Amanda Davis - "Faith o Consejos a una joven que quiere tener éxito"

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Novelista y cuentista estadounidense. Con solo una novela y un volumen de cuentos fue considerada una de las autoras más prometedoras de la nueva narrativa norteamericana, pero su fallecimiento a los treinta y dos años impidió ver hasta donde era capaz de llegar.
Aquí puede leerse en inglés otro de sus cuentos, "Fat Ladies Floated in the Sky Like Balloons".
Este cuento (cuya protagonista aparece también en su novela "Wonder when you'll miss me") pertenece a su volumen "Circling the Drain" publicado en 1999.
La versión es la de José Luis López Muñoz.

1. Se cazan más moscas con miel que con vinagre
La gorda tiene razón.
—Hay muchas formas de enfadarse —dice—. Unas son más útiles que otras.
Hablamos mucho, aunque no la ve nadie, tan sólo yo. Está de pie, chupando un polo de chocolate como si hiciese un estupendo día de sol, pero yo me hielo.
—No estoy enfadada —le digo, aunque no es del todo cierto.
Sonríe.
—Decir que no lo estás es una forma de enfado —responde—. No muy útil, sin embargo.
Estamos en la calle un día de comienzos de otoño. Las clases empezaron hace tres semanas y miro atentamente a la multitud que pasa por delante.
—Faith —dice la gorda—, no te hagas muchas ilusiones. Eso no va a funcionar nunca, corazón —se refiere a Tony Giobambera, que tiene el pelo oscuro rizado por todo el cuerpo y sonríe con la boca pero no con los ojos; que camina despacio, como si tuviera un secreto.
—Nunca se sabe —digo.
—La verdad es que sí lo sé —dice. Luego, chupando, arranca un trozo grande de chocolate.

2. Las zanahorias son un tentempié estupendo
La gorda se sienta detrás de mí en el instituto. Todo el día, en todas las clases. Come gominolas y fritos.
—Shhh —le digo—, haces demasiado ruido.
Se limita a sonreír y las migas que se sacude de la boca van a parar a la pechera de su blusa azul.
—Sólo te molesto a ti, Faith —susurra—. Nadie más se queja.
Miro a mi alrededor. Estamos en un examen de historia universal y los demás se concentran en su trabajo. Toda la clase inclina la cabeza como si rezara. Tengo las preguntas del examen en mi pupitre pero no he contestado ninguna.
La gorda empieza a comer Pringles. Mete la mano en el envase y saca dos patatas fritas, las pone en equilibrio una encima de otra y las rodea con los labios.
—Mira, boca de pato —me murmura por encima del hombro.
—No te oigo —susurro, y me tapo los oídos con las manos.
La gorda se sienta en el sitio que ocupaba Andrea Dutton. Andrea Dutton, animadora y miembro de la Sociedad Honorífica, una chica muy guapa que puede ser simpática o desagradable según le dé. La gorda se sienta ahí porque Andrea Dutton se estrelló con su coche hace tres semanas y terminó en el hospital en coma y todo el mundo dijo que era una tragedia terrible. No sé dónde se sentaba antes.

3. Una dama presta atención. A todos los chicos les gusta que los escuchen
Cuando suena el timbre, la gorda y yo salimos. Tony Giobambera siempre se fuma un pitillo antes de la cuarta clase en un banco que está entre el edificio viejo y el nuevo; un sitio donde, si fuese cualquier otro, seguro que lo pillarían, pero a él no.
—No le importa que lo mires —me cuenta la gorda, de manera que busco un lugar en el patio desde donde pueda verlo, pero finjo que miro al infinito y que pienso en cosas más importantes que en lo que daría porque Tony Giobambera me rozara con el dedo la mejilla y la garganta tan sólo una vez más.
—Lo que no sucederá —dice la gorda. Se ha sentado a mi lado y come pastel de ruibarbo.
—¿De dónde demonios has sacado eso? —rujo.
—¿Verdad que te gustaría saberlo? —dice, devolviéndome el rugido antes de marcharse.
Pero sucedió una vez.

4. Una dama se preocupa de su aspecto: los pepinos reducen la hinchazón de los ojos. La vaselina pone brillo en la sonrisa
Fue después de lo que hice, el largo verano después de que cambiara por completo y estuviese preparada para volver al instituto como una persona completamente distinta, aunque en mi interior siguiera siendo yo. Y fue en una fiesta de final de verano, donde casi todos eran de cuarto curso, una semana antes de que comenzaran las clases. Todo el mundo se había emborrachado con cerveza o se estaba colocando en el sótano, y yo iba de habitación en habitación esperando que alguien se fijara en mi nuevo yo, pero nadie lo hacía.
Salí por la parte de atrás, bajé los escalones de madera, y me alejé de las luces brillantes de la casa hacia el pequeño cenador con celosía. Dentro había un banco y me senté, espantándome los mosquitos a golpes y sintiendo una tensión en el pecho que me daba ganas de gritar.
Hasta entonces nadie había dicho una palabra, aunque había perdido veintinueve kilos y la piel se me había limpiado casi por completo. Después de faltar a clase casi todo un semestre y de desaparecer durante más de seis meses. Nada, ni una palabra.
Mientras estaba en Berrybrook los padres de Miranda Turner encontraron un porro en su habitación, se asustaron y la mandaron a otro instituto de Idaho donde no se permitía a nadie maquillarse y donde los castigaban a recoger patatas en el campo. Yo sabía que no era sólo la hierba lo que les preocupaba, era sobre todo yo. Habíamos sido amigas desde primaria, pero aunque era de verdad una buena amiga suya, los padres de Miranda se comportaron como si mi tristeza fuera contagiosa. Como si su hija no tuviera sus propias amarguras.
Miranda consiguió mandarme a escondidas una carta desde el reformatorio de Idaho. No la recibí hasta después de terminar en Berrybrook.
...Dicen cosas increíbles, escribía. Tienen miedo de que me convenzas para que trate también de suicidarme. Probablemente tendré que chupársela a uno de los jardineros para poder mandarte esta carta. ¿Te cabe en la cabeza que mis padres piensen que esto es mejor que dejarme tranquila para que podamos ser amigas como siembre?

5. Una dama se lo piensa dos veces antes de hablar: cuando se sueltan los malos pensamientos no se recuperan nunca
Estaba sentada en un banco de aquel cenador, las rodillas contra el pecho, jugueteando con las enredaderas que trepaban hasta el emparrado, arrancándoles las hojas y dejando sólo los nervios, cuando Andrea Dutton salió dando traspiés de entre los árboles. Tenía la ropa hecha una pena, toda retorcida y cubierta de agujas de pino. Un minuto después apareció Tony Giobambera, subiéndose la cremallera del pantalón. La alcanzó, le puso el brazo por encima del hombro y vi cómo los dos, dando tumbos, venían hacia mí.
No tenía escapatoria, de manera que me quedé. Si Miranda hubiera estado allí, me habría hecho creer que todo iba a salir bien, pero estaba sola y ellos empezaron a subir los escalones del cenador.
Andrea Dutton se detuvo al verme y se balanceó hacia delante y hacia atrás.
—¿No eras tú aquella chica tan gorda? —preguntó con voz pastosa.
Me quedé paralizada pero no dije nada.
—Me he enterado de lo que hiciste —me señaló con un dedo muy cerca de la cara. Tenía ojos de sueño y le brillaba la piel. Me apreté contra la celosía del cenador.
Tony le apartó la mano con un golpe.
—Por Dios, Andrea, eres una dama, ¿o no?
—Cállate, cerdo. Ni siquiera la reconoces.
Tony se dio la vuelta.
—Claro que sí —dijo con amabilidad—. Eres Faith no recuerdo qué más, ¿verdad que sí? —extendió una mano fuerte y me recorrió el contorno de la mejilla—. Estás estupenda —añadió—. De verdad.
Andrea le dio un puñetazo en el hombro.
—Vámonos, ¿eh?
Él me miró, sonrió, y toda mi tensión se convirtió en calor. Luego Tony cogió otra vez la mano de Andrea y siguieron subiendo colina arriba.

6. Todo el mundo aprecia una sonrisa bonita
La gorda se entretiene con galletas rellenas de chocolate.
—¿No dejas nunca de comer? —le pregunto—. Eres una calamidad.
No dice nada; se limita a seguir lamiendo el baño de chocolate y me mira fijamente hasta que me quema la cara. Me miro las uñas, sucias y mordidas. Estamos sentadas en un muro bajo, al sol, detrás del instituto. Veo un balón de fútbol que vuela a lo lejos. El cielo está azul y despejado.
—Escucha —me dice en voz baja—, sólo me tienes a mí.

7. Una dama confía en sí misma. No le asusta guiarse por su intuición
Lo hice en un día precioso, claro y frío, muy poco antes de Navidad. Siempre pienso en eso: qué prometedor parecía aquel día y cómo aquello, de algún modo, lo estropeó todo. Lo había planeado un poco pero, llegado el momento, no me desperté con una idea clara de lo que iba a suceder o de cuándo lo sabría. Sencillamente lo supe. Doblé una esquina y lo supe.
Lloraba cuando pensaba en ello, que era todo el tiempo. Sentí como si la luz dentro de mí hubiese parpadeado y se hubiera apagado. Matarme lo borraría todo. Lo que quería hacer era levantar la aguja del disco y parar la canción de golpe.
Tomé pastillas.
Tomé montones de pastillas, pastillas muy bonitas de todos los colores. Las fui reuniendo durante meses, desvalijaba botiquines dondequiera que iba. Al cabo de algún tiempo ni siquiera me molestaba en leer las etiquetas. Lo que me importaba era si hacían juego con las otras, como guijarros de colores, la sensación que me producían cuando metía la mano en el frasco y las dejaba correr entre los dedos: escurridizas y preciosas. Fui ahorrándolas. Esperé a que llegara el momento adecuado para echarme a la garganta todas aquellas posibilidades.

8. A nadie le gustan los entrometidos
Conocí a la gorda el mismo día en que me enteré del accidente de Andrea Dutton: en los aseos de un cine. Faltaban veinticuatro horas para el comienzo de las clases, y habían pasado cuatro días desde la fiesta en la que Tony Giobambera me tocó. Dos chicas que no conocía de nada se arreglaban el pelo y charlaban cuando entré. Una le dijo a la otra:
—¿Te has enterado de lo de Andrea Dutton?
—No —respondió la segunda—. ¿Qué ha pasado?
—Está en coma —dijo la primera—. Dio una voltereta con el coche y todo lo demás. ¿No es increíble?
—¡Caray! —dijo la segunda, antes de hacer una pausa para encender un cigarrillo—. Y era de lo más popular.
Para entonces ya me había puesto a salvo en un retrete alejado, aunque olía el humo.
—Eh, ¿quién era ésa? —le oí decir a una. Quizá señaló con el dedo.
—No sé —suspiró la otra—. ¿Por qué? ¿La conoces?
—Juraría que es la gorda de la fiesta con los antiguos alumnos —dijo la primera con una risita—. Faith no sé cuántos.
—Estás de verdad colocada —rió la otra—. Como si...
Al cabo de unos minutos se marcharon.
El peso antiguo volvió a oprimirme el pecho. Mi mundo se llenó de grietas y amenazaba con explotar. Preferí quedarme en el refugio del retrete y llorar. Cuando por fin abrí la puerta para salir, tenía los ojos rojos e hinchados. Me rocié la cara con agua pero era evidente que había llorado.
—No te preocupes por ellas —dijo alguien desde otro retrete—. Una morirá en un accidente espantoso mientras le hacen la permanente y a la otra la matará su novio cuando tenga poco más de veinte años.
Sonreí, no lo pude evitar, y dije entre sollozos:
—Seguramente mi amiga Miranda habría dicho lo mismo.
—¿Miranda Turner? —preguntó la voz—. ¿No la mandaron a un instituto en Idaho?
—Sí —contesté en voz baja. Me mordí el labio. Tenía otra vez ganas de llorar.
Se abrió la puerta del segundo retrete y salió una chica. Se estaba comiendo un helado al corte.
—¿Qué tal? —dijo—. Debes de ser la gorda de la fiesta con los antiguos alumnos.
Me la quedé mirando. Era descomunal, no se le veía la cara entre tanta grasa: los ojos, simples ranuras; las mejillas, dos gigantescas mitades de un melón. Los dedos de las manos, enormes y gruesos.
—Sí —dije—, pero ya no.
—Y un cuerno, corazón —dijo—. Gorda una vez, gorda siempre.
Luego me cogió del brazo y me sacó del baño.

9. A todo el mundo le gusta una dama
Hago terapia como paciente externa. Dos veces por semana voy a ver a la doctora Fern Hester, a quien se supone que tengo que llamar Fern y contarle lo bien que me va en la vida ahora que he perdido tanto peso y he decidido vivir. Fern se sienta con las manos apenas entrelazadas y los tobillos cruzados. Las faldas le llegan siempre a la rodilla y son del mismo color que su pelo castaño, liso, al estilo paje, aunque mal cortado y torcido. Lleva unas enormes gafas cuadradas que se sube hasta lo alto de la nariz arrugando mucho la cara, algo a lo que me ha costado cierto tiempo acostumbrarme.
Cuando empezamos la sesión, Fern guarda silencio. Si no consigo hablar de algo enseguida, me mira fijamente y me da ánimos de forma muy profesional. Esos momentos de silencio son horribles y desmesurados, me enfadan y me dan náuseas, de manera que, para tener cubiertas las espaldas, trato de preparar unos cuantos temas antes de llegar.
Nunca le hablo de la gorda.
Nunca le hablo de la fiesta con los antiguos alumnos.
Hace tres semanas le dije:
—Una chica del instituto está en coma.
Fern asintió, el rostro lleno de preocupación.
—Y todo el mundo dice que estaba muy borracha y cosas parecidas. Yo casi no la conocía.
Vigilaba a Fern. Al darles la luz, se veían manchas de grasa en sus gafas, que me reflejaban: lacio pelo castaño, grano cerca de la nariz. Me toqué la cara. Había conocido a Andrea Dutton. Cuando éramos pequeñas jugábamos juntas, a los cinco y seis años, pero aquello no me daba derecho a llamarla amiga ahora. Sentía sin embargo la necesidad de que me relacionaran con ella, de participar al menos en parte de su tragedia.
Su ausencia era un agujero enorme abierto en el entramado de nuestro instituto, de la ciudad incluso. Me la imaginaba en una cama de hospital, los cabellos rubios cayendo en cascada sobre la almohada, la piel, suave y nacarada, los labios abiertos sólo lo justo para permitir el paso de una sonda. La habitación estaría repleta de flores, pensé, con sus padres en vela junto a la cama. No cabía la menor duda; todo mundo deseaba que volviera.
—Sale con Tony Giobambera —dije en voz baja, y enseguida me arrepentí, porque a Fern se le encendieron los ojos como si fuese una máquina de bolas y se inclinó hacia delante muy interesada.
Silencio. ¿Qué se podía decir sobre Tony Giobambera? ¿Que por alguna razón creo que es a mí a quien ve, y no sólo a la gorda fracasada que era antes, que me ve a mi, Faith, una persona? ¿Que me falta la respiración cuando estoy cerca? ¿Que quiero que me salve?
—Le cae bien a todo el mundo —dije.
Fern se recostó y garrapateó algo.

10. Hay que mantener siempre una actitud positiva. ¡La primera admiradora de una dama es ella misma!
Por la tarde me llaman a la oficina de orientación para hablar sobre mi expediente. «Para ver de qué forma podría tener más posibilidades de ir a la universidad, cómo podría ser una candidata más atractiva.» La gorda se queda en el pasillo. «Antes de tus problemas formabas parte del coro...» Parece que no tengo actividades extracurriculares y ahora que «he superado los escollos y me encuentro mucho mejor, psicológicamente hablando», ¡es hora de dejar atrás el pasado y pensar en el futuro! «Un buen expediente académico puede mejorar mucho si se le añaden unas cuantas actividades de voluntariado...»
—En ese caso, ¿qué tendría que hacer? —le pregunto a la señora Twine, la asesora, que es demasiado optimista para serle de ayuda a nadie—. ¿Presentarme a las elecciones para presidenta del Consejo de Estudiantes o algo parecido?
—¡Qué buena idea! —responde, entusiasmada, la señora Twine.
—¡No! —me enfado, no lo puedo evitar—. No; no me parece en absoluto una buena idea. No sabe usted ni remotamente lo que es una buena idea. ¡Todo el mundo se ríe de mí! Presentarme para el Consejo de Estudiantes sería tan estúpido...
No concluyo la frase y las dos nos sentimos incómodas.
—Escucha —dice la señora Twine—, entiendo tu nerviosismo. No tienes que presentarte a las elecciones. Podrías apuntarte a uno de los clubes del instituto. ¿Qué te parece eso?
Tengo una sensación de frío y de premonición.
—Muchas gracias por el tiempo que me ha dedicado —digo, y me levanto para marcharme. Extiendo la mano y la señora Twine, desconcertada pero tan feliz como siempre, la toma entre las suyas.
—Faith —dice—, todo saldrá estupendamente.
Y quiero creerla. Pese a todo, no hay nada en el mundo que desee tanto como creer a esta criatura estúpida, tan llena de optimismo.

11. Una dama tiene un corazón generoso. Sabe que el perdón es la llave de la amistad
Berrybrook era lo que cabía esperar: un largo pasillo blanco, responder a preguntas muy concretas hechas en tono preocupado, sentarnos en círculo con otros adolescentes y tratar de averiguar por qué estábamos tan furiosos.
Fue un largo borrón pálido.
Me sometieron a una terapia larga, me alimentaron con una dieta especial y me obligaron a hacer ejercicio. Imagino que mamá tuvo que aflojar muchísima pasta por aquello, pero cuando murió papá nos dejó un seguro de vida de primera, así que teníamos muchísima suerte.
Les conté lo que no me quedaba más remedio que contarles, pero nunca dejé escapar que la cabeza me flotaba como un globo, muy por encima del cuerpo, ni tampoco que era desde allí arriba desde donde me contemplaba inquieta, a mí y al grupo de chiflados que hablábamos de nuestros sufrimientos, ni que incluso mi habitación blanca y limpia la veía desde algún sitio próximo al techo.
Aunque lo duro fue seguir después. Nos habían dicho que iba a ser difícil. Pero, de todos modos, no estaba preparada para la intensidad del mundo exterior, los olores fuertes, el ruido, el color. Todo aquello me dejó hecha polvo. Y bastó para que me sintiera satisfecha de mí misma. Como si mi actitud de superioridad necesitara refuerzos.

12. Una dama come como un pajarito. En los labios un momento, en las caderas toda la vida
—Hay ciertas cosas de las que no se puede hablar.
—Sé lo que quieres decir —contesta la gorda, mientras sorbe un batido—. Es una suerte que me tengas a mí.
Estamos otra vez sentadas en el muro bajo. El campo de fútbol se divisa a lo lejos. Desde aquí parece una postal, un cuadro. Da la sensación de que podrías enrollarlo, llevártelo y dejar sitio para que pusieran otra cosa. Pero no es así.
Algunas cosas están destinadas a que se las entierre. A recogerlas y echarlas en un pozo muy hondo, con alquitrán líquido que se derrame sobre ellas y cambie su forma y su sustancia para siempre. Me he esforzado muchísimo por olvidar, pero no puedo. Sucede que recuerdo.
La fiesta de los antiguos alumnos. Llevaba mi suéter azul favorito y canté el himno nacional con el coro, mi aliento visible en el aire frío de noviembre. Después del partido estuve paseando con Miranda, hasta que me quedé sin resuello y la perdí entre la multitud. Mientras descansaba, un grupo de chicos de tercero me ofreció un refresco de color rojo que sabía a polo de frutas. Muy despacio, nos dirigimos hacia la tribuna descubierta. Fueron muy amables, tanto que me sentí normal. Ésa es la parte que recuerdo con claridad.
—Sí, eso es un problema —la gorda está de acuerdo, y agita el vaso en el aire, en un intento de encontrar algún resto de batido—. Pero hay maneras de cambiar las cosas.
Se vuelve hacia mí con una intensidad que da miedo, como si todo en ella se hubiera transformado en pura rabia.
Toso.
—Eres una quejica —me riñe la gorda con aire despectivo. Su desencanto ante mi actitud es palpable—. De acuerdo, volvemos al mundo real —dice, y yo me seco las lágrimas y la sigo a la clase de química.

13. ¡A nadie le gusta una aguafiestas! La gente simpática siembre es popular
El día se alarga y se alarga hasta que por fin termina. La luna, suspendida a poca altura, resplandece en el cielo oscuro: es hora de dormir hasta que me toque empezar de nuevo una vez más.
Pero la gorda se deja caer en una esquina de mi cuarto; come palomitas de maíz con mantequilla que saca de un gran cuenco de porcelana. Como se mete puñados enteros en la boca, tiene la cara llena de grasa. La carne le tiembla y le cuelga. Es absolutamente repugnante.
—No estamos haciendo el menor progreso —dice, mientras le da una patada a la silla.
No es la primera vez que la he visto aquí, pero normalmente sólo aparece cuando ya he salido de casa o, al menos, de mi habitación. Meto la cabeza debajo de la almohada.
—Sabes que tengo razón —me dice con desdén y voz pastosa—. No pongas cara de que aquí no pasa nada.
Me incorporo en la cama, llena de indignación. Le grito:
—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Cómo demonios podrían ir bien las cosas si no me dejas en paz!
Se lame los dedos.
—¡Foca! —le grito y me echo a llorar. Estoy tan enfadada que no controlo las lágrimas—. ¡Eres una mierda pinchada en un palo!
Aparece mamá, que cruza la puerta como un bólido.
—¡Faith! —exclama, la voz llena de inquietud; pero leo la verdad en la expresión estúpida que no se le borra de la cara desde que volví.
Mi madre me tiene miedo. Le da miedo el monstruo que tiene por hija, y no es capaz de ocultarlo.
—Sal —le digo.
Vamos a ver, ¿cómo voy a explicar la presencia de la gorda, que ya ha dejado un charco de mantequilla en la alfombra, cuando mi madre ni siquiera se atreve a mirarme?
—Deberías llamar —le digo mientras me sorbo la nariz y me trago la indignación. Cuando la miro lo hago con rostro inexpresivo—. Escucha: tengo dieciséis años y derecho a mi intimidad —anuncio. Se agarra a la manija de la puerta y lo mismo podría ser para salir que para entrar. «Elige, mamá», susurro en el interior de mi cabeza, aunque sé que no hará lo que en el fondo deseo.
Estoy en lo cierto: sale de la habitación, cierra la puerta sin hacer ruido, y me deja a solas con la gorda y con el dolor en el pecho.
—Las cosas no volverán nunca a ser como antes —susurra la gorda. Siento que lo dice casi con lástima, pero acto seguido saca una bolsita de bombones—. Oye, Faith —me dice entre risitas—, ¿a qué te recuerdan estas bolas de chocolate?
—Anda y que te den por saco —replico, pero tiene razón, por supuesto. La gorda dice siempre la verdad. Las cosas no van a ser nunca como antes. Las cosas nunca transcurrirán sin tropiezos, ni llegarán a buen puerto ni fluirán día a día sin parecer un dibujo animado.
No hay alivio. Todos los días son calurosos y asfixiantes, una orgía de vergüenza y humillación, exactamente igual que hace tiempo, con la diferencia de que ahora soy invisible.
—El tiempo obra milagros —dice la gorda con la boca llena de puré de patatas, y me dan ganas de atizarla—. Lo siento —insiste—, pero es así, qué quieres que te diga.
Sigo allí, llorando sin hacer ruido, hasta que me duermo.

14. Es importante que conozcas tus mejores rasgos. ¡Recuerda que todo el mundo posee belleza interior!
En Berrybrook no había espejos. Para librarnos de los ojos del mundo exterior y para fomentar aún más la ilusión de que estábamos a salvo, se suponía que tampoco nosotros nos veíamos. No presencié la eliminación de mis capas externas, aunque sentí que aumentaba la firmeza de mi cuerpo y noté su evaporación, sentí caer partes enteras de mí misma.
Cuando mi madre me trajo a casa en coche al salir de allí, el mundo parecía hecho de algodón de azúcar: todo era esponjoso y brillante. Atravesamos una ciudad que era exactamente igual a como la había dejado, muchos meses atrás, en una ambulancia. Y mi madre me transmitió fragmentos de información: «Este jueves hay unas rebajas de vaqueros. Necesitas ropa nueva. Tu tío Harry se ha roto una pierna». No hice ningún comentario.
Al detener el coche delante de la entrada, me dio la sensación de que nuestra casa vibraba. Era una gigantesca reproducción en piedra de la casa que había imaginado durante muchísimos meses. No me pareció real.
Esperé a que mi madre abriera la puerta y subí corriendo a mi cuarto. Lo encontré extraordinariamente limpio y supe que lo habían registrado en busca de pistas que explicaran mi desplome.
Al asomarme, un movimiento me hizo volver la vista. En una esquina vi a una chica delgada, de pelo desgreñado y enormes ojos aterrorizados. Al mover yo la mano, movió la suya. Miré hacia un lado e hizo lo mismo. Di un paso hacia ella y aumentó de tamaño. Cuando llegó mi madre unos minutos después, me encontró llorando, con la cabeza pegada al espejo. No pude contarle nada de lo que sentía: que caminaba a través de la ausencia; que me sentía rodeada de pérdidas y ausente, aunque estuviese allí.
Mi madre sonrió y se puso en jarras.
—¿Cenamos? —me propuso. Teníamos tanto cuidado que no hablábamos de nada.

15. No se consigue nada sin determinación y sacrificio. Recuerda: sin dolor no hay victoria
La gorda es una mina de información. Pienso en lo que dice, en lo que significaría devolver los golpes, pero no creo que me sintiera mejor.
—Ya lo creo que sí —dice la gorda—. Infinitamente mejor —me habla como si fuera una niñita estúpida. Tiene en el regazo una bandeja de horno con un crujiente pollo asado. Corta un ala con una navajita dorada—. Cuando alguien te dé una patada —dice despacio—, te levantas y se la devuelves.
—No sé —repito, y la gorda mueve la cabeza.
—¿Qué es lo que quieres recordar? —me pregunta, trinchando el pollo delicadamente—. ¿Que has hecho lo que te han dicho o prefieres cambiarlo todo?
—Cambiarlo todo —susurro.
—De acuerdo —dice, mientras muerde un muslo.
—De acuerdo —respondo mientras acepto la navaja que me ofrece.

16. Una dama no se mueve cuando está sentada. Tampoco arma jaleo
Después de mi última clase voy al baño. La gorda no aparece por ningún sitio.
—Eh —la llamo en voz alta, pero nadie responde. Los pasillos están desiertos, ha terminado la jornada escolar. Recorro el instituto buscándola, pero no la veo en ningún sitio. Salgo, voy al muro bajo: tampoco está allí.
Luego la veo al pie de la colina. Gira, describiendo círculos y arcos en el centro del campo de fútbol. Su falda se balancea sobre la hierba, su cuerpo es un gigantesco remolino azul. Desciendo hasta la mitad de la colina, luego me detengo.
Casi ha pasado un año desde la fiesta de los antiguos alumnos, y yo era todavía descomunal y torpe. La tribuna descubierta, aquella noche... Todo se me viene encima, repentino y nebuloso: el vaso de plástico rojo en la mano, la respiración que empaña el aire. Los chicos se muestran muy amables y me siento encantadora. Ríen con todo lo que digo, se dan golpes unos a otros en el brazo, se amontonan a mi alrededor. Hablamos de todo y de nada, las voces se tropiezan, el vapor de nuestro aliento forma nubecillas que se alzan en espiral y se pierden en la noche. Un muchacho de ojos azules susurra: «Dónde has estado hasta ahora?». Me da hipo, se me escapa una risita. No paro de sonreír, agito el pelo con coquetería. Zumban a mi alrededor, todos sonrientes.
«Es muy simpática», le dice un chico a otro. Todo resulta blando e irreal. El chico de los ojos azules me coge por la cintura y se acerca mucho. «Eres muy bonita, Faith, ¿no tienes novio?», susurra. Me sonrojo, mareada. «¿Te quiere alguien como te mereces?» No, pienso. «Más ponche», me ofrece alguien, y apuro el vaso. Los chicos hacen gestos de asentimiento y se me acercan más. Se oye con claridad la voz de uno más alto. «John, ¿sabes lo que dicen sobre las gordas, verdad?» Tengo la cabeza pesada y turbia, casi no puedo respirar. «¿Qué es lo que dicen?», pregunta un chico con una parka roja. No sé qué hacer. «Las gordas siempre tienen hambre», dice otro de bigote ralo. «Las gordas siempre tienen hambre», dicen a coro. Me doy la vuelta para marcharme pero me sujetan por los brazos. «Vamos, Faith», dice Ojos Azules, «creía que te gustábamos». «No me encuentro bien», musito. El corazón me estalla en el pecho.
«¡Demos de comer a la gorda!» Alguien hace que me arrodille. Alguien me sujeta por los brazos, uñas irregulares, una sortija de plata a rayas en el dedo anular. Justo en mi oído: «Si se lo cuentas a alguien, te matamos». Veo hebillas y bolsillos. Me aprieta la nariz hasta que abro la boca. Luego el ruido terrible de las cremalleras y uno tras otro se me acercan, canturreando. «Demos de comer a la gorda.» Una y otra vez tengo arcadas. No puedo respirar. «Contaremos lo puta que eres.» Luego me ponen a cuatro patas. Veo manos, zapatillas de tenis, botas, dobladillos de pantalones y vaqueros. «Cuanto más gorda la fruta, más dulce el zumo.» Y risas. «Cuanto más gorda la fruta, más dulce el zumo.»

17. El bien más precioso de una dama es su reputación inmaculada. Recuerda: hay chicas buenas y chicas malas
No desciendo hasta el pie de la colina. Me quedo a la mitad, tengo náuseas, pero me sobrepongo. Me siento en el suelo con violencia. Muy a lo lejos zumba un cortacésped. Huelo a hierba recién segada, a madreselvas. El campo está totalmente vacío: no se ve a la gorda por ningún sitio, se ha ido.
No respiro bien. Cierro los ojos, cruzo los dedos y pido desesperadamente una señal, cualquier señal, de que todo irá bien. Luego siento una mano en el hombro.
Lanzo un grito.
Tony Giobambera se aleja de un salto.
—Lo siento —murmura, incómodo—. He visto que te sentabas. ¿Estás bien?
—Sí —bramo. Trato de decir «estoy bien», pero en lugar de eso me echo a llorar.
—Vamos —dice, mientras me ayuda a levantarme—. Vamos —me pone un brazo sobre los hombros y me lleva a la tribuna descubierta. Percibo sus olores: cigarrillos, sudor, algo almizclado y masculino. Nos sentamos juntos. No sé qué hacer.
—Bueno —dice. Se mete las manos en los bolsillos—. ¿Qué te pasa?
Su voz me calma. Trato de hallar una respuesta.
—Nada —respondo, mi voz temblorosa y extraña. Nos quedamos un minuto sentados en silencio y lo miro despacio. Tiene los ojos de color azul claro y la piel con granos, pero sus labios son perfectos y gruesos. Un gran rizo negro le cae sobre la ceja izquierda.
Siento que debería decir algo, cualquier cosa.
—Siento muchísimo lo de tu novia —se me ocurre por fin.
—Ah —me mira—. Sí... —pero no añade nada.
No respondo. Mi silencio está compuesto de tres cosas: el deseo de mantener intacto este momento perfecto, el conocimiento de que todo lo que me hace daño dentro quiere salir ahora mismo y lo mucho que me asusta pensar en lo que sucedería si lo permitiera.
Miro a lo lejos, más allá del campo. En la distancia, junto a la hilera de árboles veo una gran forma azul que gira vertiginosamente y luego cae. Se queda en el suelo un minuto, luego se levanta, se tambalea terriblemente y vuelve a girar.
Tony Giobambera enciende un cigarrillo y me ofrece otro. Dudo, lo acepto y me inclino hacia la llama que protege con las manos.
Aspiro y echo el humo. La cabeza me flota un poco, como si se me hubiera separado del cuerpo.
Un insecto pasa zumbando. Lo espanto con la mano. La gorda gira y cae.
—¿Con qué sueñas? —le pregunto, y me mira entornando los ojos.
—Tonterías, sobre todo —dice, como si le hubiera hecho la pregunta más normal del mundo—. A veces dragones o cosas verdaderamente estúpidas, coches, el instituto...
Me aliso la falda y vuelvo la cabeza hacia él.
—¿Y tú?
Noto la presencia de la navaja de la gorda en el bolsillo, su peso sólido y cálido. Pienso en el sueño que más se repite, en el que las estrellas salpican el cielo, me encuentro sobre la hierba, hinchándome, y me alzo por encima de todo hasta que soy inmensa y poderosa y los que están abajo me tienen miedo. Me quedo allí, balanceándome hacia atrás y adelante, enorme luna hambrienta, capaz de tragarme el mundo, pero siempre me despierto cuando estoy cayendo.
Tony Giobambera me pone las manos en las rodillas. Sus dedos son largos y finos. En la mano derecha lleva un anillo de plata, me fijo en él, en su dibujo, pero no contesto. Me lo guardo todo, como si el poder de las palabras pudiera dar realidad a las cosas. A lo lejos, la gorda gira y cae, gira y cae. Es un violento arañazo azul en el día verde y claro. Sabe todo lo que importa, todo lo que existe. Aspiro el humo y lo lanzo al cielo, donde se disuelve y desaparece.
—Con nada peligroso —le digo—. Con nada de lo que haya que tener miedo.
Sopla una brisa suave y siento la calidez de la navaja contra la pierna. A lo lejos, la gorda cae. Me pregunto, con todo mi ser, si es éste el momento que he estado esperando.

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