Evelyn Waugh - "El amor en tiempos de crisis"

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Este cuento fue inicialmente publicado con el título "The Patriotic Honeymoon" en el número de enero de 1932 de la revista Harper's Bazaar.
Aquí puede leerse la versión original en inglés.
Posteriormente el cuento fue recogido en el volumen "Mr Loveday's Little Outing and Other Sad Stories" de 1936.
La versión es la de Jaime Zulaika.

1
El matrimonio de Tom Watch y Ángela Trench-Troubridge fue, quizá, uno de los acontecimientos menos importantes que se recuerden. En la historia previa de los dos jóvenes, en su compromiso o en su boda, no faltó ningún rasgo que pudiera convertirles en ejemplo completamente típico de todo lo que es sumamente anodino en la moderna situación social. El periódico de la tarde consignaba:
«La semana ha sido ajetreada en St. Margaret. La tercera boda elegante de la semana se ha celebrado allí esta tarde, siendo los contrayentes el señor Tom Watch y la señorita Ángela Trench-Troubridge. El señor Watch, que, como tantos otros jóvenes hoy día, trabaja en la ciudad, es el segundo hijo del difunto honorable Wilfrid Watch, de Holyborne House, Shaftesbury; el padre de la novia, coronel Trench-Troubridge, es un conocido deportista, y ha representado los intereses del Partido Conservador durante tres legislaturas del Parlamento. Actuó de padrino el hermano del señor Watch, el capitán Watch, de los Coldstream Guards. La novia lucía un velo de antiguo encaje bruselés prestado por su abuela. En consonancia con la nueva moda de pasar las vacaciones dentro del país, el novio y la novia están disfrutando una luna de miel patriótica en el oeste de Inglaterra.»
Y una vez dicho esto, queda, en verdad, muy poco que añadir.
Ángela era una bonita muchacha de veinticinco años, de buen carácter, animosa, inteligente y popular: exactamente la clase de chica que, de hecho, por alguna causa misteriosa profundamente arraigada en la psicología anglosajona, encuentra sumamente difícil contraer un matrimonio satisfactorio. Durante los últimos siete años había hecho todo lo que acostumbraban a hacer las muchachas de su estilo. En Londres había bailado un promedio de cuatro noches por semana, los tres primeros años en domicilios privados, y los cuatro últimos en restaurantes y night-clubs; en el campo se había mostrado ligeramente condescendiente con los vecinos y había llevado al baile de la cacería a acompañantes con los que pretendía escandalizarles; había trabajado en un barrio bajo y en una sombrerería, publicado una novela, sido dama de honor once veces y madrina en una ocasión; había estado enamorada, infructuosamente, dos veces; había vendido su fotografía por cincuenta guineas al departamento de publicidad de una firma de especialistas en belleza; se había visto en apuros cuando su nombre fue mencionado en los ecos de sociedad; había actuado en cinco o seis funciones de caridad y en dos representaciones históricas; había solicitado votos para el candidato conservador en dos elecciones generales y, como toda muchacha en las islas Británicas, era infeliz en casa.
En los años de la crisis, las cosas llegaron a un punto intolerable. Durante algún tiempo, el padre de Ángela había manifestado una creciente resistencia a abrir la casa de Londres; ahora empezaba a hablar de un modo siniestro sobre «economías», con lo que quería decir el retiro permanente en el campo, la reducción del número de sirvientes en la casa, la supresión de fuegos en los dormitorios, la rebaja de la asignación de Ángela y la adquisición de una milla y media de territorio de pesca en el que hacía varios años que había puesto el ojo.
Ante la lúgubre perspectiva de una residencia indefinidamente prolongada en el hogar de sus antepasados, Ángela, al igual que otras muchas jóvenes inglesas antes que ella, decidió que después de sus dos fallidos amoríos era improbable que se enamorase de nuevo. Para ella no existía una romántica separación de vías entre el amor y la fortuna. Los primogénitos escaseaban más que nunca aquel año y había una reñida competencia por parte de Norteamérica y los dominios británicos. La elección estribaba entre las estrecheces con sus padres en una mansión majestuosa o las apreturas con un marido en una callejuela londinense.
El pobre Tom Watch había sido moderadamente atento con Ángela desde su primera temporada de joven casadera. Era su acompañante masculino en casi todas las ocasiones. Normalmente educado, tras graduarse en historia en la universidad, Tom había ingresado en una sólida oficina de peritos mercantiles con quienes había trabajado desde entonces. Y a lo largo de aquellas tardes ciudadanas sin sol evocaba melancólicamente sus tiempos de estudiante, cuando había cumplido felizmente la rutina normal del éxito universitario entrando segundo, en un caballo prestado, en la «carrera de obstáculos» del colegio Christ Church, rompiendo muebles con el Bullingdon, regresando al alba a través de la ventana después de haber asistido a bailes en Londres y compartiendo un alojamiento lóbrego aunque caro en High Street con jóvenes más ricos que él.
Ángela, siendo como era una de las chicas populares de su curso, había visitado con frecuencia Oxford y las casas en donde Tom pasaba las vacaciones, y a medida que la desolada sucesión de años en la oficina contable le serenaban y le deprimían, Tom empezó a considerarla como uno de los pocos fragmentos brillantes que quedaban de su pasado encantador. Seguía saliendo un poco, porque un joven sin compromiso nunca carece totalmente de valor en Londres, pero las cenas tardías a las que asistía adusto, fatigado por la jornada de trabajo y desconectado de los temas de conversación con los que las muchachas recién presentadas en sociedad pretendían interesarle, únicamente le servían para mostrarle el abismo que se estaba ensanchando entre él y sus antiguas amistades.
Ángela, como era (imposible expresar hasta qué punto) una chica sumamente agradable, siempre le dispensaba un trato encantador al que él correspondía con gratitud. Ella era, no obstante, una porción de su pasado, no de su futuro. Su estima era sentimental, pero totalmente desinteresada. Ángela era un pedazo de su juventud irrecuperable; nada podía distar más de su actitud que el pensamiento de que ella era una compañera posible de la vejez. Por consiguiente, la proposición de matrimonio que le hizo Ángela le pareció una sorpresa en modo alguno bienvenida.
Habían abandonado juntos un baile particularmente concurrido e insulso, y estaban comiendo salmón ahumado en un night-club. Atravesaban por el estado de ánimo íntimo y ligeramente tierno que siempre surgía entre ambos, cuando Ángela había dicho en voz baja:
-Eres siempre mucho más simpático conmigo que cualquier otra persona, Tom; me pregunto por qué.
Y antes de que él pudiera desviarla -había tenido un día de trabajo inusualmente agotador y el baile le había aturdido-, ella había planteado la cuestión.
-Bueno, verás -había tartamudeado Tom-, quiero decir que nada me gustaría más, muchachita. O sea, ya sabes que siempre he estado loco por ti, desde luego... Pero el problema es simplemente que no puedo permitirme el lujo de casarme. Absolutamente fuera de lugar durante años, ya ves.
-Bueno, yo creo que no me importaría ser pobre contigo. Tom, nos conocemos tan bien el uno al otro. Todo resultaría fácil.
Y antes de que Tom supiera si le agradaba o no, el compromiso había sido anunciado.
Él ganaba ochocientas libras al año; Ángela disponía de doscientas. Había más «cosas venideras» para ambos, en definitiva. Las cosas no irían tan mal si eran lo bastante sensatos para no tener hijos. Él tendría que renunciar a sus ocasionales días de caza; ella tendría que renunciar a su sirvienta. Sobre esta base de sacrificio mutuo planearon su porvenir.
Llovió pertinazmente el día de la boda y sólo los más recalcitrantes entre la gente de St. Margaret salieron a presenciar la melancólica procesión de invitados que descendían de sus automóviles chorreantes y se lanzaban por el camino cubierto hasta la iglesia. Después hubo una fiesta en la casa de Ángela, en Egerton Gardens. A las cuatro y media, la pareja cogió un tren en Paddington hacia el oeste de Inglaterra. La alfombra azul y el toldo de rayas fueron plegados y guardados con llave entre cabos de vela y cojines en el cuarto de trastos de la iglesia. Las luces de las naves se apagaron y las puertas se cerraron con pestillo. Las flores y los arbustos fueron amontonados a la espera de su distribución en los pabellones de un hospital para incurables por el que la señora Watch se interesaba. La secretaria de la señora Trench-Troubridge comenzó la tarea de despachar paquetes de cartón, de plata y blanco, con una tarta de boda a la servidumbre y los arrendatarios del campo. Uno de los porteros fue corriendo a Covent Garden a devolver su chaqué a la sastrería de caballeros donde lo había alquilado. Llamaron a un médico para atender al pequeño sobrino del novio que, después de haber atraído una atención considerable como paje en la ceremonia debido a sus francos comentarios, contrajo fiebre alta y numerosos síntomas preocupantes de envenenamiento alimentario. La criada de Sarah Trumpery restituyó discretamente el reloj ambulante de que la anciana se había apropiado inadvertidamente de entre los regalos de boda. (Aquella excentricidad suya era sobradamente conocida, y los detectives tenían la orden terminante de evitar una escena en la recepción. Por entonces ya no la invitaban frecuentemente a bodas. Cuando sí lo hacían, los obsequios robados eran devueltos invariablemente esa noche o al día siguiente.) Las damas de honor se congregaron durante la cena y aventuraron ansiosas conjeturas sobre las intimidades de la luna de miel, siendo en este caso las probabilidades de tres contra dos acerca de que la ceremonia no había sido adelantada. El gran expreso del oeste traqueteó a través de los empapados condados ingleses. Tom y Ángela estaban sentados sombríamente en un vagón de primera clase para fumadores, comentando el día.
-Ha sido tan maravilloso que ninguno de los dos llegara tarde.
-Mamá ha organizado tanto lío...
-Yo no he visto a John, ¿y tú?
-Estaba. Nos ha despedido en el vestíbulo.
-Oh, sí... Espero que hayan embalado todo.
-¿Qué libros has traído?
Una boda completamente normal, sin ningún detalle digno de mención.
Poco después Tom dijo:
-Supongo que en cierto sentido es poco emprendedor por nuestra parte ir a la casa de la tía Martha en Devon. ¿Te acuerdas de que los Lockwood fueron a Marruecos y los secuestraron unos bandidos?
-Y los Randall estuvieron diez días cercados por la nieve en Noruega.
-No vamos a tener muchas aventuras en Devon.
-Bueno, Tom, en realidad no nos hemos casado por afán de aventuras, ¿verdad?
Y, tal como fueron las cosas, a partir de ese momento la luna de miel cobró un sesgo extraño.

2
-¿Sabes si hay algún transbordo?
-Me parece que sí. He olvidado preguntar. Peter sacó los billetes. Me bajaré en Exeter para averiguarlo.
El tren entró en la estación.
-Vuelvo dentro de un minuto -dijo Tom, cerrando la puerta tras él para impedir que entrara el frío.
Recorrió el andén, compró un periódico vespertino del oeste, averiguó que no tenían que cambiar de tren y volvía hacia su vagón cuando le asieron del brazo y una voz dijo:
-¡Hola, Watch, muchachote! ¿Te acuerdas de mí?
Con un poco de esfuerzo reconoció la cara sonriente de un antiguo amigo de la universidad.
-Veo que acabas de casarte. Enhorabuena. Iba a escribirte. Qué suerte encontrarte de este modo. Vamos a beber algo.
-Me gustaría, pero tengo que volver al tren.
-Hay tiempo de sobra, muchacho.
Para diez minutos aquí. Tenemos que beber algo.
Todavía buceando en su memoria para recordar el nombre de su antiguo amigo, Tom le acompañó a la cantina de la estación.
-Vivo a quince millas de aquí, ¿sabes? He venido expresamente a esperar al tren. Esperando pienso vacuno de Londres. Ni rastro de él... Bueno, tanto mejor.
Bebieron dos vasos de whisky, muy reconfortantes después del frío trayecto en tren. Luego Tom dijo:
-Bueno, me alegro mucho de haberte visto. Ahora tengo que volver al tren. Acompáñame para que te presente a mi mujer.
Pero cuando salieron al andén el tren ya se había ido,
-Oye, viejo, esto sí que tiene gracia, ¿eh? ¿Qué vas a hacer? No hay más trenes esta noche. Te propongo una cosa: más vale que vengas a pasar la noche conmigo y te marchas mañana. Podemos telegrafiar a tu mujer diciéndole dónde estás.
-Me figuro que Ángela estará bien.
-¡Pues claro que sí! Nada puede ocurrir en Inglaterra. Además no puedes hacer nada. Dame su dirección y le pondré un telegrama ahora mismo, diciéndole dónde estás. Sube al coche y espera.
A la mañana siguiente, Tom despertó con un sentimiento de ligera aprensión. Dio una vuelta en la cama, examinando con ojos soñolientos el mobiliario desconocido de la habitación. Entonces recordó. Estaba casado, desde luego. Y Ángela había partido en el tren, y él había viajado durante millas en la oscuridad, rumbo a la casa de un antiguo amigo cuyo nombre no lograba recordar. Era la hora de cenar cuando llegaron. Habían bebido vino de Borgoña, oporto y brandy. Francamente bebieron más de lo debido. Habían recordado numerosos escándalos caseros, toda suerte de insultos joviales a los profesores de química, de fugas después de atardecer par ir a Londres, al «43». ¿Cómo se llamaba el tipo? Obviamente era demasiado tarde para preguntárselo. Y de todas formas tenía que localizar a Ángela. Supuso que ella habría llegado sin novedad a casa de tía Martha y habría recibido el telegrama. Incómoda manera de iniciar la luna de miel; pero él y Ángela se conocían tan bien uno a otro... No era como si se tratase de un idilio súbito.
Poco después le llamaron.
-Los perros se están reuniendo cerca de aquí esta mañana, señor. El capitán quisiera saber si le gustaría participar en la cacería.
-¡No, no! Tengo que marcharme inmediatamente después de desayunar.
-El capitán ha dicho que le dejaría un caballo y le prestaría ropa.
-¡No, no! Totalmente imposible.
Pero cuando bajó a desayunar y encontró a su anfitrión llenando de brandy de cerezas una petaca de silla, hilos secretos empezaron a tirar del corazón de Tom.
-Somos, desde luego, una pandilla bastante cómica. Todo el mundo viene, el cura, los granjeros, toda clase de animales. Pero por lo general damos buenas carreras por el límite del páramo. Lástima que no puedas venir. Me gustaría que probaras mi nueva yegua, es una delicia montarla... Un poquito delicada para este tipo de terreno, quizá...
Bueno, ¿por qué no...? Después de todo, él y Ángela se conocían tan bien el uno al otro... No era como si...
Y dos horas más tarde Tom se encontró galopando locamente contra el fuerte viento a través del peor coto de caza de las islas Británicas -trechos de brezo y de ciénagas, interrumpidos por hondonadas, cantos rodados, arroyos de montaña y canteras de grava abandonadas-, con los perros que corrían valle arriba, la yegua que iba como la seda, los chicos de los granjeros en ponis peludos, las mujeres de los abogados sobre jacas, los capitanes de barco retirados dando botes a dieciocho palmos de altura, veterinarios y párrocos lanzados a la carrera alrededor de él, y sin una sola preocupación en el ánimo.
Otras dos horas más tarde se encontraba en circunstancias menos venturosas, sentado solo en el brezo, rodeado por todas partes por un horizonte ininterrumpido de páramo desierto. Había desmontado para apretar una cincha, y al ascender al galope una ladera para dar alcance a la partida, la montura había metido el casco en una madriguera de conejo, y al caer a tierra había rodado peligrosamente cerca de él, y al ponerse nuevamente en pie había emprendido un medio galope enérgico rumbo a su establo, dejando a Tom de espaldas en el suelo, jadeando en busca de aliento. Ahora estaba totalmente solo en un terreno completamente desconocido. No sabía el nombre de su anfitrión ni el de la casa. Se vio a sí mismo vagabundeando de pueblo en pueblo y preguntando: «¿Podría decirme la dirección de un joven que ha estado en una cacería esta mañana? ¡Estaba en casa de Butcher en Eton!» Y, por otra parte, Tom recordó de pronto que estaba casado. Claro que él y Ángela se conocían tan bien... pero había límites.

A las ocho en punto de esa noche, una figura cansada entró penosamente en el salón iluminado con luz de gas del hotel Royal George, en Chagford. Llevaba botas de montar empapadas y rotas, y la ropa embarrada. Había errado durante cinco horas por el páramo, y tenía hambre. Le dieron queso canadiense, margarina, salmón de lata y cerveza de malta embotellada, y le enviaron a dormir a un amplio lecho con armazón de cobre que crujía cada vez que él se movía. Pero durmió hasta las diez y media de la mañana siguiente.
El tercer día de la luna de miel tuvo un comienzo más favorable. Un sol desolado brillaba un poquito. Con todos los músculos doloridos y embotados, Tom se puso la indumentaria de montar, todavía húmeda, de su anfitrión desconocido e hizo averiguaciones sobre la forma de llegar al pueblo remoto donde su tía Martha tenía la residencia, y donde Ángela debía de estar aguardando ansiosamente. Le telegrafió: «Llego esta noche. Te explicaré. Con todo amor», y después se informó sobre los trenes. Aquel día había uno que salió a primera hora de la tarde y, después de tres cambios, le dejó al atardecer en una estación cercana. Aquí sufrió otro contratiempo. No había ningún vehículo alquilable en el pueblo. La casa de su tía estaba a ocho millas. El teléfono no funcionaba a partir de las siete de la tarde. La larga jornada con la ropa húmeda le había hecho tiritar y estornudar. Estaba incubando sin duda un fuerte resfriado. La perspectiva de una caminata de ocho millas en la oscuridad era impensable. Pasó la noche en la posada.
El alborear del cuarto día deparó a Tom la pérdida del habla y casi la sordera. En este estado le transportó el coche a la casa tan amablemente cedida para la luna de miel de una semana. En la casa le esperaba la noticia de que Ángela se había marchado temprano esa misma mañana.
-La señora Watch ha recibido un telegrama, señor, diciendo que usted había sufrido un accidente de caza. Estaba muy contrariada, porque había invitado a almorzar a unos amigos.
-¿Pero adonde ha ido?
-La dirección venía en el telegrama, señor. La misma que en el primer telegrama... No, señor, no lo hemos conservado.
De modo que Ángela había ido a casa de su anfitrión, cerca de Exeter; bueno, podía cuidar perfectamente de sí misma. Se sentía demasiado enfermo para preocuparse. Fue directamente a la cama.
El quinto día transcurrió en un estupor de aflicción. Tom yacía en cama pasando apáticamente las páginas de los libros que su tía había reunido en sus cincuenta años de vida vigorosa al aire libre. El sexto día la conciencia comenzó a inquietarle. Quizá debía tomar una decisión con respecto a Ángela. Fue entonces cuando el mayordomo sugirió que el nombre que ostentaba el bolsillo interior de la chaqueta de caza sería probablemente el del antiguo anfitrión de Tom y el actual de Ángela. Unas cuantas pesquisas con ayuda de la guía telefónica local resolvieron el asunto. Envió un telegrama.
«¿Estás bien? Esperándote aquí. Tom» y recibió esta respuesta: «Estupendamente. Tu amigo es divino. Por qué no vienes. Ángela.»

«En cama con fuerte resfriado. Tom.»

«Tristísima, querido. Te veré en Londres o quieres que vaya. Apenas vale la pena. Ángela.»

«Nos vemos en Londres. Tom.»
Claro que Ángela y él se conocían tan bien...

Dos días más tarde se reunieron en el pisito que la señora Watch había estado decorando para ellos.
-Espero que hayas traído todo el equipaje.
-Sí, querido. ¡Qué alegría estar en casa!
-Mañana es día de oficina.
-Sí, y yo tengo que telefonear a cientos de personas. Todavía no les he dado las gracias por la última remesa de regalos.
-¿Lo has pasado bien?
-No muy mal. ¿Cómo va tu resfriado?
-Mejor. ¿Qué hacemos esta noche?
-He prometido ir a ver a mamá. Luego he dicho que iría a cenar con tu amigo de Devon. Ha venido conmigo por un asunto de pienso vacuno. Me pareció que lo mínimo que podía hacer era llevarle a algún sitio después de hospedarme en su casa.
-Muy bien. Pero yo no creo que vaya.
-No, yo en tu caso no vendría. Tengo montones de cosas que contarle a mi madre y que te aburrirían.
Esa noche, la señora Trench-Troubridge dijo:
-Creo que Ángela ha estado encantadora. La luna de miel le ha sentado bien. Qué sensato por parte de Tom no haberla llevado a uno de esos viajes agotadores por el continente. Ya ves lo descansada que ha vuelto. Y la luna de miel muchas veces es un momento muy difícil, sobre todo después de todo el alboroto de la boda.
-¿Qué es eso de que van a alquilar una casa de campo en Devon? -preguntó su marido.
-No van a alquilarla, querido, van a regalársela. Cerca de la de un amigo soltero de Tom, por lo visto. Ángela ha dicho que es un sitio magnífico adonde ir cuando quiera cambiar de aires. Nunca consiguen tomarse unas verdaderas vacaciones por culpa del trabajo de Tom.
-Muy sensato, efectivamente, muy sensato -dijo el señor Trench-Troubridge, dando alguna que otra cabezada, como tenía por costumbre a las nueve de la noche.

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