Hanif Kureishi - "Recuerda este momento, recuérdanos"

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Este cuento pertenece al volumen "El cuerpo", que reúne una novela corta (la que da título al volumen) y varios cuentos.
La versión es la de Roberto Frías.

Ya casi es Navidad y Rick, que está en la fiesta de un amigo en una tienda de ropa, empieza a estar bastante borracho.
Es una tienda grande en un barrio elegante del oeste de Londres, y esta noche las chicas que trabajan allí se han vestido con brillantes vestidos negros, orejas de conejo de terciopelo blanco y zapatos altos. Cuando Rick y Daniel han llegado, las chicas sostenían bandejas con champán, vino caliente y pastelitos de Navidad. ¿Cuándo se ha visto algo más tentador?
Las chicas han ayudado al hijo de Rick, Daniel, a salir de su sillita, le han quitado su abriguito rojo y lo han llevado al cuarto de los niños, donde unos juguetes teledirigidos zumbaban cruzando el suelo. Había un pequeño balancín; varios niños del barrio ya estaban jugando. Rick se ha sentado en el suelo y Daniel, aunque era algo tarde para él, ha perseguido los juguetes eléctricos, ha arrojado una pelota de ping-pong por la ventana abierta y desmantelado una casa de muñecas, sin entender que todos esos objetos incitadores estaban en venta.
Rick había comenzado a beber una hora antes. De camino a la fiesta se habían detenido en un bar de la zona, adonde Rick solía ir cuando estaba soltero. Allí, Daniel, que tiene dos años y medio, se había encaramado en un taburete cubierto de peluche junto a su padre, en medio de una fila de bebedores que iniciaban la noche.
—Lo estoy entrenando —le dijo Rick a la encargada—. Por favor, Daniel, pídele una cerveza.
—Sopla-sopla —dijo Daniel.
—¿Cómo? —dijo Rick.
Daniel cogió una caja de cerillas.
—Sopla-sopla.
Rick la abrió y encendió una.
—Otra vez -dijo Daniel, al momento de apagarla. Extinguió dos cajas de cerillas así, llenando el cenicero. Cuando una cerilla iluminaba la cara del niño, se le inflaban las mejillas y juntaba los labios. Cuando la luz moría, la risa del niño resonaba en todo el bar, decorado a la moda, oscuro.
—¡Listo, quieto, sopla-sopla!
—Sopla-mierda-sopla —murmuró un borracho malhumorado.
—¿Te pasa algo? -dijo Rick, deslizándose del taburete.
El hombre gruñó.
Rick persuadió al niño para que se pusiera el impermeable y el sombrero con visera y orejeras, asegurándolo bajo la barbilla. Se echó la bolsa llena de pañuelos, zumo, numerosos aperitivos, toallitas y juguetes al hombro, y salieron a la noche, bajo la copiosa lluvia.
Llevaba dos días lloviendo. Las noticias decían que había inundaciones en todo el país.
La fiesta se llevaba a cabo a diez minutos de allí caminando. Cuando llegaron, Rick estaba mojado.
Martín, su próspero amigo poseedor de la enorme tienda con alegres empleados, iluminada y llena de ropa que Rick jamás podría permitirse, lo abrazó en la puerta. Martín no tenía hijos y era la primera vez que veía a Daniel. Ellos eran amigos desde que Martín diseñara y elaborara el vestuario para una obra en la que actuaba Rick, en el teatro alternativo de Edimburgo, hacía veinte años. Rick lo felicitó por su nombramiento de la Orden del Imperio Británico y le pidió ver la medalla. Pero la gente se arremolinaba alrededor de Martín y no tenía tiempo para hablar. El vino tibio, en pequeñas tazas blancas, animó pronto a Rick.
Rick no había tenido trabajo de actor en cuatro meses, pero le habían prometido algo razonable para el nuevo año. Había salido mucho con Daniel. Por lo menos una vez a la semana, si Rick se lo podía permitir, él y Daniel tomaban la Línea Central hacia el West End y caminaban entre las tiendas, deteniéndose en los cafés y las galerías. Rick le enseña los teatros en los que ha trabajado; si conoce a los actores lo lleva detrás del escenario.
Los otros tres hijos de Rick, que viven con su primera esposa, tienen casi veinte años. A Rick le gustaría tener siempre un niño en casa. Cuando puede, lleva a Daniel a fiestas. Daniel tiene los ojos grandes; nunca le han cortado el pelo y a menudo lo confunden con una niña. La gente le habla a Rick cuando Daniel está con él, pero no está obligado a prolongar la conversación.
Cuando la fiesta se llena y aumenta el bullicio, y mientras bebe tranquilamente, Rick habla con la gente que le presentan. A Daniel le dan zumo, que las chicas de la tienda le sostienen, agachadas con las rodillas juntas.
Muy pronto, Daniel dice:
—A casa, papá.
Rick lo abriga y maniobra con la sillita hasta la calle. Comienzan a caminar a través de la lluvia. Hay poca gente y no hay autobuses; el metro está lejos. Pasa un taxi con la luz encendida. Cuando casi se ha ido, Rick salta a la calzada y le grita, agitando los brazos, hasta que se detiene.
Mientras cruzan Londres, Rick señala las luces navideñas que se ven detrás de las ventanas ribeteadas con lluvia. Rick recuerda paseos en taxi similares, con su padre, y recuerda una fotografía suya en la que tiene unos seis o siete años, lleva una pajarita plateada y un sombrero navideño tipo fez, y está sentado en las piernas de su padre en una fiesta.
En casa, Rick se fuma un porro y bebe dos vasos de vino más. Se está haciendo tarde, son casi las diez y media, y aunque Daniel normalmente se va a la cama a las ocho, a Rick no le importa si se queda despierto, le gusta la compañía. Comen sardinas con tostadas y ketchup; luego ponen música a un volumen alto y Rick le enseña el hokey-pokey a su hijo.
Anna ha ido a su clase de dibujo al natural, pero habitualmente ya está en casa a esa hora. ¿Por qué no ha regresado? Nunca llega tarde. Rick habría salido a buscarla, pero no puede dejar a Daniel y llueve demasiado para sacarlo otra vez.
Cuando Rick se recuesta en el suelo, con las rodillas flexionadas, el niño se pone de pie encima de él, usando las rodillas de su padre como apoyo. Daniel comienza a saltar en el estómago de Rick como si fuese un trampolín. Rick suele disfrutar de esto tanto como Daniel. Pero hoy lo marea.
Ayer fue el cumpleaños de Rick, cuarenta y cinco, una mala edad para vivir, considera él, que lo pone en el lado malo de la vida. No es sólo que se siente más cansado y melancólico que de costumbre, sino que también se pregunta si podrá recuperarse de esos episodios tan fácilmente como antes. En los dos últimos años dos de sus amigos han sufrido ataques cardíacos; otros dos, derrames cerebrales.
Supone que se ha dormido en el suelo. Es consciente, por supuesto, de que Anna lo sacude. ¿O también lo patea en las costillas? Puede ser que esté borracho, pero piensa informarle inmediatamente de que no es un alcohólico.
Sin embargo, Rick se siente extraño, como si hubiera dormido mucho rato. Quiere contarle a Anna lo que le ha pasado mientras dormía. Encuentra algún mueble del que agarrarse y se levanta.
Ve a Daniel corriendo por la habitación con una copa de vino en la mano.
—¿Qué ha pasado? -dice Anna.
—Hemos salido -dice Rick, persiguiendo al niño y recuperando la copa-. ¿No es así, Dan?
—Fuera con papá -dice Daniel-. Buen rato y bizcochos. Papá bebido bebida.
—Gracias, Dan -dice Rick.
Rick se percata de que le ha quitado a Daniel los pantalones y el pañal pero ha omitido sustituirlos. Hay un charco en el suelo y Daniel ha mojado los calcetines; la camiseta, que le cuelga, también está empapada.
Él le dice a ella:
—Crees que estaba dormido, pero no. Estaba pensando o, más bien, soñando. Sí, soñando de forma constructiva...
—Y esperas que te pregunte qué.
—He tenido una idea -dice él-. Cumplí cuarenta y cinco años ayer y pasamos un buen rato. Estaba pensando que le escribíamos una carta a Dan para su cuarenta y cinco cumpleaños. Una carta que no estaría autorizado a leer hasta entonces.
—Ya veo -dice ella, sentándose. Dan juega a sus pies.
—Después de todo -continúa él-, como tú, yo pienso en el pasado cada vez más. Pienso en mis padres, cuando era niño, en mis hermanos, en la casa, en todo eso. Lo que haremos es escribirle una tarjeta y tú puedes ilustrarla. La hacemos ahora, la guardamos y la olvidamos. Pasarán los años y un día, cuando Dan tenga cuarenta y cinco, el cabello gris y una rodilla mala, recordará y la abrirá. Le habremos enviado nuestro amor desde la otra vida. Por supuesto que tú estarás viva entonces, pero es muy poco probable que yo lo esté. Aunque en esos momentos, cuando la esté leyendo, yo seré vital en su mente. ¿Qué dices, Anna? Me hubiera encantado recibir una carta de mis padres en mi cuarenta y cinco cumpleaños. Todo el día estuve pensando que aparecería una por debajo de la puerta, ¿sabes?
Él sabe que ella también ha bebido después de su clase. Ahora, como siempre, ella comienza a extender por el suelo sus dibujos de cabezas, torsos y manos. Daniel anda sin prisa a través de los grandes pliegos mientras Rick los examina, tratando de encontrar palabras de alabanza que no haya utilizado nunca. Ella espera vender algo de su trabajo algún día, como un suplemento a sus ingresos.
Ella dice:
—Una tarjeta es excelente. Es una buena idea y un gesto dulce, generoso. Pero no es suficiente.
—¿Qué quieres decir? -dice él-. Quizá tengas razón. Cuando estaba soñando no dejaba de pensar en la última escena de Fresas salvajes.
—¿Qué sucede en ella?
—¿Acaso el hombre viejo, en un último viaje para encontrarse con las figuras significativas de su vida, no termina despidiéndose de sus padres?
—Eso es lo que deberíamos hacer -dice ella-. Hacer un vídeo para Daniel y ponerlo en un sobre cerrado.
—Sí, -dice él, bebiendo de una copa que encuentra junto a su silla-. Es una idea brillante.
—Pero estamos demasiado borrachos -dice ella-. Él será quien se siente a verlo a los cuarenta y cinco años. Por fin verá el vídeo y...
—Ni siquiera habrá vídeos entonces -dice Rick-. Estarán en un museo. Pero podrán convertirlo a cualquier sistema que tengan.
Ella dice:
—Lo que quiero decir es que después de todo ese tiempo, verá a dos personas borrachas. ¿Qué va a decir su psicoterapeuta?
—¿No queremos que sepa que tú y yo a veces nos divertíamos?
—De acuerdo -dice ella-. Pero si vamos a hacer esto, debemos prepararnos.
—Bien -dice él-. Podríamos...
—¿Qué?
—Ponernos unas camisas blancas. ¿Tengo el pelo muy aplastado?
—Estamos bien -dice ella-. Bueno, yo me veo bien, y a ti no te importa. Pero deberíamos pensar en lo que vamos a decir. Esta cinta podría ser algo grande para el pequeño Dan. Imagínate que tu padre estuviera a punto de hablarte ahora mismo.
—Tienes razón -dice él. Su propio padre se había suicidado casi diez años atrás-. Anna, ¿qué le querrías decir a Dan?
—Hay tantas cosas..., de verdad, aún no lo sé.
—También debemos tener cuidado de cómo le hablamos -dice él-. Ahora no tiene dos años. Tiene mi edad. No podemos usar voz de bebé o llamarle Danielito-el-hombre-tontito.
Discutieron sobre cuál debía ser, exactamente, el mensaje, lo que un padre debería decirle a su hijo de cuarenta y cinco años que ahora sólo tenía dos y medio, sentado allí en el suelo cantando Itzi Bitzi Araña para sí mismo. Por supuesto que esta deliberación podía no tener fin: si debían darle a Daniel una buena dosis de consejos y ánimos, o unos cuantos recuerdos, o una mezcla de los tres. Por lo menos sí decidieron, ya que se estaban cansando y fastidiando, que tenían que preparar la cámara.
Mientras ella va al sótano por la cámara, él prepara la leche de Daniel, le pone el pijama azul con el ribete blanco y lo persigue alrededor de la cocina con un trapo mojado. Ella arrastra la cámara y el trípode hacia el salón.
Aunque no han decidido qué decir, seguirán adelante con la filmación, seguros de que algo se les ocurrirá. Esta espontaneidad puede hacer que su pequeño mensaje al futuro parezca menos grave.
Rick lleva el árbol de Navidad hacia el sofá, donde se sentarán para emitir el mensaje, y enciende las luces. Mira a su esposa a través de la cámara. Ella se ha soltado el pelo.
—¡Estás espléndida!
Ella pregunta:
—¿Me quito las zapatillas?
—Anna tus zapatillas no serán inmortalizadas. Lo encuadraré hasta nuestra cintura.
Ella se levanta y lo mira a través del objetivo diciéndole que está tan bien como siempre lo estará. Él enciende la cámara y se da cuenta de que sólo quedan quince minutos de cinta.
Con la cámara corriendo, él se apresura hacia el sofá, cuidando de no tropezar. No podrán hacerlo dos veces. Ve una sardina a medio comer en el brazo del sofá y se la mete en el bolsillo.
Rick se sienta sabiendo que será una empresa sombría, porque, en cierta forma, él ha muerto hace tiempo. La idea que Daniel tiene de él se ha desarrollado hace mucho. Ambos habrán reñido en numerosas ocasiones. Es posible que Daniel lo quiera, pero también lo habrá despreciado en la medida de lo normal. Será difícil que Daniel no tenga una idea complicada de su pasado, pero estas palabras venidas de la eternidad le recordarán cosas. Después de todo, las personas más peligrosas en este planeta son las que no tienen amor.
La luz en la parte superior de la cámara destella. Cuando Anna y Rick giran la cabeza y miran la oscura luna de la lente ninguno de los dos habla durante lo que parece un largo rato. Por fin, Rick dice:
—Hola. -Lo dice sin soltura, como si le presentaran a un desconocido. En el escenario nunca está así de ansioso. Anna, también sin norte, le copia.
—Hola, Daniel, hijo mío —dice—. Es tu mami.
—Y tu papi —dice Rick.
—Sí —dice ella-. ¡Aquí estamos!
—Tus padres -dice él-. ¿Nos recuerdas? ¿Recuerdas este día?
Hay un silencio; ellos se preguntan qué hacer.
Anna se vuelve entonces hacia Rick, poniéndole las manos en la cara. Ella acaricia su rostro como si lo pintara para la cámara. Toma la mano de él y pone sus dedos en los labios y en las mejillas de ella. Rick se inclina hacia ella, toma su cabeza entre las manos y la besa en la mejilla y en la frente y en los labios, y ella acaricia su cabello y lo acerca a ella.
Con las cabezas juntas, comienzan a decir:
—Hola, Dan, esperamos que estés bien, sólo queríamos decir ¡hola!
—Sí, así es —interviene el otro—. ¡Hola!
—Esperamos que tengas un buen cuarenta y cinco cumpleaños, Dan, con muchos regalos.
—Sí, y esperamos que estés bien, y tu esposa también, o la persona con quien estés.
—Sí, hola..., esposa de Dan.
—Hijos de Dan —agrega ella.
—Sí —dice él-. ¡Hijos de Dan, seáis cuantos seáis, niños o niñas o lo que seáis, os deseamos lo mejor! ¡Que seáis todos muy felices!
—¡Sí, sí! -dice ella-. ¡Todo eso y más!
—¡Más, más, más! -dice Rick.
Después de los besos y las caricias y el arrimarse y el decir hola, y con un poco de tiempo de sobra, no sabían qué hacer, pero, justo a tiempo, Daniel tiene una idea, se encarama con dificultad, desde el suelo, y se acomoda sobre ambos, mientras que ellos lo besan, se lo pasan y logran que se salude a sí mismo. Cuando ha hecho esto, cierra los ojos, su cabeza cae en el pliegue del codo de su madre y le planta un beso; y mientras la cinta gira hacia su final, y la lluvia cae fuera y el tiempo pasa, ellos quieren que esté seguro de por lo menos eso, dentro de más de cuarenta años, cuando vea a esas anticuadas personas del pasado sentadas en el sofá junto al árbol de Navidad, que esa noche lo quisieron y se quisieron.
—Adiós, Daniel -dice Anna.
—Adiós -dice Rick.
—Adiós, adiós -dicen juntos.

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