Mary Robison - "Entrenador"

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Cuentista y novelista estadounidense. Comparte temas, la vida cotidiana, con autoras (algunas, de su misma generación) como Lorrie Moore, Amy Hempel, Deborah Eisenber o incluso Grace Paley. Lenguaje sobrio, sin adornos, para hablar, sin ningún tipo de sentimentalismo, de los problemas, de la soledad, de la insatisfacción de la gente corriente. Recibió en 2009 el premio REA, un premio que se ha concedido a los más grandes del cuento norteamericano.
Este cuento fue publicado originalmente en la revista The New Yorker en septiembre de 1981. Posteriormente fue publicado en el volumen "Dime:30 cuentos" en 2002
La versión es la de Javier Montes.

1
Calculó que solo quedaban sesenta y siete días para agosto y sus dobles sesiones de entrenamiento diario. Estaba secando los platos del desayuno. Frotó una taza de café y decidió escuchar a Sherry, su mujer, que pasaba una bayeta a los quemadores del otro lado de la cocina.
–Ya sé que no soy precisamente Renoir, pero me lo paso bien intentándolo. Y ese estudio, esa habitación, nos la podemos permitir –dijo Sherry–. No lo tomes a mal pero podría quitarme de en medio yendo allí, y quitaros de en medio a ti y a Daphne.
–Estoy pensándolo –contestó Entrenador.
Sherry pasó de un quemador al siguiente. Deslizó la bayeta sobre el reloj del horno.
–Estás pensando demasiado despacio –dijo–. Tu periodista viene a las nueve, y ya son las ocho pasadas. ¿Les doy una fianza para el estudio o no? ¿Sí o no?
Entrenador miraba fijamente el fregadero y el hilo de agua que manaba de uno de los grifos. Recordó un lugar al que solían ir en Pensilvania junto a un lago. Vio el agua verde surcada por una motora. La motora tiraba de Sherry, rubia y alegre sobre sus esquís. Su espalda redondeada y fuerte, su traje de baño de un rojo brillante.
–Por supuesto, por supuesto. Dales el dinero –contestó.
Su hija, Daphne, entró en la cocina. Era una chica de pelo oscuro, aspecto perezoso, quince años; sus ojos desaparecían bajo el flequillo. Abrió de par en par la puerta de la enorme nevera.
–No te apoyes en la puerta –dijo su madre.
–¿Qué andas buscando? –preguntó Entrenador.
–Comida, básicamente –respondió Daphne.
La mujer de Entrenador salió al pequeño patio de detrás de la cocina. Empujó la puerta de cristal y la cerró de golpe.
–Come y corre –le pidió a Daphne–. Tengo un periodista que viene dentro de nada. Vístete. –Habló firmemente, pero con la voz baja que siempre usaba con su hija.
–Sí, señor –dijo Daphne. Abrió el congelador y se agachó para que la portezuela pasara por encima de su cabeza–. Mala pinta. Aquí solo quedan Eggos –dijo.

–Tómate los Eggos. Es lo que comí yo. Pero date prisa –repitió Entrenador.
–¿No puedo quedarme cuando venga ese tío? –preguntó Daphne.
–¿Qué tío? ¿El periodista? No. Solo es alguien de la universidad, Daph. Viene a ver si el nuevo entrenador de los novatos tiene dos cabezas, o ninguna.
–Ey, mira –dijo Daphne. Sopló hacia el congelador y se formó una pequeña ráfaga de vaho.
Entrenador recordó una noche de otoño, una noche de viernes de partido mucho tiempo atrás, cuando puso a Daphne sobre el campo de juego. Eran las ceremonias previas al partido que su equipo, imbatible, había ganado a los del Instituto Ignatius South. Noche de padres. Le había puesto a Daphne unas hombreras, la había envuelto en una sudadera de entrenador, con el número ½, y había colocado el casco de Tim o de alguien sobre su cabecita de ocho años. Ella desapareció bajo aquel atuendo: era un pequeño montón de material deportivo que exhalaba ráfagas de vaho de vez en cuando.
La niña aplaudió cuando los altavoces anunciaron su nombre. Una voz, vibrante por la amplificación y el eco, gritó:
–La hija de nuestro entrenador Harry Noonan y de su encantadora esposa: con el número uno y medio... ¡Daphne Noonan!
Luego permaneció de pie en medio de la luz de los focos mientras los jugadores y sus padres pasaban a su lado al ser presentados. Los jugadores parecían sombríos en su atuendo de guerra; los padres, disminuidos y con aire de pedir disculpas en su ropa de diario. Uno de los capitanes del equipo, impresionante con sus rodilleras y sus zapatillas de tacos, echando humo tras la carrera de calentamiento, tocó juguetón el gran casco de Daphne y lo giró hacia un lado.
A sus espaldas, Entrenador oyó un gran «¡Ja ja ja!» en las gradas mientras Daphne giraba sobre sí misma, intentando colocarse bien el casco. Su ojo izquierdo brillaba a través de uno de los agujeros para las orejas, recordaba Entrenador.
–Dios, qué gracia –decía la multitud. Y–: La hija del entrenador.

En el porche, su mujer practicaba una serie de ejercicios de tenis. Enmarcada por las puertas de cristal, inclinaba su torso a un lado y a otro, entre Entrenador y la luz de la mañana. A través de la trama de su caftán, él podía distinguir la silueta blanca que dejaba ver su traje de baño.
–Sabía que no me dejarías quedarme –dijo Daphne. Se había servido un vaso de leche con cacao y pelaba un plátano–. Seguro que mamá se queda.
–Daph, esto no es nada. Ya hemos pasado por ello muchas veces antes –explicó Entrenador.
–No para el periódico de una universidad –comentó Daphne–. Espera un segundo, vuelvo ahora mismo.
Salió de la cocina.
–Contendré el aliento y contaré mis latidos –dijo Entrenador.
Eran nuevos en la pequeña ciudad, nuevos en Ohio. Entrenador iba a hacerse cargo del equipo de los de primer curso. Era una liga en la que los novatos no podían ser elegidos para el primer equipo. Había aceptado el trabajo sin saber si era un paso adelante o una decisión arriesgada. Pagaban regular. Pero quería un ambiente universitario para su familia, especialmente para Daphne. Ella había empezado a perder interés en la limitada fama que se alcanzaba en los pueblos donde había institutos. Se aburría en las cenas de espaguetis dominicales que los Noonan organizaban para los jugadores destacados. Había dejado de acercar los platos a los chicos, algunos todavía magullados tras el partido. Incluso había dejado de llevar el brazalete mágico que sus padres habían armado para ella: una pulsera de plata con un megáfono diminuto, el número 68 (un año en que se ganó el campeonato de liga) y, por supuesto, un balón de rugby en miniatura.
Entrenador se sentó a la mesa de la cocina. Fue comiendo uvas de un cuenco. Se echó en la palma de la mano un poco de germen de trigo envasado. Sobre la mesa se veían cuatro archivadores voluminosos con el sello de la universidad impreso sobre las tapas de imitación de cuero. Aún le resultaban ajenos. Eran sus cuadernos de juego, y le estaba costando meterse en la cabeza el nuevo sistema táctico.
–¿Puedes apagar la radio? –aulló.
El estruendo del cuarto de Daphne en el piso de arriba cesó. Un minuto más tarde estaba de vuelta en la cocina. Llevaba una carpeta de cartón y varios libros de texto.
–¿Podrías mirar esto y echarme una mano? –preguntó–. ¿Sabes hacer éstas?
Él echó una ojeada a uno de sus papeles. Estaba cubierto de ecuaciones de álgebra garabateadas a lápiz, sucias de borrones y tachaduras.
–Tendría que mirar el libro; pero no, ni siquiera. Ni ahora ni luego. No quiero y no tengo tiempo.
–Genial –dijo Daphne–. Y la señora Genio de las Matemáticas me dijo: «Hazlo tú sola». Bueno, pues no puedo.
–Tu madre y yo ya hicimos nuestros deberes de álgebra, Daph. Ya los entregamos. En 1956. Ella sacó una A, y yo una C.
–¡Mamá! –gritó Daphne mientras empujaba la puerta de cristal.
–Si es por los deberes, ni lo pienses –dijo Sherry.
–No acabes cediendo –comentó Entrenador–. Te conozco. La última vez se lo hiciste todo excepto pasar los exámenes por ella, y aun así suspendió. Ahora son clases de recuperación, y lo tiene que hacer ella sola.
–Pero no sé hacerlo –dijo Daphne.
–Y, aparte de eso, tengo mis propios deberes –añadió Entrenador mientras fruncía el ceño ante sus cuadernos.

2
Toby, el chico que habían enviado de El rastreador para entrevistarle, iba sin afeitar y tenía la mirada borrosa. Llevaba un polo arrugado de color cereza y unos vaqueros descoloridos. Hacía las preguntas con aire cansado, arrastrando las palabras. Por dos veces bostezó mientras Entrenador contestaba. No tomó notas.
–A ver, ¿te estás enterando? –acabó preguntando Entrenador.
–Oh, sí, esto se escribe solo. Soy un profesional –contestó Toby. Entrenador no supo si estaba bromeando–. Así que lleva poco tiempo aquí. Qué suerte –añadió Toby–. Menos de un mes.
–¿Eso es una pregunta? Parece menos de un mes... menos de una semana. Parece que llevo aquí un día y medio –dijo Entrenador.
Se había puesto unos pantalones de deporte blancos y un jersey marrón con una franja amarilla alrededor del cuello, los colores de la universidad. Había comprado el jersey en Mundo Campus. Las prendas, ajustadas, le favorecían dejando adivinar su estómago plano y sus anchos hombros. Toby y él estaban sentados en los extremos del sofá de la sala.
–Y se ha comprado esta casa, ¿verdad? –preguntó Toby. Se puso de pie–. Bueno, lo crea o no, tengo bastante material para un par de palos. Eso son dos columnas para nosotros, la gente de la prensa. Si está en casa mañana, vendrá una chica a hacerle una foto. Marcia. Es una pesada, le aviso.
–Una cosa sobre esta ciudad: no hay aceras y los coches no te dejan mucho sitio si sales a correr –dijo Entrenador, levantándose también.
–Cuando hago dedo me pongo un poncho naranja de seguridad y ondeo una bandera roja y me pinto una gran aspa blanca en la espalda –explicó Toby–. Aunque sé que así lo único que consigo es convertirme en una presa más fácil para los que se saltan el límite de velocidad.
–Yo ahora corro en la pista de atletismo. Son buenas instalaciones, a la altura de las Diez Grandes. Me gusta el diseño –dijo Entrenador.
–Vale, pero la entrevista ha terminado –contestó Toby.
–Bueno, recuerda que vengo de trabajar en institutos. En Indiana y en Pennsylvania. Buenas escuelas con buenos presupuestos, pero institutos al fin y al cabo.
–Ya, ya, ya he pillado de dónde viene –dijo Toby.
–¿Necesitas saber qué asignaturas voy a dar? En el primer trimestre me han dado dos. El Eje Atlántico y Notas sobre el desarrollo industrial europeo, creo. Antes siempre había enseñado Historia Universal. Y Orientación Profesional alguna que otra vez.
–Esa asignatura que va a dar, la 381, es una maría, por si nadie se lo había dicho. Es lo que llamamos «hora de comer» –explicó Toby.
–Más bien una clase de refuerzo –dijo Entrenador.
Daphne pasó de pronto del vestíbulo a la sala. Su pelo negro lucía recién cepillado y crepitaba con electricidad estática. Entrenador encontró que sus ojos parecían más grandes de lo normal, y las pestañas tenían un poco de rímel.
–Ya te ibas, ¿no, fiera? –preguntó Entrenador.
–Busco un lápiz –contestó Daphne.
–¿Te llamas fiera de verdad? –preguntó Toby.
–Coge tu lápiz y lárgate. Éste de aquí es Toby. Toby, ésta es Daphne –dijo Entrenador.
–Encantada –saludó Daphne. Se dejó caer en una butaca del otro extremo de la sala.
–¿Puedes oírnos desde ese condado? –inquirió Toby–. ¿Puedes leer mis labios? –gritó.
Daphne sonrió. Entrenador vio su flequillo y sus dientes blanquísimos.
–Bueno, Daphne, sigue a lo tuyo –dijo.
–Tengo un chiste para ella –dijo Toby–. ¿Qué es verde y se mueve muy rápido?
–Una rana en la licuadora –respondió Daphne–. ¿Papá? Unos amigos me han invitado a nadar en el Natatorium. ¿Puedo?
–Tienes que ver el Nat. Es lo más –dijo Toby.
–Pero ¿y tu clase? Da clases de perfeccionamiento, Toby. Está poniéndose al día con el álgebra que no cogió a la primera. Toby arrugó la nariz.
–¿Álgebra? ¡Bah! Al principio pensé que me hablaba de clases de autoperfeccionamiento. Lápiz de labios, colorete; esas cosas.
–Ojalá –dijo Daphne. Dejó caer la sandalia de cuero de su pie izquierdo y se acarició distraídamente los dedos.
–Nadar la vuelve loca –comentó Entrenador.
–Te aburrirás tanto aquí... –le dijo Toby–. La mayor parte de las noches las posibilidades son pedir pizza o cortarte las venas. Ésas son las opciones de lo que se puede hacer aquí.
–Sí, claro –respondió ella, incrédula.
–Hazle caso a Toby –dijo él, despidiéndose con la mano.
Entrenador acompañó a Toby hasta la puerta principal y se quedó mirando hasta que se perdió de vista calle abajo.
–Era simpático –dijo Daphne.
–Jo, Daph. Eso es lo que dices de todo el mundo. Me parece que podrías decir otras cosas... mejor encarriladas.
–Supongo que estás loco –comentó ella.
Entrenador se fue a la cocina, de vuelta a sus cuadernos. Daphne le siguió.
–¿Verdad? –preguntó.
–Supongo que te pareció guapo –dijo Entrenador. Hojeó algunas páginas mecanografiadas, haciéndolas pasar en sus anillas–. No quiero escandalizarte, pero ahí perderías el tiempo. Estarías intentando encender un fuego con una cerilla blanda y mojada.
Daphne se quedó mirando a su padre con los ojos muy abiertos.
–¡Estás enfermo! –exclamó.
–No estoy criticándole por eso. Solo te aviso –dijo Entrenador.

3
–Esto está equivocado –dijo Entrenador con tristeza. Siguió leyendo–. Oh, no –añadió.
Dejó caer el periódico en el agua del baño y arrojó las páginas mojadas a una esquina.
Su mujer le pasó un ejemplar seco, otro de los diez o doce ejemplares de El rastreador que Daphne había traído a casa. Sherry estaba sentada junto a Entrenador, en el borde de la bañera, apoyando la espalda contra el muro de azulejos.
–Bueno, anímate –dijo–. Seguramente nadie lee un periódico gratuito.
Entrenador plegó el periódico seco hasta formar una especie de óvalo alrededor del artículo de Toby.
–Vale, no fui entrenador jefe en Elmgrove, y desde luego no fui Phi Beta Kappa. La foto es fea, muy fea –dijo Entrenador.
–Parece que tienes una cabeza enorme.
–Nunca estuve en Mount Holyoke. ¿De dónde se sacó eso? Y no eché tantas pestes de las aceras.
–Ah, ¿no? Pues es una pena. Me pareció lo mejor del artículo –comentó Sherry.
Entrenador se deslizó más profundamente en el agua tibia, hasta que le llegó a la barbilla. Mantuvo el periódico en seco.
–¡Ah, venga, ponte de mi lado! –gritó–. ¿Es que no tienen supervisores en periodismo? No entiendo cómo pudo colar esto. Es una chapuza increíble.
–Solo es una birria de artículo en un periodicucho, Entrenador –opinó Sherry–. ¿Qué más te da? Hubiera dado igual que dijese que somos una familia de color naranja brillante y con escamas.
–No se le ocurrió, o lo hubiera dicho. Esto me duele –dijo Entrenador.
–A Daph le ha gustado –dijo Sherry.
Entrenador golpeó con desgana el agua de la bañera con la mano.
–Esto lo leen en el departamento de rugby. Me voy a pasar mi primer año aquí explicando que es todo mentira.
–Miente –le aconsejó su mujer–. ¿Quién va a darse cuenta?
–Y claro que a Daphne le ha gustado. Dice que es «mona», o algo así. La hija de los Noonan, tan mona, está matriculada en el Instituto Flippo –dijo Entrenador.
–«Pizpireta», –pone–. «La morenita pizpireta» –corrigió Sherry.
–Daphne no es tan bajita –dijo Entrenador.
–Creo que al final quien acabará saliendo malparado de esto es ese periodista –dijo Sherry.
–Le mataría –comentó Entrenador–. Entonces sí que saldría malparado.

4
A Entrenador le quedaba poco más de un mes para los entrenamientos. Estaba sentado en una postura rara sobre un taburete de metal, ante una de las mesas blancas de la terraza de Helados y Escarchados. A su lado, Daphne defendía su cucurucho de helado de café del calor de primera hora de la tarde. Ladeaba su cabeza a un lado y otro, dando lametones a la bola de helado.
–No dices nada –dijo Entrenador.
–Espera –pidió Daphne. Siguió manos a la obra con su helado.
–Ya estoy esperando.
–Si queréis separaros, no es asunto mío –dijo.
Un Pontiac nuevo color azul cielo salió de la autopista, entró en el aparcamiento, se deslizó sin esfuerzo sobre la gravilla y ocupó la plaza frente a la puerta. El chico que lo conducía le resultó familiar a Entrenador. Los hombros tenían buena pinta. La pareja en el asiento de atrás, los padres del chico, pensó Entrenador, estaba hablando a la vez.
–¿He malgastado mi aliento para nada? –preguntó Entrenador–. No nos separamos. No tiene nada que ver.
–Vale, no os separáis –dijo Daphne. Detuvo su ofensiva contra el helado para mirar al chico que salía del Pontiac. Un grumo de helado se escurrió entre sus nudillos y resbaló muñeca abajo.
–Se te está escapando, campeona –comentó Entrenador.
Daphne lamió el cucurucho y su mano para mitigar los daños.
–Maldita sea, si fuera un problema serio... tu padre no te hablaría de él en un Helados y Escarchados –dijo Entrenador–. Ese piso que ha encontrado tu madre es como una oficina o algo así. Un sitio al que puede escaparse de vez en cuando. Ese chico está en mi equipo. ¿Cómo diablos se llama?
Se quedaron mirando al muchacho mientras preguntaba a sus padres qué querían. Luego entró en Helados y Escarchados. Parecía más corpulento y más alto que el resto de los clientes. Fuera de escala. Su trasero y sus caderas traslucían puro músculo.
–¡Bobby Stark! –exclamó Entrenador, y lanzó una rápida sonrisa al Pontiac. Se giró hacia su hija.
–Quiere huir de nosotros –dijo Daphne.
–En absoluto. Me dio una lista, así empezó todo. Hay cosas que quiere hacer, y tú con tus problemas de la escuela y yo con el equipo somos demasiado para ella. Podría pasarse el día entero ocupándose de nosotros, sin un solo segundo para ella misma. Si lo piensas fríamente lo entenderás.
–Ese tío parece tonto. Un tonto de los de verdad –dijo Daphne.
–¿Mi mediocentro? No lo es. Fue el portavoz de su clase –explicó Entrenador.
–No sabe quién eres.
–Le da vergüenza. ¿Podemos centrarnos en lo nuestro, Daphne?
Ella suspiró y se acercó hasta una de las papeleras para tirar el resto del cucurucho. Después se lavó en una de las fuentes para niños. Cuando volvió a la mesa, Entrenador había acabado su Vaca Marrón, pero dejó la cucharilla de plástico en su boca.
–¿Qué ponía mamá en su lista? –preguntó Daphne.
–Cosas de mayores, Daphne.
–Ponme un ejemplo –pidió ella.
Entrenador se sacó la cucharilla de la boca y la partió en dos.
–¡Papá! –dijo Daphne.
–Siempre hago esto. La lista de tu madre es para los próximos cinco años. Antes de que pasen, quiere vivir una vida nueva. Quiere hablar francés a menudo. Quiere avanzar en sus grabados, y los dos sabemos que tiene talento para eso, con sus litografías y tal.
–¿Eso son cosas de mayores? –preguntó Daphne.
Entrenador saludó con la mano a Bobby Stark. Éste llevaba tres vasos de leche malteada en una bandeja de cartón y volvía a su coche.
–Ey, ¿todo eso es para ti? –comentó Entrenador jovialmente.
–Me queda un mes para ponerme gordo, Entrenador. Después tendrá cinco para hacérmelo sudar.
Alguna gente en las mesas cercanas a la de Entrenador se sonrió ante la conversación. Los padres de Stark también sonreían, enseñando los dientes.
–Cada sorbo de esa porquería le roba un segundo a tu tiempo sobre el campo –dijo Entrenador.
Stark fingió que protegía sus batidos con su antebrazo. Se había puesto colorado.
–Ahhh –dijo Daphne con voz gutural–. Ahhh, ¿cómo llego ahhh la puerta, Entrenador?
–Te va a oír –dijo Entrenador.
–Ahhh, ¿puedo comerme un caramelo, Entrenador? –dijo ella–. ¿Puedo? ¿Puedo?
Miraron a Stark mientras entraba en el Pontiac. Cerró la puerta y le lanzó a Daphne un guiño deslumbrante que la dejó muda.

5
Entrenador estaba en el cuarto de la lavadora del sótano, agarrando con ambos brazos un fardo de ropa de correr. Estaba esperando a que Sherry sacara su ropa de la lavadora.
–Los Cowboys de Dallas sumergen a sus jugadores en un tanque de privación sensorial lleno de agua salada –explicó ella.
–Ya lo sabemos –dijo Entrenador.
–Si lo hacen en Dallas, se me ocurrió que a lo mejor os gustaría pensarlo.
–Ya lo hemos pensado. Date un poco de prisa con tus cosas –pidió Entrenador.
–Es como mi piso –comentó Sherry–. Un lugar lejos de todo.
Entrenador la cortó.
–No empieces con lo mucho que te gusta tu piso.
–No iba a hacerlo –dijo Sherry. Metió sus shorts mojados y sus blusas en la secadora.
A Entrenador le quedaban dos semanas antes de que empezaran los entrenamientos intensivos. Sabía que entonces su equipo absorbería casi todo su tiempo hasta las vacaciones de Navidad.
–Ya pasas allí la mitad del día –dijo él.
Un poco más tarde, Entrenador y su mujer estaban en el patio compartiendo un Tab. Podían oír la secadora que ronroneaba y traqueteaba dentro de la casa.
–¿Sabes lo que se me hace raro? La popularidad de Daphne por aquí –dijo Sherry–. No quiero decir que sea raro.
Ofrecía su espalda al sol para mejorar su bronceado.
–No es una novedad. La gente siempre se le ha dado estupendamente –contestó Entrenador.
–Bueno, tu gente. Ésos son los suyos –puntualizó Sherry–. El teléfono no para de sonar.
–Por lo menos se ha quitado de encima las matemáticas –dijo Entrenador–. Y tú tienes tu piso escondite, y te has adaptado bien aquí. Ahora solo falta que yo tenga la temporada que quiero tener.
–Me encanta eso suyo con el periodista –dijo Sherry.
Daphne se había hecho muy amiga de Toby después de llamarle por teléfono para agradecerle lo que había escrito en El rastreador.
–Sí, son como hermanas –opinó Entrenador.
–¿Aún le tienes manía?
–No, de verdad –contestó Entrenador–. Intento vivir al día. No miro atrás ni por un segundo. El miedo me motiva.
–Tienes miedo –dijo Sherry.
–Estoy temblando –afirmó Entrenador.

6
Quedaban ocho días para el comienzo de los entrenamientos. El cielo lucía sin color y vidrioso, como un vaso de leche. Cuando Entrenador miraba hacia el sol, los ojos le dolían como si fuese de acero fundido. Había hecho algunos sprints en el estadio, y ahora corría por la pista para calentarse. Un cronómetro anudado a una cinta se balanceaba sobre su pecho. Atajó a través de las porterías y trotó hasta el banquillo, donde había dejado su carpeta y una toalla.
Bobby Stark salió del pasillo bajo las gradas. Llevaba las zapatillas anudadas entre sí y colgando del cuello. Vestía unos pantalones cortos recortados y una camiseta que le cubría hasta el estómago. Avanzó ágilmente con sus calcetines blancos.
–¿Ya se ha ido todo el mundo, o he llegado yo antes? –gritó a Entrenador.
–Una media hora –contestó Entrenador, jadeando.
Stark se sentó para desanudar sus zapatillas. Entrenador le miró desde arriba. Escupió. Cruzó los brazos en una postura que resaltaba sus músculos. Inspiró para airear los pulmones, torciendo la boca y la nariz hacia un lado.
–Oye, Stark, me han dicho que fuiste el portavoz de tu clase –dijo.
–En el instituto –puntualizó el chico. Sonrió a Entrenador, guiñando los ojos por culpa del resol.
–También cuenta, hazme caso. Quizá podamos aprovecharte para ayudar un poco a algunos de nuestros jugadores más lentos... alguno de los defensas.
–¿Quiere decir como su... tutor? –preguntó Stark.
–Naah. Enseñarles a comer sin morderse los dedos. A hacerse el nudo de la corbata. Enseñarles algo de tu estilo –dijo Entrenador, y Stark asintió.
Stark ajustó la lengüeta de su zapatilla derecha.
–Pero no hay ninguno que sea tonto de remate en el equipo, son los que suspendieron. Los seleccionadores no los buscarán en esta liga.
Entrenador plantó los pies a ambos lados de un surco de hierba agostada. Más allá de las gradas el enorme edificio de la biblioteca brillaba turbio tras las vaharadas de calor que exhalaba el aparcamiento desierto.
Stark se levantó y se miró las zapatillas mientras corría hasta su puesto. Trotó veinte yardas por el campo ida y vuelta. Otros jugadores iban llegando para el calentamiento. Entrenador quería cronometrarlos en distancias de un kilómetro y medio, y después en cien metros lisos.
Stark parecía nervioso. Trazó semicírculos alrededor de Entrenador.
–¿Te preocupa algo? –preguntó Entrenador–. ¿Problemas con las chicas? ¿Ya te ha dado un tirón?
Stark lanzó una ojeada a su alrededor.
–Siempre he vivido a media manzana de la casa del entrenador Burton. Mi madre y la mujer de Burton son muy amigas, así que siempre estoy al tanto de lo que se cuece. Seguramente usted ya lo sepa, de todas formas –dijo Stark–. ¿Lo sabe?
–¿De qué demonios estás hablando, Stark?
–Ah, o sea que no lo sabe. Típico. Verá, Burton se va, más o menos a final de curso. Su mujer está empeñada en irse, y los alumnos están empeñados en que se vaya, están hartos de perder temporada tras temporada. Hartos de quedar, como mucho, terceros en la liga. Todo el mundo dice que debería presentarse para director de deportes. Así que lo que yo he oído es que a usted le habían contratado por eso, y que si nos va bien esta temporada, porque la gente cree que usted es un ganador y además muy joven, bueno, que usted sería nuestro entrenador de Primera el año que viene.
–Eso son suposiciones –dijo Entrenador. Pero su propia voz le sonó rara.
–Podríamos pasar cuatro años juntos. Respeto al entrenador Burton, pero no veo por qué en los próximos cuatro años tendríamos que perder un solo partido –dijo Stark. Se situó para tomar la salida, inclinando el cuerpo hacia delante.
–¡Ya! –ladró Entrenador, y Stark salió disparado.
–¡Ven a verme después del entrenamiento! –le gritó Entrenador.
Eran las tres de la tarde, y todavía hacía calor. Entrenador caminaba por la acera con Stark, que hacía equilibrios sobre una bicicleta de carreras, pedaleando lo justo para mantenerse en pie.
–Tres cosas –dijo Entrenador–. He visto todas las grabaciones de los partidos del año pasado, y vine a seguir en persona el partido contra la Universidad Técnica. Nadie perdió por culpa del entrenador. Un entrenador puede hacer milagros con un buen equipo, pero no tiene nada que hacer si su gente no está decidida a ganar cueste lo que cueste. Eso es lo peor de llevar un equipo... no puedes meterte en el corazón de los jugadores y cambiarlo.
Unas chicas de la universidad pasaron subidas a un gran coche y gritaron y silbaron a Bobby Stark. «Las socorristas de la piscina», explicó él.
–No sé si Burton se marchará o no, pero si su mujer quiere que se vaya acabará haciéndolo –dijo Entrenador–. Si alguna vez se te ocurriera pensar en un trabajo de entrenador, Bob, piensa en eso. Si tu familia no te apoya, estás perdido. Los arrastrarás por todo el infierno, de una ciudad a otra, y acabarás enterrándolos en vida en alguna. Y al final que te quedes o no en cualquier sitio depende, en el fondo, de una panda de chavales. Te juro que daría una pierna por tener la ocasión de jugar un partido yo mismo... solo un partido, sabiendo lo que sé ahora.
–Ojalá pudiera –dijo Stark. Giró bruscamente la rueda delantera y saltó del bordillo al paso de cebra. Pisó los pedales para detener el impulso de la rueda trasera.
–Y la última cosa es que no digas nada de lo del primer equipo a nadie, y quiero decir a nadie. ¿Me entiendes?
Stark asintió. Avanzaron una manzana y dijo:
–Yo me desvío aquí. ¿Se lo contará a su preciosa hija?
–¿A mi hija? ¿Quieres que le dé un ataque? –dijo Entrenador.
No había nadie en casa. Un imán en forma de mariquita sostenía una nota sobre la nevera. La nota decía: «Noonan, estoy en mi otra casa. Daph está con Toby K. por ahí, haciendo el tonto. Pórtate bien. Sherry Baby».
–Tontita –dijo Entrenador, sonriendo. Se sentía muy bien.
Se llevó una cerveza al piso de arriba y se la bebió mientras se duchaba. Se puso un pantalón de deporte, volvió a bajar y cogió otra cerveza. Miró durante un rato un partido de béisbol en la televisión por cable. Le dio vueltas a lo que le había dicho a Bobby Stark.
–¡Chaval, vaya si es verdad! –exclamó Entrenador, sin saber muy bien por qué lo había dicho.
Frunció el ceño al recordar que durante su segundo curso en la universidad, el único en que había jugado en el primer equipo, se había revelado como un jugador no muy sobresaliente.
–Ahora no –susurró. Estrujó la lata de cerveza y la dejó sobre la televisión.

Algó retumbó sobre su cabeza. El techo crujió. Alguien había entrado en la casa mientras se duchaba. Subió la escalera de tres zancadas y entró en el dormitorio diciendo:
–¿Sherry?
La silueta oscura en la habitación le pilló desprevenido.
–¡Oye! –gritó.
Daphne estaba bailando ante el espejo de luna del armario de Sherry. Había improvisado un nuevo look, echándose la melena sobre el lado derecho del rostro y estirando el cuello de su camiseta para desnudar un hombro. Una canción de los Commodores atronaba en su transistor.
–Nada –dijo ella.
–Tú no estabas en casa. ¿No estabas con el fulano ese? Se supone que andabas por ahí. Te has puesto como un tomate –dijo Entrenador.
Daphne inclinó la cabeza y se tapó el hombro con la camiseta, que ondeaba sobre su pequeño pecho.
–Vale, papá –dijo.
–No, pero ¿le ha gustado al público tu espectáculo? Seguro que les ha encantado –comentó Entrenador. Sonrió a su imagen en el espejo–. Te estoy tomando el pelo. Estabas estupenda.
–Papá, déjalo –dijo Daphne mientras intentaba pasar.
Entrenador tarareó la canción de la radio y movió los pies al compás.
–Oye, Daphne, ¿sabes qué hora es?
–Déjame pasar, por favor –contestó ella.
–¡Es hora de menear el esqueleto! –Entrenador sacudió las caderas sin apartarse de la puerta–. ¡Márcate un buggy-buggy! ¡Márcate un Daphne!
Movió su hombro como una mujer fatal. Se besó la mano. Cantó en voz alta.
–Muchas gracias –dijo Daphne. Dejó de intentar rodearle. Se inclinó hacia delante y apagó la radio de golpe–. Tienes que ensayar con el espejo para no parecer idiota en la discoteca. Todo el mundo lo hace.
–En serio, te estaba tomando el pelo. De verdad. Ya sé que bailar es importante –declaró Entrenador.
–¿Puedo irme ya? Tengo álgebra –dijo Daphne. Se echó el pelo hacia delante para taparse las orejas, que brillaban de puro rojas.
–Antes tienes que oír las noticias –propuso Entrenador–. Boletín especial, extra.
–Estás borracho. Mamá y tú vais a vivir en ciudades diferentes. Alguien ha disparado a alguien –dijo Daphne.
–No, son buenas noticias. Puede que me hagan jefe de entrenadores, del primer equipo. Entrenador del equipo de una universidad. Yo. –Entrenador se señaló el pecho.
–Déjame salir, por favor –pidió Daphne.
Entrenador la dejó salir. La siguió por el pasillo estrecho hasta su cuarto.
–Más dinero. Y saldré en la tele. Tendré mi propio programa local los domingos. Y escribirán sobre mí en los periódicos, periodistas de verdad. ¿Daphne?
Ella cerró la puerta y a Entrenador le pareció por el ruido que se había apoyado contra ella.
–¿Qué pasa? Dime, ¿por qué estoy aquí plantado gritándole a unas tablas de madera? –preguntó.

7
Al anochecer, Entrenador estaba borracho y sentado a la mesa de la cocina. Estaba disfrutando de la amplitud de la habitación y cerrando la lista del equipo de sus sueños. Había situado a los mejores chicos de sus quince años como entrenador en las posiciones que habían ocupado con él. Estaba dándole vueltas a los delanteros.
–¿Jim Wyckoff o Jerry Kinney? Kinney pasó la prueba con los Broncos después –dijo en voz alta. Anotó «Kinney» en su esquema.
Oyó a Daphne bajando la escalera, y pensó en quitar las latas de cerveza de la mesa. En vez de hacerlo se abrió otra lata.
–¡Daphne! –llamó.
–Espera un momento. ¿Qué? –dijo ella desde el cuarto de estar.
–Solo me preguntaba si quedaría alguien vivo aparte de mí. Tu madre aún no ha vuelto.
Daphne entró en la cocina.
–¿Te arrepientes de haber estado tan antipática antes? –preguntó Entrenador–. Vale, Daph, olvídalo.
Daphne asintió imperceptiblemente.
–¿Te has bebido todas ésas? –inquirió.
–No te muevas. ¿Qué te has puesto? –preguntó Entrenador. Balanceó hacia atrás la silla para poder ver a Daphne, que se había situado tras él.
–Dos, cuatro, cinco –dijo Daphne, contando las latas. Llevaba puesta una de las camisetas de hinchas del equipo que Entrenador había visto a algunos de los chicos que estudiaban con ella. En la pechera, sobre un fondo marrón, se leía un «ADELANTE» en letras doradas. Detrás lucía un «¡GRIFFINS!».
–Ahora has acertado –dijo Entrenador.
–Me salió gratis. Conocí a un chico... bueno, a dos chicos, en realidad, que trabajan en Mundo Campus y me la regalaron. Bueno, no sé, pensé que me la podía poner hoy. Quería que vieras que me importa que consigas el trabajo. De verdad que me importa. Me quiero quedar aquí. ¿Crees que podremos? ¿Tus jugadores tienen buena pinta este año?
–Ganadores –contestó Entrenador.
–Ya, sí, pero siempre dices lo mismo –dijo Daphne.
Entrenador dejó caer su silla de nuevo.
–Tómate una cerveza. Siéntate y déjame explicarte con papel y lápiz el material con el que tengo que trabajar.
Daphne cogió la lata que le ofrecía Entrenador, dio un pequeño sorbo, sacudió la cabeza y dijo:
–Oooh, está fuerte. Por eso la gente eructa.
–Por una vez, estos tíos son grandes y rápidos. Y no estoy exagerando. He visto lo que he visto.
Un coche se acercó hasta la casa y luego el ruido del motor resonó en el garaje. Entrenador y Daphne se quedaron callados hasta que Sherry irrumpió en el pequeño vestíbulo que conectaba el garaje con la cocina.
–Es muy, muy tarde. Lo siento, lo siento –dijo.
–Estamos de fiesta, te lo advierto –le dijo Entrenador.
–Ya lo he notado. –Sherry llevaba una bolsa con comida, no muy llena. Tenía manchas de pintura brillante en sus brazos morenos.
Daphne se levantó y cogió una caja de galletas Oreo de la bolsa.
–Pásame una de ésas –pidió Entrenador.
–¿Queda alguna cerveza para mí? –preguntó Sherry–. Para ahogar mi frustración. ¡No sé pintar!
–Sí que sabes –dijo Entrenador.
–Qué va. Hoy mi océano parecía de cemento ondulado. Y mis rocas parecían barras de caramelo sucias. –Dejó su bolso en la encimera de la cocina.
–Dile a papá que tiene que hacerlo muy bien para que podamos quedarnos aquí –dijo Daphne a su madre.
–¡Hombre, Daphne! Espero que alguien encuentre el interruptor para apagarte. –Luego Entrenador habló a su mujer–: Planta tu trasero en esa silla, Picasso. Deja que te diga cómo vamos a ascender en esta vida.
–Todos los agostos –dijo Sherry–, Entrenador nos dice que hagamos las maletas para una excursión a la luna.

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