Mary Robison - "Apostasía"

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Este cuento es un claro exponente de lo que se ha dado en llamar el minimalismo norteamericano, etiqueta de la que Robison reniega: "Yo odiaba el término, era reduccionista, engañoso e insultante. Era la escuela en la que nadie quería estar". Aquí se puede leer el artículo que John Barth (que había sido profesor de Robison) le dedicó al minimalismo.
El cuento fue publicado inicialmente en "Days: stories" en 1979. Posteriormente fue recogido en la antología "Tell Me: 30 Stories" de 2002.
La versión es la de Javier Montes.

Donna llegaba tarde. Dejó el Camaro en punto muerto junto a un contenedor de basuras y corrió a la farmacia de veinticuatro horas. La hermana Mary del Sagrado Corazón estaba esperando tras el escaparate de cremas y linimentos. Tenía los ojos hinchados por la falta de sueño. Llevaba una trenca y el pelo sujeto con una goma amarilla.
Donna golpeó el escaparate con una moneda y su hermana, la hermana Mary, se tapó la sonrisa con un pañuelo de papel y salió a la luz desabrida de la madrugada. Era una mañana de domingo, un octubre pasado por agua. Soplaba el viento del lago, y un número atrasado de Plain Dealer se le enredó entre las piernas.
Las dos mujeres condujeron por la orilla del lago, escuchando una retransmisión de ópera patrocinada por Texaco en la radio del coche de Donna. La hermana Mary dijo que era una banda sonora peculiar para las casas desvencijadas y las tiendas de artículos de pesca que se sucedían tras el parabrisas.
—¿Has esperado mucho rato? —preguntó Donna, oprimiendo el encendedor del coche—. He llegado tarde porque Mel y yo tuvimos que trabajar toda la noche. ¿Te acuerdas de él? ¿El congresista? Es mi jefe. Ha escrito un artículo sobre inmunidad parlamentaria y ha hecho mucho ruido. Le está afectando de verdad. Nos está afectando a los dos.
Su hermana cruzó las piernas.
—No me importa esperar —dijo—. Me quedé viendo Les girls en la televisión portátil de la farmacia. Y de todas formas he dormido de sobra. Estuve todo el viaje de vuelta durmiendo en el autobús.
—¿Qué te dijeron en Rochester? —preguntó Donna. Disminuyó la velocidad y miró a su hermana—. Dijeron que te estás muriendo.
—Seguramente —contestó la monja—. Tu última amiga.
—Dios mío, vaya —exclamó Donna.
—Vaya, me estoy muriendo —dijo su hermana.
La carretera trazó una curva brusca para rodear un pequeño canal industrial que transcurría a lo largo de un par de kilómetros de almacenes antes de desembocar en la superficie bruñida del lago.
Donna aparcó en el solar amarillento junto al jardín de hierbas y el seto de madreselva del convento. La hermana Mary salió del coche y se quedó a la sombra de un ciruelo casi sin hojas. Donna se pasó al asiento del copiloto.
—Por un lado, te envidio —dijo Donna a través de la ventanilla.
Su hermana se encogió de hombros. Cogió una abeja de una hoja de helecho y la alzó a la altura de sus ojos.
—Te dejaré mi san Agustín en el testamento —declaró.
—Genial —dijo Donna, y sopló sobre las alas de la abeja que sostenía su hermana. La abeja picó a su hermana, que mostró a Donna la ampolla que se formó en su palma.
Las nubes pasaron rápidas sobre el convento. En la calzada junto al refectorio unos chicos descargaban de un Ford Pinto las piezas de un amplificador.

John Manditch estaba en el porche delantero de la casa alquilada de Donna, con las manos en las caderas, haciendo flexiones.
—Espera un segundo —dijo—. Puede que vomite.
Se miró el estómago y luego caminó en círculos.
Donna abrió la mosquitera y entró en la casa. Un chico gordo con una chaqueta de algodón estaba en el cuarto de estar, sentado sobre uno de sus bafles Utah. Alguien había cambiado de sitio el sofá. En la televisión, un presentador loco de optimismo daba las noticias de la mañana.
Manditch la alcanzó cuando se detuvo junto a una repisa en el vestíbulo. Llenó un vaso de Tanqueray y usó el faldón de la chaqueta de Donna para secar un charco de ginebra que había salpicado la mesa.
Amy, la compañera de casa de Donna, apareció ante un espejo del vestíbulo y se pintó los labios.
—Se me ocurrió dar una fiesta —gritó Amy—, pero ahora nadie quiere irse a casa.
Donna se acercó hasta ella y le habló al oído.
—¿Queda algo de comer? —preguntó.
—Quién sabe —contestó Amy, y se sacudió para soltarse.
Donna irrumpió en la cocina. Abrió armaritos y sacudió la panera. Proudhead estaba tirado en el suelo, en traje y con unos elegantes zapatos nuevos. Estaba comiendo pollo frito y bebía brandy.
—Tengo hermanos gemelos —le decía a una chica que estaba en cuclillas—. De trece y once años, con el pelo hasta aquí. —Se señaló una tetilla con un muslo de pollo a medio comer.
—¿Quién se ha comido el rosbif? —preguntó Donna. Y cerró la nevera de un portazo.
—Queda un poco de esto —dijo Proudhead, empujando el cubo de cartón del pollo con su brillante zapato de vestir.
Un joven vestido de blanco entró tambaleándose en la cocina.
—Creo que acabo de atropellar un gran danés.
—Es el gran danés de los vecinos —dijo Donna—. Has atropellado a Lola.
—Lo siento —dijo el joven.
—Lo siento —repitió Proudhead.
Donna se sentó en el suelo y bebió de la botella de Hennessy que tenía Proudhead. John Manditch pasó junto a ellos sujetándose el estómago y se dirigió al fregadero.
—John, saca de aquí a esta gente —pidió Donna.
—Los vecinos de los dos lados y de enfrente han llamado a la policía. Gracias a ti —dijo Manditch al joven de blanco.
—Dios mío, Dios mío —gimió el joven—. ¿Por qué me pasan estas cosas?
—No vuelvas por aquí—le dijo Proudhead.

Al despertar, Donna tenía puestas unas bragas de algodón y una chaqueta de algodón de Madrás que había conservado desde el instituto.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó.
Manditch estaba junto a ella en la cama, con una botella de vino espumoso y una novela barata. Señaló a Proudhead, que golpeó una bola de croquet sobre el parqué con un atizador.
—Le sangra la nariz —comentó Donna.
—Ya lo sé —dijo Manditch, apretando la abertura de la botella con el pulgar—. Se lo dije. Se me olvidó agitar esto.
—Levanta —pidió Donna mientras intentaba liberar su brazo del peso de Manditch—. ¿Y quién ha abierto las ventanas? Estoy echando vaho.
—Yo —dijo Manditch—. Tuvimos una visita que fumaba en pipa.
—¿Sí? ¿Quién? —preguntó Donna—. ¿Esta mañana?
—Hace una media hora —contestó Manditch—. ¿Quieres un poco?
Donna dio un trago a la botella y tosió.
—Mi hermana tiene cáncer —dijo.
Proudhead se sentó en una silla con respaldo de madera y apretó una prenda de ropa interior blanca contra su nariz.
La puerta del dormitorio se abrió y Amy asomó la cabeza.
—Me mudo —informó.
—Bien —dijo Donna—. ¡Proudhead! Pásame los pantalones.
Proudhead le lanzó los pantalones. Donna se los puso y pasó por encima de Manditch, que se había quitado sus gafas y estaba masajeándose el puente de la nariz.
Donna se quedó de pie frente a la ventana. Encontró un Kool fumado a medias y lo encendió. Podía ver al congresista Mel Physell en el patio. Llevaba una gabardina de color claro que le llegaba hasta los pies, y estaba sacudiendo la ceniza de su pipa sobre un charco de barro.
—Se supone que ahí voy a plantar mis zinnias —le gritó Donna. El congresista Mel Physell dio un salto hacia atrás. Arrojó su pipa a un arbusto y se alejó hacia la acera, donde Amy estaba cargando una lámpara de pie en su furgoneta Peugeot.

Proudhead y Donna estaban en la cocina, apoyados contra el hornillo y comiendo huevos revueltos directamente de la sartén.
El congresista Mel Physell entró por la puerta lateral.
—El cerrojo está roto —dijo.
—Ya lo sé —dijo Donna—. Lleva así dos meses.
Le llevó al cuarto de estar. John Manditch estaba tirado en la alfombra con el pelo envuelto en una toalla que olía a jabón.
—Ahhh —dijo John Manditch. Se desabrochó los pantalones y dejó ver su estómago hinchado.
—¿Quiénes son éstos? —preguntó Mel Physell.
—Los conozco —contestó Donna—. No me preguntes de qué. Simplemente los conozco.
Amy pasó junto a ellos, cargando con un secador de pelo y una radio.
—He escrito algunos poemas sobre la inmunidad parlamentaria que me gustaría leerte —dijo Mel Physell, abriendo un cuaderno de espiral.
—Eso es estupendo —comentó Donna—. Lee, por favor.
—Me pasé la mañana con ellos —dijo Mel Physell—, pero solo son borradores, ya sabes. Solo borradores.
—Está bien —dijo Donna—. Será un honor.
—Recuerda, no están acabados. En realidad, solo son un bosquejo, un pastiche. No te fijes en los cinco primeros. Son solo garabatos, primeras versiones, no merecen mucha atención. Los escribí sin fijarme en la rima o en la métrica. No tienen ningún valor —explicó Mel Physell, y arrojó el cuaderno a la chimenea. Luego se sentó con la cabeza entre las manos.
Proudhead llegó desde la cocina con la sartén y rebañando pedacitos de huevo con una espátula.
—Deja de portarte como un idiota —dijo Donna a Mel Physell.
—No puedo evitarlo —manifestó. Tenía un bolígrafo entre los dientes y estaba buscando algo en los bolsillos de su gabardina.
John Manditch se puso en pie. Recogió el periódico y se dejó caer en el sofá junto a Proudhead.
—De verdad que quiero oír esos poemas.
—Vale —dijo Mel Physell, recogiendo el cuaderno y sacudiendo una página—. Allá vamos. No escuches este primero. Solo es un borrador preliminar. —Alisó la página con la palma de la mano—. Está tan arrugado que no creo que pueda leer lo que escribí. Me parece que no distingo bien las letras. Olvida lo que te dije. —Volvió a arrojar su cuaderno a la chimenea.
John Manditch desplegó el periódico sobre la mesa de café.
—En Carborundum están de huelga —dijo a Proudhead—. ¿Tu padre no trabajaba allí?
—Cathcote —contestó Proudhead—.Trabaja en Cathcote.
—Conozco a Dick Burk de Cathcote —comentó Mel Physell.
Donna apretó los dientes.
—Mel —dijo—, míranos.
—Tres personas —dijo el congresista, sonriendo—. Votantes.
Donna suspiró y miró al techo.
—Las cosas no van tan bien —dijo Mel.
—En eso tienes razón —opinó Donna.

—Antes iban mejor —dijo Mel—. Las cosas estaban más claras, y ésa es una meta muy deseable. Ahora... ¿quién sabe? Ahora todo es que si los bomberos, que si los pingüinos... ¿Sabes?
Qué me vas a contar —dijo Donna.
Mel Physell se echó a reír a carcajadas, coreado por John Mandtich y Proudhead.
—¿Sabes? —dijo el congresista, secándose los ojos—. De verdad.

This entry was posted on 13 diciembre 2013 at 22:12 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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