Mia Couto - "Sidney Poitier en la barbería de Firipe Beruberu"

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El cuento pertenece al volumen "Cada hombre es una raza" de 2002.
la versión es la de Mario Morales y Mario Merlino.




Imperio;de pie, río a banderas desplegadas.
La barbería de Firipe Beruberu estaba situada bajo el gran árbol, en el bazar de Maquinino. El techo era la sombra del azufaifo indio. Paredes no había; venteaba y el aire era más fresco en la silla donde Firipe sentaba a los clientes. Un letrero en el tronco mostraba el precio de los servicios. Estaba escrito: «Cada cabeza 7$50». Con el crecer de la vida, Firipe corrigió la inscripción: «Cada cabezada 20$00».
En la vieja madera se balanceaba un espejo y, al lado, amarillecía un cartel de Elvis Presley. Sobre un cajón, junto al asiento de la espera, se sacudía una radio al ritmo del chimandjemandje.
Firipe segaba las cabezas en voz alta. Parloteo de barbero, que si patatín que si patatán. Con todo, a él no le gustaba que la cháchara adormilase a los clientes. Cuando alguien se dormía en la silla, Beruberu aplicaba una tasa extra al precio final. Hasta en el letrero, debajo de lo escrito, añadió: «Cabezada con dormida: 5 escudos más».
Pero bajo la sombra generosa del azufaifo no había malestar. El barbero distribuía buen humor, apretones de manos. Quien fuese todo oídos al pasar por ahí sólo oiría conversaciones sonrientes. Como propaganda del servicio, Firipe no perdía ocasión:
—Hablo en serio: soy maestro de barberos. Pueden andar por ahí, por los alrededores, buscando en los barrios, todos dirán que Firipe Beruberu es el mejor.
Algunos clientes toleraban, pacientes. Pero otros lo provocaban, fingiendo contrariarlo:
—Buena propaganda, mesire Firipe.
—¿Ah sí, propaganda? ¡La realidad! Si hasta he cortado cabellos finos de blancos.
—¿Qué? No me diga que un blanco ha venido a esta barbería...
—No he dicho que aquí haya llegado un blanco. He dicho que le corté su pelo. Y se lo corté, palabra de honor.
—Explíquese, Firipe. Si el blanco no llegó hasta aquí, ¿cómo es que se lo cortó?
—Es que me llamaron desde su casa. Corté el suyo y corté también el de sus hijos. La razón es que a ellos les daba vergüenza sentarse aquí, en esta silla. Nada más que eso.
—Disculpe, mesire. Pero ése no era un blanco de alto rango. Era un xikaka. Firipe hacía cantar las tijeras mientras la mano izquierda sacaba la billetera.
—¡Humm! Ustedes siempre dudan, desconfían. Ahora les mostraré la prueba de la verdad. A ver, ¿dónde está?... Ah, aquí está.
Con miles de cuidados desenvuelve una postal a colores de Sidney Poitier.
—Miren esta foto. ¿Ven a este tipo? Observen su cabello: fue cortado aquí, con mis manos.
Le metí tijera sin saber cuál era su importancia. Sólo noté que hablaba inglés.
Los clientes seguían en la duda. Firipe respondía:
—Les estoy diciendo que este tipo trajo su cabeza desde América, A-mé-ri-ca, hasta aquí, a mi barbería...
Mientras hablaba miraba la copa del árbol. Tomaba sus precauciones para esquivar los frutos que caían.
—¡Mierda de azufaifas! No hacen más que ensuciarme la barbería. Después vienen los chicos a llevarse la fruta. Si veo aquí a uno, lo echo a puntapiés.
—Así que, mesire Firipe, ¿no le gustan los niños?
—¿Que qué? Si incluso el otro día un chico trajo un tirachinas y apuntó al árbol del demonio para hacer caer la fruta. La piedra dio en las hojas, baaa, y cayó en la cabeza del cliente. ¿Resultado?, en vez de cortarse el pelo aquí, al cliente lo raparon en la enfermería.
Cambiaba el cliente y repetía el comentario. Del bolsillo del maestro Firipe salía la vieja postal del actor estadounidense, dando testimonio de sus glorias. No obstante, el más difícil era Baba Afonso, un gordo de corazón muy adulado que se demoraba arrastrando el trasero. Afonso dudaba:
—¿Ese hombre estuvo aquí? Disculpe, mesire, no le creo una palabra.
El barbero, indignado, ponía las manos en jarras:
—¿No me cree? Estuvo sentado en la silla donde ahora está usted.
—Pero un hombre rico como ése, para colmo extranjero, iría a un salón de blancos. No se sentaría aquí, mesire. ¡Nunca!
El barbero se fingía ofendido. Su palabra no podía ponerse en duda. Utilizaba entonces un último recurso:
—¿Lo duda? Entonces voy a presentarles a un testigo. Ustedes lo van a ver, espérenme aquí.
Y salía, dejando a los clientes a la expectativa. Afonso era calmado por los demás.
—Baba Afonso, no lo tome en serio. Esta discusión no es más que una broma.
—No me gusta que digan mentiras.
—Pero eso ni siquiera es mentira. Es propaganda. Haga como que se lo cree y listo.
—Para mí es mentira —repetía el gordo Afonso.
—Tiene razón, Baba. Pero es una mentira que no perjudica a nadie.
El barbero no había ido muy lejos. Se había alejado sólo unos cuantos pasos para conversar con un viejo vendedor de hojas de tabaco. Regresaron los dos, Firipe y el viejo:
—Aquí está el viejo Jaimão.
Y volviéndose hacia el vendedor, Firipe le ordenaba:
—Hable usted, Jaimão.
El viejo carraspeaba a fondo antes de confirmar.
—Sí. Realmente yo vi al hombre de la foto. Le cortaron el pelo aquí. Soy testigo.
Y llovían las preguntas de los clientes:
—Pero ¿usted llegó a oír a ese extranjero? ¿Qué idioma hablaba?
—Ingrés.
—¿Y con qué dinero pagó?
—Con monedas.
—Pero ¿qué monedas?, ¿escudos?
—No. Era dinero de otra parte.
El barbero se sentía satisfecho, pecho en proa. De vez en cuando, Jaimão rebasaba lo acordado y se atrevía a contar otros detalles:
—Después, ese hombre fue al bazar a comprar cosas.
—¿Qué cosas?
—Cebollas, naranjas, jabón. Compró también hojas de tabaco.
Baba Afonso saltaba de la silla, apuntando con su mano gorda:
—Ahora lo he pillado: un hombre de ésos no compra hojas de tabaco. Es puro cuento. Un tipo de esa categoría fuma tabaco con filtro.
Jaimão, usted sólo está contando mentiras, patrañas, nada más. Jaimão se sorprendía con la repentina terquedad. Miraba, receloso, al barbero y volvía a intentar un nuevo argumento:
—Huyyy, no es mentira. Hasta me acuerdo de que fue un sábado.
Después, había risas. Porque ésa no era una batalla seria, la razón de esa duda no pasaba de ser una broma.
Firipe se fingía enfadado y aconsejaba a los que dudaban que se fuesen a otra barbería.
—Listo, no tiene por qué fastidiarse, nosotros lo creemos, aceptamos su testimonio.
Y hasta Baba Afonso se rendía, prolongando el juego:
—Seguro que hasta ese cantante, Elvis Presley, también estuvo aquí en Maquinino para que le cortaran el pelo...
Pero Firipe Beruberu no trabajaba solo. Gaspar Vivito, un chico lisiado, ayudaba en la limpieza. Barría la arena con cuidado para no levantar polvo. Sacudía, lejos, los trapos. Firipe Beruberu siempre le ordenaba que tuviera precaución con los cabellos cortados.
—Entiérralos bien hondo, Vivito. No quiero bromas con el n'uantché-cuta.
Se refería a un pajarito que roba los pelos de la gente para fabricar su nido. Dice la leyenda que, en la cabeza del propietario ultrajado, ya no vuelve a crecer ni un pelo más. Firipe veía en el descuido de Gaspar Vivito la causa de todas las bajas en la clientela.
Sin embargo, no se le podía pedir mucho al ayudante. Porque él era un minusválido completo: las piernas se bamboleaban como si bailasen la marrabenta a toda hora. La cabeza pequeñita se sacudía sobre los hombros. Las palabras salían mezcladas con babas, salivando las vocales, escupiendo las consonantes. Y tropezaba cuando intentaba espantar a los niños que recogían azufaifas.
Al final de la tarde, cuando únicamente quedaba un cliente, Firipe le pedía a Vivito que pusiese todo en orden. A esa hora llegaban las reclamaciones. Si Vivito no tenía don de gentes, Firipe se esmeraba más en los chistes que en el arte de afeitar.
—Disculpe, mesire. Mi primo Salomão me pidió que presentase esta queja: no le gusta cómo le ha cortado el pelo.
—¿Y cómo se lo corté?
—Es que no le ha quedado ni un pelo, está totalmente pelado. Anda con la cabeza calva y hasta le brilla como si fuera un espejo.
—¿Y no fue así como me lo pidió?
—No. E incluso ahora le da vergüenza salir. Por eso me ha pedido que viniese a reclamarle.
El barbero recibía la queja de buen humor. Hacía sonar las tijeras mientras hablaba:
—Mira, muchacho: dile que se lo deje así. Calvo, se ahorra el peine. Y que si le he cortado de más, lo tome como una propina.
Daba vueltas alrededor de la silla, se alejaba para apreciar su talento.
—Vamos, levántese, ya he terminado. Pero es mejor que se mire bien al espejo, no sea que después venga también su primo y reclame.
El barbero sacudía la toalla, esparciendo los cabellos. Invariablemente, el cliente unía sus protestas a las del quejica.
—Pero, mesire, usted me cortó casi todo por delante. ¿Se ha fijado hasta dónde me llega ahora la frente?
—¿Qué dice, si en la frente apenas le he tocado? Hable con su padre o su madre y pregúnteles por qué le han dado esa forma a su cabeza. Yo no tengo la culpa.
Los quejicas se juntaban, lamentando la doble calvicie. En ese momento el barbero filosofaba sobre las desgracias capilares:
—¿Saben por qué una persona se queda calva? Por usar el sombrero de otro. Por eso una persona se queda calva. Yo, por ejemplo, no uso una camisa que no sé de dónde viene. Ni, mucho menos, unos pantalones. Fíjense: mi cuñado compró calzoncillos de segunda mano y miren cómo está ahora...
—Pero, mesire, yo no puedo pagarle este corte.
—No necesita pagar. Y tú, dile a tu primo Salomão que pase aquí mañana: voy a devolverle sus cuartos. Ah, el dinero, el dinero...
Y era así: un cliente descontento tenía derecho a no pagar. Beruberu sólo cobraba las satisfacciones. Desde la mañana hasta el anochecer, el cansancio le pesaba en las piernas.
—Rayos, desde la mañana, dale que te pego. ¡Ya es demasiado! La vida es dura, Gaspar Vivito.
Y se sentaban los dos. El maestro en la silla, el ayudante en el suelo. Era el ocaso de mesire, hora de meditar sus tristezas.
—Vivito, me temo que no estás enterrando bien los pelos. Parece que el pajarito n'uantché-cuta me está robando los clientes.
El muchachito respondía solamente con unos sonidos sofocados, se defendía en una lengua que sólo era de él.
—Cállate, Vivito. Fíjate a ver si hemos hecho mucho dinero.
Vivito agitaba la caja de madera y dentro tintineaban las moneditas. La risa se extendía por el rostro de ambos.
—¡Qué bien suenan! Mi negocio va a crecer, palabra de honor. Hasta estoy pensando en poner teléfono. Puede ser que en el futuro lo cierre al público. ¿Eh, Vivito? Trabajar sólo por encargo. ¿Me oyes, Vivito?
El ayudante observaba al patrón, que se había levantado. Firipe discurría alrededor de la silla, disfrutando el futuro. Después el barbero encaraba al lisiado y era como si su sueño rompiera las alas y cayese en aquella arena oscura.
—Vivito, tú deberías preguntar ahora: pero ¿cerrar cómo, si este lugar no tiene paredes? Eso es lo que deberías decir, Gaspar Vivito.
Pero no era acusación, su voz estaba ya por los suelos. Y él se acercaba a Vivito y dejaba que su mano suspirara sobre la cabeza bamboleante del muchacho.
—Veo que ya te hace falta un corte de pelo. Pero no te estás con la cabeza quieta, siempre pendulando.
Con dificultad, Gaspar se subió a la silla y se ató el babero al cuello. El mozo, angustiado, señaló hacia la oscuridad que había alrededor.
—Todavía da tiempo de echarte unos tijeretazos. Ahora quédate quietecito para terminar cuanto antes.
Y los dos se perfilaban bajo el gran árbol. Todas las sombras ya habían muerto a esa hora. Los murciélagos rayaban el cielo con sus gritos.
Ése era el momento en que la vendedora Rosita pasaba por ahí, de regreso a casa. Ella aparecía y el barbero se quedaba en suspenso, todo él absorto en su mirada ansiosa.
—¿Has visto a esa mujer, Vivito? Guapa, demasiado guapa. Suele pasar por aquí a esta hora. A veces pienso si no me entretengo a propósito: arrastrar el tiempo hasta el momento en que ella pasa.
Sólo entonces el mesire confesaba estar triste, otro Firipe sobrevenía. Pero se confesaba a nadie: así callado, ¿entendería Vivito la tristeza del barbero?
—Sí, Vivito, estoy cansado de vivir solo. Hace tiempo mi mujer me abandonó. La muy zorra me dejó por otro. Pero también tuvo que ver este oficio de barbero. Uno está aquí atado, no se puede salir a echar un vistazo a ver qué pasa en casa, para controlar la situación. El resultado es éste.
Entonces él disimulaba su inquina. Se quitaba aquel peso metiéndose con los animales. Apedreaba las ramas, intentando darle a los murciélagos.
—¡Malditos animales! ¿No se dan cuenta de que ésta es mi barbería? Este local tiene dueño, es propiedad del maestro Firipe Beruberu.
Y ambos corrían tras los imaginarios enemigos. Acababan tropezando, sin ánimo ya para enfadarse. Y, cansados, esbozaban jadeantes una ligera sonrisa, como si perdonaran al mundo aquella ofensa.
Ocurrió un día. La barbería continuaba su somnolienta tarea y esa mañana, como todas las otras, se sucedían las dulces charlas. Firipe explicaba el letrero que indicaba la tasa extra por dormida.
—Sólo pagan los que se duerman en la silla. Sucede demasiado con ese gordo, Baba Afonso. En cuanto le pongo la toalla empieza a cabecear. A mí no me gusta eso. No soy mujer de nadie para adormecer cabezas. Esto es una barbería seria...
Fue entonces cuando aparecieron dos extraños. Sólo uno entró en la sombra. Era un mulato, casi blanco. Las conversaciones se desvanecieron bajo el peso del miedo. El mulato se dirigió al barbero y ordenó que le mostrase los documentos.
—¿Por qué los documentos? ¿Yo, Firipe Beruberu, soy sospechoso?
Uno de los clientes se acercó a Firipe y le dijo en secreto:
—Firipe, es mejor que obedezca. Este hombre es de la policía secreta, de la Pide.
El barbero se inclinó sobre el cajón y sacó la funda con los documentos.
—Aquí están.
El hombre pasó revista a la funda. Después, la estrujó y la arrojó al suelo.
—Falta una cosa en esta funda, barbero.
—¿Cómo que falta algo? Si ya le entregué todos los documentos.
—¿Dónde está la fotografía del extranjero?
—¿Extranjero?
—Sí, ese que usted recibió aquí en la barbería.
Firipe duda primero, después sonríe. Había entendido la confusión y se disponía a explicar:
—Pero, señor agente, eso del extranjero es una historia que inventé, una broma...
El mulato lo empuja y lo hace callar.
—Broma, vamos a ver. Sabemos muy bien que vienen subversivos de Tanzania, de Zambia, de... ¡Terroristas! Debe de ser uno de los que recibiste aquí.
—Pero recibir, ¿cómo? Yo no recibo a nadie, yo no me meto en política.
El agente se pone a inspeccionar el lugar, sin dar oídos. Se para enfrente del letrero y deletrea a la sordina:
—¿No recibes? Entonces, explícame qué es esto: «Cabezada con dormida: 5 escudos más». Explícame qué es eso de la dormida...
—Eso sólo se refiere a algunos clientes que se duermen en la silla.
El policía está cada vez más furioso.
—Dame la foto.
El barbero saca la postal del bolsillo. El policía interrumpe el gesto, arrebatándole la fotografía con tal fuerza que la rompe.
—Así que éste también se durmió en la silla, ¿no?
—Pero él nunca ha estado aquí, se lo juro por Dios, señor agente. Esta foto es del artista de cine. ¿Nunca lo ha visto en las películas esas de los americanos?
—¿Así que americanos? Ya se ve. Debe de ser compañero del otro, del tal Mondlane que vino de América. ¿Así que éste también vino de allá?
—Pero éste no ha venido de ningún lado. Todo esto es mentira, es propaganda.
—¿Propaganda? Entonces tú debes de ser el responsable de la propaganda de la organización...
El agente sacude al barbero por la bata y los botones se caen. Vivito intenta recogerlos pero el mulato le da un puntapié.
—Atrás, cabrón. A ver si tú también vas preso.
El mulato llama al otro agente y le habla al oído. El otro parte por el atajo y regresa, minutos después, trayendo al viejo Jaimão.
—Hemos interrogado a este viejo. El confirma que recibiste aquí a ese americano de la fotografía.
Firipe, con la sonrisa forzada, casi no tiene fuerzas para explicar.
—¿Ve, señor agente? Otra confusión. Yo le pagué a Jaimáo para que actuase como testigo de mi mentira. Jaimão se puso de acuerdo conmigo.
—De acuerdo, vaya.
—Eh, Jaimáo, díselo: ¿no fue eso lo que acordamos?
El pobre viejo, sin entender, se movía dentro de su chaqueta andrajosa.
—Sí, realmente yo vi a ese hombre. Estuvo aquí, en esta silla.
El agente empujó al viejo, atando sus brazos a los del barbero. Miró alrededor, con unos ojos de buitre flaco. Enfrentaba a la pequeña multitud que asistía a todo silenciosamente. Le dio una patada a la silla, rompió el espejo, rasgó el cartel. Fue entonces cuando Vivito intervino, gritando. El lisiado agarró el brazo del mulato pero pronto perdió el equilibrio y cayó de rodillas.
—¿Y éste quién es? ¿Qué idioma habla? ¿También es extranjero?
—Este muchacho es mi ayudante.
—¿Ayudante? Entonces también queda detenido. Listo, ¡vámonos! Tú, el viejo y este pelele bailarín, todos andando delante de mí.
—Pero Vivito...
—Cállate, barbero, no hay más que hablar. Te vas a encontrar en la cárcel, con un barbero especial para que os corte el pelo, a ti y a tus amiguitos.
Y ante el asombro del bazar entero, Firipe Beruberu, vestido con su bata inmaculada, tijeras y peine en el bolsillo izquierdo, siguió el último camino por la arena de Maquinino. Atrás, con su antigua dignidad, el viejo Jaimão. Lo seguía Vivito con su paso tambaleante. Cerrando el cortejo venían los dos agentes, envanecidos por su cacería. Se acallaron entonces las pequeñas discusiones del cuánto cuesta y el mercado se sumió en la más profunda melancolía.
A la semana siguiente, vinieron dos cipayos. Arrancaron el letrero de la barbería. Pero al observar el local, se sorprendieron: nadie había tocado nada. Enseres, toallas, la radio y hasta la caja con el dinero menudo seguían como los habían dejado, a la espera del regreso de Firipe Beruberu, maestro de los barberos de Maquinino.

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