sólo una galería de marchitos cuadros, puso otra vez su nota de encantamiento sobre todas sus perspectivas. Sentíanse como los seres recién creados de un nuevo universo.
—¡Somos jóvenes! ¡Somos jóvenes! —repetían exultantes.
La juventud, como suele hacerlo la extrema edad, había borrado las características propias, fuertemente acusadas, de la madurez, haciéndolos asemejarse entre sí. Formaban un grupo de animados jovenzuelos, casi enloquecidos con la exuberante frivolidad de sus años. El más singular efecto de su alegría era su tendencia a hacer mofa de las enfermedades y de la decrepitud, de las cuales habían sido recientes víctimas. Reían fuertemente de los anticuados atavíos: los sacos amplios como faldas y los colgantes chalecos de los hombres, lo mismo de la vieja gorra y del traje que la fresca muchacha vestía. Uno cruzó renqueando la habitación, cual si fuera un gotoso abuelo; otro colgó los anteojos sobre su nariz, simulando engolfarse en los negros caracteres del libro de magia; el tercero ocupó una silla de brazos para remedar la respetable dignidad del doctor Heidegger; pero bien pronto todos juntos, profiriendo gritos de alegría, saltaron alrededor de la pieza. En cuanto a la viuda Wycherly (si tan fresca damisela puede ser llamada viuda), corrió hacia el sillón del doctor con su rosado rostro animado por traviesa y alegre expresión.
—¡Doctor, viejo y querido amigo del alma, venga a bailar conmigo!
Entonces los cuatro jóvenes rieron más fuerte que nunca, al pensar en la extraña figura que el pobre viejo médico haría en tales circunstancias.
—Sírvase excusarme —respondió el doctor calmosamente—. Estoy viejo y reumático, mis días de baile pasaron hace tiempo; pero cualquiera de estos alegres caballeros estaría contento con tan encantadora compañía.
—¡Dance conmigo, Clara! —dijo el coronel Killigrew.
—¡No, no; la acompañaré yo! —gritó Mister Gascoigne.
—¡Ella me prometió su mano hace cincuenta años! —exclamó Mister Medbourne.
Todos se agruparon a su alrededor: uno se apoderó de sus manos con apasionado apretón; otro pasó el brazo alrededor de su cintura; el de más allá hundió sus dedos entre los brillantes rizos que la gorra dejaba al descubierto. Ruborizada, anhelante, arrojando por turno su cálido aliento a los tres rostros, la viuda forcejeaba entre regaños y risas, y, luchando por libertarse, quedó inmovilizada bajo el triple abrazo. Nunca la rivalidad juvenil, proponiéndose alcanzar los favores de una hechicera belleza, ofreció cuadro más vívido. Y sin embargo, por un extraño equívoco, debido a la oscuridad de la cámara y a los anticuados trajes que todavía vestían, hubiérase dicho que el alto espejo reflejaba las figuras de tres viejos, marchitos y encanecidos señorones, contendiendo, ridículamente, por la descarnada fealdad de una anciana surcada de arrugas.
Pero ellos eran jóvenes: sus ardientes pasiones lo probaban. Inflamados hasta la locura por los coquetos manejos de la joven viuda, que ni les concedía m les retiraba enteramente sus favores, los tres rivales comenzaron a intercambiar amenazadoras miradas. Pronto, alejándose de la disputada belleza, trabáronse en fiero combate. En el ardor de la lucha la mesa fue volcada y el vaso rompióse en mil pedazos. La preciosa Agua de Juvencia corrió por el piso como brillante arroyuelo, humedeciendo, al pasar, las alas de una mariposa que, envejecida en la declinación del verano, habíase posado allí para morir. El insecto revoloteó por la pieza, y fue a asentarse sobre la nevada cabeza del doctor Heidegger.
—¡Vamos, vamos, caballeros! ¡Vamos, madame Wycherly! —exclamó el doctor—. ¡Me veo obligado a protestar contra esta algarabía!
Quedáronse quietos, y un estremecimiento los sobrecogió, pues les pareció como si el encanecido Tiempo los proyectara hacia atrás, arrancándoles de su soleada juventud, para hundirlos en el lejano, frío y oscuro pasadizo de los años. Miraron al viejo doctor Heidegger, que continuaba sentado en su sillón de talla, sosteniendo entre sus manos la rosa de medio siglo atrás que había rescatado de entre los fragmentos del vaso. A una señal suya los cuatro alborotadores ocuparon de buena gana sus asientos, pues, a pesar de su juventud, los violentos ejercicios habíanlos fatigado.
—¡La rosa de mi pobre Silvia! —exclamaba el doctor Heidegger, manteniéndola de modo que la iluminaran las nubes del ocaso—. ¡Me parece que está marchitándose de nuevo!
Y así era, en efecto. Mientras el grupo la miraba, la flor seguía desmejorando, hasta que se puso tan seca y frágil como cuando fue arrojada dentro del vaso. El doctor desprendió las pocas gotas de agua que aún conservaba adheridas a sus pétalos.
—Me es tan querida así como con su húmeda frescura —observó, llevando la mustia rosa a sus labios tan marchitos como ella. Mientras hablaba, la mariposa agitó sus alas, y desprendiéndose de su encanecida cabeza, cayó sobre el piso.
Un nuevo estremecimiento sacudió a sus huéspedes. Una extraña frialdad (si era del alma o del cuerpo, no podían precisarlo), los iba ganando gradualmente. Miráronse unos a otros, imaginando que cada fugaz momento les arrebataba un encanto y dejaba en su lugar una profunda huella. ¿Eran víctimas de una ilusión? ¿Podrían, en tan breve espacio, acumularse los cambios de una vida entera? ¿Eran nuevamente cuatro ancianos sentados con su viejo amigo el doctor Heidegger?
—¿Nos estamos, tan pronto, volviendo viejos? —gritaron apenados.
Era así, en verdad. El Agua de la Juventud poseía una virtud más transitoria que la del vino. El delirio por ella producido desaparecía con tanta rapidez como las burbujas de su superficie. Sí, otra vez eran viejos. Con repentino impulso, revelador de la mujer que aún alentaba en ella, la viuda apretó contra su rostro las descarnadas manos, ambicionando la protección del sepulcro, ya que no podía conservar su belleza.
—Sí, amigos, son ustedes otra vez viejos —dijo el doctor Heidegger— y he aquí que el Agua de Juventud está totalmente desperdiciada en el piso. Bien. No lo lamento; pues aunque la fuente brotara en el mismo umbral de esta habitación no me inclinaría para mojar mis labios en ella; no, aunque el delirio que produce durara años en vez de minutos.
¡Ésta es la lección que de ustedes aprendí!
Pero los cuatro amigos del doctor no aprendieron tal lección. En ese mismo momento acababan de planear un peregrinaje a la Florida, para beber allí, insaciables, a la mañana, al mediodía y a la noche, el Agua de la Juventud.

Aleksandr Pushkin - "El duelo"

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Poeta, dramaturgo y narrador romántico, está considerado el padre de la literatura rusa moderna. Con él, el idioma ruso se impuso en la literatura (hasta ese momento era el francés el idioma predominante en la literatura culta). Pese a cultivar varios géneros, su fama se debe sobre todo a su faceta de poeta. Sin embargo, su poesía siempre se ha considerado de muy difícil traducción y han sido muchos los intentos y algunos (tal vez el de Nabokov sea el más sonado) los fracasos.
Murió en un duelo de honor.

I
Por aquel entonces estábamos de guarnición en la pequeña ciudad de ***.
Todo el mundo conoce la vida del oficial de infantería. Por la mañana, teoría y ejercicios; después, comer en casa del comandante del regimiento o en la posada de un judío; por la noche, bebida y juego.
En la ciudad de *** no había hogar que nos abriese sus puertas y ni una sola joven casadera. Nos reuníamos, pues, unos en casa de otros, donde sólo veíamos uniformes.
Solamente un civil alternaba con nosotros. Tenía aproximadamente treinta y cinco años de edad, motivo por el cual le respetábamos como a un anciano. Su experiencia le daba una gran superioridad sobre nosotros; su carácter, duro y sombrío, y su causticidad, impresionaban vivamente nuestros espíritus jóvenes.
Su existencia estaba envuelta por un velo de misterio: parecía ruso, pero su apellido era extranjero. En otro tiempo había servido con honor en un regimiento de húsares y nadie sabía el motivo que le había obligado a retirarse y establecerse en aquella pequeña ciudad, donde llevaba una vida pobre y pródiga al mismo tiempo. Iba siempre a pie, con un negro gabán completamente raído y manchado, pero su mesa se hallaba lista en cualquier momento para todos los oficiales de nuestro regimiento. Cierto es que las comidas se reducían a dos o tres platos servidos por un ex soldado, pero abundaba el champagne.
Todos ignoraban a cuánto ascendía su fortuna y sus rentas, y nadie se habría atrevido a preguntárselo. Tenía una gran cantidad de libros, en especial tratados militares y novelas, que prestaba sin ocuparse nunca en pedirlo, de manera que no los recuperaba jamás.
Su ejercicio principal era el tiro, y las paredes de su cuarto estaban acribilladas de balas, semejando panales de miel. Una hermosa colección de pistolas constituía el único lujo de la humilde mansión en que vivía. Había llegado a adquirir una sorprendente destreza en el uso de las armas hasta el extremo de que, si hubiera solicitado un voluntario para permitir que le derribase de un balazo el pompón de su quepis, nadie en el regimiento hubiese vacilado en confiarle tranquilamente su cabeza.
Nuestras conversaciones recaían frecuentemente sobre el tema del duelo. Silvio (le llamaré de este modo) nunca se mezclaba en ellas. Cuando le preguntaban si se había batido alguna vez, respondía secamente que sí, pero sin entrar jamás en detalles. Se notaba claramente que aquellas preguntas no le resultaban agradables. Todos nos imaginábamos que tenía sobre su conciencia alguna desdichada víctima de su terrible destreza. Por lo demás, nunca se nos hubiera ocurrido sospechar que aquel hombre pudiera dar muestra alguna de timidez.
Hay personas cuya sola apariencia pone al abrigo de semejante sospecha. Sin embargo, sobrevino un incidente que a todos nos llamó la atención.
Cierto día habían comido en casa de Silvio diez oficiales de nuestro regimiento. Se bebió como de costumbre, o sea, mucho. Después de la comida, le rogamos a nuestro anfitrión que nos pusiera una mesa de juego. Se negó repetidas veces alegando no haber jugado jamás, pero finalmente, accediendo a nuestras súplicas, trajo un mazo de cartas; colocó sobre la mesa cincuenta rublos y empezó a actuar de banquero.
Todo le rodeamos y la partida no tardó en animarse. Silvio jugaba guardando el silencio más absoluto, sin discutir y sin hacer la menor observación. Si se equivocaba en sus cálculos, pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el excedente.
Pronto nos dimos cuenta de ello y le dejamos en libertad de cumplir, a su manera, sus deberes de anfitrión.
Entre nosotros se hallaba un oficial recientemente destinado a ***, quien, en el curso del juego, dobló, por distracción, una esquina de más. Silvio cogió la tiza y, siguiendo su costumbre, apuntó una cifra igual al número de esquinas dobladas. El oficial, creyendo que el banquero se había equivocado, comenzó a darle explicaciones. Silvio, sin responderle, siguió el juego. El otro perdió la paciencia y borró con el cepillo lo que, a su entender, no correspondía. Silvio volvió a coger la tiza e inscribió el mismo guarismo.
El oficial, excitado por el vino, por el juego y por las sonrisas de sus compañeros, vio en el hecho una gravísima injuria; y apoderándose con rabia del candelabro de metal que estaba sobre la mesa, se lo arrojó a Silvio, quien milagrosamente logró evitar el golpe.
Estábamos todos sentados. Silvio se levantó y, pálido de ira, le dijo:
– Caballero, haced el favor de salir y dad gracias a Dios de que esto haya ocurrido en mi casa.
No teníamos dudas acerca del giro que tomaría aquel asunto; todos veíamos muerto a nuestro nuevo camarada. El oficial salió, no sin antes declarar que estaba dispuesto a dar al señor banquero la satisfacción que le debía.
El juego prosiguió durante algunos minutos, pero era fácil adivinar que el anfitrión tenía la cabeza puesta en otra cosa. Uno tras otro nos fuimos retirando a nuestras respectivas casas, pero antes, cambiamos algunas palabras relativas a nuestras inminentes vacaciones.
Al día siguiente, durante el ejercicio, nos preguntábamos si el pobre teniente estaría aún con vida cuando de pronto le vimos llegar. Al interrogarle acerca del asunto, nos dijo que no había recibido noticia alguna de Silvio.
Eso nos extrañó. Fuimos a casa de Silvio y le hallamos en el patio, entretenido en meter balas, una detrás de otra, en un as que había pegado en la puerta de la cochera. Nos recibió como siempre, sin hacer la menor alusión al acontecimiento de la víspera.
Transcurrieron tres días y el joven teniente continuaba con vida.
“¿Es posible que Silvio no piense batirse?” nos interrogábamos con extrañeza.
Silvio no se batió. Se conformó con una breve explicación e hizo las paces con el oficial que le había ofendido.
Esto sirvió para desmerecer extraordinariamente el concepto que los jóvenes le tenían. La falta de coraje es lo último que perdonan los muchachos, para quienes el valor constituye la más bella cualidad del hombre, e inclusive perdona los mayores defectos. Sin embargo, poco a poco, todo este asunto se relegó al olvido y Silvio recuperó su anterior prestigio.
Yo era el único que no podía acercarme a él nuevamente.
Dotado por la naturaleza de una imaginación romántica, había intimado más que los otros, con aquel hombre cuya vida era un enigma y en quien, sin saber por qué, creía ver al héroe de algún drama misterioso. Él también me apreciaba y al menos conmigo prescindía de su causticidad, hablándome de temas diferentes con una amabilidad y dulzura que no le eran comunes.
Pero a partir de aquella desgraciada noche la idea de que su honor había sido mancillado sin que se hubiese apresurado a lavar con sangre esa mancha, me atormentaba, impidiéndome tratarle como antes. Me avergonzaba mirarle.
Silvio tenía demasiado talento y experiencia para no advertir este cambio y adivinar su motivo. Parecía disgustado, y en dos ocasiones me di cuenta de que deseaba tener una explicación conmigo, pero yo siempre le evadía; entonces, él se alejaba.
Sólo nos veíamos en presencia de los demás camaradas, y nuestras francas conversaciones de otros tiempos habían cesado por completo.
Los dispersos habitantes de la capital desconocen multitud de sensaciones que son familiares a los de las aldeas o las pequeñas ciudades; como, por ejemplo, la espera del correo. Los martes y los viernes, la cancillería de nuestro regimiento se llenaba de oficiales; uno esperaba dinero, otro una carta, un tercero los periódicos. Normalmente se abría la correspondencia allí mismo y el local presentaba entonces un aspecto muy animado.
Silvio se hacía dirigir las cartas a nuestro regimiento y venía a recogerlas con regularidad.
Un día recibió un pliego cuyo sello rompió con marcada indiferencia. Mientras su mirada recorría el escrito, sus ojos fulguraban.
Los oficiales, ocupados en leer su propia correspondencia, no habían reparado en ello.
– Señores –anunció Silvio–, las circunstancias me llaman con urgencia muy lejos de aquí; salgo esta misma noche. Espero que no rehusaréis comer por última vez conmigo. A vos también os espero –añadió dirigiéndose a mí–; confío en que no faltaréis.
Tras pronunciar estas palabras salió precipitadamente, y nosotros, después de habernos citado en casa de Silvio, nos marchamos cada uno por nuestro lado.
Cuando llegué, a la hora señalada, encontré a la mayor parte del regimiento. Sus baúles estaban listos y sólo quedaban las paredes acribilladas a balazos.
Nos sentamos a la mesa. El anfitrión estaba radiante de júbilo y no tardó en comunicarnos su alegría. A cada momento saltaban con estrépito los tapones y las copas rebosaban de líquido espumoso; le deseamos, de todo corazón, al que se iba, un magnífico viaje y buena suerte en todas las circunstancias de su vida.
Cuando nos levantamos de la mesa era tarde. Después de haberse despedido de todos, Silvio, tomando su sombrero, me cogió de la mano y me detuvo en el mismo momento en que me disponía a salir.
– Tengo que hablaros –me dijo en voz baja.
Me quedé.
Los demás invitados se marcharon y finalmente estuve a solas con él. Nos sentamos el uno frente al otro y, en silencio, encendimos nuestras pipas. Estaba preocupado; de su rostro habían desaparecido todos los rasgos de su contagiosa alegría. Una sombría palidez, sus ojos relucientes y la espesa humareda que salía de su boca, le daban el aspecto de un verdadero diablo.
Transcurrieron así algunos minutos. Al fin, Silvio rompió el silencio.
– Es muy posible –me dijo– que jamás nos volvamos a ver, y antes de separarnos he querido tener una explicación con vos. Habéis podido comprobar en cuán poca estima tengo la opinión de los demás, pero os tengo un gran aprecio y lamentaría dejar en vuestro espíritu injustas prevenciones contra mí.
Se detuvo un momento y llenó nuevamente la pipa. Mientras tanto, yo guardaba silencio sin levantar la mirada.
– Os habrá parecido extraño –prosiguió– que no haya exigido una satisfacción a ese borrachín de R... No obstante, convendréis conmigo en que, correspondiéndome la elección de armas, tenía su vida en mis manos, sin que la mía corriera riesgo. Podría atribuir esta magnanimidad de que di muestras a mi buen corazón, pero no quiero mentir. Si pudiese castigar a R..., sin exponer mi vida lo más mínimo, jamás lo habría perdonado.
Miré a Silvio con asombro; aquella confesión me había turbado.
– Es cierto –prosiguió–; no tengo el derecho de exponerme a la muerte. Hace seis años recibí un bofetada, y mi enemigo aún vive.
Mi curiosidad se excitó vivamente.
– ¿Y no os batisteis? –le pregunté–. ¿Lo evitaron las circunstancias?
– Me batí con él –respondió Silvio–, y he aquí un recuerdo de nuestro duelo.
Se levantó y sacó de su sombrerera un gorro rojo, con borla y guarniciones de oro; lo que los franceses llaman un gorro de policía. Se lo puso en la cabeza, y entonces pude apreciar que estaba atravesado por una bala a un dedo de la frente.
– Sabéis –prosiguió– que he servido en el regimiento de húsares de ***. Ya conocéis mi carácter: estoy acostumbrado a dominar, y dominar fue la pasión de mis años juveniles. En aquellos tiempos la violencia estaba de moda: yo era el hombre más indeseable del ejército. Nuestro honor consistía en embriagarnos; y he bebido más que el célebre Burtzev, descrito por Dionisi Davidov. En nuestro regimiento no había más que duelos, en los que yo era siempre protagonista o testigo. Mis compañeros me adoraban y mis jefes, que se renovaban a cada momento, me miraban como a un mal necesario.
“Disfrutaba con tranquilidad de mi gloria, cuando se incorporó a nuestra unidad un joven de familia noble y rica, cuyo nombre no viene al caso. No he visto en mi vida una felicidad tan completa.
Imaginad la juventud, el talento, la belleza, la alegría más desenfrenada, el valor más indomable, un nombre ilustre, abundancia ilimitada de dinero, que parecía no acabarse jamás, y tendréis una idea del ascendiente que ejerció sobre nosotros.
Mi supremacía empezó a tambalearse. Deslumbrado por mi fama, quiso buscar mi amistad, pero yo le acogí fríamente y tuvo que retirarse irritado contra mí.
“Empecé a aborrecerle. Sus éxitos entre la tropa y sus triunfos con las mujeres me produjeron una tremenda desesperación. Traté de buscarle querella, pero respondía a mis epigramas con otros más ingeniosos y acerados, más graciosos aún que los míos, y mientras yo me enfurecía, él se divertía cada vez más.
“Finalmente, una noche, en el baile de un hacendado polaco, harto de verle objeto de la atención de todas las damas, y, en especial, de la dueña de la casa, con la que yo estaba en relación en aquellos momentos, le dije al oído una inicua grosería. Se enfureció y me dio una bofetada. Tiramos de sable y las damas se desmayaron. Alguien nos separó, pero aquella misma noche decidimos batirnos.
“Empezaban a aparecer los primeros resplandores del alba. Yo me encontraba en el lugar designado de antemano, en compañía de mis tres testigos, esperando a mi adversario con una inexplicable impaciencia. El sol comenzó a elevarse majestuosamente y el calor se dejó sentir. Al fin le vi venir a lo lejos, a pie y seguido de un solo testigo.
“Salimos a su encuentro. Se aproximó, con el gorro lleno de guindas. Los testigos midieron doce pasos. Yo debía tirar primero, pero la rabia me hacía temblar de tal modo que dudaba de la seguridad de mi pulso, y para darme tiempo de recuperar la calma, quise cederle el turno. Pero mi adversario no aceptó. Se acordó que la suerte lo decidiera, y la suerte se declaró a favor de su eterno favorito. Apuntó y me atravesó el gorro con su bala.
“Había llegado mi turno. Su vida estaba por fin en mis manos. Le miré con avidez, tratando de descubrir en su fisonomía siquiera una sombra de inquietud, pero le vi impertérrito frente al cañón de mi pistola, eligiendo del gorro las guindas más maduras y arrojando al aire los huesos, que llegaban hasta mí.
“¿Por qué –pensé– privarle de una existencia a la que no concede el más insignificante valor?”
“Un pensamiento malvado atravesó entonces mi mente, y bajé la pistola, diciendo:
“– No me parece este el momento más oportuno para mataros. Deseáis desayunar y no quiero impedíroslo.
“– No me lo impedís –replicó con su calma habitual–. Podéis tirar si gustáis. Sin embargo, haced lo que más os agrade; no perderéis vuestro turno y siempre me tendréis a vuestra disposición.
“Entonces me volví hacia los testigos, manifestándoles que no tenía intención de tirar aquel día, y de este modo terminó el duelo.
“Solicité licencia absoluta y me retiré a esta pequeña ciudad. Desde entonces no ha pasado un solo día sin pensar exclusivamente en mi venganza. Hoy ha llegado la hora... Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido aquella mañana y me la dio a leer. Alguien (el encargado de sus asuntos, sin duda) le escribía desde Moscú que “la persona en cuestión” iba pronto a contraer matrimonio con una joven muy bella.
– Ya habréis adivinado quién es “la persona en cuestión”. Me marcho a Moscú. Veremos si en el momento de casarse acogerá la muerte con la misma indiferencia que cuando comía guindas.
Después de decir eso, Silvio se puso de pie, arrojó al suelo el gorro y, enfurecido, empezó a recorrer la habitación como un tigre encerrado en una jaula. Yo permanecía inmóvil, sobrecogido por sentimientos extraños y contradictorios.
El criado vino a anunciar que los caballos estaban dispuestos. Silvio me estrechó la mano con fuerza; nos dimos un afectuoso abrazo y fue a acomodarse en el carruaje, en el cual habían colocado ya sus dos baúles: uno lleno de pistolas y el otro de diversos efectos. Nos dijimos el último adiós y los caballos partieron al galope.

II
Transcurrieron algunos años. Asuntos de familia me habían obligado a establecerme en una pobre aldea del distrito de N.
Aunque dedicado por completo a mis ocupaciones familiares, recordaba con añoranza mi vida anterior, tan alegre y feliz. Las largas veladas del invierno y la primavera se me hacían particularmente intolerables. Esperaba sin demasiado tedio la hora de comer, conversando con el starosta, dedicado a mis asuntos o paseando; pero apenas caía la noche ya no sabía en absoluto qué hacer. Los libros raros que encontré en los armarios y en un desván me los sabía de memoria. Todos los cuentos que la casera Kirilovna recordaba, me los había referido mil veces.
Las canciones de las mujeres me aburrían. Empecé a beber alcohol de una manera brutal, pero me producía insoportables dolores de cabeza, y, además, lo confesaré ingenuamente, temía convertirte en un borracho triste, que son los de la peor especie, de los cuáles he visto tantos en nuestro distrito.
No tenía parientes próximos, aparte de dos o tres en extremo originales, cuya conversación consistía la mayor parte del tiempo en hipos y suspiros. Más valía estar solo, y acabé por acostarme cuanto antes, después de haber comido lo más tarde posible, acortando de este modo las veladas y alargando al mismo tiempo los días.
A cuatro verstas del lugar de mi residencia había una magnífica finca, perteneciente a la condesa R..., la cual sólo estaba habitada por su intendente, pues ella no había vivido allí nada más que una vez, el primer año de casada, y sólo durante un mes. Sin embargo, durante el segundo año de mi vida de aislamiento, y precisamente en la primavera, corrió el rumor de que la condesa vendría a pasar el verano en sus dominios, junto con su esposo. En efecto, llegaron durante los primeros días de junio.
La llegada de un vecino rico es un acontecimiento de considerable importancia en la vida rural. Los hacendados y sus domésticos no hablan más que de ellos dos meses antes y tres meses después. Confieso que por lo que a mí respecta el anuncio de una vecina joven y hermosa me conmovió vivamente; ardía en deseos de verla, y por ese motivo, el primer domingo después de su llegada me dirigí, después de comer, a la aldea de ***, a fin de ofrecerme a Sus Excelencias como su vecino más próximo y su servidor más humilde.
Un lacayo me introdujo en el gabinete del conde y fue a anunciarme.
Era una habitación lujosamente amueblada: a lo largo de las paredes había elegantes librerías, llenas de volúmenes y rematadas cada una por un busto de bronce. Sobre la chimenea de mármol brillaba un magnífico espejo y el suelo estaba alfombrado. Hacía tiempo que en aquel pobre rincón había perdido la costumbre del lujo, tanto en mi triste morada como en la de mis vecinos, que, de pronto, perdí el valor y esperé al conde temblando, como un provinciano cesante aguarda la aparición del ministro.
Se abrió la puerta y vi entrar en la estancia a un hombre de buena presencia, de unos treinta y dos años. El conde avanzó hacia mí con aire franco y afable. Procuré recuperar mi dominio y le hice mi propia presentación; él me colmó de agasajos.
Nos sentamos. La conversación, sencilla y amistosa, no tardó en disipar mi extremada timidez. Iba recuperando la serenidad perdida cuando la entrada de la condesa me produjo una turbación mayor aún que la precedente.
Era una verdadera belleza en toda la extensión de la palabra. El conde me la presentó. Quise aparentar soltura, pero cuanto más trataba de mostrarme desenvuelto, más torpe resultaba.
Ellos, para darme tiempo a reponerme y acostumbrarme a ver caras nuevas, se pusieron a hablar entre sí y a tratarme como a un buen vecino, sin la menor etiqueta.
Empecé a moverme por la estancia, mirando alternativamente los libros y los cuadros; aunque no soy entendido en el arte pictórico, me llamó la atención uno de ellos. Representaba un paisaje suizo, pero no fue precisamente la pintura lo que me llamó la atención, sino el lienzo atravesado por dos balas, una encima de otra.
– He aquí un tiro notable –dije al conde.
– ¡Oh, sí! –respondió él–. ¡Muy notable! Y vos, ¿tiráis bien?
– No se me da mal –repuse, satisfecho de ver que la conversación recaía sobre un asunto que me era tan familiar–. A treinta pasos, y tirando con pistola, seguro que no dejaría de hacer blanco en una carta.
– ¿De veras? –dijo la condesa admirada; y tú, amigo mío, ¿lo harías a treinta pasos?
– Nunca lo lograría –respondió el conde–. Hubo un tiempo en que no tiraba mal, pero hace ya cuatro años que no toco una pistola.
– En ese caso –dije yo–, apuesto a que Vuestra Excelencia no daría en el blanco a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. Yo era el primer tirador de mi regimiento, pero estuve en cierta ocasión un mes entero sin coger una pistola, y el primer día que volví a tirar erré cuatro veces seguidas el blanco en una botella a veinte pasos de distancia. No, Excelencia; no conviene dejar este ejercicio, pues se entorpece la mano. El mejor tirador que he conocido, disparaba todos los días por lo menos tres tiros antes de la comida.
Hubiera olvidado tomar el aperitivo antes que renunciar a este ejercicio.
El conde y la condesa estaban muy satisfechos al ver que comenzaba a entablar una conversación.
– ¿Cómo tiraba? –preguntó el conde.
– Veréis... Cada vez que veía una mosca en la pared... ¿Os reís, señora condesa? Dios es testigo de que digo la verdad. Repito que cada vez que veía en la pared una mosca, gritaba: “¡Kuzeca, la pistola!” Kuzeca le traía la pistola; tiraba y aplastaba la mosca contra el muro.
– Es milagroso –dijo el conde–. ¿Y cómo se llamaba?
– Silvio, Excelencia.
– ¡Silvio! –exclamó el conde levantándose bruscamente–. ¿Habéis conocido a Silvio?
– Así es. Éramos muy amigos. Le acogimos en nuestro regimiento como a un camarada o hermano. Pero hace ya cinco años que no tengo la menor noticia de él. Entonces, ¿Vuestra Excelencia lo ha conocido también?
– ¡Demasiado, por desgracia! ¿Nunca os contó cierta singular aventura?
– ¿Os referís, tal vez, a la bofetada que le dio su rival en un baile?
– ¿No os dijo jamás el nombre de ese rival?
– No, Excelencia; jamás lo nombró... ¡Ah! –exclamé al punto–. Sospecho la verdad. Perdonadme, ignoraba... ¿Acaso sois vos?
– Yo mismo –respondió turbado el conde–, y ese lienzo atravesado por dos balas fue testigo de nuestra última entrevista.
– ¡Por Dios! –exclamó la condesa–; no vuelvas a referir esa historia; me haría un daño terrible escucharla.
– No –replicó el conde–; he de decirlo todo. El señor conoce la ofensa que inferí a su amigo y es preciso que sepa cómo Silvio se ha vengado.
Me acercó una butaca y escuché con vivo interés el siguiente relato:
“– Me casé hace cinco años. El primer mes, la luna de miel, como suele decirse, la pasé aquí, en el campo. Esta morada encierra los recuerdos de los mejores instantes y del momento más grave de mi vida. Una noche, mientras dábamos un paseo a caballo, se encabritó la montura de mi esposa, y ella, asustada, me entregó sus bridas y regresó a casa andando.
Naturalmente, llegué primero, y al entrar en el patio descubrí, no sin sorpresa, una calesa de viaje. Me dijeron que en mi gabinete esperaba un desconocido que no había querido dar su nombre, declarando simplemente que deseaba hablarme.
Entré en la habitación y, en la penumbra, junto a la chimenea, vi a un hombre completamente cubierto de polvo.
“– ¿No me reconoce, conde? –me dijo con voz temblorosa.
“– ¡Silvio! –exclamé, sintiendo, os lo confieso, que se me erizaban los cabellos.
“– Soy yo –replicó él–, que vengo a descargar mi pistola sobre ti; ¿estás dispuesto?
“Y sacó del bolsillo una pistola.
“Medí, sin contestar, doce pasos, y me coloqué allí, en aquel rincón, rogándole que disparara enseguida, antes de que llegase mi esposa. Procedía con gran parsimonia y pidió luz. Los criados trajeron bujías. Cerré la puerta, ordenando que no entrase nadie, y de nuevo le rogué que se diera prisa. “Cogió su pistola, apuntó...
“Yo contaba los segundos..., pensaba en ella... Transcurrió un minuto espantoso. Silvio, finalmente, bajó el brazo.
“– Siento –dijo– que mi pistola no esté cargada con huesos de cereza. La bala es pesada. Me parece que esto no es un duelo, sino un asesinato; yo no tengo costumbre de apuntar a un adversario desarmado. Volvamos a empezar: echemos suertes para ver quién debe tirar primero.
“La cabeza me daba vueltas; creo que rehusé. Al fin cargamos otra pistola, doblamos dos trozos de papel, los metió en su gorro, que estaba atravesado por una bala mía, y de nuevo saqué el número uno.
“– Tienes, conde, una suerte infernal –dijo, con una sonrisa que no olvidaré nunca.
“No me explico cómo fue, cómo logró convencerme, pero lo cierto es que disparé primero e hice blanco en este cuadro.
El conde señaló entonces con el dedo el cuadro atravesado por las balas; su rostro parecía despedir llamas. La condesa estaba más pálida que su pañuelo. En cuanto a mí, no pude reprimir una exclamación.
– Disparé –prosiguió el conde– y a Dios gracias erré el tiro. Entonces Silvio (en aquel momento estaba realmente impresionante) me apuntó. De repente se abrió la puerta y Masha se precipitó hacia mí; lanzó un grito y me echó los brazos al cuello. Al verla, perdí el valor por completo.
“– ¿No ves, querida mía, que se trata de una broma? –le dije–. ¡Qué asustada estás! Anda, ve a tomar un vaso de agua y vuelve otra vez a mi lado, que quiero presentarte a un antiguo compañero y amigo.
“Masha no creyó una palabra.
“– Hablad –dijo a Silvio con ademán imperioso–; ¿es cierto lo que dice mi marido?
“– Vuestro esposo bromea siempre –aseguró Silvio–. Una vez me dio en broma una bofetada; luego me atravesó el gorro con una bala, también por juego, y acaba de errar el tiro, sólo por entretenimiento. Ahora yo también siento deseos de bromear.
“ Y después de pronunciar estas palabras, trató de apuntarme otra vez, ¡delante de ella! Masha se arrojó a sus pies.
“– ¡Levántate, Masha! –grité fuera de mí–; eso es una vergüenza. Y vos, caballero, ¿queréis dejar de burlaros de una pobre mujer? ¿Tiraréis por fin, o no?
“– ¡No, no tiraré! –respondió Silvio–. Ya estoy satisfecho: he visto tu turbación, tu debilidad, te he obligado a disparar contra mí; eso me basta; me recordarás toda tu vida. Te dejo con tu conciencia.
“Se dirigió a la puerta, pero al llegar al umbral se detuvo, miró el cuadro que mi bala había atravesado y tiró sobre él, casi sin apuntar. Mi esposa había sufrido un desmayo; mis criados le contemplaban aterrados, sin atreverse a detenerlo. Salió a la escalinata, llamó su postillón y se fue.
El conde guardó silencio. Yo acababa de saber el final de la historia cuyo principio, en otro tiempo, me había intrigado vivamente.
No he vuelto a ver al héroe de esta historia. Dicen que Silvio mandaba un destacamento cuando la sublevación de Aleksandr Ypsilanti, y fue muerto en la batalla de Skulana.

Truman Capote - "Una Navidad"

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Primero, un breve preámbulo autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año. Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además demasiado ambiciosa: quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo que dejó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me puso al cuidado de su numerosa familia de Alabama.
Durante años, rara vez vi a ninguno de mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva Orleans, y mi madre, tras graduarse, empezaba a abrirse camino por sí misma en Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable. Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes amables conmigo, tías y tíos y primos y, especialmente, a una prima ya mayor, con el pelo canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga.
Fue Sook quien me habló de Papá Noel, de su barba abundante, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo, bueno, para bien o para mal, todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las alarmantes noticias de Nueva Orleans: mi padre quería que yo fuera a pasar con él la Navidad.
Lloré. No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además, me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía. Pero como decía Sook: «Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve.»
¡Nieve! Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño deslizándose por los aires. Era algo con lo que soñaba; algo mágico y misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva Orleans, ya que Nueva Orleans es aún más calurosa. Pero qué más da. Intentaba infundirme coraje para emprender el viaje.
Me dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi dirección. Eso, por si me perdía. El caso es que iba a hacer el viaje solo. En autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos, excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad.
Se trataba de un viaje de más de setecientos kilómetros, poco más o menos. Mi primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa, con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.
Era Nueva Orleans.
Y, de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos y me cortó la respiración; reía y lloraba; un hombre alto y apuesto, riendo y llorando. Dijo:
—¿No me conoces? ¿No conoces a tu padre?
Yo había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras íbamos ya en un taxi, le pregunté:
—¿Dónde está?
—¿La casa? No muy lejos.
—No, la casa no. La nieve.
—¿Qué nieve?
—Creía que habría un montón de nieve.
Me miró con extrañeza, pero acabó por reír.
—Nunca ha nevado en Nueva Orleans. Al menos que yo sepa. Pero escucha: ¿oyes ese trueno? Seguro que va a llover.
No sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo seguían o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis oraciones y recé para estar pronto de vuelta en casa con Sook. No sabía cómo iba a poder dormirme sin que ella me diera el beso de las buenas noches. Lo cierto es que no conseguía dormirme, de modo que me puse a pensar en lo que iba a traerme Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un sinsonte y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al agua.) También quería una caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran pocas las casas que tenían radio o refrigerador.
Mi padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo: un coche con el asiento trasero descubierto, por no hablar de una casita de color rosa en el Barrio Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre no había vuelto a casarse; pero los dos tenían admiradores asiduos, y, quisiéranlo o no, antes o después recorrieron el camino del altar; en realidad, mi padre lo recorrió seis veces.
Pueden, pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seducir a la mayoría de la gente, a todos menos a mí. Eso era lo que me azaraba tanto, siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos, a todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y, naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo besándome, achuchándome y presumiendo de mí. ¡Me sentía tan avergonzado! Primero, no había nada de que presumir. Yo era un auténtico chico de campo. Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia, nunca llevaba zapatos, ni en invierno ni en verano.
Era una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleans dentro de aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados como de plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes. ¡Pero esos restaurantes de Nueva Orleans! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como un mal sueño deslizándose por mi garganta; tuvieron que transcurrir décadas antes de que volviera a tragar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada de especias, sólo pensarlo me da acidez. No, señor, yo añoraba las galletas recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera.
Mi pobre padre no tenía ni idea de cuan desgraciado era yo, en parte porque nunca dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante las vacaciones de Navidad.
Me decía:
—Di la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleans?
—No puedo.
—¿Qué significa que no puedes?
—Añoro a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo queremos mucho.
Dijo mi padre:
—¿Es que a mí no me quieres?
Dije yo:
—Sí.
Pero la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara de lo que significaba querer.
Pronto lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleaba con la suficiente energía, ¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido fantástico! Ya podía ver a mis primos allí abajo mientras yo volaba por entre las nubes. ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre pareció sentirse a gusto conmigo, aunque no sabía qué me había parecido tan divertido.
Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión.
Mi padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces cometí un error. Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella porque todos mis tíos de Alabama tenían muchas exactamente iguales. ¡Puro Moonshine, licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y se lo bebió de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera desvanecido.
Esperé, pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel. Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una tontería, que no existía semejante criatura.
—¡Vaya! —dijo—. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.
Esta disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado. Le contesté:
—Existe un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es voluntad del Señor es verdad.
Y, escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:
—¡Bueno, al parecer, tenemos a otro predicador entre nosotros!
Siempre me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea, esperando a Papá Noel para saludarle. Y, en aquella Nochebuena en particular, nada me parecía más fácil que permanecer despierto.
La casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas, sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas. Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado, cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados con buganvilla y rizadas guirnaldas de orquídeas, planta ésta que parece un lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos encerados, algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá. Podría haber sido confundida con la casa de un rico; era más bien la casa de un hombre con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer esta aspiración.
No había en cambio misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras graduarse en la universidad, se esforzaba por ejercer todos sus encantos mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera permitirse vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos, aunque nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había podido comprarse collares de perlas que colgaban de su cuello envuelto en pieles.
Había ido a visitarme a uno de esos internados esnobs de Nueva Inglaterra (donde mi enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté la enfureció; gritó:
—¡Conque no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. ¡Pues por sus mujeres! Piensa en esa larga lista. Todas viudas. Todas ricas. Muy ricas. Y todas mucho mayores que él. Demasiado viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro; yo era demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, acabó conmigo, me estropeó.

Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare... Moon, moon over Miami... This is my first affair, so please be kind... Hey, mister, can you spare a dime?... Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare...
Mientras estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras semejantes, rondaban por mi cabeza. Me ayudaban a no escucharla, y me recordaban la extraña e inolvidable fiesta que dio mi padre en Nueva Orleans aquella Nochebuena.
Iluminaron el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. La mayoría de los invitados estaba reunida en el salón, donde un pálido fuego en la chimenea arrancaba destellos al árbol de Navidad; otros muchos bailaban en la sala de música y en el patio a los acordes de un gramófono. Tras haber sido presentado a los invitados y agasajado por todos, me enviaron arriba; pero, desde la terraza, detrás de la contraventana francesa de la puerta de mi habitación, podía ver toda la fiesta, observar a las parejas mientras bailaban. Vi a mi padre bailando un vals con una mujer elegante alrededor del estanque que rodeaba la fuente de la sirena. Era realmente elegante, y llevaba un ligero vestido plateado que relucía a la luz de las velas; pero era mayor, como mínimo diez años mayor que mi padre, quien, en aquella época, tenía treinta y cinco.
De pronto me di cuenta de que mi padre era, con mucho, el más joven de su fiesta. Ninguna de las mujeres, por encantadoras que fueran, era más joven que la esbelta bailadora de vals con el ondulante traje plateado. Lo mismo ocurría con los hombres, quienes, en su mayoría, fumaban aromáticos puros habanos; más de la mitad eran lo suficientemente viejos como para ser padres de mi padre.
Vi entonces algo que me hizo parpadear. Mi padre y su ágil acompañante se habían desplazado sin dejar de bailar hasta un lugar semioculto por las orquídeas; se abrazaban y se besaban. Me quedé tan sobrecogido, tan furioso, que corrí a mi habitación, salté dentro de la cama y me tapé la cabeza con las sábanas. ¿Qué podía querer mi joven y apuesto padre de una vieja como aquélla? ¿Y por qué toda esa gente ahí abajo no se iba de una vez para que Papá Noel pudiera entrar? Permanecí despierto durante horas oyendo cómo se marchaban los invitados y, cuando mi padre dio las buenas noches por última vez, oí cómo subía las escaleras y abría la puerta de mi dormitorio para echar un vistazo; pero me hice el dormido.
Muchas cosas ocurrieron que me mantuvieron despierto toda la noche. Primero, las pisadas, el ruido de mi padre subiendo y bajando las escaleras, respirando con dificultad. Tenía que ver qué hacía. De modo que me escondí en el balcón, entre la buganvilla. Desde allí tenía una visión completa del salón, del árbol de Navidad y de la chimenea, donde todavía ardían pálidas llamas. Además, podía ver a mi padre. Caminaba a gatas por debajo del árbol disponiendo una pirámide de paquetes. Envueltos en papel púrpura, y rojo y dorado, y azul y blanco, crujían levemente cuando él los movía. Me sentía aturdido, ya que lo que veía me obligaba a reconsiderarlo todo. Si se suponía que estos regalos eran para mí, obviamente no habían sido enviados por el Señor ni repartidos por Papá Noel; no, eran regalos comprados y envueltos por mi padre. Lo que significaba que mi detestable primito Billy Bob, y otros tan detestables como él, no mentían cuando se burlaban de mí y me decían que no existía Papá Noel. El peor pensamiento era: ¿sabía Sook la verdad y me había mentido? No, Sook nunca me habría mentido. Ella creía. Eso era, aunque tuviera sesenta y tantos años, de alguna manera era al menos tan niña como yo.
Estuve observando hasta que mi padre terminó su tarea y apagó las pocas velas que aún quedaban encendidas. Esperé hasta asegurarme de que estaba en la cama y dormía. Entonces me deslicé hasta el salón, que todavía olía a gardenias y a puros habanos.
Me senté allí a pensar: Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a Sook. Una ira, un extraño rencor, crecía en mi interior: no iba dirigido a mi padre, aunque acabara siendo él la víctima.
Al amanecer, examiné las tarjetas colgadas en cada uno de los paquetes. Todas decían: «Para Buddy». Todas, excepto una que rezaba: «Para Evangeline». Evangeline era una negra ya mayor que bebía Coca-Cola todo el día y que pesaba ciento cincuenta kilos; era el ama de llaves de mi padre —también lo había criado ella—. Decidí abrir los paquetes: era la mañana de Navidad, estaba despierto, ¿por qué no? No me tomaré la molestia de describir lo que había dentro: sólo camisas, jerséis y tonterías por el estilo. Lo único que me gustó fue una soberbia pistola de pistones. Sin saber por qué, se me ocurrió que sería divertido despertar a mi padre con un tiro. Y lo hice. Bang. Bang. Bang.
Se precipitó fuera de la habitación, con los ojos de par en par.
Bang. Bang. Bang.
Buddy, ¿qué diablos crees que estas haciendo?
Bang. Bang. Bang.
—¡Para eso de una vez!
Me reí.
—Mira, papá. Mira cuántas cosas maravillosas me ha traído Papá Noel.
Más calmado, entró en el salón y me abrazó.
—¿Te gusta lo que te ha traído Papá Noel?
Le sonreí. El me sonrió. Fue un largo momento de ternura que se rompió cuando dije:
—Sí, papá, pero ¿qué me vas a regalar tú?
Su sonrisa se esfumó. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia; podía leerse en su cara la sospecha de que yo le había tendido una trampa. Pero entonces se sonrojó, como si se avergonzara de pensar en lo que estaba pensando. Palmeó mi cabeza, carraspeó y dijo:
—Bueno, había pensado que era mejor esperar y dejar que eligieras algo que desearas realmente. ¿Hay algo que quieras muy particularmente?
Le recordé el avión que habíamos visto en la tienda de juguetes de Canal Street. Su rostro asintió. Oh, sí, recordaba el avión y cuan caro era. La cuestión es que, al día siguiente, yo ya estaba sentado en el avión, soñando que me elevaba hacia el cielo, mientras mi padre rellenaba un talón para el feliz vendedor. Habíamos hablado de cómo se transportaría el avión hasta Alabama, pero me mostré firme, insistí en que tenía que ir conmigo en el autobús que tomaba a las dos de aquella misma tarde. El vendedor lo solucionó llamando a la compañía de autobuses, que dijo que podrían arreglarlo con facilidad.
Pero todavía no me había librado de Nueva Orleans. El problema ahora era una gran petaca de Moonshine; puede que fuera por mi partida, pero el hecho es que mi padre había estado dándole al trago todo el día y, camino de la estación, me asustó al cogerme de las muñecas y susurrarme con amargura:
—No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel.
Me apretaba las muñecas con tanta fuerza que me hacía daño.
—A veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un tiro por haber permitido que esto ocurriera.
(Él nunca se quitó la vida, pero mi madre sí: tomó la vía del Seconal hace treinta años.)
—Dame un beso. Por favor. Por favor. Dame un beso. Dile a tu papá que le quieres.
Pero yo no podía hablar. Estaba aterrado de perder el autobús. Y me preocupaba el avión, atado con correas a la baca del taxi.
—Dilo: «Te quiero». Dilo. Por favor. Buddy. Dilo.
Por suerte para mí, el taxista era un hombre de buen corazón. Si no hubiera sido por su ayuda, la de unos mozos eficaces y la de un amable policía, no sé qué hubiera ocurrido al llegar a la estación. Mi padre se tambaleaba tanto que apenas podía andar, pero el policía habló con él, le serenó, le ayudó a mantenerse derecho, y el taxista prometió devolverlo a casa sano y salvo. Sin embargo, mi padre no se iría hasta ver cómo los mozos me acomodaban en el autobús.
Una vez dentro, me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Sentía un extraño malestar. Un dolor agobiante que me hería por todas partes. Pensé que, si me sacaba los pesados zapatos de ciudad, auténticos monstruos torturadores, aquella agonía remitiría. Me los quité, pero el misterioso dolor no me abandonó. En cierto modo, nunca más me abandonó; nunca más lo hará.
Doce horas más tarde estaba en casa, en la cama. La habitación estaba a oscuras. Sook, sentada a mi lado, se balanceaba en una mecedora; un sonido tan sedante como el de las olas en el océano. Había intentado contarle todo lo que había ocurrido, y tan sólo me detuve cuando me quedé tan ronco como un perro aullador. Me pasó los dedos por el pelo y dijo:
—Por supuesto que existe Papá Noel. Sólo que es imposible que una sola persona haga todo lo que hace él. Por eso el Señor ha distribuido el trabajo entre todos nosotros. Por eso todo el mundo es Papá Noel. Yo lo soy. Tú lo eres. Incluso tu primo Billy Bob. Ahora ponte a dormir. Cuenta estrellas. Piensa en la cosa más apacible. Como la nieve. Siento que no llegaras a verla. Pero ahora la nieve cae por entre las estrellas.
Las estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mi cabeza; la última cosa que recordé fue la voz serena del Señor encomendándome algo que hacer. Y, al día siguiente, lo hice. Fui con Sook a la oficina de correos y compré una postal de un penique. Hoy, todavía existe esa postal. Fue hallada en la caja de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había escrito: «Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a pedalear muy rápido en mi avión estaré pronto en el cielo así que mantén los ojos abiertos y sí te quiero Buddy.»