Ludmilla Petrushevskaya - "Higiene"

Posted by La mujer Quijote in ,

Este cuento pertenece al volumen Dva tsartva ("Dos reinos") que en la versión española se tituló "Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina"
La versión es la de Fernando Otero.


Una vez, en casa de los R. llamaron a la puerta y una niña pequeña fue corriendo a abrir. Se encontró con un hombre joven que, con aquella luz, parecía enfermo. Tenía un cutis muy delicado, brillante y sonrosado. Dijo que tenía que avisarlos de un peligro inminente. En la ciudad se había declarado una especie de epidemia de origen vírico; los afectados por la enfermedad se hinchaban y morían en apenas tres días. El síntoma más característico consistía en la aparición de una serie de ampollas o bultos. Había alguna esperanza de seguir con vida si se observaban escrupulosamente las reglas de higiene personal y no se salía de casa, siempre y cuando no hubiera ratones, porque los ratones eran, como siempre, la principal fuente de infección.
Las palabras del joven las escucharon los abuelos, el padre y la propia niña. La madre estaba en el baño.
—Yo ya he pasado la enfermedad —dijo aquel hombre, y se quitó el sombrero, dejando al descubierto un cráneo rasurado y pálido, con una piel finísima, como la nata de la leche hervida—. Como he sobrevivido no tengo miedo de contraerla de nuevo y me dedico a ir por las casas llevando pan y toda clase de alimentos a quienes lo necesiten. ¿Tienen ustedes provisiones? Si me dan dinero, puedo ir yo a comprar. Necesitaría una bolsa grande o un carrito de la compra, si tienen uno. Se han formado largas colas en las tiendas, pero no tengo miedo de contagiarme.
—Gracias —dijo el abuelo—, pero no nos hace falta.
—En caso de que contraigan la enfermedad todos los miembros de la familia, dejen las puertas abiertas. Yo me encargo de cuatro edificios de dieciséis pisos, más no puedo abarcar. Si alguno de ustedes se salva, puede hacer como yo: ayudar a la gente, bajar cadáveres y cosas así.
—¿Bajar cadáveres? ¿A qué se refiere? —preguntó el abuelo.
—He desarrollado un sistema para evacuarlos que consiste en arrojarlos a la calle. Necesitaríamos bolsas de polietileno de gran tamaño; la verdad es que no sé dónde conseguirlas. Se fabrican unas láminas de plástico de doble capa que nos podrían venir muy bien, pero no tengo dinero, para todo hace falta dinero. Esas láminas se pueden cortar con un cuchillo caliente, y automáticamente se obtienen bolsas de la longitud que uno quiera. Basta con un cuchillo caliente y una lámina de doble capa.
—No, gracias, no necesitaríamos nada de eso —dijo el abuelo.
El joven prosiguió su ronda por los apartamentos, pidiendo dinero como un mendigo. En cuanto le cerraron la puerta llamó a la de unos vecinos. Éstos le entreabieron la puerta, sin quitar la cadenilla, así que el joven no tuvo más remedio que contar su historia y quitarse el sombrero en el descansillo, mientras le observaban a través de la rendija. Se oyó como le respondían secamente y cerraban de un portazo, pero el hombre no se retiró de inmediato: no se oyeron sus pasos. A continuación, otra puerta se entreabrió, con la cadenilla puesta; alguien más deseaba oír su historia. Y repitió la misma historia. La voz de un vecino le respondió: Si tienes dinero, vete a por diez botellas de medio litro. Ya te las pago yo luego.
Se oyeron unos pasos y se hizo el silencio.
—Cuando vuelva —dijo la abuela—, que nos traiga algo de pan y leche condensada... y unos huevos. También vamos a necesitar col y patatas.
—Es un charlatán —dijo el abuelo—, pero no parece que se haya quemado; lo suyo es otra cosa.
Por fin el padre reaccionó, cogió a la niña de la mano y se la llevó al recibidor. Aquéllos no eran sus padres, sino los de su mujer, y él no solía estar de acuerdo en casi nada de lo que decían. Y ellos tampoco le pedían su opinión. Tenía la impresión de que, efectivamente, algo había empezado, no podía ser de otra manera. Hacía ya tiempo que lo notaba y que lo esperaba. Vivía en un estado de estupefacción. Cogió a la niña de la mano y se la llevó del recibidor para que no se quedara allí, esperando a que el misterioso visitante llamara a la siguiente puerta. Lo que hacía falta era hablar en serio con ese individuo, de hombre a hombre, y preguntarle cómo se había curado, y en qué circunstancias.
Los abuelos, sin embargo, se quedaron al lado de la puerta, porque no habían oído que nadie hubiera llamado al ascensor, de modo que aquel hombre debía de seguir andando por su piso. Se veía que procuraba coger de una sentada todo el dinero y todas las bolsas que pudiera, para no tener que estar continuamente yendo y viniendo de la tienda a las casas. O a lo mejor es que nadie le había dado todavía ni dinero ni bolsas; de otro modo, ya habría bajado en ascensor haría un buen rato, porque a la altura del sexto piso ya tendría que haber recibido suficientes encargos. O puede que, en efecto, no fuera más que un charlatán que iba pidiendo dinero como si tal cosa, para quedárselo él. Algo así ya le había pasado una vez a la abuela, cuando se encontró con una mujer que le dijo —de ese mismo modo, a través de la puerta entreabierta— que vivía en el segundo portal del bloque, y que allí había fallecido una vecina de sesenta y nueve años, la señora Niura. El caso es que aquella mujer andaba recaudando dinero para el entierro, cada uno lo que pudiera dar, y le enseñó a la abuela la lista, con las firmas y las cantidades aportadas: treinta kopeks, un rublo, dos rublos. La abuela le dio un rublo, aunque no le sonaba que en el bloque hubiera ninguna Niura. Algo muy comprensible, porque cinco minutos más tarde una buena vecina llamó a su puerta y le dijo que andaba por allí una desconocida que se dedicaba a estafar a la gente. Había venido con dos tipos que la estaban esperando en el segundo piso y, en cuanto se hicieron con el dinero, se largaron del bloque y tiraron la lista. Así que los abuelos se quedaron esperando al lado de la puerta, y después se unió a ellos el padre de la niña, Nikolái, que también se puso a escuchar. Por fin salió del baño su mujer, Yélena, y empezó a preguntar en voz alta qué estaba pasando, pero le dijeron que se callara. Sin embargo, los timbres no volvieron a sonar en la escalera. El ascensor subió y bajó varias veces, alguien incluso se bajó en su piso, pero luego se oyó el ruido de unas llaves y el golpe de la puerta al cerrarse. No podía haber sido el hombre del sombrero. Habría llamado, en vez de abrir la puerta con llave.
Nikolái encendió el televisor y cenaron. Nikolái cenó más de la cuenta y comió mucho pan, y el abuelo no fue capaz de ahorrarse un comentario, recordándole que lo mejor es cenar como un mendigo. Yélena salió en defensa de su marido y la niña dijo: «¿Por qué gritáis de esa manera?», y la vida siguió su curso.
Aquella noche, en la calle, a juzgar por el estrépito, alguien rompió un cristal de gran tamaño.
—Es el escaparate de la panadería —dijo el abuelo, asomándose al balcón—. Vamos, Kolia, corre a hacerte con provisiones. Empezaron a equipar a Nikolái para su salida. Entretanto, se presentó la policía y practicó algunas detenciones. Un agente se quedó de guardia y los demás se marcharon. Nikolái bajó a la calle con una mochila y un cuchillo, pero allí ya se había reunido una verdadera multitud. Entre todos rodearon al policía, lo arrollaron y la gente empezó a entrar y salir de la panadería, saltando a través del escaparate. Alguien se enzarzó con una mujer y le arrebató una maleta llena de pan. Le taparon la boca y la arrastraron al interior del establecimiento. Cada vez había más gente. Por fin volvió Nikolái con un valioso botín en la mochila: treinta kilos de rosquillas y diez hogazas de pan. Nikolái se quitó toda la ropa que llevaba puesta y la tiró por el conducto de la basura; después, en el mismo recibidor, se frotó de pies a cabeza con colonia, metió todo el algodón que había utilizado en un paquete y lo arrojó por la ventana. El abuelo, muy satisfecho con los acontecimientos, no dejó de hacer notar que en lo sucesivo habría que restringir el consumo de colonia y de todo tipo de medicamentos. Se fueron a la cama. A la mañana siguiente, Nikolái se desayunó él solito medio kilo de rosquillas con el té e ironizó al respecto:
—Hay que desayunar como un rey.
El abuelo tenía la dentadura postiza y no tuvo más remedio que mojar tristemente sus rosquillas en el té. La abuela estaba muy callada y Yélena trataba de convencer a su hija de que comiera más rosquillas. Al final la abuela no se pudo contener y dijo que había que racionar la comida, que no podían darse al pillaje todas las noches; de hecho, la panadería ya la habían cerrado: no quedaba nada que llevarse. Así que hicieron recuento de sus provisiones y lo dividieron todo en raciones. En la comida Yélena le dio su parte a la niña. Nikolái estaba sombrío como un cielo nublado y después de comer se zampó una hogaza entera de pan negro. Tenían víveres para una semana; para después, nada de nada. Nikolái y Yélena telefonearon a sus respectivos trabajos, pero ni en el de Nikolái ni en el de Yélena les cogió nadie el teléfono. Llamaron a sus conocidos, todos estaban en casa. Todos estaban esperando. La televisión dejó de emitir, sólo se oía el pitido de la frecuencia. Al día siguiente los teléfonos dejaron de funcionar. Fuera, en la calle, la gente deambulaba con mochilas y bolsas; alguien había serrado un árbol pequeño y se lo llevaba a rastras. Surgió la duda de qué hacer con el gato: el animal llevaba dos días sin comer y maullaba en el balcón de un modo atroz.
—Habría que dejarle entrar y alimentario —dijo el abuelo—. Un gato es una valiosa fuente de carne fresca, rico en vitaminas.
Nikolái dejó entrar al gato; le dieron sopa, tampoco demasiada, no convenía sobrealimentarlo después del ayuno. La niña no se apartaba de su lado; durante los dos días que había estado maullando en el balcón, la cría había sufrido mucho por el animal, y ahora disfrutaba dándole de comer. Tanto que su madre montó en cólera:
—Una comida que yo me quito de la boca por ti, y luego tú se la das al gato. De modo que dieron de comer al animal, pero ahora sólo les quedaban provisiones para cinco días. Todos esperaban que pasara algo, que se decretara una movilización, pero al cabo de tres noches los motores rugieron en las calles: el ejército abandonaba la ciudad.
—Van a formar un cordón sanitario —dijo el abuelo—. Ya nadie podrá entrar ni salir. Lo más terrible es que todo ha resultado ser cierto. Habrá que recorrer la ciudad en busca de alimentos.
—Si me dais colonia, voy yo —dijo Nikolái—. A mí casi ya no me queda.
—Todo va a ser para ti —dijo el abuelo, con toda la intención. Estaba muy flaco—. Menos mal que aún funcionan la traída de aguas y el alcantarillado.
—¡Tú calla, que eres un cenizo! —dijo la abuela.
Aquella noche Nikolái se dirigió a la galería de alimentación. Llevaba una mochila y unas cuantas bolsas, así como un cuchillo y una linterna. Regresó antes del amanecer, se desvistió en las escaleras, arrojó la ropa por el conducto de la basura y, una vez desnudo, se frotó todo el cuerpo con colonia. Sólo después de limpiarse bien un pie, se decidió a entrar en el apartamento; después se limpió el otro pie, envolvió los algodones con papel y los tiró por la ventana. La mochila se puso a hervir en un barreño, y lo mismo se hizo con las bolsas. No había conseguido demasiadas cosas: jabón, cerillas, sal, unas gachas precocinadas, jalea de frutas y café de cebada. El abuelo se puso muy contento, estaba extasiado. Nikolái desinfectó el cuchillo con la llama de la cocina de gas.
—La sangre es el peor agente infeccioso —comentó el abuelo, antes de acostarse, ya de madrugada. Calcularon que tenían provisiones para diez días más, si se alimentaban a base de jalea y de gachas, y comían pequeñas cantidades.
Nikolái empezó a salir de caza cada noche, y se le planteó el problema de la ropa. Lo que hacía ahora era guardarla en una bolsa de polietileno cuando todavía estaba en las escaleras, mientras que el cuchillo lo desinfectaba al fuego muy frecuentemente. Pero seguía comiendo mucho, como siempre lo había hecho aunque, eso sí, el abuelo ya no hacía comentarios.
El gato cada día estaba más flaco, el pellejo le colgaba por todas partes; comidas, desayunos y cenas eran un tormento, porque la niña insistía en arrojarle al suelo algo para comer, mientras su madre, Yélena, le daba golpes en las manos. Todo el mundo chillaba. Cada vez que sacaban el gato al balcón, el animal no hacía más que lanzarse una y otra vez contra la puerta.
Todo eso desembocó en una escena aterradora. En cierta ocasión, la niña entró en la cocina llevando el gato en brazos. El abuelo y la abuela, que estaban allí, se fijaron en que tanto la niña como el animal tenían la boca manchada.
—Eso es —dijo la niña dirigiéndose al gato, y le plantó un beso en sus asquerosos morros. Segura-mente no era la primera vez que lo hacía.
—¿Qué ha pasado? —gritó la abuela.
—Ha cazado un ratón —respondió la cría—. Se lo ha comido.
Y volvió a besar al gato en los morros.
—¿Qué clase de ratón? —preguntó el abuelo. Se había quedado helado, lo mismo que la abuela.
—Uno de esos grises.
—¿Cómo, hinchado? ¿De los gordos?
—Sí, gordo y grande.
El gato trataba de escaparse de los brazos de la niña.
—¡Sujétalo bien! —dijo el abuelo—. Vete a tu cuarto, niña, anda, vete. Y llévate el gato. Ay qué desastre de niña, no hay quien pueda contigo. Te lo has pasado bien con ese bicho, ¿a que sí? ¿A que te lo has pasado bien?
—No grites —dijo la niña, y se fue corriendo a su cuarto.
El abuelo fue tras ella, provisto de un pulverizador, rociándolo todo con colonia. Después cerró la puerta del cuarto de su nieta y la aseguró con una silla. Entonces fue a llamar a Nikolái, que estaba durmiendo con su mujer, Yélena. después de haberse pasado la noche en blanco. Los despertó y examinaron juntos la situación. Yélena empezó a llorar y a mesarse los cabellos. Se oyeron unos golpes en la habitación de la niña.
—¡Abridme la puerta, dejadme salir, tengo que hacer pipí! —gritaba la pequeña entre lágrimas.
—¡Escúchame bien! —le gritó Nikolái—. ¡Deja de chillar!
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir! ¡Tú si que estás chillando! ¡Dejadme salir!
Nikolái se fue con los demás a la cocina. No tuvieron más remedio que encerrar a Yélena en el cuarto de baño. También ella se puso a dar golpes en la puerta.
Al atardecer, la niña ya se había sosegado. Nikolái le preguntó si había podido hacer sus necesidades. La niña le respondió, a duras penas, que sí, que se lo había hecho encima, y le pidió algo de beber.
En la habitación de la niña había una cama infantil, otra plegable, un sinfonier cerrado con llave, donde guardaban ropa de toda la familia, una alfombra y algunos estantes con libros. Lo que era un confortable dormitorio infantil se había convertido, por un capricho del destino, en una zona de cuarentena. Nikolái abrió una especie de ventanuco en lo alto de la puerta y, valiéndose de una cuerda, le hizo llegar a la niña una botella llena de sopa con migas de pan. Le dijeron a la niña que aprovechara la botella para hacer pis en ella y que arrojara después el contenido por la ventana. Pero la ventana estaba cerrada por su parte superior y la cría no alcanzaba la manija. Además, tampoco se las apañaba muy bien con la botella. En cuanto a los excrementos, para esa cuestión había una solución bien sencilla: bastaba con arrancar un par de hojas de un libro, defecar en ellas y tirarlas a la calle. Así que Nikolái fabricó un tirachinas de alambre y, al tercer intento, consiguió hacer un buen agujero en la ventana.
Pero, claro, la niña dio muestras de su educación y empezó a hacer sus necesidades donde le parecía, en vez de hacerlo en las hojas. No sabía controlarse. Yélena le preguntaba veinte veces al día si tenía ganas de hacer caquita y ella respondía que no, que no tenía ganas, pero al rato se ponía toda perdida. Por otra parte, era muy complicado darle de comer. El número de botellas era limitado; también el de las cuerdas, y cada vez se rompía una. Así que, en el momento en que la niña dejó de acercarse a la puerta a responder a las preguntas que le hacían, ya había nueve botellas tiradas por el suelo. Seguramente el gato estaría tumbado sobre el cuerpo de la pequeña. En todo caso, llevaba un tiempo sin dejarse ver; concretamente desde que a Nikolái le dio por atacarlo con el tirachinas, por la sencilla razón de que la niña le daba al animal, echándosela directamente en el suelo, casi la mitad de la comida que recibía ella en la botella. En fin, la niña había dejado de contestar a las preguntas, y su camita, que estaba pegada a la pared, quedaba fuera del campo de visión de sus padres.
Durante los tres días anteriores, habían hecho todo lo posible para facilitarle la vida a la cría, introduciendo novedades, tratando de enseñarle a limpiarse sola (hasta entonces , siempre la había limpiado Yélena), suministrándole agua para que se lavara un poco, insistiéndole en que se acercara a la puerta para coger la botella (en cierto momento, Nikolái, en su afán de lavar a la niña, le había vertido encima un cubo de agua caliente, en lugar de pasarle la comida, y desde entonces a ella le daba miedo aproximarse a la puerta). Todos estos intentos habían dejado literalmente exhaustos a los habitantes del apartamento, de modo que, en cuanto la niña dejó de dar señales de vida, todos se fueron a acostar y estuvieron durmiendo mucho tiempo.
A partir de entonces los acontecimientos se precipitaron. Al despertarse, los abuelos descubrieron el gato en su cama, con el morro manchado de sangre; seguramente, el gato habría estado comiéndose a la niña, y después debía de haber escapado por el ventanuco, en busca de bebida o algo por el estilo. «¡Ay, ay, ay!», empezaron a gritar y a lamentarse los abuelos. En ese instante, alertado por sus gritos, se presentó Nikolái, el cual, tras escuchar sus quejas, se limitó a cerrar de un portazo y se puso a trajinar al otro lado, dejando una silla apoyada contra la puerta para que no pudieran salir. No sólo se quedaron encerrados, sino que, por el momento, Nikolái ni siquiera les había abierto un orificio de ventilación. A todo esto, Yélena no paraba de chillar y trató de retirar la silla, pero Nikolái, una vez más, la encerró en el cuarto de baño.
Entonces Nikolái se echó en la cama y empezó a hincharse y a hincharse sin parar. La noche anterior había matado a una para quitarle la mochila. La mujer debía de estar enferma y, por lo visto, no había servido de nada desinfectar el cuchillo con la llama. Nikolái se había comido en la misma calle un concentrado de gachas de cebada que había en la mochila. Sólo quería probarlas, pero al final, mira por donde, se las había zampado enteritas.
Nikolái cayó en la cuenta de todo aquello demasiado tarde cuando ya se estaba hinchando. Los golpes retumbaban por toda la casa, el gato no paraba de maullar y en el piso de arriba también se dedicaban dar golpes. Nikolái se debatió en su agonía, hasta que finalmente le empezaron a sangrar los ojos, y murió sin pensar en nada, deseando únicamente liberarse de aquel tormento.
Y nadie abrió la puerta de la escalera, lo cual fue una pena, porque el mismo hombre joven de la otra vez andaba recorriendo las casas, repartiendo pan. En el apartamento de los R. todos los golpes habían cesado: tan sólo Yélena seguía arañando débilmente la puerta del cuarto de baño, con los ojos bañados en sangre, sin ver nada. De todas maneras, ¿qué iba a ver, en aquel cuarto de baño a oscuras, tirada en el suelo? ¿Por qué había llegado tan tarde el joven? Pues porque tenía muchos apartamentos a su cargo: nada menos que cuatro edificios enormes. Había vuelto a presentarse en su bloque al cabo de seis días, a la caída de la tarde; tres días después de que la niña hubiera dejado de responder, a las veinticuatro horas del fallecimiento de Nikolái, a las doce horas del fin de los padres de Yélena y cinco minutos después del de la propia Yélena. Pero el gato no dejaba de maullar, como en ese célebre cuento de un hombre que mata a su mujer y la esconde detrás de un tabique de ladrillo, pero luego llega la policía y todo se descubre por unos maullidos que se oyen detrás de una pared; y es que, junto con el cadáver de su mujer, el hombre había emparedado también a su gato favorito, que había logrado sobrevivir alimentándose de su carne. El animal seguía maullando, y el joven, al oír aquel sonido solitario en una escalera donde reinaba un silencio absoluto, decidió luchar, al menos, por salvar esa vida. Cogió una barra de hierro que estaba tirada en el patio, cubierta de sangre, y forzó la puerta. ¿Con qué se encontró? Con un bulto negro que le resultó familiar, en el cuarto de baño, otro bulto negro en la habitación contigua y dos más detrás de una puerta, cerrada con una silla. De allí salió el gato. Ágilmente, se coló por un rudimentario orificio que alguien había abierto en otra puerta, y detrás de esa puerta se oyó una voz humana. El joven retiró otra silla que bloqueaba el paso y entró en un cuarto lleno de trozos de cristal, basura, excrementos, hojas arrancadas de libros, ratones sin cabeza, botellas y cuerdas. En la cama vio a una niña con el cráneo de un color rojo brillante, sin un solo pelo: igual que el suyo, sólo que aún más rojo. La niña miró al joven. A su lado, encima de la almohada, estaba el gato, que también lo miraba fijamente.

This entry was posted on 21 febrero 2014 at 20:32 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario