A.M. Homes - "Cindy Stubenstock"

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Cindy Stubenstock no para de mejorar su colección de arte: en una subasta reciente revendió dos Gursky y un Yuskavage de la primera época, y enseguida estaba al teléfono con Londres subiendo la puja por un excepcional grabado de Picasso que se veía «precioso encima de la chimenea».
—Otorga un sentido completamente distinto al humo ascendente —masculló entre dientes el críptico subastador británico.
Ahora Cindy y su hermandad de Scarsdale —es decir, las señoras que se quedan a almorzar— están en la pista de despegue de Teterboro, yendo de avión en avión.
—Antes no había tantos —comenta una.
—¿De verdad necesitamos tomar dos aviones?
—Bueno, somos seis y detesto ir apretada, y además, ¿qué pasa si quiero marcharme temprano?
Todas asienten, ya saben a qué se refiere.
—La mera idea de sentirme atrapada en alguna parte me pone nerviosa. ¿Alguien tiene algo, lo que sea? ¿Una azulita, una amarillita?
—Yo tengo Avitan.
—Me la tomo.
—Nos vamos a Miami, no es la selva tropical, no es lo más recóndito de Perú, puedes coger un vuelo de pasajeros cuando te venga en gana; basta con que llames a JetBlue —comenta una de las mujeres.
Las otras se muestran horrorizadas, pasmadas, conmocionadas porque pueda pronunciar «vuelo de pasajeros» tan fácilmente, sin inmutarse. Los vuelos particulares son una de las ventajas de ser quienes son; para eso aguantan tanto. Nada de seguridad en los aeropuertos.
—Eso va a cambiar pronto, van a poner perros olorosos en todas partes.
—No son perros olorosos, sino rastreadores. Los perros olorosos serían algo así como jabones, verbena, vainilla, Machu Pichu.
—¿Por qué me corriges siempre? Soy una vieja, déjame en paz.
—Tienes cuarenta y ocho años, no eres ninguna vieja.
Entonces, silencio.

—¿Qué avión es? Mi marido no para de cambiarlos. Nunca sé cuál es el nuestro.
—Ella lo llama cambiarlos; él lo llama propiedad fraccionaria —susurra una de las mujeres.
—G4, Falcon, Citation, Hawker, Leaiet... ¿Recordáis cuando eran todos Leaijet? ¿Recordáis cuando la palabra Learjet significaba algo?
—¿Quién es ese calvo en silla de ruedas? Me suena de algo. ¿Lo conozco de alguna parte?
—¿Es Philip Johnson?
—Philip Johnson murió hace dos años.
—¿De veras?
—Sí.
—Qué pena.
—¿Es Yul Brynner?
—Es alguien con cáncer.
—¿Qué hace aquí?
—Regresa a su casa en un Angel Flight —explica uno de los empleados de tierra, refiriéndose a esos vuelos gratis de carácter médico o humanitario en aviones privados—. La gente dona plazas de vuelo para los que están demasiado enfermos para viajar.
—Vaya, me parece que yo sería incapaz de hacer algo así. No podría tener a un enfermo en el avión. ¿Y los microbios, qué?
—Por lo general, creo que el cáncer no es contagioso.
—Nunca se sabe. —Se pasa la mano por el pelo, en el que se aplica Pureli todas las mañanas, de manera profiláctica.

El grupo se divide. Sally Stubenstock, la hermana de sociedad de Cindy, y su «amiga» Tasha, la profesora de yoga, van en su propio avión.
—Queremos un poco de intimidad —dice Tasha.
—Quiere que haga la pose del perro mirando hacia abajo a tres mil metros de altura —comenta Sally.
—Qué asco —susurra alguien.
—A ti qué te importa; nadie te pide que lo hagas tú.
—Las mujeres besan mejor que los hombres; está demostrado.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Pues porque una noche Wallis Wallingford (la extraña mujer que tiene un apellido masculino por nombre de pila) me plantó uno.
—¿Estaba borracha?
—Me parece que no. Estuvo muy bien.
—¿Mejor que un hombre?
Asiente.
—Más suave, más atento.
Cindy Stubenstock se mete los dedos en los oídos, tararea en voz alta y canturrea:
—Me parece que eso es algo que prefiero no saber. No quiero saberlo-oh-oh.
La conversación cesa. Suben a bordo. El piloto cierra la puerta y echa el seguro. Las mujeres ocupan sus asientos y luego ocupan otros asientos. Se desplazan por la cabina hasta encontrar acomodo. Ponen todos los abrigos de piel juntos en un asiento.
—¿Dónde os alojáis? ¿El Raleigh, el Delano, el Biltmore?
—Yo me alojo en casa de Pinkie y Paulie.
—¿De veras? —pregunta Cindy.
Su amiga asiente.
—Yo nunca me he alojado en casa de nadie —reconoce Cindy Stubensktock—. ¿Cómo se hace eso? Cuando llegas alli, ¿qué haces?, ¿cómo te registras?
—Es como ir a una cena o un cóctel. Llamas a la puerta y, con un poco de suerte, alguien te abre.
—¿Te coge alguien el equipaje? ¿Le das propina? ¿Y qué pasa si no puedes dormir? ¿Qué pasa si tienes que levantarte y dar un paseo? ¿Tienes tu propio cuarto de baño? Yo no puedo alojarme en ninguna parte sin un cuarto de baño para mí sola, aunque vaya con mi marido. Si haces pis, ¿tiras de la cadena? ¿Y si te oye alguien? Resulta de lo más estresante.
—Cuando eras pequeña, ¿alguna vez fuste a dormir a casa de alguien?
—Sólo una vez. Echaba de menos mi casa y mi padre vino a recogerme. A mí me pareció que era en plena madrugada, pero mis padres acostumbraban a tomarme el pelo: en realidad sólo eran las once de la noche.
—Cuando voy a casa de alguien, siempre llevo una sábana limpia —tercia otra mujer.
—¿Y vuelves a hacer la cama?
—No, me envuelvo en ella. ¿Sabéis con qué poca frecuencia se lavan las sábanas la mayoría de las veces? Incluso las sábanas de los hoteles, pensad en los cientos de personas que han usado la misma sábana.

—¿Qué hay para cenar? —pregunta alguien.
—Un enorme sándwich de carne de ternera en conserva. Para eso voy a Miami: Wolfie’s. Siempre me sienta mal, pero no puedo evitarlo. Me recuerda a mis abuelos y a mi infancia.
—Creía que eras vegetariana.
—Lo soy.
—Por cierto, ¿qué pasó con ese cuadro de Brice Marden que estabas intentando comprar?
—Sigue pendiente; todavía no hemos concluido la entrevista.
—Ahora algunas galerías llevan a cabo un proceso de selección. Hay una empresa que entrevista a los posibles compradores, acerca de todo, desde su activo hasta sus pasatiempos pasando por las intenciones que tienen respecto de sus colecciones, y una vez llevado a cabo el trámite, conciertan una visita a la casa.
—Exacto, aún nos falta la visita a la casa, pero CeeCee ha estado tan ocupada con la redecoración que no quiere dejar entrar en casa a nadie de la galería.
—¿Qué estáis haciendo?
—Estamos pasando de la noche al día, cambiando todos los cuadros negros por blancos. Vendimos los Motherwell y los Still, y ahora estamos trayendo Ryman, Richter y una librería Whiteread.
—Suena de maravilla, muy relajante, nada de color.
—He oído que compraste un Renoir en Londres.
—Tuvimos un buen año. Me gusta tanto que querría follármelo.
—Cuando compramos nuestro Rotbko, nos dimos un revolcón en el suelo delante del cuadro.
—Qué tiempos aquéllos...
—Y cuando compramos el Pollock.
—Ya, comprasteis uno muy grande, ¿no?
—Bastante grande.
—La habitación es tan amplia que todo es relativo.
—¿Recuerdas la vez que fuimos a aquella gira de visitas artísticas y nos dejaron tocar algunas piezas? ¿Que Stanley acarició el “Nacimiento de Venus” y se excitó?
—¿Stanley el caballo guía o Stanley tu marido?
—Stanley el humano. Cómo se abochornó.
—A mí me pareció de lo más mono.
—¿Dónde está Stanley este fin de semana?
—Stan el hombre está jugando al golf; y a Stanley el caballo guía le están limpiando la dentadura, así que la sociedad me ha facilitado un bastón. —Levanta un bastón blanco—. Como si fuera a servirme de algo. Un profesor se reunirá conmigo para la feria, un joven conservador de museo.
—Dios, recuerdo cuando Stanley, el caballo, intentó montar el poni de peluche que le enviaron tus padres a tu hijo...
—Estábamos todos presentes, era la fiesta de Hanukah.
—Atormentó a mi hijo. Ver a Stanley intentando «pillarse» al poni... Decía «pillarse» en vez de «cepillarse», qué ricura.
—Hay gente a la que le va eso, los animales de peluche. «Peluchófilos», los llaman.
—No tengo ni idea de a qué te refieres.
—¡Fiestas sexuales!
—¿Invitan a animales de peluche?
—Hablando de comportamiento animal, ¿nos estamos preparando ya para el despegue?
—Perdone, señora Stubenstock —responde el piloto—. Hay aparatos militares en la zona y el espacio aéreo ha sido cerrado.
—Vaya, ¿viene otra vez el presidente a la ciudad? Gracias a Dios que nos marchamos, siempre provoca tantos embotellamientos...
—Seremos los terceros en despegar en cuanto se abra el espacio aéreo.

—Por lo general volamos en el avión de Larry: lo redecora para cada vuelo. Una obra de arte distinta dependiendo del punto de destino. Una cosa para Los Angeles, otra para Basilea, otra para Venecia.
—Eso es porque intenta venderte algo.
—No, me parece que no. Preguntamos siempre, y nos dice que lo que queremos, sea lo que sea, no está a la venta.
—Así es como lo hace, así te pilla.
***
—¿Has oído lo de los apuros de Sarah y Steve con Warhol?
—No, ¿qué?
—Resulta que sus Warhol no son Warhol: son copias como los Louis Vuitton baratos de Canal Street.
—Pero tienen polaroids de Andy firmando los cuadros, Steve junto a Andy mientras éste los firmaba.
—Por lo visto firmaba cualquier cosa, pero eso no significaba que la hubiera pintado él.
—Contaban con esos cuadros para su sostén económico.
—Bueno, ya sabes lo que se suele decir: nunca confíes en que tu colección de arte haga nada que no puedas hacer por ti mismo.

The Crow - Damien Hirst

—¿Estás invitada a la fiesta VIP?
—Las fiestas VIP no son buenas. Para las fiestas de verdad no se cursan invitaciones, sencillamente tienes que saber dónde se celebran.
—Le dije a Susie que iría a la cena siempre y cuando no tuviera que sentarme al lado de un artista. Nunca sé qué decirles.
—Yo siempre les pregunto si se mueren de hambre, pero nunca lo pillan —dice Cindy—. He observado que la mayoría de los artistas jóvenes son carnívoros. ¿Recuerdas cuando los artistas sólo comían cosas como brotes y bolsitas de «verduras» que llevaban consigo? Ahora todos comen carne: es tan post-Damien...
—¿A qué te refieres?
—¿No lo recuerdas? La primera gran pieza de Damien Hirst era en realidad muy pequeña... Era un pedazo de filete con el que se había atragantado su padre. El joven Damien le hizo a su padre la maniobra Heimlich y el filete salió disparado de su boca y pudo respirar de nuevo. Damien guardó el pedazo de filete y lo metió en un tarro de formol que cogió del instituto y lo tituló “Le he salvado la vida a mi padre. Qué será de nosotros ahora”.
—No había oído esa historia.
Cindy Stubenstock se encoge de hombros.
—Es famosa. Creo que la pieza está en la colección Saatchi, en Londres.

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