Martha Cerda - "Después de los canarios"

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No es que no quiera verte, es que no puedo. Desde que Adela me vigila cierro los ojos para ocultarme. Adela, con su pelo hirsuto como una corona de espinas, enmarcando sus ojos fijos en mí a partir del momento en que le pregunté: «¿Cuántos años tiene usted?», y me contestó: «Cuarenta.» Y ya no pude deshacerme de ella. «¿Cuarenta?» me repetía cuando la miraba caminar arrastrándose por la casa, sin ruido. O cuando no la miraba y de pronto me sorprendía desnuda en mi baño. «¿Qué haces ahí, Adela?», le gritaba, y ella respondía: «Nada, señora» y, efectivamente, no hacía nada. «Es increíble que a tu edad seas tan torpe, Adela», le reprochaba a cada instante, después que ella rompía un vaso o tiraba un jarrón o descomponía un aparato. Ella asentía con dos palabras: «Sí, señora», acentuando el sí con la mirada. El tono de mis insultos fue subiendo sin que ella opusiera resistencia. «Eres una imbécil, Adela», «nunca había conocido a alguien tan idiota como tú», hasta que, en el colmo de la exasperación, le di una bofetada. Ella no reaccionó. Con la mano aún temblorosa le reclamé: «¿Ves lo que provocas, Adela?, retírate, por favor.» Adela no se movió.
A la mañana siguiente ya no pude regañarla, ni a la otra, ni a la otra. No sentía deseos de ordenarle, no obstante, todo estaba en orden en la casa, gracias a ella y a pesar de sus ojos hundidos y su mueca de burla y su voz oscura, igual a sus vestidos. «El desayuno está listo», anunciaba al verme en la cocina dispuesta a prepararlo. Apenas me sentaba, ya tenía servido el café, y antes de terminar el último trago, ya me tenía dispuesto el baño. No podía abrir un cajón sin encontrar la presencia de Adela entre mis cosas: la ropa siempre limpia, acomodada con esmero, tanto, que me sentía incapaz de tocarla. La sala, impecable, ya no era el sitio donde me sentaba a escuchar música plácidamente, por temor a ensuciarla y que Adela lo notara. Si Adela entraba por una puerta, yo salía por otra empujada por su aliento. Entonces Adela comenzó a insinuar: «¿Se siente mal la señora?», «hoy amaneció pálida, descanse»; «está adelgazando mucho, coma bien». Y yo empecé a seguirla sin que me viera. Cuando me daba cuenta estábamos en el mismo lugar de donde habíamos partido.
Adela se levantaba a las cinco de la mañana y yo ya no podía dormir adivinando sus pasos, que a veces se detenían muy cerca de mi cuarto y otras se alejaban hasta perderse en la madrugada, obligándome a levantarme tras ella y exclamar «Adela, Adela», para inmediatamente sentirme ridícula y a la vez tranquilizada al escuchar su voz a mis espaldas que me hacía tartamudear un: «Ya... ¿ya llegó el pan, Adela?» Ella se daba media vuelta y yo regresaba a mi cama por el mismo pasillo de diario.
Otras veces, al despertar, lo primero que reconocía era su perfil desapareciendo tras la ventana y volviendo a aparecer por la puerta: «¿Durmió bien?», me interrogaba, asomando su cara cetrina como una advertencia... «Sí, Adela, muchas gracias, ¿y usted?» Ella me observaba por encima del hombro, cual si hubiera descubierto que de niña yo llevaba los calzones sucios y las medias torcidas, y no me contestaba.
Luego las cosas comenzaron a perderse. Primero fue la leche y Adela dijo, después de un «Señora» seguido de un silencio prolongado en que pensé que no iba a hablar nada más: «Se robaron la leche.» «¿ Quién?», pregunté con extrañeza. «Alguien que no tiene temor de Dios», sentenció, dando por terminada su explicación. Más tarde las plantas se secaron una a una y al final el gato se escapó, después de matar a los canarios. Quedamos en la casa Adela y yo. Adela casi no come, en cambio a mí me prepara mis platillos favoritos y me los trae a la cama, pues estoy tan débil que ya no me levanto. Adela no permite que nadie me moleste, ni el doctor. Ella sola prepara unas infusiones de hierbas con las que me baña a medianoche, siempre que hay luna nueva, y enseguida atranca las puertas para que no entren los malos espíritus. Y no es que Adela esté loca, te lo aseguro, lo que pasa es que no le gusta salir más que los domingos para ir al templo. Es el único rato que me deja y yo aprovecho para escribir y pedirte que me disculpes por no ir a visitarte. No puedo, de veras. Tú no sabes lo que es estar sentada en mis propios orines, esperando que Adela venga a cambiarme. Pero la pobre tiene derecho a ir a misa, si no fuera por ella...

This entry was posted on 24 noviembre 2011 at 20:31 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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