26
agosto

Pedro Juan Gutiérrez - "Maricón y suicida"

Posted by La mujer Quijote in ,



Este cuento pertenece al volumen “Anclado en tierra de nadie” integrante de la “Trilogía sucia de La Habana” de 1998.



El teléfono sonó, me dijeron que Aurelio intentó suicidarse y estaba inconsciente en la sala de terapia intensiva del hospital de emergencia. Es cerca de mi casa. Fui a pie. Por el camino estuve dándome cuerda: «Después de todo es mejor que esté inconsciente -pensé- porque si puede hablar le voy a decir de maricón en adelante todo lo que se me ocurra. ¿Por qué coño se mata sin buscarlo a uno? ¿Sin descargar adrenalina? ¡Me cago en su madre! Lo que sea se resuelve con una botella de ron y descargando con alguien: con una mujer, con Dios, con un amigo.»
En el vestíbulo del hospital encontré a su sobrino. Me pareció ansioso porque Aurelio acabara de morir. No sabía nada. Y no le interesaba saber. Busqué a los médicos. No querían atenderme. Ya me estaba encabronando cuando una enfermera -mulata, joven, sandunguera, pero de mal humor- me leyó unas líneas de la historia clínica y me preguntó:
-¿Él es algo de usted?
-Amigo.
-Ahhh.
Noté cierta burla en el «ahhh», además de que ya estaba medio cabreado con el maltrato, y salté:
-Oye, yo no soy maricón, ni cojones. ¿Qué «ahhh» de qué?
-¡Hey, suave, que no estoy pa’ ti!
-Dale, dime lo que sea, anda.
-Fue un intento de suicidio con un «batido» de drogas, sedantes y pildoras calmantes. Y además se inyectó aire en las venas. Se le practicó un lavado de estómago e intestinos y ahora está reportado grave con infección generalizada. ¿Y tú sabes por qué te dije «ahhh»? Porque así se matan los maricones. Que quieren matarse, pero no tienen... Los hombres se pegan un tiro, se ahorcan o se lanzan de un edificio... Así que reza por tu a-mi-gui-to.
Me dio la espalda y se fue, burlona, meneando el culo exageradamente en mis narices. Pero yo no podía quedarme callado ante aquella provocación:
-¡Qué culo más rico pa’ llenártelo de leche, mama!
Se viró, más burlona aún:
-Sí. Se ve que te gustan los culos nada más..., pa-pi-to.
-Pero si te cojo a ti, te pongo a gozar por alante y por atrás.
Parece que esto último no lo escuchó porque no me respondió y siguió con su movimiento provocativo por todo el pasillo, de regreso a la sala de terapia intensiva. Cuando llegó al final, se detuvo y me gritó:
-Ah, compañerito, la información a familiares es a las seis de la tarde, así que no venga más fuera de hora.
Fui todos los días a las seis de la tarde. Recuperó el estado consciente. Un par de días después lo trasladaron a una sala normal. Seguía con la infección generalizada, muy intensa, pero se le podía visitar. A lo largo del día se turnaban entre su media hermana, el sobrino abúlico y el marido de la medio hermana. No lo podían dejar solo. Apenas dos enfermeras atendían una sala de veinticinco pacientes. Al segundo día me ofrecí para acompañarlo también, pero ellos se adelantaron y ya habían decidido que me quedara toda la noche.
Estaba demasiado débil. No podía mover ni una mano, y le metían oxígeno por la nariz.
Ya el marido de la media hermana me había dicho que últimamente vivía encerrado, rechazando a todo el mundo. No le abría la puerta a nadie. Cada día huía más y más de la gente. «Era difícil hacer algo por él. A veces iba a verlo, pero ni me abría la puerta. Yo creo que estaba paranoico», me dijo.
Aurelio era un solitario. Su padre fue tornero de metales. Un tipo aburrido, rutinario, monótono. Un tacaño que todo lo medía con precisión. Su madre era una pianista atormentada y botarate, que vivía flotando a un metro del piso. El padre le daba golpes y la madre dulces. Y Aurelio tenía un poco de cada uno. Era medio tacaño y medio botarate, medio loco y medio rutinario, medio hombre y medio mujer. Nos conocimos en la secundaria y siempre sospeché que era maricón, aunque más bien parecía apático al sexo.
Una vez bebíamos cerveza en una playa cerca de su casa. Ya teníamos buena carga y dos muchachas solas nos habían mirado un par de veces, y yo me impulsé:
-Vamos a caerle a esas dos chiquitas, acere, ¡ven pa’cá!
Pero me agarró por el brazo:
-No. No. Vamos a quedarnos aquí.
-Ah, ¿qué te pasa, viejo? ¿Tú eres maricón, te haces pajas, o cuál es el lío tuyo?
-Soy maricón, me hago pajas y no tengo lío. ¿Y tú qué? ¿Tú eres hombre de verdad o te haces pasar por hombre?
-Oye, oye, ¿qué vola contigo, qué coño te pasa?
-Sí, a lo mejor también te gustan las pingas de los negros, y ya me tienes muy cansado haciéndote el tosco siempre.
-Ah, vete pa’l carajo, Aurelio.
Perdí el sentido del humor. Él -como buen maricón- se sintió ofendido y se fue de la playa. Yo me fui con las muchachitas. Total, ni recuerdo qué sucedió después. Y el resultado fue que Aurelio y yo dejamos de vernos unos años. Una tarde pensé que a mí no me importa si el tipo es maricón o no. Allá él con su culo. En definitiva, éramos amigos desde niños y el insolente había sido yo. Así que agarré una botella de ron y salí para su casa a tratar de hacer las paces. No sé entre los esquimales cómo se verá esto. Pero un macho caribeño, joven y garañón, pone en riesgo su prestigio de semental si tiene un amigo maricón. Bueno, nunca me han importado las opiniones de los demás. Y las pocas veces que las he tenido en cuenta ha sido para joderme, equivocarme y al final tener que dejarlo todo y cambiar de rumbo.
Así que fui. Lo saludé. No me disculpé. Abrimos la botella. Su padre y su madre habían muerto. Se había casado tres años atrás. Me presentó a Lina, su mujer. Ésa era otra historia: habían sido novios en la escuela secundaria, apasionados y adolescentes, pero la familia de ella la presionó diciéndole que Aurelio era maricón, pianista, flaco, feo, encorvado, entre otros defectos. Ella lo dejó y se casó con un tipo que era todo lo contrario. Tuvieron dos hijos y él la engañó con todas las mujeres que pudo hasta que ella no resistió más y se divorció. Entonces comenzó de nuevo el romance entre Aurelio, pianista, erudito musical, y Lina, soprano. Ya cada uno tenía más de treinta años. Aurelio había dejado a un lado aquel aspecto de perrito apaleado que siempre tenía. Ahora se dedicaba con pasión a su mujer. Nos veíamos con frecuencia y por primera vez hablamos alegremente de sexo, en veinte años de amistad. Me contaba que se la templaba en la esquina de la cama, en la ducha, en la cocina, en todas las posiciones posibles. Una vez me mostró el Ananga Ranga, que tiene unas posiciones demasiado extrañas para quien no sea hindú.
No sólo se la templaba desaforadamente. También -y ante todo- le montaba un repertorio completo. Le enseñaba a cantar en italiano, alemán, francés. Vivía para ella. No tuvieron hijos. Él acabó de romper lo que quedaba de amor filial con su medio hermana -hija de un matrimonio anterior de su padre-. Se quedó más solitario aún. Se concentró en Lina y se lo jugó todo a esa carta. El matrimonio duró nueve años. Ella le dio sexo y sonrisitas. A cambio él la convirtió en una artista.
En los últimos tiempos ella andaba por ahí, de gira casi siempre. En otras ciudades o en otros países. Y Aurelio cada día más solitario. Ella rutilante, alegre y despreocupada. Él opacado y deprimido. Masticando el fracaso. Creo que le gustaba rumiar el fracaso y la soledad y no movía un dedo para mandarlo todo al carajo y salir de la oscuridad.
Ahora estaba en aquella cama, con un soplador de oxígeno en la nariz, y agujas de sueros pinchándole las venas. Muy nervioso, demasiado débil por la infección que le avanzaba por todo el organismo, resistente a cualquier combinación de antibióticos. Yo estuve unos años caminando por ahí y hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Tal vez dos o tres años.
Abrió un poco los ojos. Vio que era yo y trató de sonreírme. Empezó a hablarme muy bajo. Me acerqué para escucharlo. La sala estaba casi a oscuras y había silencio. De vez en cuando alguna enfermera entraba, encendía unas pocas luces, y repartía pildoras y medicinas a algunos pacientes. Después todo quedaba tranquilo de nuevo.
-Creo que me estoy muriendo, Pedro.
-No, no. No digas eso porque no es así, y reposa. ¿No tienes sueño?
-No. Lo que quisiera es empezar de nuevo. A veces creo que me voy a morir, pero en el fondo me parece que no. Que puedo empezar de nuevo. Si Lina regresara de España a lo mejor empezamos otra vez.
-¿Lina está en España?
-Sí. Me lo dijo ayer mi hermana. Tiene una gira por Italia y España. Y se fue. Me dejó inconsciente y se fue. Tenía que hacerlo, Pedro. Yo la comprendo. Si deja el espacio vacío enseguida la ponen a un lado. Ahhh, cómo la amo. Es lo único que tengo en la vida.
-¿Cómo vas a decir eso? ¿Y por qué se fue a Europa y te dejó muriéndote, chico? ¡No seas cabrón!
-Es que... para ella fue muy duro.
-¿Qué fue duro?
Aurelio respiró profundo unas cuantas veces y empezó a llorar. Se le salían las lágrimas. Lo dejé que llorara un rato, sollozaba y los mocos le tupían las mangueras de oxígeno en la nariz.
-Oye, contrólate. No llores más y aguanta. Estas mangueras se están tupiendo y te vas a morir pal carajo. Aguanta, aguanta.
-Yo lo que soy un maricón de mierda, Pedro Juan.
-¿A qué viene eso ahora? Deja eso.
-El problema fue que me enamoré de un muchacho, un tenor, que hace dúo con Lina. No pude contenerme, es un Adonis. Me gustó demasiado, y estuvo conmigo tres veces. Hicimos de todo. ¡Es más maricón que yo veinte veces! Pero se lo dijo a ella.
-¿Cómo? ¿Que se lo dijo a ella?
-Sí. No sé por qué. Se lo dijo. Estábamos ensayando los tres en la casa, alrededor del piano, y de pronto el muy maricón empezó a gritar, histérico. Le dijo que yo me le tiré a besarlo y a cogerle la pinga. Se hizo el violado y me puso a mí de violador. Eso es imposible porque él hace pesas y es como Charles Atlas, un masacote de músculos.
-Así y todo. ¿Tú no cogiste un palo y le partiste la cabeza?
-No, yo me puse tan nervioso que me dio por llorar. Además, Lina no me dio tiempo a nada. Me formó un escándalo que hasta los vecinos lo oyeron. Me gritó que ella siempre se lo había imaginado, y que yo le daba asco. Me lo repitió muchas veces. Que yo le doy asco. Y salió gritando de la casa que iba a buscar un abogado para divorciarse. Que se iba libre para Europa. Cuando me quedé solo en ese caserón tan grande, me puse demasiado triste y me dio tanta pena que todo el mundo supiera...
-¿A ti qué te importa la gente, Aurelio? Tu vida es tu vida.
-¡No, no!
-¿Y entonces te envenenaste?
-No. Todo eso sucedió al mediodía. Por la noche aún no había regresado. Y yo no podía salir de la casa. No tenía fuerzas para moverme de la butaca. Entonces recogí todas las píldoras que encontré en la casa y me las tomé y me inyecté aire en las venas con una jeringuilla, y me entré a cintarazos por la espalda. Hubiera querido tener un látigo para destrozarme. Quería hacerme pedazos. Descuartizarme. No quiero ni acordarme. Me volví loco.
-Bueno, cálmate ya.
-Me hace falta que Lina regrese. A lo mejor empezamos de nuevo. A mí ella me gusta mucho, Pedro Juan, me gusta mucho. ¡No sé por qué cono me tuve que enamorar de ese tipo! ¡Traidor de mierda, cínico!
Todo esto me lo dijo llorando a sollozos. Casi sin poder hablar. Rabiando. Después se quedó demasiado tranquilo, con los ojos cerrados. Llamé a la enfermera. Estaba inconsciente de nuevo. Ella le tomó el pulso y salió corriendo a buscar una camilla. Lo llevaron de regreso a la sala de terapia intensiva. Cuando entraron con él me detuvieron en la puerta:
-¡Espere ahí! Aquí no puede entrar.
Allá dentro oí gente corriendo y alguien, asustado, gritó:
-¡Está en paro, está en paro! ¡Un vibrador! ¿Dónde está el vibrador?
Y ya no pude más y me derrumbé a llorar como un niño. Una mujer se me acercó, me tocó por un hombro y me dijo: «Hay que ser fuerte, hijo, ¿tú tienes fe?» Yo me viré y la miré con furia. Creo que tenía un rosario y una Biblia en la mano:
-¡Qué fuerte ni qué cojones, señora! ¡Vayase pal carajo y déjeme en paz!

15
agosto

Elizabeth Bishop

Posted by La mujer Quijote in ,

Poeta, cuentista y traductora. Pese a tener una obra muy corta (su poesía ocupa poco más de doscientas páginas) ha recibido múltiples honores por ella, desde el Pulitzer hasta ser Poeta Laureada (en Estados Unidos eso significa ser el asesor en poesía de la Biblioteca del Congreso). Ha sido etiquetada como "icono de la poesía lesbiana" signifique eso lo que signifique.
No le gustaba hablar de su propia poesía “porque repiten siempre que tengo influencias de Marianne Moore, y esto no sucede más que en cuatro o cinco poemas”, y “porque hablan casi exclusivamente de mis imágenes y también tengo algunas ideas”.
La versión de los poemas es la de Ulalume González de León (la versión de "El iceberg" fue revisada por la propia autora).


El iceberg imaginario
Mejor el iceberg que la barca,
aunque significara el final de nuestro viaje,
aunque permaneciera inmóvil como una roca de nube
y todo el mar fuera mármol en movimiento.
Mejor el iceberg que la barca,
mejor ser amos de esta palpitante llanura de nieve
aunque las velas se postren sobre el mar
como nieve que yace sobre el agua sin disolverse.
Oh solemne campo flotante,
¿te das cuenta?: un iceberg reposa en ti
y podría apacentarse en tus nieves cuando despierte.

Por este escenario daría sus ojos un marinero.
La nave es ignorada. El iceberg se yergue
y vuelve a sumergirse; sus pináculos cristalinos
corrigen elípticas por el cielo.
En este escenario, aun quien frecuenta las tablas
es de una torpe retórica. El telón, tan ligero,
podría ser levantado por las más finas cuerdas
que con sus etéreos torzales ofrece la nieve.
Con sus agudezas, los blancos picos
provocan al sol. Su peso atreve el iceberg
por el cambiante teatro, de pie, vigilante.

Este iceberg labra sus facetas desde adentro.
Como las joyas de una tumba,
perpetuamente se conserva: adorno
de sí mismo tan sólo —o tal vez de esas nieves
tan sorprendentes sobre el mar tendidas.
Adiós, adiós, decimos. La nave zarpa hacia el sitio
donde olas a más olas y a más olas se rinden
y las nubes se deslizan por un cielo más cálido.
Los icebergs exhortan al alma a que los vea
(ya que se nutren ambos de los menos visibles elementos)
corpóreos, limpios, erguidos, indivisibles.


Pequeño ejercicio
Piensa en la tormenta que ronda por el cielo
como un perro en busca de un lugar donde dormir
escucha cómo gruñe.

Piensa cómo ha de verse el cordaje del mangle
tendido allí afuera e insensible al relámpago
en oscuras familias de fibras ásperas,

allí donde a veces una garza se despeina,
sacude sus plumas, hace un incierto comentario
cuando a su alrededor el agua brilla.

Piensa en el bulevar y las pequeñas palmeras
clavadas en fila, que se revelan de improviso
como puñados de flexibles peces —esqueletos.

Está lloviendo allí. El bulevar
y sus rotas aceras con hierbas en cada ranura
sienten el alivio de estar mojados, y el mar de refrescarse.

Ahora la tormenta vuelve a alejarse en una serie
de minúsculas, mal iluminadas escenas de batallas,
cada cual en “Otra parte del campo”.

Piensa en alguien que duerme en el fondo de un bote,
amarrado a las raíces del mangle o al pilote de un puente;
piénsalo indemne y apenas perturbado.


Invitación a Miss Marianne Moore
Desde Brooklyn, por encima del puente
de Brooklyn, en la mañana espléndida,
      por favor ven volando.
En una nube de substancias químicas,
ardientes y pálidas,
      por favor ven volando
al rápido redoble de miles de tambores
pequeños, azules,
que bajan desde el cielo aborregado
por las graderías resplandecientes
de las aguas del puerto,
      por favor ven volando.

Silbatos, gallardetes y humo estallan. Las naves
se hacen señales cordiales con multitud de banderas
que se elevan y se abaten sobre la bahía como pájaros.
Entran en escena dos ríos: graciosamente,
portan diáfanas, pequeñas, innumerables aguamares
en centros de cristal de roca sobrecargados de cadenas de plata.
Será un vuelo seguro. Que haya buen tiempo
es asunto arreglado. Las olas
corren en verso esta espléndida mañana.
      Por favor ven volando.

Ven: con zapatos negros que despidan
por las puntas, afiladas un destello de zafiro;
con una capa negra de alas de mariposas
y de ocurrencias; con sabe Dios
cuántos ángeles montados en la negra
y ancha ala de tu sombrero.
      Por favor ven volando.

Trae contigo un ábaco, musical, inaudible,
y un ligeramente reprobatorio entrecejo
y unas cintas azules.
      Por favor ven volando.

Hechos y rascacielos relumbran en la marea;
Manhattan, esta espléndida mañana,
está empapada en buenos principios. Entonces,
      por favor ven volando.

Montada en el cielo con innato heroísmo,
por encima de los accidentes y las películas inmorales,
por encima de los taxis y las injusticias de toda especie,
mientras soplan los cuernos en tus lindos oídos
que simultáneamente escuchan una suave,
no inventada música apta para almizcleros,
      por favor ven volando.

Tú, por quien se comportan los más rígidos museos
con igual cortesía que el gasta-reverencias
ave-macho; a quien esperan los afables
leones que descansan sobre la escalinata
de la Biblioteca Pública, ansiosos
por saltar y seguirte puertas adentro
hasta la sala de lectura,
      por favor ven volando.

Con dinastías de construcciones en negativo
que se vayan tornando ininteligibles
y caigan muertas a tu alrededor;
con una gramática que de improviso vire y brille
como el plumón de las aguanieves en pleno vuelo,
      por favor ven volando.

Ven como una luz por el cielo blanco
y aborregado, como un diurno
cometa provisto de una larga,
no nebulosa cola de palabras;
desde Brooklyn, por encima del Puente
de Brooklyn, en la mañana espléndida
      por favor ven volando.

01
agosto

Kate Chopin - "El hijo de Désirée"

Posted by La mujer Quijote in ,


El cuento, escrito en 1892, fue publicado en uno de los números de enero de 1893 de la revista Vogue. Posteriormente fue vuelto a publicar en el volumen de cuentos Bayou Folk en 1894.
Desconozco al autor de la traducción.
Aquí puede leerse el original en inglés.



Como era un día agradable, Madame Valmondé decidió ir hasta L’Abri a visitar a Désirée y su pequeño hijo.
Pensar en Désirée con un bebé la hacía sonreír. Le parecía mentira que hubiese pasado tanto tiempo desde que Désirée fuera, ella misma, una criatura; desde que Monsieur, al salir a caballo del portón de Valmondé, la hubiese encontrado dormida bajo la sombra de una gran columna de piedra.
La pequeña despertó en los brazos de Monsieur y empezó a gritar, llamando a «Dada». No sabía hacer ni decir nada más. Algunos pensaron que quizá, en forma espontánea, había caminado sola hasta ese lugar, pues ya tenía edad como para dar sus primeros pasos. Otros creían que había sido abandonada por una banda de tejanos, cuya carreta cubierta de lona, tarde aquel día, había cruzado en la balsa de Coton Maïs, un poco más abajo de la plantación. Con el tiempo, Madame Valmondé dejó de lado todas las especulaciones, excepto que Désirée le había sido enviada por la bondadosa Providencia para que ella la amara, ya que no tenía hijos de su propia sangre. Y la niña creció para convertirse en una joven dulce, bella, cariñosa y sencilla, la predilecta de Valmondé.
A nadie sorprendió, pues, que un día en que Désirée se hallaba recostada contra la columna de piedra —bajo cuya sombra había dormido dieciocho años antes—, Armand Aubigny, paseando a caballo y viéndola allí, se hubiese enamorado de ella. Ésa era la manera como todos los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Lo increíble era que no se hubiese fijado en ella antes, pues la conocía desde que su padre lo había traído de París, apenas un niño de ocho años, después de la muerte de su madre en aquella ciudad. La pasión que se despertó en él aquella mañana, cuando la vio en el portón, avanzó igual que una avalancha o un incendio en el bosque, como algo inefable que no se detiene ante ningún obstáculo.
Pero Monsieur Valmondé era un hombre práctico y quería que todo fuera debidamente examinado; por ejemplo, el origen desconocido de la muchacha. Armand la miró a los ojos y no le importó. Se le recordó que ella no tenía apellido. ¿Qué podía importar un nombre cuando él podía darle uno de los más antiguos y rancios de Louisiana? Encargó los regalos de casamiento a París, y esperó impaciente a que llegaran; entonces se llevó a cabo la boda.
Hacía cuatro semanas que Madame Valmondé no veía a Désirée y a su hijo. Al llegar a L’Abri, como siempre le sucedía, se estremeció ante la primera impresión. Era un lugar triste, que durante muchos años no había conocido la dulce presencia de una mujer, de una dueña. El viejo Monsieur Aubigny se había casado y había enterrado a su esposa en Francia; y Madame Aubigny había amado demasiado su tierra como para alejarse de ella.
El techo caía en pendiente inclinada, negro como capucha de monje, y bajaba más allá de las amplias galerías que rodeaban la casa de estuco amarillo. A su lado se erguían robles altos y austeros, cuyas largas y frondosas ramas ensombrecían la casa como un paño mortuorio. El joven Aubigny era estricto, además: bajo su mando, los negros llegaron a olvidar la alegría que habían disfrutado en los tiempos plácidos e indulgentes del viejo amo.
La joven madre se recuperaba lentamente y yacía recostada, entre muselinas y encajes, en un canapé. El bebé reposaba a su lado, todavía en sus brazos, donde se había dormido. La nodriza de piel cetrina estaba sentada frente a la ventana, abanicándose.
Madame Valmondé inclinó su corpulenta figura sobre Désirée y la besó, mientras la abrazaba con ternura un instante. Enseguida miró al niño.
—¡Éste no es el niño! —exclamó en tono sobresaltado. El francés era el idioma que se hablaba en esos días en Valmondé.
—Sabía que te ibas a sorprender —rió Désirée—, por la manera en que ha crecido. ¡El pequeño cochon de lait! Mira sus piernitas, mamá, y sus manos y uñas, uñas de verdad. Zandrine tuvo que cortárselas esta mañana. ¿No es cierto, Zandrine?
La mujer inclinó majestuosamente la cabeza cubierta por un turbante: —Mais si, Madame.
—Y su manera de llorar —continuó Désirée— aturde a todos. El otro día, sin más, Armand lo oyó desde la cabaña de La Blanche, que está tan lejos de aquí.
Madame Valmondé no le había quitado los ojos de encima al pequeño en ningún momento. Lo alzó en brazos y caminó con él hacia la ventana mejor iluminada. Lo examinó con cuidado y miró inquisitiva a Zandrine, que había desviado la cara para contemplar la campiña.
—Sí, el niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame Valmondé, despacio, mientras lo colocaba de nuevo al lado de su madre—. ¿Qué dice Armand?
El rostro de Désirée resplandeció de felicidad.
—¡Ah! Armand es el padre más orgulloso del condado, estoy segura. Sobre todo porque es un varón, que llevará su nombre, aunque dice que no..., que hubiera querido igualmente a una niña. Pero sé que no es cierto. Sé que lo dice para complacerme. Y, mamá... —agregó, atrayendo a Madame Valmondé hacia ella y hablando en voz baja—, no ha castigado a ninguno de ellos, a ninguno de ellos, desde que el bebe nació. Ni siquiera a Negrillon, que fingía haberse quemado la pierna para no trabajar... Armand sólo se rió y dijo que Negrillon era un gran pillo. ¡Ay, mamá, me asusta ser tan feliz!
Lo que decía Désirée era verdad. El matrimonio y luego el nacimiento de su hijo habían ablandado la naturaleza arrogante y exigente de Armand en forma notoria. Esto era lo que hacía tan feliz a la dulce Désirée, pues ella lo amaba con pasión. Cuando él arrugaba la frente, ella temblaba, pero lo seguía amando. Cuando él sonreía, no había para ella mayor bendición del cielo. Pero ningún enojo había desfigurado el semblante moreno y atractivo de Armand desde el día en que se había enamorado de Désirée.
Cuando el bebé tuvo alrededor de tres meses, Désirée se despertó una mañana con la sensación de que había algo imperceptible en el ambiente que amenazaba su tranquilidad. Al principio, el sentimiento era demasiado sutil para captar su sentido. Se trataba sólo de una insinuación inquietante, un aire de misterio entre los negros; apariciones inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían justificar sus visitas. Luego, un cambio extraño y terrible en el comportamiento de su marido, que ella no se atrevía a pedir que explicara. Al dirigirse a ella, él desviaba los ojos, despojados del destello amoroso de antaño. Se ausentaba del hogar; y cuando estaba en casa, eludía su presencia y la del bebé, sin ninguna excusa. Y, de pronto, el mismo Satanás parecía poseerlo en su trato con los esclavos. Désirée se sentía tan desgraciada que deseaba morir.
Una tarde calurosa estaba sentada en su habitación, en salto de cama, retorciendo indiferente entre los dedos el largo y sedoso cabello que le caía sobre los hombros. El bebé, semidesnudo, dormía en la cama de caoba de Désirée, un gran lecho semejante a un suntuoso trono, con el dosel revestido en satén. Uno de los pequeños mestizos de La Blanche, también semidesnudo, estaba de pie refrescando despacio al niño con un gran abanico de plumas de pavo real. Los ojos de Désirée se habían posado con tristeza, distraídamente, en el niño, mientras se esforzaba por penetrar en la niebla amenazadora que sentía cernirse sobre ella. Miró primero a su hijo y luego al niño que estaba de pie a su lado, y de éste a su hijo, una y otra vez. «¡Ah!» No pudo sofocar el grito. Es más, ni siquiera se dio cuenta de que lo había pronunciado en voz alta. La sangre se le heló en las venas y un sudor húmedo le empapó el rostro.
Intentó hablarle al pequeño mestizo, pero ningún sonido salió al principio de sus labios. Al oír su nombre, él miró a su ama, que le señalaba la puerta. Dejó a un lado el abanico, grande y suave, y obedientemente se deslizó, descalzo, por el piso lustroso, de puntillas.
Ella permaneció inmóvil, con los ojos clavados en su hijo, mientras su rostro se convertía en la imagen misma del terror.
Poco después, su marido entró en el aposento. Se acercó a la mesa y, sin prestarle atención, empezó a buscar entre los varios papeles que la cubrían.
—Armand —lo llamó, en un tono de voz que hubiera desgarrado a un ser humano. Pero él no se dio cuenta—. Armand —repitió. Entonces fue hacia él, tambaleándose—. Armand —dijo, una vez más, con sonidos entrecortados—, mira a nuestro hijo. ¿Qué significa? Dime.
Fríamente, pero con suavidad, él desprendió uno a uno los dedos que asían su brazo y le apartó la mano.
—¡Dime qué significa! —gritó, desesperada.
—Significa —le respondió, gentilmente— que el niño no es blanco; significa que tú no eres blanca.
La comprensión inmediata del sentido de aquella acusación le dio inusitadas fuerzas para defenderse.
—Es mentira, no es verdad, ¡soy blanca! Mira mi cabello, es castaño. Mis ojos son grises, Armand. Tú sabes que son grises. Y mi piel es clara —dijo, tomándolo de la muñeca—. Mira mis manos, más blancas que las tuyas, Armand —rió histéricamente.
—Tan blancas como las de La Blanche —replicó con crueldad, y se fue, dejándola sola con el niño.
Cuando ella pudo sostener una pluma en sus manos, le escribió una carta desesperada a Madame Valmondé.
«Madre, me dicen que no soy blanca. Armand me ha dicho que no soy blanca. Por amor de Dios, diles que no es cierto. Tú sabes, sin duda, que no es cierto. Me moriré. Debo morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo.»
La respuesta fue breve:
«Mi querida Désirée: regresa a Valmondé, regresa a tu madre que te quiere. Ven con tu hijo.»
En cuanto llegó la carta, Désirée la llevó al estudio de su marido y la puso sobre el escritorio delante de él. Ella parecía una estatua de piedra: callada, pálida, inmóvil.
En silencio y fríamente, él recorrió con la vista las palabras escritas. No dijo nada.
—¿Debo ir, Armand? —preguntó. El suspense en la voz delataba su angustia.
—Sí, vete.
—Quieres que me vaya.
—Sí, quiero que te vayas.
Armand pensaba que Dios había sido injusto y cruel con él; y sentía, de algún modo, que le pagaba al Señor con la misma moneda cuando desgarraba así el corazón de su mujer. Además, ya no la amaba; grande había sido la injuria, por inconsciente que fuera, con la que ella había manchado su casa y su nombre.
Ella le dio la espalda como si la hubiesen aturdido de un golpe y caminó despacio hacia la puerta, con la esperanza de que la volviese a llamar.
—Adiós, Armand —gimió.
Él no le respondió. Fue su última venganza contra el destino.
Désirée salió a buscar a su hijo. Zandrine estaba paseando al niño por la lúgubre galería. Lo tomó de los brazos de la nodriza sin ninguna explicación y descendió los escalones y se alejó bajo las frondosas ramas de los robles siempre verdes.
Era una tarde de octubre; el sol empezaba a hundirse en el horizonte. Afuera, en el campo, los negros recogían algodón.
Désirée no se había cambiado el salto de cama, blanco y fino, ni las chinelas que llevaba puestas. Nada cubría sus cabellos, y los rayos de sol arrancaban destellos dorados de sus mechones castaños. No se dirigió hacia el camino ancho y transitado que conducía a la distante plantación de Valmondé. Caminó a través de un campo desierto, donde el rastrojo lastimó sus exquisitos pies, calzados tan delicadamente, e hizo trizas su camisón vaporoso.
Desapareció entre los juncos y los sauces que crecían enmarañados a orillas del profundo e indolente pantano; y nunca más regresó.
Semanas después, en L’Abri, tuvo lugar una curiosa escena. En el centro de un patio posterior, barrido con pulcritud, había una gran hoguera. Armand Aubigny se encontraba sentado en el amplio zaguán desde donde dominaba el espectáculo; era él quien repartía, entre una media docena de negros, el material que mantenía vivo el fuego.
Una elegante cuna de madera de sauce, con todos sus primorosos adornos, fue puesta en la pira, que ya había sido alimentada con la suntuosidad de un magnífico ajuar de bebé recién nacido. Había vestidos de seda, y junto a éstos, otros de raso y de terciopelo; encajes, también, y bordados; sombreros y guantes, pues la corbeille había sido de excepcional calidad.
Lo último en desaparecer entre las llamas fue un pequeño manojo de cartas; inocentes garabatos diminutos que Désirée le había mandado durante los días de su vida en común. Quedaba una hoja suelta en la parte de atrás del cajón de donde había tomado el manojo. Pero no era de Désirée. Pertenecía a una vieja carta de su madre dirigida a su padre. La leyó. En ella, su madre le agradecía a Dios por haberla bendecido con el amor de su esposo.
«Pero, sobre todo», había escrito, «agradezco noche y día al buen Dios por haber dispuesto de tal manera nuestras vidas, que nuestro querido Armand nunca sabrá que su madre (quien lo adora) pertenece a la raza que ha sido marcada a fuego con el estigma de la esclavitud».