Lydia Cabrera - "Bregantino Bregantín"

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Antropóloga y cuentista cubana. Sus cuentos abarcan desde los relatos míticos hasta las anécdotas humorísticas y muestran el universo africano y sus orígenes, los animales personificados y su mundo, el africano y su relación con los dioses así como la cosmovisión africana. Muchos de los cuentos están basados en historias de tradición oral de la cultura afro-cubana.
Este cuento pertenece al volumen "Cuentos negros de Cuba". Estos cuentos, escritos originalmente en español, fueron publicados antes en su traducción francesa que en su lengua de origen. Durante su estancia en París en los años 30 del pasado siglo, Lydia fue amiga de muchos escritores de las vanguardias de la época, entre ellos, de Francis de Miomandre quien tradujo algunos cuentos al francés que fueron publicados en revistas como Cahiers du Sud, Revue de Paris y Les Nouvelles Litterairesy. A continuación los cuentos fueron editados juntos como Les Contes Négres de Cuba en 1936. Hasta 1940 no fueron publicados en español.

Por el bochorno de un día de verano de un año que no se sabe, una tal Dingadingá —doncella—, alzándose de su siesta, fue a decirle a su padre —que era rey—:
—Papá Rey, me quiero casar.
¡Oh, Dingadingá casi nunca hablaba! Tímida, obediente, comedida, desde que había nacido era ésta la primera vez que se atrevía a expresar resueltamente algún deseo. —La Primera vez.
El rey, que mucho la quería, por lo poco que molestaba, estimando justa la aspiración de su hija, que además de la hora, el calor, estaba —y se quedó un rato considerándola— en la flor de sus quince años muy desarrollados, le respondió:
—¡Con razón! Voy a ocuparme en seguida de facilitarte un marido que sea de tu agrado y que escogerás tú misma, Dingadingá. No te impacientes.
Y el buen rey desde su hamaca, tendido en el platanal —por la frescura—, llamó a un general y ordenó que sonaran en las calles los cuernos de los grandes acontecimientos, que arrancarían de su sopor la villa paralizada en siesta citando de urgencia a palacio a todos los buenos mozos.
La Reina, la madre de Dingadingá, era una negra tonuda y reparista. Había de meterse en todo y de imponer siempre su voluntad.
—¿Qué —dijo mordiendo con furia su tabaco y pisoteándolo luego, como si fuera el culpable de aquel alboroto—. Mi hija casarse así con un cualquiera, con el primero que se presente? ¡Eso sí que no lo consentiré yo! ¿Habráse visto cosa igual? ¡Mi hija... para un hombre de muchos méritos, y que nos lo demuestre!
—¿De méritos, qué méritos? —bostezó el rey—. Un hombre sano, robusto. Yo digo que Dingadingá debe casarse con un hombre fuerte que pegue muy duro.
—¡Cásala entonces con el mulo de Tá Zandé, que de una patada le derrumbó la casa!
Vencido el rey por la modorra y seguro de que su mujer ya estaba en camino de hacer de una cuestión tan sencilla un pleito interminable, estirándose en la hamaca y volviéndole la espalda con energía, le dijo que resolviera en todo del modo que juzgase más conveniente y que lo dejase dormir hasta que del mar le llegase un alivio de brisa.
—Ahí está. ¡Eso era de mi incumbencia! ¿Fuiste tú o fui yo, yo sola, quien llevó a Dingadingá nueve meses en su vientre? Tendrá marido digno de ti y de mí. ¡Como si la niña fuese una bestia, una perra en celo... sin educación! ¡Y como si no descendiéramos, tanto tú como yo, del primer Elefante que habitó el bosque y fundó, no por fuerte, sino por sabio que era, este reino de Cocozumba! Nuestro yerno tendrá que lucírselas.
Después de reflexionar en alta voz mientras Dingadingá, con ojos lánguidos, abrasados, contemplaba desde el postigo la afluencia de hombres jóvenes, fornidos, elegantemente desnudos todos, que ya cercaban el palacio respirando gordo, la reina ordenó que volvieran a sonar los cuernos de los grandes acontecimientos, y los despidieron sin darles explicaciones. Y ellos se retiraron como habían venido, diciendo: «Esto es una ofensa, esto no es serio».
Dispuso luego en nombre de su marido y obedeciendo a cierta inspiración, que en el espacio de un día y su noche, a partir de una fecha que fijarían los «babalaos», aquel que con la mejor tonada la obligase a bailar a ella —que tenía una rodilla mohosa— y al rey, quien se taparía con cera los oídos, obtendría en premio a Dingadingá. Lo cual valía a reinar después en Cocozumba... Cuando los antepasados sentados en ruedo alrededor del fuego, en el cielo indeciso de los muertos y de los que no han nacido todavía —y están allí esperando— les recordaran que:
«Bogguará arayé micho berere bei oku kué oku eron ogguá odgá oni ombaodgá omiokué.» Y bajasen para desprenderle su alma, todas las almas del cuerpo, fundiendo en un mismo frío la sangre del moribundo y la del coro que le ayuda a morir... y que a su vez morirá.
«Al que está contento, vivo, viviendo, la muerte llegó, lo prendió. Ése está diciendo: ;No me lleves todavía, déjame durar, porque el que muere se va de una vez! Se va de una vez. Hay que conformarse... ¡Se va de una vez!»
Al darse a conocer el Real Bando, en todo aquel país no quedó quien, teniéndose por dueño de un hilo o de un chorro de voz, de una guitarra, unas maracas o un tambor, no se creyera amorosamente elegido por la suerte y muy capacitado para disputarse a la hija del rey.
El día convenido para el comienzo de la justa, en abriendo la mañana, el rey y la reina, con gran ceremonia, salieron a un balcón y se sentaron, el uno frente al otro, en dos pilones, sin darles la cara a los pretendientes, que alineados y numerados, se tenían como un ejército delante del palacio. Fue el primero en romper lanzas, con un vozarrón que conmovió los pilares de las casas, un tal «Hazme-Hueco-Que-No-Quepo», del ancho de un armario de sacristía. Aunque el palacio trepidaba y vibraba con él la villa entera, no obtuvo de los reyes la menor atención. Rotas las cuerdas vocales, más gruesas que amarras de una fragata, y aún lleno de sonidos de pies a cabeza y dispuesto a continuar sonando indefinidamente, a una señal del juez de campo se vio obligado a cederle el puesto al aspirante que le seguía en turno. Éste, por consejo de un fantasma que solía aparecérsele de cuando en cuando, se había tragado vivos dos sinsontes y dos canarios ciegos. Apenas abrió la boca olvidando las recomendaciones del fantasma, que le había insistido mucho en que sólo entreabriera los labios y se guardara de hacer el menor esfuerzo— los pájaros escaparon... y por eso, ni éste ni tampoco el que le seguía con un acordeón, ni los cantantes que vinieron con arpas del Norte, del Sur —de los mares de esponjas—, del Este y del Oeste fueron más dichosos. Arriba, en el balcón, el rey y la reina semejaban dos estatuas de piedra y Dingadingá se aburría, al parecer desvanecido de un todo aquel capricho inocente de un día de verano.
La Lombriz —quien no era entonces un ser despreciable, ni que inspirase mayor asco que algunos hombres—, enterado por casualidad del objeto de aquel concurso, vino de los confines del reino y, deslizándose por entre las filas de pretendientes, se plantó con un tambor en primer término. Sin que nadie se lo esperase, al comenzar un nuevo día empezó a cantar y a tocar:
Sendengue kirito, sendengue zóra,¡Sendengue, zóra!¡Kerekete ketínke!
E hizo la reina una mueca de agrado.
A las nueve de la noche, el rey se rascó una oreja.
Y a las diez, la cera se había fundido y las coyunturas de la reina se habían desligado. Los reyes habían permanecido hasta entonces de riguroso perfil y se mostraron al pueblo de frente, risueño?...
A las once, cogidos de la mano, bajaron las escaleras y dieron una vuelta alrededor del tambor. A las doce,
Kereketéntentén... Zoráa...
después de haber bailado gustosamente en la calle, proclamaron vencedor y heredero a la Lombriz.
Cuando cesaron las felicitaciones, que no lograban disfrazar la decepción y la envidia, y se quedaron solos, en familia, el rey le dijo a su yerno:
—Toma de lo nuestro lo que más te guste. Elige cuantos esclavos necesites.
—Gracias, mi suegro —dijo la Lombriz—. Nada deseo y me basta para mi servicio un solo hombre. Lo tengo de mi entera confianza: ¡El Toro!
El Toro, es verdad, hacía años que servía lealmente a la Lombriz, que lo había comprado, aún novillo, en uno de sus viajes. En la casa que el rey destinó a sus hijos, ahora el Toro, y nadie más, atendía a todos los menesteres. Lo mismo cocinaba y servía la mesa, que fregaba, barría, lavaba, tendía y planchaba la ropa sin perder un ápice de su importancia. Cuidaba de la hortaliza, obraba el campo, daba de comer a las gallinas, llevaba a pastar el ganado, hacía recados, guardaba celosamente las espaldas frágiles de su señor. Era su mano derecha. Y cuando éste lo creía oportuno, cumplía por él sus deberes conyugales con fidelidad y aplicación dignas del mayor encomio. Lo mismo que si algún pueblo vecino declaraba la guerra o había «alzados» que aniquilar, salía a pelear en su nombre, ventajosamente.
Lombriz, al tercer año de su casamiento, sintiendo declinar su salud —la vista le faltaba y no podía resistir la luz del sol, ni el aire, que le hacía estornudar—, decidió abandonar definitivamente la superficie de la tierra... Llamó al Toro y le dijo —describiendo con su mano trasudada de fiebre, un gesto de desprecio y de desaliento, que arrastraba al abismo de la nada todo lo existente:
—¡Ahí queda eso! Yo no podré ser feliz sino enterrado. En la obscuridad glutinosa de la que depende mi salud y mi alegría... Te dejo en premio a tus servicios, mi mujer, mis bienes, mi tambor; todo te lo dejo sin condiciones. Sé tú rey de Cocozumba cuando te llegue la hora o te plazca adelantarla. Vive feliz en tu elemento. Si alguna vez por gratitud sientes deseos de volver a ver a tu antiguo dueño, excava la tierra con tu pezuña... Lombriz te podrá dar un consejo, un ejemplo. O búscame en ti mismo. Cuenta conmigo siempre. ¡Adiosito...!
Dingadingá, que escuchó estas palabras remendándose una bata, no alzó los ojos de la costura, no hizo nada por disuadirlo de su propósito; el leal Toro, tampoco (por espíritu de obediencia), y el rey y la reina, quienes fueron llamados y consultados, aceptaron complacidísimos la decisión de Lombriz, que, además, les dejaba por sucesor un Toro admirable, de dotes excepcionales.
—Porque —decía la reina olvidándose— el marido de mi hija ganó la porfía en buena ley de Dios... pero no es más que una Lombriz. ¡Una porquería!
En cuanto al rey, cada vez que se encontraba al enclenque con su aire vacilante, su expresión de tristeza timorata, tan descolorido y flaco, reblandeciéndose o atirantándose —sobre todo aquella mirada empalagosa de melancolía incrustada en tracoma, que lo sacaba de quicio—, no podía reprimir un borbotón de injurias, que tenían la virtud de liberarlo —hasta un nuevo encuentro— de la cólera que le producía su presencia, sus achaques y el parentesco...
Perfectamente: tan pronto Lombriz desapareció por el agujero de cualquier tragante, reduciéndose de tamaño y cobrando la forma que en justicia le correspondía y tal cual hoy se le conoce y se le evita —antes había sido un hombrecito blanco, de facciones menudas, labios finos, amargos, un bigotito, calvo, de pecho abultado, las piernas y los brazos cortos, tan cortos, que le hacían parecer siempre sentado, aunque estuviera de pie, empinado y como encorsetado y permanentemente afligido—, lo primero que hizo el Toro fue colgar al rey de una guásima y abandonarlo a las tiñosas.
A la reina, encerrarla en un nauseabundo calabozo —calabozo o letrina, no se sabe bien—, donde pasó algún tiempo privada del necesario sustento (la infeliz acabó con las cucarachas que cubrían las paredes y el suelo blando de su encierro, sorbiéndose la crema que tienen en el vientre y arrojando, con marcada repugnancia las patas, las alas y las antenas), hasta verse reducida al extremo de devorarse a sí misma, comenzando por los pies, de difícil masticación, y rindiendo el último suspiro por envenenamiento, en el colmo de la indignación más justa.
Toro se ciñó, pues, la corona de plumas de loro, se colgó los collares y entró a reinar a sus anchas.
Todos los años le nacía un hijo en Dingadingá; pero no le bastaba una mujer, ni cinco, ni diez y declaró, en consecuencia, que todas las mujeres de Cocozumba le pertenecían por derecho propio. Algunas protestas se levantaron, más o menos violentas, aquí y allá. Para evitar que a ellas se sumaran otras, cundiendo el mal ejemplo, mandó matar —y él mismo se constituyó en verdugo— a todos los hombres del reino, sin exceptuar a sus propios hijos. En lo adelante, cada vez que una de sus innumerables concubinas daba a luz un varón, le afeaba su conducta, la castigaba severamente y, por último, degollaba a la criatura.
Las pobres mujeres, que no sabían cómo abstenerse de traer de tiempo en tiempo varones al mundo, pasaban en realidad momentos muy amargos. Hasta que se habituaron... El Toro rey degollaba anualmente varios miles de infantes, y era costumbre suya, al romper la mañana, subir con el sol a una colina que dominaba los valles, y engallándose en la altura, lanzar a los espacios este grito de gloria:
¡Yo, yo, yo, yo, yo, yo!No hay hombre en el mundo más que yo.      ¡Yo, yo, yo!
Sólo las mujeres, su abnegado pueblo de mujeres, le contestaban de rodillas afirmativamente.
El Toro bajaba luego triunfante a reanudar su vida cotidiana. Muy seguro de que nadie, ¡jamás!, vendría a desmentirle. Hombre él, el Único, el Dueño incontestable...
Sanune, la terca, la del color de almendra tostada, que estaba tejiendo un canasto... había tenido seis hijos; a los seis, con sus ojos que la quemaban, les había visto tajar el cuello de una cuchillada, asirlos por un pie y zumbarlos al cajón de la basura como gatos muertos. En más de una ocasión se había levantado inmediatamente de su estera, toda dolorida, extenuada, para lavar la sangre con que aquellos inocentes, frutos malhadados de sus entrañas, habían manchado copiosamente el suelo. ¡Y estaba harta de aquel sistema! De tal modo, que al percartarse que era encinta por séptima vez, a nadie se lo confió. Había también de ser varón, ¡ella se conocía!, y lo que sobraban en Cocozumba eran espías y delatoras que tenían al Toro al tanto de todos los movimientos de sus mujeres. Viejas en su mayoría, ejercían una vigilancia desesperante sobre las jóvenes, complaciéndose en atormentarlas con cualquier pretexto... No se estilaban allí las confidencias.
Verdad que Sanune, a pesar de haber sido tantas veces madre, aun siendo adolescente, tenía los pechos pequeños y aplastados, era seca de carnes y hasta ahora no la traicionaba la elástica desenvoltura de sus movimientos y su vientre insólitamente liso en tales circunstancias. Fingiendo un día dolor de muelas, con acento que hubiera movido a compasión una piedra, sin valerse de intermediarios, le pidió permiso al Toro para ir a la cañada. Allí los lirios, floreciendo después del plenilunio, daban al agua una virtud curativa. El Toro, distraído, le dijo:
—Ve, Sanune. Alíviate...
Era que Sanune no era sumisa, pero tenía miedo; odiaba al Toro y no podía contener su odio; que debido a su estado tenía antojo, necesidad de gritarlo donde no fuese oída, de amenazarlo, sin correr ningún riesgo; de sentirse sola, ferozmente sola y rebelde. Y no fue a la cañada; fue más allá del río, cruzando el viejo puente abandonado, y más allá de la otra orilla. Con una rapidez de la que no tenía conciencia, llegó a los lindes de la selva temida, conducida por el espíritu de su madre que en vida había adorado a los santos de hierro, sus protectores (flecha, arco, clavo, cadena, herradura) Ogún y Ochosi (san Pedro y san Norberto).
Porque Ogún era el hombre de la selva que vivía en soledad. Tan solo, que era la selva misma. No conocía más que a los animales —los ojos de su perro— y las yerbas. Si veía criatura humana, se escondía. Y Ogún era virgen. Un día se entró en la selva una mujer; aquella mujer era Ochún (la Caridad del Cobre) señora de los ríos, de las fuentes, de los lagos. Y Ochún ¿se enamoró de Ogún? Ochún quiso tentar a Ogún en su soledad y apoderarse de él. Era su misión. Ogún huía de ella sin mirarla, y Ochún lo perseguía. Cuando lo alcanzaba, oculto en la maleza, Ogún se revolvía contra ella, como una fiera acosada y herida en el flanco. La amenazaba con sus rugidos, sin mirarla; sin quererla mirar: pero Ochún no le temía.
Ochún llenó de miel la «ibá»2 y Ogún estaba metido en el tronco de un árbol, y ella dando vueltas, bailando en torno del árbol, le cantaba a Ogún:
Iyá oñió oñí abbéCheketé oñí o abbé.
Y Ogún, al fin, sintió deseos de verla, por saber si era, como la veía en el canto; salió rasgando el tronco y al mostrársele, Ochún le frotó los labios con la miel (oñí); que Ogún, en su boca aquella dulzura repentina, fue amansado detrás de Ochún; y Ochún seguía cantando, bailando, ofreciéndole la miel:
Iyá oñí o oñiadó Iyá oñí o oñiadó.
Iyá loun loro euy loun loro osa oñiaddo.
—Ogún, sale del monte. Con este dulce que yo te doy. Por este dulce mío que yo te doy, Ogún, sale del monte. Porque tú abres y cierras los cielos, este dulce yo te lo doy, para que entres adentro de todos los santos y adentro de todos los hombres —y se lo llevó atrayéndolo, esquivándolo, encantándolo, lejos de la selva, y la selva iba con Ogún, a la casa de Babá, quien lo tuvo un tiempo preso, con una cadena de hierro untada de aceite de corojo y miel de abeja.
Y Ochosi es el que purifica. ¡Ochosi es un santo muy grande! Ochosi, el que aparta los malos pensamientos, vuelve el mal al mal. El que resucita a los muertos con la miel de abeja. Es milagroso. Es oñí. El dueño del bosque y el bosque; y es hacha, es flecha, es cuchillo.
Y Ochosi no conoció a su madre; creció encerrado en la selva y allí aprendió a servirse del hierro; y tenía la piel del gato montés y una bolsa repleta de oro, inagotable.
Su condición es la de un hombre que vive en eternidad enamorado y eternamente amado. Las campanas de la mañana son la risa de Ochosi. Y si es verdad que a sus mujeres no les da dinero —sino cuando está de vena, y en esto es muy caprichoso— ninguna padeció hambre. Les caza codornices, guineas, palomas rabiches. Nunca les falta qué comer, porque Ochosi es el protector de las mujeres, es su amparo; y las mujeres lo adoran.
Pero a una él quiere más que a las demás; y a la que él quiere con fundamento, es a la dueña de la creación del mar, a Yemayá (la Virgen de Regla), madre de todos los santos, que registró en el tablero de Orúmbila el adivino de todas las cosas. (Y Orúmbila se la dio a Ochosi, porque no quería mujer que supiese más que él, y tomó a Ochún, dorada y dulce.)
Cuando una mujer lo implora, desventurada, Ochosi la oye, Ochosi la ampara. Sanune llevaba soldada en un tobillo una cadenita de cobre, que su madre le puso cuando era niña; y su madre —que fue hija de Ogún y servidora de Ochosi— hoy la arrastraba a la selva y Sanune no la veía, no sentía la presión de su mano etérea, no podía sospechar... La muerte iba pidiendo misericordia de Ogún, de Ochosi; y la selva oscura, fresca, inmensa, abrió los brazos acogedora.
Aquí se detuvo Sanune, asustada de haberse alejado tanto.
Dos negros arrogantes, bellísimos, se le aparecieron: uno cargaba una carabina y lo escoltaban un perro y un venado con una cruz en la frente. El otro, armado de arco y flecha y una piel de gato montés que le colgaba de un hombro, tenía puesto el delantal llamado wabbi.
Sanune tocó la tierra y la besó en la yema de sus dedos; postrada a los pies de aquellos hombres, perdió el conocimiento... Cuando abrió los ojos, estaba en una habitación rodeada de noche; olía espesamente a fronda caliente y fruto de guayaba —como si muchos negros se hubiesen reunido allí momentos antes— frente a un altar que eran dos ramas de álamo frescas recién cortadas, apoyadas en la pared, y dos pieles de gato montés. En el suelo, varias soperas cubiertas, una herradura de caballo, dos grandes cazuelas de arroz, fríjoles y rosas de maíz. A su lado una vieja, envuelta la cabeza en un manto, guardaba en un pañuelo, contando y recontando, temerosa de que alguno se le hubiese perdido —el de Elegguá, precisamente—, veintiún caracoles pequeños, de un pulido blanco mate de marfil. Cuando se hubo convencido de que no faltaba ninguno, tocó a Sanune en un hombro y la despidió entregándole un lío de géneros de varios colores.
Transcurrieron algunos meses y Sanune calculó el tiempo que le faltaba para dar a luz. El primer día de la última semana de contar, sacó del envoltorio el género rojo de Changó, se lo llevó a la boca fervorosamente y, estampando su ruego en el lienzo, lo depositó al pie de un álamo...
En la copa rumorosa del álamo se sienta Changó, ordenador del mundo: sin Él no hay brujería.
El segundo día fue a la orilla del mar y, con siete monedas de cobre, le arrojó la tela azul de Yemayá.
El tercero fue al río. Ochún se baña en el río; cuando sale del agua, provocadora y altiva, ha de hallar una bandeja de oro con las más exquisitas golosinas. El que sabe adorarla le lleva frutas al río... A veces, Ochún rema en su barca, tocada con su corona de calabaza. Si por descuido o ignorancia su devoto deja la ofrenda en cualquier parte, lejos de la orilla, se encoleriza y mata. Sanune le dio naranjas de china; el género amarillo lo extendió sobre las aguas y dejó caer al fondo —asustando a un «cayarí»3— cinco monedas de cobre. El sol estaba en mitad del cielo, exactamente.
El cuarto, tostó maíz: otras cinco monedas de cobre y el paño morado de Ogún, con la mano izquierda, los echó en un camino.
El día quinto, dando una vuelta a la izquierda, el verde de Orula lo arrojó sin que nadie la viese, en la esquina de una calle que cerraba la noche.
El sexto —cuatro pasos adelante, cuatro pasos hacia atrás siempre con la mano izquierda— el paño carmelita de Odaiburukú lo puso en medio de una encrucijada.
Y el séptimo llamó a Obatalá y le habló en el género blanco que no puede darle el sol. Trabaja en la sombra. Lo embebió en aceite de coco y se frotó el vientre.
Se bañó en agua de álamo, altamisa, laurel, incienso, yerba completa de santa Bárbara y ciguaraya, colada con aguardiente y miel de abeja ahumada de tabaco...
Al acostarse, decía sobre un lebrillo que contenía un poco de agua y de azogue bendito:
—¡Azogue bendito, bendito, te necesito!
Y no tardó Sanune en parir varón, y el Toro en despachar a su lado a una de sus viejas, verdugos cabezaleras. Sin embargo, esta vez, cuando la vieja hundió su cuchillo en el cuello del becerrillo, Sanune hasta pudo sonreírle con humildad conciliadora, disculpándose de su torpeza —«¡pero Mamá!, ¡qué le voy a hacer!»—, de su involuntaria insistencia en desavenir las leyes de su amo.
Apenas se marchó chancleteando la horrible mujer, dando por terminados sus servicios, Sanune corrió a rescatar de un montón de desperdicios el cuerpo de su hijo; y se bebió con alegría un caldo de gallina...
Sanune volvió a tejer sus canastas, seca, lisa y ágil; a hacerse olvidar su falta y alejarse por los campos, so pretexto de que iba a cortar caña de Castilla para su industria. En una de estas escapadas llevó a la selva, disimulado dentro de un cesto, el cadáver del recién nacido, que Ochosi resucitó frotándole los miembros con miel de abeja. Y Ogún le dijo a Sanune:
—Vuélvete al pueblo enhorabuena. Cuando tu hijo, a los diez años, de una cornada derribe una palma y a los veinte, una seiba, su voz se oirá en el mundo.
Poco tiempo después, a Sanune la encontraron muerta, con una campanilla entre las manos. Muerta, riéndose, que nadie podía creer, cuanto más se la miraba, que fuera posible semejante cosa... ¡Un cadáver tan contento!...
Pasaron años y años...
Nacían mujeres en Cocozumba; por la voluntad de aquel Toro, nada más que mujeres. Unas que espigaban o ya eran mozas; otras ya eran viejas —y todas las viejas se habían muerto—. Nada cambiaba en Cocozumba; si acaso la única innovación, a partir de cierta época, consistió en eliminar también del lenguaje corriente, el género masculino, cuando no se aludía al Toro. Por ejemplo: allí se hubiera dicho, que se clavaba con la martilla, se guisaba en la fogona y se chapeaba con la macheta. Un pie, era una pie; así, la pela, la oja, la pecha, la cuella —o pescueza—, las diez dedas de la mana, etc. Nadie se hubiera referido al Cielo, sino a la Ciela; Ciela abierta...
¿Que un ciclón pasó cuando ninguno se lo esperaba y todo lo dejó patas arriba? Pues se recordó con pavor y se habló mucho tiempo de las furias de aquella ciclona que costó muchas vidas.
La misma forma de los objetos más asexuados, se afeminaba: nunca fueran más mujeres y pasivas las cazuelas; tan genéricas las caderas de las jarras, con sus brazos en jarras; ni tan plácidas y ventrudas madrazas, las tinajas. Los cuchillos ya tenían otra expresión —desconcertante— de tanto oírse llamar cuchillas... En fin, si no obstante, las mujeres, por momentos no podían dejar de suspirar «Dios mío», «Dios mío», sin inconvenientes, era que el Toro creía, y no le faltaban motivos, que a él forzosamente se referían. De modo que, en Cocozumba, sólo a Dios podía mentarse hombre, ya que Dios y Toro significaban una misma cosa.
Y con esto seguía subiendo cada día a la cumbrera a mugir sobre el despertar de los valles, su vanidad soberana.
Yo, yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo, yo.No hay hombre en el mundo más que yo.      ¡Yo, yo, yo!
Pero una mañana en que el único, sin réplica ni semejante, el solo y absoluto, acababa de proclamar su consabida gloria en las alturas, de un punto en el horizonte y por el camino, que era el de la noche, respondió una voz timbrada de juventud, de fuerza; voz de macho triunfal, que rompió medio siglo de silencio adorador:
Yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo.Yo mismo soy Bregantino Bregantín.
Y el Toro rey, espantándose y negándose la mengua de darle crédito a su oído (aunque oyó y la piel de su lomo onduló estremecida por el grito en que vibraba el oro vivo) a la vez que se ensanchaban en luminoso estupor los cuatro puntos cardinales de sus dominios, agigantó su porte y se repitió la loa ensoberbecido:
Yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo.Hombre no conozco en el mundo más que yo.      ¡Yo, yo, yo!
Sin embargo, otro toro, un toro imponente, saltaba las vallas y corría desgaritado los campos, derribando a su paso cuanto encontraba: principalmente, embestía las palmeras; lanzaba a volar por encima de sus cuerpos, desprendidas de raíz, las palmas reales y las seibas inmensas, ¡las seibas!, cargadas de siglos. Chillaban las mujeres; su cacareo desagradable hinchó de fuego al rey... Lo procedente es huir de un toro bravo; hubiera sido un acto de rigurosa lógica, y al alcance de la comprensión de todo el mundo. Plausible. Lo impone el sentido común más precario, en cuanto éste aparece como una montaña en marcha —y las piernas lo consienten—. Pues la población de Cocozumba, que no estaba recogida a aquellas horas en que iniciaba su actividad, no dio en masa ni aisladamente, el espectáculo de una fuga desordenada, grotesca, por el móvil de salvar la vida a uña sino que toda ella, siendo mujer hasta la médula y dispuesta a sufrirlo todo con dulzura —cornada más, cornada menos—, se entregó a una admiración delirante y aclamó con coqueterías el arrojo y las gallardías del toro inesperado.
Yo, yo, yo, yo. Yo, yo, yo, yo.Yo mismo soy Monte Firme, Monte Firme.
De una ojeada enrojecida y torva, el Toro Rey, más lleno de odio y rencor hacia sus mujeres que hacia el intruso insolente, midió la distancia que mediaba entre él y su adversario. Tenía una misma talla, el mismo porte soberano, pero... ¡era joven!
Y fue sólo un instante de una belleza horrenda...
Se precipitaron el uno contra el otro y, en mitad del llano, levantaron una nube de polvo y de fuego que los arrebató a los ojos de las mujeres, felices de presenciar la lucha espeluznante, que en suma —y así se lo gritaban con orgullo sus tiernos corazones de esposas y de madres— no era sino un homenaje que le rendían aquellos dos señores de fuerzas sobrenaturales.
Oyeron el furor de la embestida, el choque de los cuernos... Los ojos, los corazones, giraron en el torbellino de bravura. Cuando la luz se aquietó, el Toro viejo apareció tendido, manando de su cuerpo varias fuentes de sangre... El Toro joven seguía atacando, exasperado por no poder matarlo muchas veces.
Entonces las mujeres doblaron las rodillas ante el vencedor y exclamaron:
—Tú eres nuestro dueño... El único, Bregantino Bregantín. No hay hombre en el mundo más que tú, Monte Firme, Monte Firme. ¡Sin Amo, no podríamos vivir!
Pero Bregantino, ¡oh milagro!, no tenía más empeño que el de poner un fin a la tiranía que su padre había ejercido luengos años; les dio las gracias muy finamente, consintió en que le acariciaran el lomo, sin enfatuarse, y fue a buscar hombres... Uno para cada mujer.
Y con esto, la naturaleza recobró de nuevo sus derechos y nacieron varones en Cocozumba.

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