María Luisa Bombal - "La historia de María Griselda"

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Nadie saltó a recibirla. Ella misma hubo de abrir la tranquera, mientras el cochero, reteniendo los caballos, le insinuaba a modo de consuelo:
—Puede que del pueblo no hayan telefoneado que usted llegaba, tal como lo dejó recomendado.
Por toda respuesta ella había suspirado muy hondo, pensando en todo lo que había debido sobrellevar para hacer el viaje hasta este fundo perdido en la selva.
El tren. El alba, en una triste estación. Y otro tren. Y otra estación. Y el pueblo, al fin. Pero, en seguida, toda la mañana y la mitad de la tarde en aquel horrible coche alquilado... Y ahora, después de tanto tiempo, recuerda claramente aquella tarde gris y aún se ve delante de la casa, golpeando a una puerta atrancada por dentro como si fuera medianoche.
Un relámpago habla desgarrado el cielo y tiritado lívidamente durante el espacio de un segundo, Luego fue un golpe sordo. Un trueno. Y otra, vez el silencio, espesándose. Entonces ella había mirado a su alrededor y advertido, de pronto, que era casi invierno. En el último peldaño de la escalinata un sapo levantaba hacía ella su cabecita trémula.
—Está enamorado de María Griselda. Todas las tardes sube a esperarla para poder verla cuando ella vuelve de su paseo a caballo —le explicó Fred, apartándolo delicadamente con el pie.
— ¿Y Alberto? —habla preguntado ella una vez dentro de la casa, mientras comprobaba con la mirada el desorden y el abandono de las salas.
—Está en el pueblo. Ha de volver esta misma tarde, creo.
—Es lástima que ahí, que lo saben todo y que todo lo repiten en medio segundo, no lo informasen de mi llegada. Pude haberme venido con él.
—Fue mejor que no se viniera con él, mamá.
Una serie de veladas alusiones temblaba en la voz de Fred. Desde que salió a abrirle la puerta, Fred esquivaba obstinadamente los ojos de su madre.
—Enciende la chimenea, Fred. Tengo frío. ¿Cómo? ¿No hay leña a mano? ¿Qué hace la mujer de Alberto? ¿Le parece que ser una buena dueña de casa puede perjudicar su belleza?
—Oh no, este desorden no es culpa de María Griselda. Es que somos tantos y… ¡mamá! —gimió de pronto, de la misma manera que cuando de niño corría hacia ella porqué se había hecho daño o porque tenía miedo. Pero esta vez no se le colgó del cuello como lo hacia entonces. ¡Por el contrario! Reprimiendo bruscamente su impulso, huyo al otro extremo del hall para dejarse caer como avergonzado en un sillón. Y ella se le había acercado, y, poniéndole ambas manos sobre los hombros:
— ¿Qué hay, Fred? —le había preguntado dulcemente—. ¿Qué les pasa a todos ustedes? ¿Por qué se quedan en esta casa que no es la de ustedes?
— ¡Oh mamá, es Silvia la que quiere quedarse! Yo quiero irme. Acuérdate, mamá, acuérdate que fue también Silvia la que se obstinó en venir...
Sí: ella recordaba el absurdo matrimonio de Fred, a quien, sin ni siquiera haberse recibido de abogado, se le ocurrió casarse con la niña más tonta y más linda del año. Y recordaba animismo el proyecto que le confió la muchacha unos días antes del matrimonio:
—Le he dicho a Fred que quiero que pasemos nuestra luna de miel en el fundo del Sur.
— ¡Silvia!
— ¡Por Dios, señora! No se enoje. Ya sé que usted y toda la familia no han querido ver ni aceptar a la mujer de Alberto…, pero yo me muero de ganas de conocerla. ¡María Griselda! Dicen que es la mujer más linda que se haya visto jamás. Yo quiero que Fred la vea y diga: Mienten, mienten, Silvia es la más linda.
Sí, ella recordaba todo esto, en tanto que Fred seguía hablando acaloradamente: — ¡Oh mamá, es una suerte que usted haya venido! Tal vez logre usted convencer a Silvia de que es necesario que nos vayamos. Figúrese que se le ha ocurrido que estoy enamorado de María Griselda, que María Griselda me parece más linda que ella... Y se empecina en quedarse para que yo reflexione, para que la compare con ella, para que elija... ¡Qué sé yo! Está completamente loca, Y yo quiero irme. Necesito irme. Mis estudios...
¡Su voz, su temblor de animal acechado que quiere huir, presintiendo un peligro inminente!
Sí, ella, como mujer, comprendía a Silvia. Comprendía su deseo de medirse con María Griselda y de arriesgarse a perderlo todo con tal de ser la primera y la única en todo ante los ojos de su marido.
—Fred, Silvia no se iría jamás si se lo pides de esa manera, como si tuvieras miedo.
— ¡Miedo! ¡Sí, mamá, eso es! Tengo miedo. Pero, ¡si usted la viera! ¡Si la hubiera visto esta mañana! ¡Estaba vestida de blanco y llevaba una dalia amarilla en el escote!
— ¿Quién?
Fred había echado bruscamente los brazos alrededor de la cintura de su madre; apoyó la frente contra la frágil cadera y cerró los ojos. —María Griselda —suspiró al fin—. Oh mamá, ¿la ve? ¿La ve con su tez pálida y sus cabellos negros, con su cabecita de cisne y su porte majestuoso y melancólico, la ve vestida de blanco y con una dalia amarilla en el escote? Y he ahí que, cómplice ya de su hijo, ella veía claramente vivir y moverse en su mente la delicada y altiva criatura del retrato que le mandó Alberto.
—Oh mamá, todos los días una imagen nueva, todos los días una nueva admiración por ella que combatir... No, no puedo quedarme ni un día más, porque no puedo dejar de admirar a María Griselda cada día más…, de admirarla más que a Silvia... ¡Más que a Silvia!, sí. ¡Más que a Silvia, que es la mujer que quiero! ¡Oh mamá, yo tengo que irme de aquí..., tenemos que irnos... y Silvia no quiere! Háblele usted, mamá, por favor.
El tic tac de un reloj repercutía por doquier como el corazón mismo de la casa. Y ella aguzaba el oído tratando de ubicar el sitio exacto en donde estarla colocado ese reloj. "¿Es nuevo? ¿De dónde lo habrán sacado?", se preguntaba, involuntariamente distraída por aquella nimiedad, mientras erraba por corredores y escaleras solitarias.
Ella no se explicó nunca cómo ni por qué había, encaminado sus pasos hacia el cuarto de Rodolfo y empujado la puerta… Ahora sabe que en momentos como aquéllos es nuestro destino el que nos arrastra implacablemente, y contra toda lógica, hacia la tristeza que nos tiene deparada.
Sola, echada sobre el lecho de Rodolfo con la frente hundida en su almohada, así había encontrado a su hija Anita. Había tardado unos segundos en llamarla.
¡Oh, esa timidez que la embargaba siempre delante de Anita!
Porque Fred se defendía, pero terminaba siempre por entregársele. Y, saliendo de su mutismo, el taciturno Alberto solía tener con ella arranques de confianza y de brusca ternura. Pero Anita, la soberbia Anita, no permitió jamás que ella penetrara en su intimidad. Desde que era muy niña solía llamarla "Ana María", gozándose en que ella le respondiera sin reparar en la falta de respeto que significaba de parte de una hija adolescente el llamar a su madre por el nombre. Y más tarde, ¡con qué piadosa altanería la miró siempre desde lo alto de sus estudios!
"¡Tiene un cerebro privilegiado esta muchacha!" Era la frase con que todos habían acunado a Anita desde que ésta tuvo uso de razón. Y ella se había sentido orgullosa de aquella hija extraordinaria delante de la cual vivió, sin embargo, eternamente intimidada. Esa vez, aún titubeaba en llamarla. Pero cuando al fin la llamó, su hija levantó hacia ella una cara entre asombrada y gozosa. E iniciaba ya un gesto de cariñosa bienvenida, cuando ella, animada por esta inesperada recepción, le había declarado rápida y estúpidamente:
—Anita, vengo a buscarte. Nos vamos mañana mismo.
Y Anita, entonces, había reprimido su impulso y había vuelto a ser Anita.
—Usted olvida que ya no estoy en la edad en que a uno la traen y la llevan como si fuera una cosa.
Desconcertada por la primera respuesta, y presintiendo una lucha demasiado dura para su sensibilidad, ella había empezado a suplicar, a tratar de persuadir.
—Anita, rebajarte y afligirte por ese muchacho tan insignificante... ¡Tú, que tienes toda la vida por delante, tú, que puedes elegir el marido que se te antoje, tú, tan orgullosa, tan, inteligente!
—No quiero ser inteligente, no quiero ser orgullosa y no quiero más marido que Rodolfo y lo quiero así como es, insignificante y todo.
— ¡Pero si él ya no te quiere!
—Y a mí, ¿qué me importa? Lo quiero y eso me basta.
— ¡Anita, Anita! ¿Crees que sólo cuenta tu voluntad en este caso? No, Anita, créeme. Una mujer nunca consigue nada de un hombre que ha dejado de quererla. Vente conmigo, Anita. No te expongas a cosas peores.
— ¿A qué cosas?
—Ya que tú no le devuelves su palabra, Rodolfo es capaz de pedírtela cualquier día de éstos.
—No, ya no puede.
— ¿Por qué? —había preguntado ella con ingenuidad.
—Porque ya no puede, si es un hombre decente.
— ¡Anita! —Ella había mirado a su hija mientras una oleada de sangre le abrasaba la cara—. ¿Qué pretendes decirme?
— ¡Eso! Eso mismo que acaba de pensar.
— ¡No! —había gritado, y la burguesa que había en ella, tratándose de sus hijos, se había rebelado con la misma cólera con que se rebelan en la misma ocasión todas las burguesas del mundo—. ¡Ah, el infame, el infame! ¡Atreverse a eso! Tu padre, sí, tu padre va a matarlo…, yo…, yo..., yo... ¡Ah, el cobarde!
-Cálmese, mamá. Rodolfo no tiene la culpa. El no quería. Fui yo la que quise. El no quería, no quería..., la voz se le había quebrado en un sollozo. Hundiendo nuevamente la cara en la almohada de Rodolfo, la orgullosa Anita se habla echado a llorar como una niña.
—… ¡No quería! Yo lo busqué y lo busqué hasta que... Era la única manera de que no me dejara, la única manera de obligarlo a casarse. Porque ahora, ahora usted tiene que ayudarme. Tiene que decirle que lo sabe todo, obligarlo a casarse mañana mismo... Porque él pretende esperar... y yo tengo miedo, no quiero esperar. Porque lo adoro, lo adoro... Anita lloraba. Y ella se habla tapado la cara con las manos, pero no lograba llorar.
¿Cuanto rato estuvo así, muda, yerta, anonadada? No lo recuerda. Sólo recuerda que, por último, como se escurriera del cuarto sin mirar a Anita, aquel reloj invisible empezó a sonar de nuevo su estruendoso tic tac, como si emergiera de golpe junto con ella de las aguas heladas de un doloroso periodo de estupor.
Bajando al primer piso, había abierto impulsivamente la, puerta del antiguo cuarto de Alberto.
Cuando entró, luego de haber golpeado varias veces sin obtener respuesta, Silvia estaba sentada frente al espejo, envuelta en un fantástico peinador de gasa.
— ¿Cómo estás, Silvia? Pero la muchacha, a quien no pareció sorprenderle su intempestiva llegada, apenas la saludó, tan abstraída se encontraba en la contemplación de su propia imagen.
— ¡Qué linda estas, Silvia! —le había dicho ella, tanto por costumbre como para romper aquella desconcertante situación: Silvia mirándose al espejo atentamente, obstinadamente, como si no se hubiera visto nunca, y ella de pie, contemplando a Silvia.
— ¡Linda! Creía ser linda hasta que conocí a María Griselda. ¡María Griselda si que es linda!
Su voz se trizó de improviso, y, como una enferma que recae extenuada sobre las almohadas de su lecho, Silvia volvió a sumirse en el agua de su espejo.
Los cristales de la ventana apegados a la tarde gris doblaban las múltiples lámparas encendidas sobre el peinador. En el árbol más cercano un chuncho desgarraba, incesante, su pequeño grito misterioso y suave.
—Silvia, Fred acaba de decirme lo mucho que te quiere…, —empezó ella. Pero la muchacha dejó escapar una risa amarga.
—Sin embargo, ¿qué cree usted que él me contesta cuando le pregunto quién es mas linda, si María Griselda o yo?
—Te dirá que tú eres la más linda, naturalmente.
—No. Me contesta: ¡Son tan distintas!
—Quiere decir que tú le pareces más linda.
—No. Quiere decir que María Griselda le parece más linda y que no se atreve a decírmelo.
—Y aunque así fuera ¿qué puede Importarte? ¿Acaso no eres tú la mujer que él quiere?
—Sí, sí... Pero no sé lo que me pasa... Oh, señora, ayúdeme. No sé qué hacer. ¡Me siento tan desgraciada!
Y la muchacha había empezado a explicarle su mísero tormento: "¿Por qué esa sensación de inferioridad en que la sumía la presencia de María Griselda? Era raro. Ambas tenían la misma edad y, sin embargo, María Griselda la intimidaba. Y no era que fuese orgullosa. Por el contrario, era dulce y atenta y muy a menudo venía a golpear a la puerta de su cuanto para conversar con ella. ¿Por qué la intimidaba? Por sus gestos, tal vez. Por sus gestos tan armoniosos y seguros. Ninguno caía desordenado como los de ella, ninguno quedaba en suspenso... No, no le tenía envidia. ¿Acaso Fred no le decía a ella: eres más rubia que los trigos; tienes la piel dorada y suave como la de un durazno maduro; eres chiquita y graciosa como una ardilla, y tantas otras cosas?... Sin embargo, ella hubiera deseado comprender por qué, cuando veía a María Griselda, cuando se topaba con sus ojos estrechos de un verde turbio no le gustaban ya sus propios ojos, azules, límpidos y abiertos como estrellas. ¿Y por qué le parecía inútil haberse arreglado durante horas frente al espejo, y ahora encontraba ridícula la sonrisa tan alabada con que se complacía en mostrar esa doble hilera de dientes pequeñitos y blancos?"
Ahora recuerda cómo, al dejar a Silvia, sintió de pronto esa ansia irresistible de salir al aire libre y caminar que se apodera de nuestro cuerpo en los momentos en que el alma se ahoga. Al llegar a la tranquera, encontró a Rodolfo inclinado lánguidamente sobre uno de sus postes, fumando y en actitud de espera.
¡Rodolfo! Ella lo había visto nacer, crecer; frívolo, buen muchacho y a ratos más afectuoso con ella que sus propios hijos. Y he aquí que ahora aceptaba el beso con que él se apresuraba a saludarla, sorprendida de no sentir al verlo nada de lo que creía que iba a sentir. Ni cólera, ni despecho. Sólo la misma avergonzada congoja que la había embargado delante de Anita.
— ¿Esperabas a Alberto? —preguntó al fin, por decir algo.
—No, a María Griselda. Hace más de una hora que debió de haber vuelto. No me explico por qué esta tarde habrá alargado tanto su paseo. Venga, vamos a buscarla —la invitó, tomándola imperiosamente de la mano. Y como dos cazadores de una huidiza gacela habían empezado a seguir por el bosque las huellas de María Griselda.
Un ejército de árboles bajaba denso, ordenado, implacable por la pendiente de helechos hasta hundir sus primeras filas en la neblina encajonada entre los murallones del cañón. Y del fondo de aquella siniestra rendija subía un olor fuerte y mojado, un olor a bestia forestal: el olor del río Malleco que rodaba incansable su lomo tumultuoso.
Habían echado a andar cuesta abajo, Ramas pesadas de avellanas y de helados copihues les golpearon la frente al pasar..., y Rodolfo le contaba que María Griselda, con la fusta que llevaba siempre en la mano, se entretenía a menudo en atormentar el tronco de ciertos árboles para descubrir los bichos agazapados bajo la corteza: grillos que huían cargando una gota de rocío, tímidas falenas color de tierra, dos ranitas acopladas. Y ellos bajaban la empinada cuesta en serpentina por donde trepaba, acrecentándose, el rumor del río. Un paso aún, y se habían hallado en el fondo del cañón y en frente mismo del monstruo.
La vegetación se detenía al borde de una estrecha playa de guijarros opacos y duros como el carbón de piedra. Mal resignado en su lecho, el río corría a borbotones estrellando enfurecido un agua agujereada de remolinos y de burbujas negras, ¡El Malleco!
Rodolfo le explicó que María Griselda no le tenia miedo, y le mostró, erguido en la corriente, el peñón sobre el que ella acostumbraba a tenderse largo a largo, soltando a las aguas sus trenzas y la cola de su traje de amazona. Y le contó cómo, al incorporarse, María Griselda se echaba a reír y hurgaba en su cabellera chorreante para extraer a menudo, como una horquilla olvidada, algún pececito plateado…, regalo vivo que le había ofrendado el Malleco.
Porque el Malleco estaba enamorado de María Griselda.
— ¡María Griselda! —la habían llamado, hasta que la penumbra del crepúsculo empezó a rellenar el fondo del cañón. Y, desesperanzados, se decidieron a trepar de vuelta la cuesta por donde el silencio de la selva les salía nuevamente al encuentro a medida que iban dejando atrás el fragor incansable del Malleco.
Y mientras volvían por otro camino, siguiendo siempre la huella de María Griselda, ella había logrado vencer, al fin, la timidez y el cansancio que la embargaban.
—Rodolfo, he venido a saber lo que pasa entre Anita y tú. ¿Es cierto que ya no la quieres?
Habla interrogado con cautela, aprontándose a una negativa o a una evasiva. Pero, ¡con qué impudor, con qué vehemencia el se había acusado! Sí; era cierto que ya no quería a Anita.
Y era cierto lo que decían que estaba enamorado de Maria Griselda. Pero no se avergonzaba de ello, no. Porque él no tenia la culpa, ni Maria Griselda, ni nadie tenía la culpa. Sólo de Dios, por haber creado a un ser tan prodigiosamente bello, era la culpa. Y tan era así que él no tenia la culpa, que al principio Alberto, que no ignoraba su amor, en vez de condenarlo lo compadecía. Y le permitía seguir trabajando en el fundo porque comprendía, porque sabía que, una vez que se había conocido a María Griselda, era necesario verla todos los días para seguir viviendo. ¡Verla, verla! Y, sin embargo, él evitaba siempre mirarla de repente, temeroso de que el corazón pudiera detenérsele bruscamente. Como quien va entrando con prudencia en un agua glacial, así él iba enfrentando poco a poco la mirada de sus ojos verdes, el espectáculo de su luminosa palidez. Y nunca se cansaría de verla, nunca su deseo por ella se agotaría, porque nunca la belleza de aquella mujer podría llegar a serle familiar. Porque María Griselda cambiaba imperceptiblemente según la hora, la luz y el humor; y se renovaba como el follaje de los árboles, como la faz del cielo, como todo lo vivo y natural. También Anita era linda, y él la quería de verdad, pero..."
El nombre de su hija, mezclado a semejante confesión, hirió a la madre de manera inesperada. Su espíritu, oscilando entre la pena y la cólera, pareció robarle momentáneamente toda capacidad de actuar con discernimiento y con justicia, temerosa de traicionarse y de perder la causa de su hija.
—No hablemos ahora de Anita —interrumpió secamente.
Y Rodolfo había respetado su silencio, mientras la guiaba en la oscuridad del bosque, ayudándole a sortear las enormes raíces convulsivas que se encrespaban casi a un metro del suelo. Más adelante, cuando un revuelo de palomas vino a azotarles la frente, él no pudo menos de explicarle:
—Son las palomas de María Griselda. ¡María Griselda! ¡María Griselda!
Ella recuerda que, en medio de la escalinata, su pie había tropezado con algo blando, con ese sapo que también esperaba a María Griselda. Su hijo Alberto llegaba ebrio y hablaba solo.
Ella recuerda cómo, aguzando el oído, había sostenido un instante en el pensamiento aquellos pasos rotos a lo largo del corredor. Después debió de haber dormitado nuevamente hasta que el estampido de aquel balazo en el Jardín, junto con un inmenso revuelo de alas asustadas, la impulsó a saltar de la cama y a correr fuera del cuarto. La puerta del hall estaba ahora abierta de par en par hacia una noche de relámpagos y tardías luciérnagas. Y en el jardín un hombre perseguía, revólver en mano, a las palomas de María Griselda.
Ella lo había visto derribar una, y otra, precipitarse sobre sus cuerpos mullidos, no consiguiendo aprisionar entre sus palmas ávidas sino fláccidos cuerpos a los cuales se apegaban unas pocas plumas mojadas de sangre. Ella había gritado:
— ¡Alberto!
Entonces aquél hombre cayó en sus brazos.
— ¡Alberto, Alberto, hijo mío!— Ella trataba de hacerlo callar, recordándole que era su madre.
Pero él seguía hablando v paseándose desordenadamente, sin atender a sus quejas ni a la creencia de Fred, que alarmado por los tiros, había acudido al hall.
“¿Celos? Tal vez. ¡Extraños celos! Celos de ese ALGO de María Griselda que se le escapaba siempre en cada abrazo. ¡Ah, esa angustia incomprensible que lo torturaba! ¿Cómo expresar y agotar cada uno de los movimientos de esa mujer? ¡Si hubiera podido envolverla en una red de paciencia y de memoria, tal vez hubiera logrado comprender y aprisionar la razón de la Belleza y de su propia angustia! Pero no podía. Porque no bien su furia amorosa empezaba a enternecerse en la contemplación de las redondas rodillas, ingenuamente aparejadas la una detrás de la otra, cuando los brazos empezaban a desperezarse armoniosos, y aún no había él asido las mil ondulaciones que este ademán imprimió a la esbelta cintura, cuando... ¡No, no! De qué le servía poseerla si..."
No pudo seguir hablando. Silvia bajaba la escalera, despeinada, pálida y descalza, enredándose a cada escalón en su largo peinado de gasa.
— ¿Silvia? ¿Qué te pasa? — había alcanzado a balbucear Fred, cuando una voz horriblemente aguda empezó a brotar de aquel cuerpo frágil.
— ¡Todos, todos lo mismo! —Gritaba la extraña voz—. ¡Todos enamorados de María Griselda! Alberto, Rodolfo, y Fred también... ¡Si, tú, también, tú también, Fred! ¡Hasta le escribes versos! Alberto, ya lo sabes. Tu hermano tan querido escribe versos de amor para tu mujer. Los escribe a escondidas de mí. Cree que yo no sé dónde los guarda. Señora, yo se los puedo mostrar, si no me cree... Ella no había contestado, miedosa de aquel ser desordenado y febril que una palabra torpe podía precipitar en la locura.
—No, Silvia, no estoy enamorado de María Griselda —oyó de pronto decir a Fred con tranquila gravedad—. Pero es cierto que algo cambió en mí cuando la vi... Fue como si algo se hubiera encendido en mí, una especie de presencia inefable que me acompaña desde entonces, dulcemente... Sí, Alberto, es cierto que he escrito versos para María Griselda. Pues por ella me encontré al fin con mi verdadera vocación, en ella me encontré con la poesía ...
Silvia retrocedía cada vez más pálida. ¡Dios mío! ¿Quién hubiera podido prever aquel gesto en aquella niña mimada, tan bonita y tan tonta? Apoderándose rápidamente del revólver que Alberto, momentos antes, había arrojado descuidadamente sobre la mesa, se colocó el caño contra la sien y sin ni siquiera cerrar los ojos, valientemente, como hacen los hombres, apretó el gatillo.
— ¡Mamá, venga, María Griselda se ha desmayado y no puedo hacerla volver en sí!
Ella había acudido. Y una vez dentro del cuarto se había acercado con odio y con sigilo hasta el borde del gran lecho conyugal, indiferente a las frases de estúpido apremio con que la hostigaba Alberto.
¡María Griselda! Estaba desmayada. Sin embargo, boca arriba y a flor de las almohadas, su cara emergía, serena.
¡Nunca, nunca había ella visto cejas tan perfectamente arqueadas! Era como si una golondrina afilada y sombría hubiera abierto las alas sobre los ojos de su nuera y allí permaneciera detenida, en medio de su frente blanca. ¡¡Las pestañas! Las pestañas obscuras, densas y brillantes. ¿En qué sangre generosa y pura debían hundir sus raíces para crecer con tanta violencia? ¡Y la nariz! La pequeña nariz orgullosa de aletas delicadamente abiertas. ¡Y el arco apretado de la boca encantadora! ¡Y el cuello grácil! ¡Y los hombros henchidos como frutos maduros!
Alberto se había apoderado del candelabro, cuyos velones goteaban, suspendiéndolo sobre la frente de su mujer.
— ¡Abre los ojos! ¡Abre los ojos! — ordeñaba, gritaba, suplicaba.
Y María Griselda, como por encanto, había obedecido. ¡Sus ojos! ¿De cuántos colores estaba hecho el color uniforme de sus ojos? ¿De cuántos verdes distintos su verde sombrío? No había nada más minucioso ni más complicado que una pupila, que la pupila de María Griselda.
Un círculo de oro, otro verde claro, otro de un verde turbio, otro muy negro, y de nuevo un circuló de oro, y otro verde claro, y... total: los ojos de María Griselda. ¡Esos ojos de un verde igual al musgo que se adhiere a los troncos de los árboles mojados por el invierno, esos ojos en el fondo de los cuales titilaba y se multiplicaba la llama de los velones!
¡Toda esa agua refulgente contenida allí, como por milagro! ¡Con la punta de un alfiler, pinchar esas pupilas! Hubiera sido algo así como rajar una estrella... Ella estaba segura de que una especie de mercurio dorado habría brotado al instante, escurridizo, para quemar los dedos del criminal que se hubiera atrevido.
—María Griselda, ésta es mi madre — había explicado Alberto a su mujer, ayudándola a incorporarse en las almohadas.
La verde mirada se había prendido a ella y había palpitado, aclarándose por segundos... Y, de golpe, ella había sentido un peso sobre el corazón. Era María Griselda que había reclinado la cabeza en su pecho.
Atónita, ella había permanecido inmóvil. Inmóvil y conmovida por una desconcertante emoción.
—Perdón —dijo una voz grave. "Perdón" había sido la primera palabra de María Griselda. Y un grito se le había encapado instantáneamente a ella del fondo mismo de su más honda ternura.
—Perdón, ¿de qué? ¿Tienes tú acaso la culpa de ser tan bonita?
— ¡Ah, señora, si usted supiera!
No se acuerda bien en qué términos María Griselda había empezado a quejarse de su belleza, como de una enfermedad, como de una tara. "Siempre, siempre había sido así —le decía—. Desde muy niña hubo de sufrir por culpa de su belleza. Su hermana no la quería y sus padres, como para compensarle a su hermana toda la belleza que le habían entregado a ella, dedicaron siempre a ésta su cariño y su fervor. En cuanto a ella, nadie la mimó jamás. Y nadie podía ser feliz a su lado.
"Ahí estaba Alberto, amándola con ese triste amor sin afecto que parecía buscar y perseguir algo a través de ella, dejándola a ella misma desesperadamente sola. Anita, sufriendo por causa de ella. Y Rodolfo también. Y Fred, y Silvia... ¡Ah la pobre Silvia!" Así hablaba María Griselda, y ella recuerda cómo su rencor se había ido esfumando a medida que la escuchaba hablar.
Recuerda que ella comparaba en pensamiento la belleza de la presumida Silvia y la de su esplendorosa hija Anita con la belleza de María Griselda. Ambas eran lindas; pero sus bellezas eran como un medio casi consciente de expresión que tal vez hubieran podido reemplazar por otro. En cambio, la belleza pura y velada de María Griselda, esa belleza que parecía ignorarse a sí misma, esa belleza no era un arma; sino un fluir natural, algo congénito y estrechamente ligado a su ser.
Y no se concebía que María Griselda pudiera existir sino con esos ojos y ese porte; no se concebía que su voz pudiera tener otro timbre que aquel timbre suyo, grave y como premunido de una sordina de terciopelo.
Aquel tic-tac hendiendo implacable el mar del tiempo, hacia adelante, siempre hacia adelante. Y las aguas del pasado cerrándose inmediatamente detrás. Los gestos recién hechos ya no son, son el océano que se deja atrás, inmutable, compacto y solitario.
Y tú, Anita. ¡Orgullosa! Aquí estás y ahí lo tienes a ese hombre que no té quería y a quién tú forzaste y conquistaste. A ese hombre a quien se le escapará más tarde en alguna confidencia a otra mujer: "Yo me casé por compromiso".
Lo odias, lo desprecias, lo adoras y cada abrazo suyo te deja cada vez más desanimada y más enamorada. Y, disimulando, sonriendo, luchar día tras día por la conquista de un pedacito de alma... Esa será tu vida. ¡Rodolfo! Helo aquí a mi lado y a tu lado ayudándote a salvaguardar los cirios y las flores, estrechándote la mano como tú lo deseas. Llevar a cabo una infinidad de actos ajenos a su deseo, empeñando en ellos un falso entusiasmo, mientras una sed que él sabe insaciable lo devora por dentro... Esa será su vida. Ah, mi pobre Anita, tal vez sea ésa la vida de todos nosotros. ¡Ese eludir o perder nuestra verdadera vida encubriéndola con una infinidad de pequeñeces con aspecto de cosas vitales!

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2 comentarios

Anónimo  

Use este relato para mi tesis

5 de noviembre de 2016, 2:23

Pues confío en que la tesis haya recibido buena puntuación.

5 de noviembre de 2016, 21:42

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