Leopoldo María Panero - "Paradiso o «le revenant»"

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Este cuento fue publicado en el número 5 de la revista "La luna de Madrid" (la que algunos llamaron la revista de la Movida) en marzo de 1984.




I
Amaba al metro más que a una mujer: sus laberintos, sus encrucijadas, sus dobleces, sus sorpresas, el jeroglífico de sus flechas, el misterio de sus hombres, la infinita aventura de vivir siempre la otra vida: amaba al Metro más que a toda mujer. Era algo así como el “juego de la oca”, Le noble jeu de l´oie, en aquella antigua edición que me regalara mi madre, tan improbable, tan lejana, ya, tan insultada y tan violada por el tiempo: pero había días en que Havre–Caumartin era la cárcel, o el poco en que se está tres jugadas, otras en que Étoile–Nation era un puente para ir lejos, más lejos. Eso era el decorado inefable: luego estaban los personajes: aquella mujer húngara que hablaba siempre sola en su idioma extraño, el clochard demasiado gigantesco que llenaba con su voz todo el vagón, el hombre que tenía en su frente la media luna. Al salir afuera, llovía siempre, era la noche eterna, y los hombres vagaban como extraviados, libres de aquellos hilos que en el Metro les unían como para un baile o un rito antiguo; así: las trenzas de esa chica que no puede sino sobrellevar el nombre de Madeleine, me llevan directamente, como una flecha, al cabello enrarecido de la Vieja, porque ambos emblemas significaban lo mismo, en aquella sobrenatural lotería: a la primera, y a todas las que como ellas debían por fuerza llamarse Madeleine, yo le había puesto el nombre de “la blanca”, dispensadora de suerte; a la segunda, el de “la gracia”, como la Parca antigua de los griegos, que por la muerte la donaba.
O bien, desde el joven con nickey de marinero (rayas azules y blancas) que representaba a Loki, el dios germánico del mar y de la muerte, pasaba al borracho, emblema de Dionisos–Baco, mi tema equivalente al primero. Lo que me remitía, por intermedio de otro pasaje mental (el capítulo IV del libro de Walter Otto, Dyonisos, son mythe et son cuite, titulado La ténébreuse démence), al loco aquel que increpaba a los hombres y parecía profetizar algo sobre el andén de Marie d’Ivry, saliendo de los arcángeles transgresores, en busca de los quien aún guardan las puertas del hipercosmos, y tienen sobre su mano y cabeza las letras del nombre de Dios, encontraba a Castor, el pato (Arcontes con cabeza de pato, grabado gnóstico en piedra fina) bajo la forma de una cabeza de pato de juguete que caía rodando por la escalera (sin duda arrojada por algún niño): pero para que se vea la solidez profunda e íntima de este universo, y que Dios es una estructura sólida y no ninguna tontería, la caída del pato–Castor era inmediatamente compensada por la aparición de un niño, ideograma igualmente del Dióscuro, portando un aro, símbolo del mágico mandala que es el universo entero: de manera que el Todo se bamboleaba que era un primor: de aquí para allá, de allá para acá, y siempre, qué cosas tan estúpidas no suelen tener fin ni principio alguno, que no fuera éste: de aquí para allá, de allá para acá, y así siempre, qué cosas tan estúpidas que ignoran su fin o su principio, de dónde vienen y hacia dónde van, y no saben sino ir así, de aquí para allá, de allá para acá, y así siempre, que cosas tan estúpidas son incapaces de fin o principio , sino tan solo este: de allá para acá, de aquí para allá, y así siempre, como todas las cosas estúpidas que se bambolean sin fin ni principio de aquí para allí de allí para aquí y así siempre que cosas tan estúpidas son definitivamente impotentes para terminar o tener principio, distinto de este, de aquí para allá, de allá para acá, que ya se sabe que las cosas estúpidas no quieren fin ni principio que no fuera este, de aquí para allí, de allí para aquí, como toda cosa estúpida sin recordar fin o principio, distinto de éste, de aquí para allá, de allá para un poco más allá, y así siempre, como son las cosas estúpidas que detestan fin y principio, que no fuera este, de aquí para allá, de allí para acá, y así siempre...

II
Comenzaba otro día de mis correrías por el Metro: línea 8, el número del tiempo, el anillo de Moebius, como queráis, y paso al niño que monta en vagón 2, número de la partición, del diablo y su justicia (el niño por la frase de Heráclito aquella: “El tiempo es un niño”). En vagón 2, el niño se aproxima a la ventana oscura (debida al túnel) lo que hace presagiar un prodigio intervalo de desolación y tinieblas: efectivamente, en la siguiente estación, el vagón se llena de “Parcas”: una trae la máquina Singer aquella que a tantos débiles les costara la esperanza. Otra abre su bolso, naturalmente negro, y extrae de él un rosario. La tercera levanta la cabeza hacia el cielo. Y esto me lleva a Saint–Michel. Allí, como era de esperar, está el Viejo, esperando, sentado en un banco amarillo, símbolo de Vida. Espero: aparece en seguida un estudiante con impermeable amarillo, trayendo en la mano los libros: al cabo de dos o tres segundos, ya se sabe lo bien y eficazmente que trabaja Dios. Pues bien, como los toros van por el rojo, yo por el amarillo, y a este soy capaz de seguirle hasta el infierno ¡y además lleva los Libros! Pero la procesión se acaba a la hora de costumbre, las luces se extinguen y las puertas se cierran, lanzándome de nuevo al abismo, al lugar sin luz al que llaman Reully–Diderot. Es la hora de la sombra, de las campanadas a lo lejos, del frío en los ojos, del viento diciéndome no sé qué en los oídos, de desaparecer de nuevo, hasta la hora del baile.

III
Amanece un nuevo día, y me despierto, como hago siempre que amanece un nuevo día: y es como si noche no hubiera: no recuerdo nada de los sueños yo, ni de donde he dormido. Parece como si no durmiera, como si no estuviera aquí yo por las noches, yo. Salgo al Metro: las puertas acaban de abrirse, ya huele a vaho de hombres, a cerveza fresca. Hoy abandono el juego, y me dejo llevar. Salgo sin mirar donde el instinto o la apariencia me conduce, cruzo el subterráneo que más me gusta, desemboco donde huele mejor el aire, a donde la obediencia al misterio de mis pasos me lo dicta. Alguien escupe frente a mí, al pasar. Los hombres. En el vagón de nuevo, que me recuerda a un barco, alguien lleva la radio pegada al oído, fuerte como para que se oiga una canción de esas que dicen tú y yo, y a veces yo y tú, para luego otra vez tú y yo, y así siempre, que cosas tan estúpidas no suelen tener raíz ni derivado alguno. Salgo: todos los bancos están vacíos. Un clochard caído quiere, al parecer, imitar a un muerto. Enseguida pasa la Parca, moviendo muy rápidamente el culo. Me sorprende el que no me mire a los ojos. Nadie me mira a los ojos, aquí. Es extraño: yo tengo ojos. Otra Vieja, peor vestida que la primera, escarba frenéticamente en la basura. Alguien, al pasar, habla de algo así como «la prohibición». Investigo yo también la basura: no voy a ser menos que la Parca: un tenedor, unos huesos de Pollo (que asocio con la caída de Nergal, el Gallo), un bolígrafo roto, un cigarrillo mojado por lápiz de labios, y... ninguna cabeza de pato.

IV
Hoy me parece estar como borracho: tal vez bebí anoche, en esa franja de tiempo que envuelve el misterio: no recuerdo. Todos, extrañamente, al pasar yo, miran al suelo, como señalando algo que no sé o no quiero saber. Pero de nuevo aparece la Vieja–Parca, esta vez sin su Singer. Va borracha como yo. Ya en el vagón, estira las piernas, me deja ver sus pelos, sus inmundicias. Tal vez ya no tenga sexo. A través de la ventana, veo con terror los uniformes azules de la Policía. Señalan al cielo, con la cabeza, al pasar, y ésto me induce a descender rápidamente en la siguiente estación, y sentarme en una silla, agotado, para enseguida cerrar los ojos que tengo y nadie sabe o quiere mirar.

V
El día siguiente la excursión fue tan frenética como agotadora: creo haber recorrido todo el Metro de París, hasta los barrios más extremos. Tal vez buscaba mi casa, no recuerdo. Me paré, como por instinto, en Tour Eiffel. Y al salir —ya era la hora de la noche sin memoria— encuentro algo levemente extraño, cerca de la Puerta: un montón de peces, semi–podridos y sin dueño, que no sé porqué los empleados de la limpieza no habían recogido, ni acaso recogerán nunca. Sin saber por qué motivo, temí por mí.

VI
El Metro viaja a toda velocidad: Voy semidormido en el asiento pero no sueño. De repente no sé si saliendo de mi sueño —de mis ojos— me encuentro en un bosque. En un bosque, sí, sobre la hierba, las hojas secas, bajo las estrellas, y todas aquellas canciones. Del interior de un árbol surgió entonces una mano, invitándome, llamándome otra vez.
Pero, sacudiendo la cabeza, logro salir de la pesadilla; y otra vez me encuentro en el Metro, viajando a toda pastilla, huyendo. Tomo asiento junto a un Viejo, que lee el periódico. Procuro quitarme de la cabeza todas esas tonterías sobre dioses y parcas. Miro a la Blanca, a Madeleine, que charlotea con un tipo moreno, supongo que del tema “tú y yo”, más o menos.
Acaba todo el Saint–Denis. Hasta mañana. Bajo abajo, al mercado, a la Ventre de París. Y me escondo debajo de un tenderete vacío. Yo no miro a las estrellas, como hacen otros viejos.

VII
A la mañana siguiente, corro de nuevo al Metro: parece que es tiempo de festejos para el PC, la gente lleva esa planta tonta, el muguet, que asocio con musgo–castillo–ruinas. La vieja sube las Escaleras, la veo con terror, y así me introduzco de nuevo en el vagón de la línea 8, me pongo junto al Niño y a la Blanca. Estos no hablan. Logro un asiento en la tercera estación, me dejo caer en él, cierro los ojos que ya no me sirven y me dejo llevar. El tren alcanza velocidades de locura, huyendo.
Sé que ya es de noche: no importa cómo, pero lo sé. De repente, me siento mojado: algún gracioso ha debido arrojar sobre mí agua, para despertarme. Pero, por si esto fuera poco, no hay ya Metro, sino un Lago: estoy en un Lago hundiéndome. El agua parece que me tocara los huesos. No hay estrellas en el cielo, ni nada, salvo el Lago. Una voz de mujer a lo lejos me llama. Haciendo de todas mis fuerzas, me despierto: Chambre des Deputés , Franklin D. Roosevelt, Opéra: allí jugaban a la Bolsa, ¿no? De aquí para allá, de allá para acá, y estaban también las agencias de viajes, llenas de anuncios con caras de chicas thailandesas y aeroplanos. Ah, para volar, e irse... un poco más allá. Y así siempre, de aquí para allá, de allá para acá, como creo que el lector estará ya informado. Recobro de nuevo el valor, busco en vano a la Blanca, o al Niño. Mal presagio, en cambio: aparecen dos Viejos cogidos de la mano. Salgo de nuevo a la estación Charles de Gaulle: tropiezo al pasar con la Escoba. La Vieja, subiendo las escaleras, me mira a lo lejos.

VIII
Esta vez conseguí dormir en el Metro. Me oculté bien de la Policía, no quiero que me descubran y me envíen de nuevo Allí: al levantarme, imité de nuevo lo que llamaban la «compostura», miré el reloj. Resoplé con aire de indiferencia, anduve yo también sin mirar a nadie salvo al reloj.
Cuando llegó la noche —no importa cómo, pero lo supe— todo aquello se bamboleaba cada vez más: el Metro entero parecía el Viejo, hasta me pareció ver una cana en el cristal. Y de pronto: otra vez las piernas mojadas, la noche sin estrellas, el lago en calma: y lo peor, es que aquel sueño me parecía ahora más real que la pesadilla del Metro. Ahora bien, si era real, es que me hundía de veras en el agua, y si me hundía de veras en el agua, había que nadar. Y nadé, bajo las estrellas que no había en busca de la voz de la mujer que me llamaba, que a lo lejos me llamaba por el nombre que olvide. Y de súbito, en el agua, apareció otra cabeza: era de una mujer, sí, pero con el pelo de plata, no “plateado”, sino realmente de plata, no humano, aunque parecido a los de la Vieja: emergió poco a poco del agua, y dejó ver que el resto de su cuerpo estaba recubierto por entero de escamas, como... las sirenas, sí, exactamente igual que las sirenas. Pero lo más terrible no fue eso sino que... me miró. Sí, me miró a los ojos. Y entonces lo comprendí todo, y recordé el día y la hora, y los hombres cabizbajos y las mujeres llorosas, y supe que había muerto y que era un muerto, y que era inútil intentar volver, ya que aquel lugar extraño era aquel al que los hombres, quién sabe por qué llamaron desde siempre Paradiso.

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