Andrei Platonov - "La patria de la electricidad"

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Este cuento da título a una recopilación de relatos (a la que pertenecen también los otros cuentos publicados en el blog) de Platonov que se publicó en 1926, momento a partir del cual empiezan sus problemas con el aparato estalinista.
La versión es la de José Manuel Prieto.


Transcurría el verano caliente y seco de 1921, en los días de mi juventud. Durante el invierno estudiaba electrotécnica en la escuela de artes y oficios, y en verano trabajaba en la central eléctrica de mi ciudad. El trabajo llegaba a extenuarme porque no había ningún motor de reserva en la central, y el único turbogenerador funcionaba sin descanso día y noche por segundo año consecutivo. La máquina debía ser atendida con tanta precisión, delicadeza y atención, que en ello se iban todas las energías de mi vida. Al anochecer no me unía a los jóvenes que paseaban por las calles de la ciudad, sino que regresaba a casa cayéndome de sueño. Mi madre me había preparado patatas hervidas, y comía al tiempo que me quitaba la chaqueta de trabajo y las alpargatas, para cuando acabara de comer estar lo más ligero de ropa posible e irme de inmediato a la cama.
A mediados del verano, una noche de julio, había regresado a casa como de costumbre y estaba durmiendo profunda y pesadamente, como si se hubiera apagado para siempre toda mi luz interior, cuando mi madre me despertó.
El presidente del comité ejecutivo de la región, Iván Mirónovich Chuniáyev, me había enviado a un guardia con una nota en la que me pedía que fuera a verlo inmediatamente a su apartamento. Chuniáyev, que había sido antes fogonero en una locomotora, también había trabajado con mi padre, y por él me conocía.
A medianoche ya estaba con Chuniáyev. Lo atormentaba el problema de cómo luchar contra las secuelas de la guerra civil y mejorar la suerte de todo el pueblo. Soportaba el turbio calor de aquel seco verano en el cual no había caído del cielo ni una gota de agua viva; toda la naturaleza olía a putrefacción y a despojos, como si ya se hubiera abierto una voraz tumba para el pueblo. Aquel año, hasta las flores no olían más que las virutas metálicas, el campo se cubrió de profundas grietas que recordaban las hendiduras entre las costillas de un flaco esqueleto.
-Dime una cosa, ¿sabes tú qué es la electricidad? - me preguntó Chuniáyev -. ¿Es un arco iris o qué?
-Es un rayo - dije yo.
-¡Ah, un rayo! - repitió Chuniáyev -. ¡Muy bien! Tormenta y aguacero. De acuerdo. Correcto, necesitamos un rayo, correcto... Porque, hermano, la situación es tan crítica que sólo un rayo podría terminar de una vez con este calor. Mira, lee lo que escribe la gente.
Chuniáyev cogió de la mesa una carta escrita en un papel impreso del Soviet Rural y me la alargó. Alguien en el Soviet Rural de la aldea Verchovka había escrito lo siguiente:
Al presidente del comité ejecutivo de la región, camarada Chuniáyev y a todo el presidium:
¡Camaradas y ciudadanos, en medio de tanta pobreza no gastéis en vano vuestra elocuencia! Se alza como una torre nuestro poder científico, y la torre de los lagartos y la sequía será destruida por la mano sabia. No hemos sido nosotros los que hemos creado este valle de lágrimas, pero todo lo reformaremos íntegramente. Y habrá huevos y gallinas para todos y cada uno, y la vida será más plena y sorprendente. Hoy la inteligencia comunista vigila insomne y no habrá quien impida el influjo de la ciencia sobre la tierra... Es grande nuestro corazón guerrero, dejad de llorar, porque ya pasará el vacío sepulcral en los estómagos, y llegado será el día en que comamos pedazos de pastel. Ya se oye el retumbar de las máquinas y el susurro de la energía eléctrica. Pero nuestra aldea, Verchovka, necesita ayuda para obtener más mejoras, porque esa máquina que fue de los blancos y actuó como intervencionista, que nació ajena, no llega a concebir en su mente cómo sernos útil. ¡Y se aflige mi fatal corazón y en mi cerebro arde una lágrima cuando pienso en la causa universal!
Escribano Stepán Zharionov, suplente temporal del presidente del Soviet (que ha salido por breve tiempo a contraatacar a todos los bandidos parásitos y que no regresará a casa hasta la victoria general).
Por lo visto, el escribano Zhariónov era poeta. Chuniáyev y yo, sin embargo, éramos prácticos, gente de trabajo. Así y todo, a través de la poesía, del entusiasmo de aquel escribano, logramos ver la realidad que atravesaba aquella lejana y desconocida aldea. Percibimos la luz en la triste penumbra de un reducido espacio, la luz humana en una tierra muerta, asfixiada; vimos los cables que colgaban de los viejos setos, y también la esperanza en la construcción del mundo del comunismo, la esperanza necesaria para emprender las tareas cotidianas, la esperanza que nos hace sentir personas; y esta esperanza nuestra se convirtió en luz eléctrica, aunque por el momento sólo había llevado la luz a lejanas y diminutas isbas de paja.
«Ve con ellos, ayúdales - me pidió Chuniáyev -. Has comido nuestro pan mucho tiempo, mientras estudiabas. Llegaremos a un acuerdo con la central eléctrica, te dejarán ir.»
Al día siguiente por la mañana partí para Verchovka; mi madre me coció unas patatas, puso algo de sal y pan y tomé hacia el sur por estrechos senderos. Caminé durante tres días, porque no tenía mapa y resultó que había tres Verchovka: la Alta, la Vieja y la Pequeña y pobre Verchovka. Pero el escribano, el camarada Zhariónov, sin duda pensaba que su Verchovka era famosa, única en el mundo y célebre en todo el planeta, como Moscú, de ahí que no añadiera a su aldea su nombre adicional. La Verchovka de Zhariónov resultó ser precisamente la Pequeña y pobre, lo que la distinguía de las otras Verchovkas.
Dejé atrás las dos Verchovkas, en las que no había plantas de electricidad, y llegué a la Verchovka Pequeña al mediodía de la tercera jornada de camino. Me detuve antes de entrar a la aldea porque vi una gran nube de polvo junto al camino y a una muchedumbre que marchaba por la tierra desnuda y seca. Esperé a que se acercaran y entonces vi a un pope con sus ayudantes, a tres mujeres que portaban unos iconos y a unos veinte fieles. En este lugar comenzaba la pendiente de un viejo barranco en donde el viento y las lluvias de la primavera habían depositado un fino polvo proveniente de los extensos campos.
La procesión bajó al fondo del barranco y ahora avanzaba sobre el polvo, hacia el castigado camino.
Al frente iba el pope, extenuado, mustio, con el pelo gris. Cantaba algo en el caluroso silencio de la naturaleza y sacudía su incensario sobre las plantas silvestres y taciturnas que encontraba en el camino. A veces se detenía y levantaba la cabeza al cielo, hacia el seco resplandor del sol, y entonces la desesperación y la furia aparecían en un rostro por el que corrían gotas de sudor y lágrimas. Sus acompañantes se persignaban ante el espacio, se arrodillaban en el polvo y se inclinaban hacia la desdichada tierra, asustados por la vastedad del mundo y la debilidad de los dioses humanos cuyos iconos portaban llorosas ancianas, sobre sus vientres flácidos, que hacía mucho habían dejado de parir hijos. Dos pequeños - un niño y una niña - vestían sólo camisas y seguían descalzos a la multitud religiosa y, deseosos de aprender, miraban lo que hacían los adultos. Aquellos niños no lloraban ni se persignaban, sólo sentían miedo y guardaban silencio.
Junto al camino había un gran foso de donde, en otro tiempo, habrían sacado arcilla. La procesión se detuvo al borde del foso, orientaron los iconos hacia el sol, la gente bajó al foso y se acostaron a descansar en la sombra, a los pies de la pared de arcilla. El pope se quitó los hábitos y se quedó en calzones, por lo que los niños enseguida empezaron a reír.
Un gran icono, apoyado en un montón de arcilla, representaba a la Virgen María, una mujer joven y sola, sin Dios en los brazos. Examiné atentamente el cuadro y medité sobre él, mientras las devotas seguían a la sombra ocupadas en sus propios asuntos: despiojarse entre sí.
Un pálido y tenue cielo rodeaba la cabeza del icono de María. Su mano visible era nudosa y grande, y no encajaba con la belleza morena de su rostro; su fina nariz y sus grandes ojos no eran los de una persona trabajadora, porque unos ojos así se cansarían demasiado rápido. Me interesó la expresión de esos ojos, que miraban sin sentido, sin fe, impregnados de tanto dolor, que toda su mirada se había oscurecido hasta hacerse impenetrable, sin vida, despiadada.
Ninguna ternura, profunda esperanza o sentimiento de pérdida podía discernirse en los ojos de la Virgen, aunque no tenía a su hijo en brazos como de costumbre; su boca tenía pliegues y arrugas, lo que mostraba que había conocido las pasiones, las preocupaciones y la cólera de la vida común: era una mujer trabajadora, atea, que vivía por sí misma y no por la gracia de Dios. Y el pueblo, al mirar ese cuadro, quizá también comprendiera secretamente la verdad de su intuición sobre lo absurdo del mundo y la necesidad de actuar.
Junto al icono descansaba una consumida anciana, de la estatura de un niño, que me miraba distraídamente con ojos sombríos. Tenía la cara y los brazos cubiertos de arrugas, como formados por las convulsiones del sufrimiento, y en su mirada se reflejaba la perspicaz inteligencia de quienes han pasado grandes pruebas en su vida. Quizá sabía más que toda la ciencia económica y podría ser un miembro honorario de la Academia de Ciencias.
Le pregunté:
-Abuela, ¿por qué habéis salido en procesión y rezáis? Dios no existe en absoluto. No lloverá.
La vieja estuvo de acuerdo conmigo:
-¡Seguro que no existe, tienes razón!
-¿Y para qué entonces os persignáis? - le volví a preguntar.
-¡Nos persignamos en vano! Yo ya he rezado por todos: por mi marido, por mis hijos, pero no ha quedado nadie, todos han muerto. ¡Es que, hijito, sigo viva por costumbre, no porque quiero! Mi corazón late por su cuenta, sin pedirme permiso, y mi mano se persigna por sí sola: Dios es nuestra desgracia... Mira cuántas pérdidas... Hemos arado, hemos sembrado, pero lo que ha crecido no sirve para nada...
Apenado, guardé silencio. Luego dije:
-Mejor no le reces a nadie, abuela. La naturaleza no entiende de palabras ni de oraciones; sólo le teme a la inteligencia y al trabajo.
-¡A la inteligencia! - pronunció la abuela con absoluta claridad de conciencia -. Yo he vivido tantos años que sólo me queda inteligencia en los huesos. La carne hace ya tiempo que se me desgastó en el trabajo y en las preocupaciones. Ya casi nada me queda que pueda morir, todo ha ido muriendo poco a poco. ¡Mira cómo estoy!
La viejecita se quitó el pañuelo con mansedumbre y vi su cráneo calvo, sus huesos desgastados, ya listos para descomponerse y devolver al codicioso polvo terrestre su paciente inteligencia, que había acumulado pobremente y que sólo había conocido trabajos y penas.
-Cuando llegue el invierno me inclinaré ante el vecino - dijo la vieja - y lloraré a la puerta del rico. Quizá me den algún puñado de trigo que me alcance hasta el verano; y en el verano lo pagaré con mi duro trabajo: por un saco devolveré saco y medio, más cuatro días de trabajo, más unos cinco sacos de honores... ¿Es que acaso sólo debemos inclinarnos ante Dios? ¡Le tememos al viento, a la helada, al aguacero y a la sequía, al vecino y al desconocido! ¡Nos persignamos ante todos! ¿Acaso rezamos porque amamos? ¡Y es que ni tan siguiera tenemos con qué amar!
Dejé a la viejecita lleno de pesar y reflexiones. Tras descansar, la multitud comenzó a reunirse de nuevo y la procesión que había implorado para que lloviese se encaminó de regreso a la aldea. Sólo quedó la viejecita con la que había conversado.
La vieja quería descansar un poco más, y de todos modos ya no podría dar alcance a los demás con sus piernas de niña, porque todos se habían ido deprisa, como a sus asuntos, y hasta el pope mismo se había puesto sus pantalones.
Al ver su estado, cargué a la vieja en brazos, como si fuera una niña de ocho años, y salí rumbo a la aldea, consciente de todo el valor eterno de esta eterna trabajadora.
En la aldea, en una isba junto al camino, la vieja bajó de mis brazos. Me despedí de ella, le di un beso en la mejilla y decidí dedicarle mi vida, porque cuando somos jóvenes nos parece que la vida es larga y que tendremos amor suficiente para todas las viejas.
Verchovka resultó ser una aldea pequeña, de no más de treinta casas, la mayoría en mal estado; los troncos inferiores de sus vetustas viviendas habían comenzado a pudrirse junto a la tierra. El flagelo del imperialismo guerrero había convertido todo lo visible, los logros y la riqueza acumulada por generaciones, en una especie de cementerio.
Un niño, que después no volví a ver, me condujo gustoso a la planta eléctrica, a media legua de la aldea, junto al abrevadero público de la carretera.
Una motocicleta inglesa de dos cilindros, de la firma Indian, había quedado enterrada hasta sus ejes, y con rugiente fuerza hacía girar la correa de una dínamo. Ésta estaba formada por dos cortos troncos y temblaba al dar vueltas tan deprisa. En el sidecar un hombre ya mayor fumaba un cigarro; junto a él se levantaba un poste alto con un foco que iluminaba el día. Lo rodeaban carretas con caballos sin enganchar que comían su pienso. Sobre las carretas algunos campesinos observaban con placer el rápido trabajo de la máquina. Algunos de ellos, de flaco aspecto, expresaban abiertamente su alegría, se acercaban al mecanismo y lo acariciaban como a un ser querido, sonriendo con tanto orgullo como si participaran en aquella empresa, aunque en realidad eran vecinos de otra aldea.
El mecánico de la planta eléctrica, el hombre sentado en el sidecar, no prestaba atención a la realidad que lo rodeaba. Con aire pensativo y penetrante imaginaba el fuego, el elemento desencadenado en los cilindros de la máquina, y con mirada apasionada escuchaba, como lo haría un músico, la melodía del torbellino de gas disparándose a la atmósfera.
Le pregunté en alta voz al mecánico para qué tenía la máquina trabajando al vacío, si era sólo para alimentar aquel foco en el poste, por qué hacía trabajar por gusto la máquina y quemaba combustible.
-No es por gusto - dijo con indiferencia el mecánico. Salió del sidecar y pasó la palma de su mano por el rodamiento de la dínamo, junto a una enorme polea de fabricación casera, de madera, que la hacía girar -. No es por gusto - volvió a decirme el mecánico -. Trabajamos por la noche. Ahora sólo alimentamos la máquina y la hacemos girar para su provecho, para que todas sus partes se acostumbren unas a otras en el roce. Además, también nos vanagloriamos ante los extraños, a manera de agitación. ¡Que nos miren y nos admiren!
Las palabras del mecánico sobre el trabajo experimental de la planta eran atinadas, porque el motor de la motocicleta era viejo, proveniente de los caminos de la guerra, seguramente habían cambiado algunas piezas de fábrica por otras hechas en la herrería local, a mano, y era necesario probar aquellas piezas y dejar que trabajaran un tiempo.
Estudié en silencio la construcción de la planta eléctrica, y no volví a dirigir la palabra al pensativo mecánico. Bajo el sillín de la motocicleta leí su número de fabricación: E-O-401, y más abajo encontré una inscripción diminuta, en inglés, que traducida al ruso decía «división colonial real británica número 77».
De la planta a la aldea, los cables iban bajo tierra, y por las noches, las ventanas de las isbas brillarían solemnemente protegiendo la revolución de las sombras.
El mecánico se me acercó y me alargó una petaca con tabaco.
-Fuma, te sentirás mejor - me dijo -. ¿Qué miras? Seguro que has trabajado con una trilladora y ya piensas que sabes de motores.
-Nunca he trabajado en una trilladora - le respondí, y acto seguido le pregunté -: ¿Con qué alimentáis la máquina?
-Con alcohol de trigo, ¿con qué otra cosa? - suspiró el mecánico -. Destilamos un aguardiente fuerte, que es lo que utilizamos para alumbrar.
-¿Y con qué la lubricáis? - me interesé.
-Con lo que tenemos a mano - respondió -. Filtramos lo que conseguimos pasándolo por un trapo, y lo usamos para lubricar.
-¿No te da lástima gastar trigo para esto? - le dije -. ¿Acaso vale la pena?
-Sí que me da lástima - admitió el mecánico -, pero ¿qué podemos hacer? No tenemos otro combustible.
-¿Y de quién es el trigo que usáis?
-Del pueblo, de quién iba a ser, de la sociedad - me explicó el maquinista -. Reunimos para un fondo de ahorro, y ahora sacamos trigo de ahí y de otros lados...
Me asombró que los aldeanos dieran gustosos el trigo de la cosecha del año anterior para la máquina, cuando este verano la cosecha había sido mala por la sequía.
-Es porque no conoces a nuestro pueblo - dijo lentamente el mecánico, que no dejaba de escuchar el trabajo de la máquina. Ahora estábamos lejos de ella, junto a los establos -. Si no hay qué comer, entonces el pueblo necesita leer. Aquí, en Verchovka, la biblioteca es buena, la heredamos del hacendado. Ahora los campesinos leen libros por las noches, algunos en voz alta, otros aprenden a leer... Y nosotros damos luz a sus isbas, de modo que tenemos luz y lectura. Hoy el pueblo no tiene otra diversión, así que por lo menos tenga luz y lectura.
-Si no usaras trigo para alimentar la máquina, sería aún mejor - le aconsejé -. Entonces tendrían pan, luz y lectura.
El mecánico me miró de reojo, pero sonrió cortésmente.
-No te dé lástima el trigo: de todos modos es trigo muerto, no sirve para comer... Teníamos un kulak aquí, Chúyev Vanka; él y toda su familia se fueron con los blancos, pero antes enterró su trigo en el campo. El camarada Zhariónov y yo buscamos ese trigo todo un año, y cuando lo encontramos ya se había asfixiado, estaba muerto, demasiado podrido para comerse, pero para destilar alcohol, para esta química maligna, sí sirve. ¡Y había mucho trigo enterrado! Unos cuatrocientos puds. Y no hemos tocado el fondo de ahorro y de ayuda mutua, que sigue teniendo la misma cantidad de trigo, veinte puds. Nuestro presidente no te regalará ni un granito hasta que empieces a hincharte del hambre. Y es que no se puede de otro modo, sino...
Y aquí el mecánico interrumpió su discurso y se lanzó hacia la planta, porque la correa había saltado de la polea de la dínamo.
Yo regresé a Verchovka. En las afueras de la aldea una chimenea lanzaba humo sin cesar. Fui hasta aquella isba que se calentaba extrañamente a pesar del calor del verano. La isba, a juzgar por el patio y el portón, era de las abandonadas, parecía sin dueño. La hierba cubría el portón y el patio, donde crecía una hierba dura y espesa, de esa que lo mismo soporta el bochorno estival que los vientos y los aguaceros, y que jamás muere.
Dentro de la isba descubrí un horno al que habían instalado un alambique. En el horno quemaban raíces, y junto al tubo de salida del alambique, en un banquillo, vi a un viejecito alegre, de aspecto dichoso, iluminado por la llama del horno, y que sostenía un jarrito en su mano derecha y una patata salada en la izquierda. El viejo, seguramente, esperaba la próxima salida del insano líquido para probarlo y comprobar si servía para alimentar la dínamo o si todavía estaba flojo. Su propio estómago y los intestinos del viejo catador le servían como instrumento para probar el combustible.
Salí al patio a examinar el tendido eléctrico, que no había descubierto en la calle. Habían fijado el cable a las paredes de los cobertizos, atravesaba los patios colgado de algunos sauces o simplemente lo habían fijado en varas de seto amarradas entre sí. De éstas salían ramificaciones a las viviendas y a los patios. En aquella zona desprovista de bosques no era posible encontrar postes para un tendido eléctrico normal. Y desde el punto de vista económico, así como desde el punto de vista técnico, la solución que habían encontrado para transmitir la electricidad era la única posible y correcta.
Sin embargo, como temía que el tendido aéreo provocara un incendio, fui por los patios atravesando los setos con largas pértigas que rodeaban las propiedades vecinas, y por todos lados examiné las colgaduras y cómo habían fijado los cables maestros. El tendido era bueno, los cables no pasaban cerca de la paja ni de sustancias inflamables capaces de arder por sobrecalentamiento del cobre conductor.
Ya tranquilo en cuanto al peligro de incendio, encontré un sitio fresco y retirado a la sombra de un gavillero y me acosté allí a descansar.
Al poco rato, sin haber descansado como quería, me vi obligado a interrumpir mi sueño porque alguien me tocó con el pie para despertarme.
-¡No es hora de dormir, no es hora de dormir! ¡Es hora de entender el mundo y levantar a los muertos de sus tumbas! - pronunció un desconocido sobre mí.
Horrorizado, desperté de mi sueño. El tardío calor del sol, como un delirio, dominaba la naturaleza. Sobre mí se inclinó alguien de cara bondadosa, arrugada por el entusiasmo, y me saludó hablando en rima, como a un hermano en la vida luminosa. Esto me hizo caer en la cuenta de que tenía ante mí al escribano del Soviet Rural, la persona que había escrito la carta al Soviet Ejecutivo Provincial.
-¡Levántate, desencadénate en los elementos, que ya se agita, ya el cielo se ha abierto, los bolcheviques gritan y echan abajo el infierno!
Yo no tenía la mente para poesía, sino para el cálculo. Me levanté y hablé al escribano de la planta eléctrica movida por la motocicleta y de que debíamos conseguir una bomba.
-El viento ha dispersado todos mis pensamientos - me respondió el escribano -, no puedo ahora pensar en tu... Pero ¿luego qué? - me preguntó de pronto.
-¡En tu bomba! - terminé yo por él para ayudarlo.
-¡En tu bomba...! Vamos a mi hacienda - continuó el escribano inspirado -. Me contarás todo sin prisa, si esperas una tumba o una boda, y qué dolor aflige tu alma.
En el Soviet Rural expuse detalladamente mi plan al escribano de la aldea, todo lo relativo a la irrigación de la tierra seca para acabar con las procesiones religiosas que pedían agua al cielo.
-¡Veo tu frente joven! - exclamó el escribano -. ¡En repuesta retumba aquí - y se señaló el pecho - mi corazón combativo!
Le pregunté:
-¿Tienen ustedes alguna tierra comunal cercada, que no tenga muchos dueños?
Sin detenerse a pensarlo, el escribano me proporcionó la información necesaria:
-Tenemos una tierra como esa de la que hablas. Era de las vacas. Ahora pertenece a las viudas y se la han asignado a las familias, ¿cómo se las llama...? - perdió de pronto el hilo -, ¡a las familias de los guardias rojos heridos de gravedad! - añadió el escribano -. Tiene cuarenta desiatinas, que labra, siembra y cosecha el órgano del poder: ¡el Soviet Rural! Antes había allí un pueblo viejo, ahora es un erial, sin embargo quedó el abono y el grano crece como el humo que en invierno sale de las chimeneas. Pero ¡ahora, claro está, todo se ha secado, sin agua y sol no la necesitamos!
Me di cuenta de que quizá la fuerza de la motocicleta no bastaría para aportar la humedad necesaria para cuarenta desiatinas. De todos modos resolví regar al menos parte de la tierra más necesitada, la de las viudas y la de los guardias rojos.
Al oír mi proposición, el escribano no pudo seguir expresándose y rompió a llorar.
-Lloro porque veo cómo coinciden las circunstancias - dijo poco después, sin recurrir a la rima.
En el transcurso de los dos días siguientes, el escribano, el mecánico de la planta eléctrica y yo trabajamos para instalar la motocicleta en su nuevo lugar, en la orilla del río Proshbi, que fluía débilmente en el desmayo del bochorno. Aquí, en la orilla, comenzaba la tierra de las viudas y los guardias rojos que el Soviet Rural araba con caballos comunales. A pesar de lo fértiles que suelen ser los terrenos bajos junto al río, allí sólo crecían pequeños brotes de patata, y un poco más allá pequeños tallos de mijo; pero todas las plantas estaban debilitadas, las cubría el polvo mortal de calientes torbellinos y se doblaban para volver a la oscuridad de la ceniza y la semilla primigenia, otra vez muertas.
En estos sembrados crecían pacientes nabos, las pálidas flores del crisóstomo, que recordaban la cara de un loco, y también la cizaña, que siempre cubre la tierra en la sequía.
Toqué la tierra; parecía ceniza, quemada por el sol. El primer huracán levantaría todo el polvo fértil y lo dispersaría en el espacio sin dejar huella.
Tras instalar la motocicleta, el escribano y yo pensamos en la bomba. La buscamos por los cobertizos de los mujiks ricos, los que habían robado a los hacendados con mayor sangre fría y codicia, y encontramos muchos bienes, incluso cuadros de Picasso y bidés de mármol, pero ninguna bomba.
-La diversión de vivir y disfrutar - me dijo el escribano -.
No hay bomba. En cambio, hay amor y una taza para lavarse.
Tras pensarlo un poco, le quité la gruesa hebilla a aquella motocicleta que había pertenecido a la unidad interventora inglesa, y con ella confeccioné en la herrería dos hélices. Luego, por orden del escribano, arrancaron el tejado de hierro de la casa del Soviet Rural, y utilicé este metal para confeccionar las restantes cinco hélices, así como un cárter para la bomba, los tubos para absorber el agua y los canales para bombear el agua al campo.
Otros tres días el mecánico de la planta eléctrica y yo trabajamos en la motocicleta, hasta que ajustamos cinco hélices a los radios de su rueda trasera y metimos la rueda en el cárter. De este modo construimos una bomba centrífuga con la rueda de la motocicleta. Organizamos una bomba de agua en lugar de la planta eléctrica. Sin embargo, la bomba no afectaría nada: cuando el agua no hiciera falta, se podía volver a hacer girar la dínamo y alimentar con corriente las isbas.
Después de cinco días de trabajo agotador, sin los instrumentos y los materiales necesarios, entre la incomodidad del campo, el mecánico y yo pusimos en marcha el motor de la motocicleta, y el agua regó la tierra de las viudas y de los guardias rojos, pero su chorro era débil, unos cien cubos la hora, y todavía había que repartir agua por todos los sembradíos, lo que exigiría el esfuerzo de la población. Además, cierta cantidad de agua se perdía en las junturas poco firmes de nuestros tubos, lo que nos afligió aún más. Sin embargo, el escribano no se amilanó y dijo:
-¡Que la ciencia nos dé una sola gota, y nosotros exprimiremos un mar con el torso de las masas!
Al día siguiente, el escribano y veinte mujeres acompañadas de cuatro aldeanos pobres y ya viejos bombearon agua al fondo del campo, pero la corriente de agua se agotó cerca de la bomba. De las grietas del suelo, asustados por el agua, salieron lagartijas, arañas, gusanos secos de raza desconocida y diminutos insectos duros, como hechos de cobre; todos los que, por consiguiente, heredarían la tierra si las nubes no llegaban a juntarse en la atmósfera y las gentes morían.
Las viudas y las aldeanas pobres nos rodearon y comenzaron a quejarse de la poca agua y de la débil fuerza de la máquina. Las escuchamos avergonzados pero sin temor, mientras el escribano pronunciaba, para consolarlas, las palabras finales. Miró al cielo neblinoso, cansado de aquel verano salvaje, y habló de lo ocurrido con el rostro iluminado, entre el silencio de la cegadora y horrible naturaleza.
-¡Todo se seca, se quiebra, tanto el suelo como la hierba...! Pero queremos vivir a toda máquina, por cuanto los hombres tenemos cabeza. Se nos ha dado, además, no por gusto... ¡Porque no somos hierro, ni ganado, ni arena gorda, debemos aguantar toda la vida, y no podemos morirnos sin alcanzar la victoria!
El bochorno y el sufrimiento agotaron al escribano, pero su rostro ahora era otro, más claro y pensativo, aunque no había perdido la bondad de sus pliegues. Y, en prosa, dijo a las viudas que lo miraban asombradas y con una sonrisa de compasión:
-Id, mujeres, a seguir cavando la zanja. Esta máquina es una intervencionista. Antes estaba a favor de los blancos y ahora no quiere bombear nuestro huerto proletario...
Con la avidez de la reflexión apasionada, el mecánico observaba el intenso trabajo del motor; la máquina trabajaba a bajas revoluciones y ahogadamente, por la sobrecarga. Yo palpé el cuerpo de la maquina, noté que se calentaba mucho y sufría. El aguardiente explotaba en sus cilindros con dura fiereza, pero el lubricante, de mala calidad, no se sostenía en las partes en fricción y no los envolvía con su tierna película. El motor trepidaba en su marco, y una fina voz proveniente del interior de su mecanismo advertía sobre un mortal peligro.
Yo comprendí a la máquina e interrumpí aquella dañina marcha en seco. Luego quitamos el cárter de la rueda que servía de bomba centrífuga, bajé a cuatro el número de hélices en la rueda y volvimos el cárter a su lugar. Yo quería disminuir la carga del motor, para que alcanzara mayor velocidad, lo que haría que cuatro hélices trabajaran mejor que siete.
Entretanto cayó la noche. Todos se fueron a descansar. Solo el camarada Zhariónov y yo quedamos a la orilla del debilitado y menguado río. No tenía prisa en volver a poner en marcha el motor. Quería cerciorarme de algo más para lograr un funcionamiento más libre de la máquina.
El sol se ocultó en aquel cielo cruel, recalentado. Debajo, en la tierra, se hizo oscuro y quedaron gentes preocupadas, con un pesado sentimiento en su corazón, abatidos en sus isbas, sin ninguna protección contra la desgracia y la muerte. Al poco rato, los hijos del escribano llegaron a verlo. Eran un niño y su hermana, los mismos que había visto en la procesión que rogaba para que lloviera. Se veían muy flacos por el hambre y la falta de hogar, y se lanzaron en brazos de su padre, alegres por haberlo encontrado y porque pasarían la noche juntos en la horrible y sofocante oscuridad; ya no pedían pan, alegres por tener un padre que los quería y que tampoco comía. El escribano abrazó sus delgados cuerpos y comenzó a buscar en sus bolsillos algo de comer, pero sólo encontraba basura y papeles del Soviet Ejecutivo. Entonces resolvió calmar a sus hijos con su calor, los abrazó con sus enormes brazos ahora inactivos, los acercó a su estómago caliente, y los tres quedaron dormidos sobre la tierra. Seguramente la madre de estos niños había muerto, y vivían solos con su padre.
Yo caí en la cuenta de lo que debía hacer. Torcería una mecha de estopa, metería un extremo en el barril con agua y envolvería el cilindro del motor con la mecha restante. El agua, entonces, subiría por ella y la máquina percibiría el frescor y daría más potencia. Encontré estopa en el sidecar, en el cajón del mecánico, y hacia la medianoche terminé el trabajo. Luego me acerqué a la familia de Stepán Zhariónov, que dormía, y sin saber qué hacer, si bombear agua para garantizarle comida para el otoño a estas gentes o esperar, porque despertaría a los niños con el ruido del motor y el hambre comenzaría a torturarlos de inmediato.
Al poco tiempo tuve que regresar a la aldea, donde se oyó la explosión de un barril y luego el borbotear del vapor, y quedó en silencio. El escribano despertó, levantó su soñolienta cabeza y dijo en verso: «En mi cerebro mis niños gritan, se agitan», y volvió a quedarse dormido.
Teniendo en cuenta el profundo sueño de la familia, que no había oído la explosión del barril, puse en marcha el motor. Hacia los negros campos fluyó un grueso torrente de agua que salía por el tubo de la bomba; ahora el motor giraba a buena revolución, se calentaba poco y su sufrida voz de cansancio había dejado de cantar desde las profundidades de su rígido ser. Caminé alrededor de la máquina, que latía de la tensión, y contemplé satisfecho el tranquilo paso de la noche por el mundo; que el tiempo esperara, porque no pasaba en vano: la máquina trabajaba bien y bombeaba agua a los secos campos de los pobres.
Medí con un cubo la salida de agua por minuto. Resultó que la bomba daba unos doscientos cubos a la hora, dos veces más que antes. En mi bolsillo encontré un pedazo de pan ya seco, y comencé a comer, procurando acabar con él lo antes posible. En lo más profundo de mí mismo temía que los niños se despertaran de pronto y me pidieran de comer... Cuando ya terminaba de masticar, me incliné sobre los niños, que respiraban turbia y desacompasadamente en el aburrido sueño que había aplacado en ellos el sufrimiento del hambre. Sólo su padre dormía con una expresión feliz, rutinaria, en su rostro. Él dominaba su cuerpo y todas las torturantes fuerzas de la naturaleza. La mágica tensión del genio alegraba sin cesar su corazón, que creía en el poderoso destino de la humanidad proletaria.
Por lo visto, algo agitó la conciencia del escribano. Este abrió los ojos, y al ver que masticaba algo, me dijo como si no hubiera estado durmiendo:
-Ya es hora de no sólo sufrir en esta vida, sino también de masticar pan...
Del susto, me tragué el resto del pan y me quedé pensativo.
Por la oscuridad del valle fluvial se acercaron a la máquina dos personas, el mecánico y una vieja desconocida de alta estatura.
-Ve ahora - dijo la vieja -, ve ahora y levanta a mi esposo: se desplomó, perdió el sentido y su corazón dejó de latir. Para vosotros, diablo, estaba haciendo ese café...
Indiferente, aprendiendo a mantener la sangre fría ante los acontecimientos, me dirigí al mecánico. Éste me presentó a la mujer como la esposa del viejo que destilaba día y noche el aguardiente para alimentar el motor. En vistas de la falta de un instrumento para medir los grados, el viejecito solía sostener en una mano un jarrito y en la otra un pedazo de algo salado, una patata u otra cosa, y aguardaba en la punta del serpentín hasta que comenzaba a gotear de él. Pero hoy el viejecito no sintió a la primera degustación la calidad del combustible; cerró la llave del serpentín, echó más leña al fuego y se quedó dormido con su jarrito vacío en una mano y la patata en la otra; la caldera acumuló presión, explotó, y un poderoso gas lanzó al viejo de la isba arrancando la puerta y dos bastidores de ventana. Ahora el viejecito volvía en sí poco a poco, y mañana comenzaría a reparar la instalación.
-¿Qué quieres? - le pregunté a la vieja -. Se trata de un accidente. No tenemos la culpa.
-Algún tipo de privilegio - respondió la vieja entre juramentos.
-De acuerdo, lo escribiré.
Saqué una libreta y escribí en ella: «Mandarle a la vieja trigo de la ciudad».
La vieja, al ver que yo apuntaba algo, al momento me creyó y se consoló.
Le di al mecánico instrucciones sobre cómo mantener el motor y la bomba, permanecí un rato junto al escribano Zhariónov y sus hijos, que dormían sobre la tierra, y luego, pisando la tibia tierra, volví a casa, a reunirme con mi madre. Caminaba solo por el campo a oscuras, joven, pobre y tranquilo. Había cumplido con una tarea de mi vida.

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