Katharine Susannah Prichard - "La huida"

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Novelista, cuentista, dramaturga y poeta australiana (aunque nacida en Fidji). Fue la primera autora australiana en conseguir el reconocimiento internacional. Las luchas e injusticias sociales (el racismo, la explotación, ...) fueron el centro de muchas de sus obras.
Este cuento ("Flight") pertenece al volumen "Potch and Colour" publicado en 1944.
La versión es la de Anabel Martín, Susana Litrán, Adolfo Fernández, Sergio Sanjosé y Miquel Franch.

El agente de policía John O’Shea era un hombre enojado cuando se fue del rancho Movingunda con tres niñas mestizas atadas detrás de él.
Los tres únicos hombres blancos que había en el rancho miraban, reían y charlaban cuando subió y se puso en marcha con una horda de madres aborígenes y de perros aullando tras él. La mayoría de los hombres nativos estaban fuera reuniendo ganado «gracias a Dios —pensó O’Shea— o podría haber pasado algo.»
Durante millas las mujeres y los perros los siguieron gritando y chillando; las niñas gritaban y chillaban también.
Las mujeres finalmente se quedaron atrás, pero las niñas siguieron lamentándose y lloriqueando.
O’Shea estaba contento de poder alcanzar la protección de la maleza y así seguir la pista sobre el terreno – árido y condenado a la sequía – en dirección a Lorgans.
Era un día claro, frío y soleado.
Desde la meseta del rancho O’Shea veía los claros extendiéndose a lo lejos; un azul grisáceo como el del mar en invierno, un triángulo de colinas azul oscuro en contraste con el lejano horizonte. Cerca, los árboles parecían muertos o moribundos, aunque las lluvias recientes habían dejado charcos. El verde fresco fue rayando la tierra rojiza cerca de ellos, creando manchas vivas sobre su malla de negros guijarros de hierro.
O’Shea se resentía por tener que recoger niñas mestizas y enviarlas a las instituciones gubernamentales por orden del Departamento de Aborígenes. No lo consideraba un trabajo para un hombre que debía mantener el prestigio del poder y mantener la ley y el orden en un distrito tan lejano de la capital.
Pero había recibido instrucciones de que debía enviar tres niñas mestizas de Movingunda en el tren que pasaba por Lorgans el ocho de ese mes. Así que no había más que recoger a las niñas y entregarlas al oficial que encontraría en el tren.
Había sido un feo asunto el separar a las niñas de sus madres. ¡Qué manera de gritar y aullar, farfullar e implorar, al intentar esconder a las niñas y salir corriendo con éstas entre los matorrales! Una de las madres y su niña aterrorizada se habían subido a un árbol cerca del riachuelo. Muy entrada la noche, madre e hija lograron volver arrastrándose y dormir junto al fuego del campamento; fue entonces cuando las capturó.
O’Shea sudaba y maldecía mientras pensaba en ello. Había sido objeto de burla para los hombres blancos de Movingunda, ninguno de ellos le hubiera echado una mano. Sabía que no hubiera valido la pena pedirles ayuda. Murphy había promovido buena parte del espectáculo. Era el padre de una de la niñas, pero no se atrevió a admitirlo. No se le podía culpar ahora que había una sanción por convivir con mujeres nativas. Pero Fitz Murphy estuvo viviendo con una durante años, y tuvo varios hijos suyos: todo el mundo lo sabía.
McEacharn, al menos, aclaró su posición:
—No —dijo—, no son hijas mías. Si lo fuesen, no te las llevarías.
También estaba todo el papeleo oficial, el ponerles nombres a las niñas sin referencia a los padres, ya fueran blancos o negros: sólo etiquetas para diferenciarlas. Una pérdida de tiempo, se dijo O’Shea a sí mismo, ya que el objeto de su viaje era separar a las niñas de sus familías aborígenes y de su entorno.
O’Shea había agotado toda su imaginación inventando nombres para crías mestizas. Este no era el primer grupo que tenía que inscribir en el registro. Se podía utilizar el nombre por el que se reconocía a la chica en el rancho, pero había que añadirle un apellido. O’Shea maldecía el reglamento.
Esta vez tenía los nombres nativos de las niñas: Mynie, Nanja y Coorin. Molly, Polly y Dolly eran más fáciles de recordar. Así que las inscribió como Molly, Polly y Dolly. Pero, los apellidos… – se rompía la cabeza buscando apellidos para todo el grupo. El padre de una niña no podía permitirse ser implicado, aunque ocasionalmente se podía adaptar el nombre de un rancho o distrito con resultados bastante satisfactorios.
—¿Qué significa Movingunda en la jerga de los negros? —le preguntó a McEacharn.
—Colina de Hormigas.
—Eso servirá —sonrió con sarcasmo O’Shea, y escribió «Hormiguero» detrás de «Molly».
—¿Que tal os va muchachos? —continuó—. ¿Alguno de vosotros desea ponerle un nombre a una chica?
—¡Ni hablar! —fanfarroneó Murphy.
—Todo lo que digas puede ser utilizado como testimonio en tu contra, ¿verdad Murphy? —replicó O’Shea secamente.
Los hombres se echaron a reír.
—Puedes darle mi nombre a todo el maldito grupo si quieres —gruño McEacharn—, aunque Dios sabe que yo no he tocado a las negras.
—Bien.
O’Shea garabateó «McEacharn» como apellido de la siguiente niña.
—¿Y la más joven?
Mick Donovan, el viejo explorador que había venido al rancho para comprar provisiones, sonrió:
—Ésta es la que te hizo correr tanto.
—Llámala «Pequeña» y todo arreglado —avisó McEacharn.
O’Shea estaba agradecido por la sugerencia.
—Bien —dijo, plegando su informe y guardándolo junto a un fajo de papeles en el bolsillo superior de su uniforme—. Este lote empezará su vida de señoritas con apellidos de muy buen tono.
Lo peor era que no podía recordar quién era quién, y las chicas no sabían quién de ellas debía ser Molly, Polly o Dolly. Sólo responderían a sus nombres nativos. Pero, ¡demonios!, ¡un hombre no debe preocuparse por eso! El Departamento tendría que clasificarlas de algún modo.
El estado de ánimo del agente O’Shea no mejoró mientras cabalgaba. Su caballo, Chief, una nerviosa y enérgica bestia, era muy difícil de controlar en la mayoría de las ocasiones, y esas tres apestosas crías sentadas en su espalda le irritaban. No pesaban mucho más que un puñado de palomas silvestres, pero el balanceo de sus piernas y sus pequeños y huesudos traseros rozaban y molestaban a Chief. Había intentado más de una vez quitárselas de encima, sobresaltándose y dando vueltas cada vez que tenía una oportunidad. Las chicas se mantenían pegadas al caballo como parásitos, a pesar de estar atadas juntas. La mayor estaba atada a la cintura de O’Shea, las otras a ella.
Hacía calor al mediodía, el cielo era azul y despejado, y el sol deslumbrante. Cuando O’Shea sintió sed, dio a las chicas un trago de su cantimplora y un trozo de pan y otro de carne de la comida que el cocinero del rancho le había preparado. Las chicas estaban tan asustadas que le miraron fijamente, con los ojos desorbitados, cuando les habló. No dijeron ni una palabra. O’Shea se dio cuenta de que aún tendrían que hacer otra parada para comer, así que racionó las provisiones cuidadosamente.
No había previsto ese pícnic. Había esperado que McEacharn hubiese podido disponer de su coche para llevar a las chicas hasta Lorgans. McEacharn había dado a entender, con falsas excusas, que no podía hacer nada al respecto. Tenía un importante compromiso en Ethel Creek, a 100 millas en dirección contraria, y el calesín del rancho estaba fuera, en otro campamento.
O’Shea comprendió que si las chicas tenían que ser enviadas en tren en el plazo de tres días, tendría que ser él mismo el responsable de su transporte. No había otra solución que cargar con ellas. También tendría que pasar la noche a la intemperie.
Claro que también podía pasar por el rancho de Sandy Gap y pedir al encargado que los alojara a él y a sus pasajeras por la noche. Pero soportar otra noche de risas y juegos ¡de ninguna manera!, si era posible evitarlo. Iba a resultar incómodo acampar en el camino y tener que vigilar a esas pequeñas moscas. No tenía mantas, así que tendrían que dormir al calor de una hoguera. Tenía su chubasquero para utilizarlo como tela impermeable y como abrigo, y su silla de montar le serviría de almohada.
A la puesta de sol, cuando bajó a las chicas de su gran caballo, le hubiese gustado soltar las cuerdas que las ataban por la cintura, pero sabía perfectamente qué podía pasar si las dejaba en libertad. Desaparecerían como un rayo. Conocían aquella tierra mejor que él, a pesar de ser tan jóvenes, y volverían a Movingunda. Además, parecería un verdadero estúpido persiguiéndolas, con todo el trabajo de capturarlas y de volverse otra vez con ellas.
En circunstancias normales hubiese tenido a su rastreador negro, Charley, para que vigilase a las chicas y encendiese el fuego. Pero Charlie estaba prestando declaración en un juicio nativo en Meekatharra. No había otro remedio que mantener atadas a las criaturas y ocuparse él de hacer fuego.
O’Shea maldijo su suerte cuando recogió un montón de troncos de acacia y les prendió fuego. Maldijo las esperanzas de promoción que le habían llevado al campo. Maldijo a Murphy y a cada hombre del Noroeste que hubiese engendrado mestizos. Maldijo a McEacharn por mostrar que no tenía intención de facilitar la tarea para que permitieran alejar a las jóvenes de su rancho. Maldijo al Señor Ministro Protector de Aborígenes y al Departamento por su odiosa costumbre de responsabilizar a los policías de trabajos en lugares insólitos que deberían realizar los oficiales del Departamento de Aborígenes. Maldijo a todo bienintencionado hombre o mujer que creyera que el gobierno debía hacer «algo» por estas chicas mestizas, sin una consideración oportuna de lo que debía ser ese «algo».
Las tres pequeñas se sentaron en el suelo mirándole. Tres pares de preciosos ojos oscuros seguían cada uno de sus movimientos, alertas y recelosas. A la mayor de las chicas la había registrado con la edad de nueve años, a las otras con siete y con ocho.
Parte del enfado de O’Shea, aunque no quería admitirlo, era debido a la manera de mirarle las niñas. No podía soportar que le mirasen como si fuese un ogro que las fuera a devorar en cualquier momento. Era un hombre bien parecido, joven y bondadoso, y se enorgullecía de cumplir sus obligaciones concienzudamente, pero sin severidad.
Un hombre tenía que conseguir ser bien considerado para tener éxito en una región como ésta, donde O’Shea era el único policía en unas 100 millas a la redonda, y tenía que depender de la asistencia de los rancheros y de los directores de las minas en caso de emergencia. Este trabajo le hizo impopular entre los ranchos, y él lo aborrecía. Hubiera preferido precipitarse a arrestar a una docena de borrachos camorristas, según decía, antes que tener que ir recogiendo chicas mestizas en nombre del Departamento de Aborígenes. ¿Por qué no podía el Departamento hacer su propio trabajo sucio?
O’Shea estaba molesto por la idea de que el trabajo que le habían obligado a realizar era sucio. ¿Cómo podría gustarle a una mujer que separaran sus hijas de ella, sabiendo perfectamente que no tendría oportunidad de volverlas a ver? ¿A su propia mujer, por ejemplo?
O’Shea sonrió, imaginando a cualquiera intentando separar a su esposa Nancy de sus hijos, el niño y las tres pequeñas de cabellos rubios. Pero después de haber dado algo de comer y de beber a las niñas aborígenes, tomó la precaución de atarles las manos con tiras de cuero para evitar que pudiesen aflojar la cuerda que tenían alrededor de sus cinturas y pudieran escapar. Las niñas se acurrucaron y se quedaron dormidas, gimoteando un poco, pero evidentemente sin esperanzas de escapar. O’Shea se estiró incómodamente al otro lado de la hoguera y cayó en un sueño ligero.
Al segundo día por la tarde llegó a Lorgans por un sendero que cruzaba la cordillera. Había procurado no llegar antes de que oscureciera, para que nadie lo viera.
Durante muchos años Lorgans había sido uno de esos pueblos mineros abandonados, en los que sólo quedan los restos de una vieja mina, un hotel y las ruinas de unas cuantas tiendas para dar testimonio de su pasado próspero. Pero las vías del tren aún pasaban a un kilómetro del pueblo y con la reapertura de la mina el pueblo adquirió vida nuevamente. El oro estaba dando buen resultado. A la designación de O’Shea siguió una intensa actividad minera en la llanura. Se abrieron nuevos pozos y surgieron comercios de entre las ruinas. En pocos meses Lorgans contaba con 300 ó 400 habitantes y O’Shea había traído a su mujer y a sus hijas a vivir al nuevo cuartel de policía, construido para él a la entrada del pueblo.
Cuando llegó a la verja del patio, situado detrás de su casa, O’Shea desmontó del caballo e hizo lo propio con Mynie, Nanja y Coorin. No quería que su mujer le viera con esas niñas acongojadas detrás de él y se echara a reír, como seguramente haría. Se reía tan fácilmente. Su sentido del humor la mantenía rolliza y contenta en aquel «rincón abandonado», como ella solía decir; pero O’Shea no iba a dejar que se riese de él, si podía evitarlo.
Un perro empezó a ladrar al advertir su presencia. La señora O’Shea salió precipitadamente de la casa en el instante en que oyó los ladridos. Sus hijos pululaban a su alrededor. Era una mujer rubia, gruesa, bastante joven, jovial y con unos pechos generosos. Sus hijos eran igual que ella: tenían el pelo rubio y la piel clara y rosada. Llenos de entusiasmo y excitación, corrieron a saludar a su padre. Este alzó a su hijo en brazos mientras las niñas se aferraban a él.
Fue la señora O’Shea quien descubrió a las tres pequeñas mestizas acurrucadas y mirándola fijamente con una expresión de asombro y angustia.
—Oh, Jack —exclamó—. ¡Pobres criaturas! ¿Qué vas a hacer con ellas?
—¿Tú qué crees? —preguntó O’Shea impaciente—. ¿Quedármelas como animales domésticos?
Sus hijas sospechaban lo que había pasado. Preguntaban alborotadamente:
—Papá, ¿les diste una vuelta en tu caballo?
—Papá, ¿por qué no podemos dar una vuelta en tu caballo?
—Papá, ¡yo también quiero montar detrás de ti en Chief!
—Quiero dar una vuelta...
—Papá, ¿puedo dar una vuelta también?
Las mestizas miraban atónitas a los otros niños. ¿Cómo podían hablar al policía de forma tan descarada y despreocupada?
—Pero no pueden seguir atadas así —protestó la esposa, todavía preocupada por aquellas pequeñas e infelices criaturas.
—Son salvajes como los pájaros —exclamó irritado el policía—. Si les diese una oportunidad, volverían a Movingunda en menos que canta un gallo. Y yo no volvería a pasar por todo lo que he pasado, para cogerlas otra vez, ni siquiera por un montón de dinero.
Bajó a su hijo del caballo y caminó hacia un cobertizo de chapa de hierro ondulada que tenía una pequeña ventana cuadrada tapada con alambre de espino. Abrió la puerta violentamente.
—Vosotras, venid —dijo—. No os haré daño. La señora os traerá comida dentro de poco.
Mynie, Nanja y Coorin se acercaron lentamente, con desgana, hacia la puerta; sus ojos buscaban desesperadamente algo que las salvara de aquel oscuro cobertizo.
Éste servía de calabozo, pero no se utilizaba casi nunca excepto para encerrar a algún borracho descontrolado o a algún prisionero nativo.
—No las pongas ahí, Jack —imploró su mujer—. Se morirán de miedo... y está haciendo un frío terrible estas noches.
—No las puedes llevar a casa —replicó O’Shea.
—¿Y qué me dices de la habitación al fondo de la terraza? — insistió su esposa—. Allí no pueden hacer ningún daño. Las llevaré mientras tú das de comer a Chief.
—Haz lo que quieras. Mañana les tocará lavado y desinfección.
O’Shea se desabrochó la chaqueta azul marino del uniforme, la colgó en un poste y se dirigió a desensillar el caballo.
—Venid, niñas —llamó alegremente su esposa a las mestizas.
Éstas se arrastaron tras ella, mientras cruzaba el patio pesadamente. Sus propios hijos la siguieron con curiosidad.
—Venga, acabad de cenar —les dijo la madre—. Ah, Phyll, cuida de que Bobbie no derrame su cacao sobre el mantel.
O’Shea retiró con gestos rápidos la sobrecincha y la cincha de la silla de montar; las levantó con una mano, y el gran bayo le siguió al establo. Antes de entrar en la casa dio una abundante y rica comida a su caballo, lo almohazó y llenó de agua la pila situada al lado de la puerta del establo.
El niño estaba sentado en la sillita alta, y las tres niñas blancas, aproximadamente de la misma edad que aquellas criaturas mestizas, estaban parloteando alborozadamente después de la cena. Tenían un aspecto muy saludable y encantador, con las coletas cuidadosamente trenzadas y los delantales estampados cubriendo los vestidos. Nancy era una madre estupenda. Siempre conseguía que los niños estuviesen aseados y guapos a la hora de la cena, y todo limpio y agradable cuando su marido regresaba de uno de aquellos largos viajes.
Pero esa noche en cuestión, mientras asaba su bistec junto al fuego, Nancy parecía algo preocupada. Su habitual talante jovial y afable se había ensombrecido.
—Estaré contenta cuando nos vayamos a otro lugar —dijo, poniendo un plato con un gran bistec, huevos escalfados y patatas fritas delante de su marido—. Todos estos raptos de niñas están acabando con mis nervios.
—Yo estoy tan harto como tú —replicó O’Shea quisquillosamente—. Si el Departamento quiere que lleve a cabo este trabajo, tendrán que proporcionarme un coche o al menos una calesa.
—Es una auténtica vergüenza la forma en que se aparta a esas niñas de sus madres —exclamó la señora O’Shea—. Las nativas acudirán desde Movingunda durante meses para preguntarme qué les ha pasado a sus hijas. Y yo, ¿qué puedo decirles?
—Explícales que han ido al sur para convertirse en señoras, como ya lo has hecho otras veces.
—No me creen. No se puede mentir a una aborigen. Lo único que sé es que nunca volverán a ver a sus hijas. Las niñas no recordarán a sus madres y las madres les perderán la pista a sus hijas.
—La gran idea es que se salva a las niñas de la vida depravada en los campamentos —le recordó O’Shea.
—Todo eso está muy bien —gritó indignada la mujer—. ¿Pero acaso el resultado no es el mismo al fin y al cabo? Las niñas aprenden a leer y a escribir y se convierten en criadas. Pero más de la mitad acaba igualmente llevando una vida depravada en la ciudad. Solamente que allá en el sur es peor para ellas, porque están entre desconocidos. Si una chica mestiza tiene un hijo aquí, es algo normal. Pero en el sur, es una desgracia. Bueno, y ¿por qué no se les puede dar a las chicas la oportunidad de volver, trabajar en los ranchos y casarse? Claro, porque las mujeres son tan escasas en el campo que las mestizas ocupan el primer lugar.
—Yo no tengo la culpa.
Su marido se dirigió pesadamente hacia una cómoda silla al lado del fuego y se desplomó en ella. Se quitó las botas de montar y estiró sus largas piernas cubiertas por calcetines tejidos a mano subidos hasta el final de los pantalones de montar.
—Te acuerdas de Emmalina del rancho de Koolija —continuó la señora O’Shea—. Cuando le enviaron a su hija al sur, se sentó al lado de la casa y estuvo gimiendo durante días. Si hubo alguna vez una mujer que murió porque alguien le rompiese el corazón, ésa fue ella.
—Por el amor de Dios, Nancy —protestó O’Shea—. Deja ya de preocuparte por esas niñas. Estoy harto de esas pequeñas bestias y de que se me tome por un estúpido. Ya he tenido bastante con soportarlas durante todo el viaje.
Mynie, Nanja y Coorin, sentadas en el suelo de la habitación contigua, oían la conversación; oían por primera vez algo sobre lo que iba a ser de ellas. Escuchaban absortas, mirando hacia la ventana enrejada con alambre de espino.
Sus rápidos sentidos, al escuchar cada movimiento y cada palabra, construían vívidas imágenes de lo que estaba sucediendo a la luz del fuego de la cocina, que habían vislumbrado al pasar por la terraza. Podían ver a O’Shea comiendo y – de pie y a su lado – a su mujer hablándole.
Cuando una de las niñas blancas pidió más pan con mermelada, pudieron oír a la madre, que estaba cortando el pan, dar una bofetada al chico por meter los dedos en la mermelada. Él chilló, y su padre lo bajó de la sillita y lo sentó en una de sus rodillas al lado del fuego. Las niñas gritaron por sentarse también en la rodilla de su padre, pero él las amenazó con enviarlas a la cama en aquel mismo momento si no se callaban y se portaban bien.
Cuando la familia terminó de comer y estuvo satisfecha, la señora O’Shea anunció que iba a llevar algo de comer a aquellas «pobres criaturitas». Un momento después giraba la llave de la puerta al fondo de la terraza y aparecía con un plato de pan con mermelada y tazas de té en una bandeja.
Mynie, Nanja y Coorin la miraron mientras ponía una taza esmaltada ante cada una de ellas y el plato de pan con mermelada en medio. No era necesario repartir las porciones. La señora O’Shea sabía que ellas lo harían escrupulosamente.
Las niñas estaban atadas una a otra por las muñecas. La señora O’Shea se movía con indecisión entre ellas, sonriendo y tratando maternalmente a aquellas niñas tan aterrorizadas y silenciosas. Eran unas criaturas muy delgadas, con grandes ojos marrones y pestañas rizadas, cabello castaño oscuro despeinado, y con ginaginas – tan sólo pedacitos de tela de algodón descolorido – sobre sus flacos cuerpos.
La habitación era una celda en todo excepto en el nombre y estaba reservada a los prisioneros más respetables. Había una mesa y una silla, y una cama cubierta con sábanas de un azul grisáceo. La ventana no tenía cristal, pero estaba enrejada con alambre de espino.
No existía ninguna posibilidad de que las mestizas pudieran salir cuando la puerta se cerraba, se dijo la señora. Así que se tomó la justicia por su mano: se arrodilló, y con sus firmes dientes blancos desató las correas que las ataban.
Ella sabía que Jack se pondría furioso si descubría lo que había hecho. Por la mañana ataría a las niñas de nuevo y confió en que nadie, excepto ella y las niñas, lo supiera. Se podía confiar en que ellas no dirían nada.
De todas maneras, estaba segura de que no hubiera pegado ojo pensando en aquellas pobrecitas sentadas allí como espantajos, atadas, pasando frío miserablemente. Cogió una manta de la cama y la estiró en el suelo para ellas.
—Tomad —dijo de un modo acogedor—. Seréis buenas chicas ¿verdad? No trataréis de escapar. El jefe me mataría si lo hicierais.
Cuando se marchó, cerrando la puerta tras ella, Mynie, Nanja y Coorin se apoderaron de las rebanadas de pan con mermelada que les había traído y tragaron el té caliente y dulce hecho con leche condensada.
La habitación estaba casi a oscuras, tan sólo la iluminaba aquel cuadrado de cielo estrellado enmarcado por la ventana enrejada con alambre de púas. Cuando Mynie hubo terminado su pan con mermelada y todo el té de su taza, se acercó sigilosamente a la ventana.
Miró hacia afuera furtivamente. A través del patio, detrás de la casa del los O’Shea, de los establos y de la cerca de los caballos, estaba el negro muro de las colinas. Mynie podía ver el sendero por el que el agente de policía había entrado, serpenteando la mina y el viejo pueblo hasta que desaparecía por una oscura masa de árboles. Un sorbido de nariz y un estremecimiento de instintiva decisión fueron suficientes para informar a sus compañeras. Los oscuros ojos se comunicaron prudentes y cautelosos.
Apoyándose contra la pared, en la sombra, Mynie empezó a toquetear el alambre de espino. Comprobó cada hilera por el lugar en que los clavos sujetaban el alambre al marco. Sus dedos se ensortijaban y giraban, avanzando lentamente.
Mynie, tras comprobar varias hileras de alambre, se dio la vuelta para mirar a Nanja y Coorin con un destello en sus ojos. Se arrastraron sigilosamente y vieron un par de clavos sueltos en sus cuencas. La madera se había deteriorado de manera que se podían extraer los clavos y doblar el alambre para dejar un hueco a través del cual el cuerpo de un niño lograría pasar.
Las tres volvieron a su sitio en el suelo cautelosamente y se sentaron mirando y esperando. Coorin se durmió. Su cabeza cayó en el hombro de Nanja, pero ésta y Mynie escuchaban – tensas y alertas – todo lo que estaba sucediendo en la cocina.
La señora O’Shea metió al niño en la cama. Envió a las niñas a que se lavaran y cepillaran el cabello. Ellas no querían irse a la cama. El policía les contó una historia sobre tres cerditos. Entonces le besaron diciendo ¡Buenas noches, papá!, una y otra vez, y se marcharon corriendo entre risas y parloteos.
—No olvidéis vuestras oraciones —exclamó la señora O’Shea.
Una tras otra, las pequeñas niñas blancas rezaron como si estuvieran recordando las palabras de una canción de corroboree :
Jesusito de mi vida
tú eres niño como yo,
por eso te quiero tanto
y te doy mi corazón.
¡Tómalo! ¡Tómalo!
Tuyo es y mío no.
La señora O’Shea entró en la habitación, besó a las niñas y apagó la luz. Quedaba todavía la vajilla por fregar. Iba y venía rápida y alegre, retirando los platos de la mesa. Él bostezó y se desperezó durante largo rato.
Al final exclamó:
—¡Estoy muerto de cansancio! ¿Qué tal si echamos un sueñecito?
Se fueron a una habitación de la parte delantera de la casa. Mynie y Nanja los oyeron moverse de acá para allá mientras se desvestían. La cama crujió cuando se metieron en ella. Durante un rato el policía y su esposa charlaron suavemente. De vez en cuando la risita de la señora O’Shea se apagaba. Entonces todo quedó en silencio. Solamente el sonido de una respiración regular vibraba a través de los delgados tabiques, el sonido de dos personas durmiendo profunda, tranquilamente, con algún suspiro ocasional o un largo y contraído ronquido.
Mynie y Nanja no necesitaban hablarse. Despertaron a Coorin. Inmediatamente comprendió por qué lo habían hecho. Una sola idea las dominaba a las tres. No sabían si creer que el policía mataría a su mujer si descubría que les había desatado las manos y la correa. No podían pensar en eso.
Su único instinto era escapar. Volver a las colinas y llanuras, a los chamizos de su propia gente. Era un país extraño, salvaje, el que tendrían que atravesar. Se encontraban en la parte más alejada de las colinas que habían sido los límites de su mundo. Aquellas misteriosas y azules colinas donde, decía Wonkena, vivía el gnarlu, el espíritu maléfico que llegó de la oscuridad saltando como una rana, cada vez que había un corroboree en Movingunda.
Habían oído a las mujeres cantar para asustarlo y habían visto a la vieja Nardadu en persona levantarse y arrojarle una estaca ardiendo una vez que se acercó demasiado al fuego del campamento. Les aterrorizaba la idea de cruzar de noche el territorio del gnarlu. Pero eran tan pequeñas e insignificantes, pensó Mynie, que podrían encontrar el camino de regreso a Movingunda sin ser vistas. De cualquier modo, había que superar el miedo si no querían que se las llevaran y no volver a ver nunca más a sus madres y su tierra.
Mynie se deslizó hacia la ventana y manipuló los clavos. Los extrajo. Sus ojos buscaban el cercado. Nada se movía. Volvió a doblar el alambre donde lo había desenredado. El agujero era suficientemente grande como para poder abrirse paso. Nanja levantó a Coorin. Mynie tiró de ella y la depositó en el suelo. Nanja se atascó y tuvo que hacer muchos esfuerzos para poder reunirse con ellas.
Durante un rato, se pegaron a la sombra de la casa, temerosas de moverse, no fuera que el perro se lanzara sobre ellas y sus ladrillos despertaran al policía O’Shea y a su mujer. Luego, gatearon bajo la terraza, hasta el lado opuesto. Pisando con cuidado, cruzaron el terreno guijarroso hasta el camino, sin mover apenas una piedra.
De pronto, silenciosamente, con sus pies desnudos y endurecidos, echaron a correr a gran velocidad hacia la colina. En pocos minutos el pueblo quedó atrás. Mientras subían por la colina, los árboles se acercaban, rodeándolas: mulga oscuro y rechinando, susurrando con voces extrañas; espino y minnereechi proyectando negras sombras; sombras que se extendían y se apretaban, deslizándose con una risa seca y aguda.
Nanja y Coorin se mantenían cerca de Mynie mientras continuaban. Las tres se apretaron una junto a otra cuando los desviados brazos de un árbol muerto oscilaron en dirección a ellas. Llevadas por el viento, se deslizaron a través de la maleza. La maleza se volvía más densa. Formas que se retorcían las miraban de cerca, maliciosamente, desde cada arbusto. Dedos delgados y huesudos trataban de asirlas y de arañarles las piernas, de romper sus ginaginas. Continuaron, llegando por fin a un barranco entre dos grandes colinas.
En lo más profundo de las colinas había un estanque, pero Mynie se alejó de él, sabiendo que los peores espíritus se esconden junto al agua oscura. Un siniestro «¡guauc! ¡guauc!» procedente del estanque las obligó a trepar por la colina. Las grandes rocas curtidas por la intemperie eran menos terribles que los árboles; se deslizaron de la sombra de una roca a otra, deteniéndose – con los corazones palpitándoles frenéticamente – para escuchar y observarlas, antes de marcharse sigilosamente.
Entonces se levantó la luna, una bandeja de plata empujándose hacia el otro lado de la colina. La luna apenas estaba a mitad de camino cuando una figura achaparrada y pesada pasó a través de ella, brincando y dejándose caer pesadamente en dirección a ellas.
Era el gnarlu – Mynie, Nanja y Coorin estaban seguras que era el gnarlu, el espantoso espíritu del mal, que habían visto brincando y dando pesados saltos, exactamente así, en el fuego del campamento durante un corroboree. No aguardaron a ver si este gnarlu tenía las mismas marcas blancas. Esta vez Nardadu no estaba para ahuyentarlo con la tea. Mynie se dio la vuelta y huyó, con Nanja y Coorin detrás de ella. Volvieron por donde habían venido, a través del barranco y de nuevo a la oscura maleza, llegando por fin a la senda que conducía a las minas, el pueblo y la casa del agente de policía.
El cielo ya tenía la media luz del falso amanecer antes de que llegaran allí. Se deslizaron por debajo de la cerca, atravesaron el terreno guijarroso al lado de la casa y gatearon por debajo de la terraza hasta el lado opuesto. El alambre de espino estaba abierto, exactamente como lo habían dejado. Mynie se retorció a través de él. Nanja levantó a Coorin. Luego ella misma se alzó a través de la ventana.
Cuando estaban sentadas, acurrucadas otra vez en el suelo, sus ojos se miraron y asintieron. Sin decir una palabra coincidían en que su miedo ante el futuro no era nada comparado con los horrores que habían dejado atrás. Incluso era un consuelo escuchar al policía y a su mujer durmiendo tranquilamente, suspirando con ocasionales ronquidos interminables.
Mynie se deslizó hasta la ventana, encontró los clavos en la repisa donde los había dejado, los colocó en su sitio y les dio vueltas con el alambre. Hecho esto, volvió a donde estaban Nanja y Coorin, se estiró en el suelo y arrastró la manta hacia ellas.
Cuando la señora O’Shea trajo porridge y leche unas horas más tarde, estaban todavía dormidas, yaciendo como crisálidas en la sombría manta.
—Sois buenas chicas —dijo alegremente—. Sabía que podía confiar en vosotras. Sois un poco negras, también un poco blancas.
—¡Yukki! —respiró Mynie, preguntándose si era ése el motivo por el cual habían vuelto a casa del hombre blanco. La señora O’Shea encontró la correa y la puso alrededor de sus cinturas de nuevo. Concienzudamente, como si estuviera pidiendo disculpas, anudó las tiras de cuero.

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