Agota Kristof - "Las calles"

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Este cuento pertenece al volumen "No importa" (C'est égal).
La versión es la de Julieta Carmona Lombardo.


Desde que era niño le encantaba pasear por las calles.
Las calles de aquella pequeña ciudad sin futuro.
Vivía en el centro, en una casa angosta de un solo piso. En la planta baja estaba la tienda de sus padres, un bazar lleno de cosas raras, más o menos antiguas.
En el piso superior las ventanas del exiguo apartamento daban a la plaza principal de la ciudad, una plaza que quedaba desierta a partir de las nueve de la noche.
Después de las clases no volvía enseguida a casa, se iba a pasear.
Contemplaba durante largo rato determinadas fachadas, se sentaba en un banco o sobre un murete.
Como era buen alumno, sus padres no se preocupaban. Siempre llegaba puntual a la hora de comer y por la noche tocaba el viejo piano desafinado de su habitación. Era un objeto que sus padres nunca habían conseguido vender, ya que muy poca gente en la ciudad podía permitirse un piano, y los que podían se lo compraban nuevo.
Él tocaba el viejo piano todas las noches.
El resto del tiempo paseaba por la ciudad, una ciudad muy pequeña, pero cada día descubría una calle que no había visto nunca o, mejor dicho, que no había mirado bien.
Al principio le bastaba con el barrio antiguo, cerca de su domicilio. Se conformaba con las casas antiguas, el castillo, las iglesias, las calles tortuosas.
Cuando cumplió los doce años empezó a aventurarse cada vez más lejos.
Se detenía en una calle de aspecto rural, impresionado por las casas hundidas en la tierra, por las ventanas a ras del suelo.
Lo que le atraía era el ambiente de las calles.
Una calle anodina podía llamar su atención durante meses. Regresaba en otoño, quería volver a verla bajo la nieve, quería adivinar cómo estaban acondicionadas las casas por dentro. Aprovechaba cuando las cortinas no estaban corridas o los postigos estaban mal cerrados. Se convertía en un mirón. Un mirón de casas. La gente que las habitaba no le interesaba. Sólo las casas y las calles.
¡Las calles!
Quería verlas por la mañana bajo el sol, volver a verlas por la tarde en la sombra, de nuevo cuando llovía, y también cuando había niebla o un claro de luna.
A veces le entristecía pensar que no le bastaría con una sola vida para conocer todas las calles de su ciudad bajo los diferentes aspectos que podían adoptar. Entonces caminaba hasta extenuarse y le daba la impresión de que no podía detenerse nunca.
No obstante, un día tuvo que irse, dejar la ciudad para ir a estudiar música a la capital. Canjeó el viejo piano por un violín. Sus profesores consideraban que tenía muchas aptitudes.
Cursó tres años de estudios en la Gran Ciudad.
Tres años de pesadillas.
Sueños y más sueños cada noche.
Calles, casas, puertas, paredes, adoquines, despertarse inundado en sudor en medio de la noche, el acorde del violín, el miedo a molestar a la gente de la casa, esperar a que llegara la hora en que pudiera por fin tocar.
El día que presentó su composición frente al profesor y los alumnos cerró los ojos. Por su violín desfilaban las calles de su ciudad con paradas frente a una casa admirable, frente a la belleza de una calle vacía, inolvidable.
El crescendo de la soledad al recordar aquellas calles abandonadas, traicionadas.
La nostalgia, la admiración sin límites por las calles amadas, un inmenso sentimiento de culpabilidad, un amor que había alcanzado la cima de la pasión. La sala de música estaba invadida por un amor obstinado, prosaico, pegado a la tierra de esa ciudad, un amor sensual, físico, casi obsceno.
La rebelión de un cuerpo que no puede descansar en otra parte, la rebelión de unos pies que no pueden caminar por otra parte, el rechazo de unos ojos que no quieren ver otra cosa. Un alma encadenada a las paredes de esa ciudad única, los ojos pegados a las fachadas de las casas de esa ciudad única.
Sabía que nunca se curaría de ese amor descabellado, contra natura, ¡nunca!
—¡Callaos! —gritó el profesor.
Levantó los ojos enturbiados por las lágrimas. No sabía lo que estaba ocurriendo en la sala. Le importaba bien poco. Bajó el arco.
—¿De qué os reís? —preguntó el profesor.
—Perdone, profesor —dijo un alumno muy aventajado—, pero es tan melodramático...
Los demás alumnos, liberados ya de la pesadilla, se reían abiertamente.
El profesor lo llevó a otra sala.
—Toca —le dijo.
—No puedo. ¿Por qué se han reído?
—Porque estaban incómodos. No podían soportar tu música... tu dolor. ¿Estás enamorado?
—No entiendo.
—Hoy en día los sentimientos no están bien vistos en el arte. Lo que está de moda es la frialdad casi científica. El romanticismo, bueno, no sé, todo está pasado de moda, todo provoca risa. Incluso el amor. Aunque a tu edad es importante, normal. Y es evidente que estás enamorado de una mujer.
Le sorprendió tanto que se echó a reír sin parar.
—Necesitas descansar —dijo el profesor—. Eres un gran músico y ya puedes trabajar solo. Puedes volver a casa. Ya no te puedo enseñar nada más. Tienes que encontrar tu propia vía. Pero primero descansa.
Volvió a su casa para descansar de una larga ausencia.
También dejó que el violín descansara. A veces tocaba el piano desafinado. Daba clases de música para vivir. Era muy apropiado para él. Iba de un alumno a otro, de una casa a otra, de una calle a otra.
Sus padres habían muerto. Primero el padre, luego la madre. No sabía muy bien cuándo.
Caminaba por las calles.
A veces se sentaba en un banco con un periódico. Pero no leía. No le interesaba lo que sucedía en el mundo. Lo que pasaba en su ciudad tampoco le interesaba.
Simplemente se sentaba allí, era feliz.
Para él la felicidad se reducía a poca cosa: pasear por las calles, caminar por las calles, sentarse cuando estaba cansado.
Hasta en los sueños caminaba por las calles y entonces era realmente feliz porque podía recorrerlas sin cansarse, con una fuerza inagotable.
Una noche se sintió muy viejo y pensó horrorizado que nunca tendría suficiente tiempo para volver a ver determinada casa, determinada calle. Y le entristecía pensar que se vería obligado a volver después de la muerte para caminar y caminar por las calles.
Pero eso le preocupaba mucho porque suponía que los niños tendrían miedo de él y de ninguna manera quería asustar a los niños de su ciudad.
Murió y, tal como había previsto, tuvo que volver durante largos alos —durante toda la eternidad— a frecuentar las calles que, según creía, no había amado lo suficiente.
En cuanto a los niños, se había preocupado en vano porque, para ellos, no era más que un viejo como los demás, y les daba absolutamente igual que estuviese muerto o vivo.

This entry was posted on 14 febrero 2014 at 20:55 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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