Este cuento pertenece a la colección "Una tumba para Boris Davidovich". La versión es de Nevenka Vasiljević.La tierra de la eternidad
El primer acto de la tragedia o de la comedia (en el sentido escolástico de la palabra), cuyo personaje central es un tal Gould Verschoyle, empieza, como toda tragedia terrenal con un nacimiento. La despreciada fórmula positivista del medio y de la raza es aplicable a los humanos, al menos en la misma medida en la que es aplicable a la pintura flamenca. El primer acto de este drama empieza, pues, en Irlanda, la Thule más lejana, tierra del otro lado del conocimiento, como la llama un doble de Dédalo; en Irlanda, tierra de la tristeza, el hambre, la desesperación y la violencia, como la llama otro investigador menos inclinado hacia el mito y más a la dura prosa terrenal. Aunque cierto amaneramiento en la lírica de éste tampoco esté en armonía con la crudeza del paisaje: El escalón más alto de la puesta del sol, Irlanda es el último país en observar cómo se apaga el día. Cuando la noche ya encapota Europa, un sol oblicuo todavía cubre de púrpura los fiordos y los desiertos del oeste. Pero en cuanto se agrupan los tenebrosos nubarrones, en cuanto cae estrepitosamente la estrella, la isla vuelve a ser, como en una leyenda, aquella tierra lejana, envuelta en tinieblas y lobreguez, que durante mucho tiempo fue para los marineros del mundo conocido. Del otro lado, está el precipicio: el cetrino mar, en el que antaño los muertos encontraban la eternidad. Sus negras barcazas, en los acantilados de extraños nombres, son el testimonio de una época en la que los viajes contenían un significado metafísico: invitaban a soñar sin litorales, sin vuelta.
Los excéntricos
Dublín es la ciudad que cultiva el zoológico de excéntricos más destacados en todo el mundo occidental: nobles decepcionados, bohemios agresivos, profesores ataviados con levitas, prostitutas prescindibles, borrachos famosos, profetas harapientos, revolucionarios fanáticos, nacionalistas enfermos, anarquistas dementes, viudas emperifolladas con los pasadores de pelo y las joyas, sacerdotes disfrazados; todo el santo día desfila esta cohorte carnavalesca a lo largo de Liffey. La imagen de Dublín de Burnikel nos permite por lo menos intuir, a falta de fuentes fidedignas, la experiencia que Gould Verschoyle se llevaría irremediablemente de la isla, esa experiencia que penetra el alma del mismo modo en que penetra los pulmones, durante las sofocantes tardes de verano, el terrible hedor a harina de pescado procedente de la fábrica de conservas situada cerca del puerto.
Anticipándonos precipitadamente, tendemos a ver esa cohorte carnavalesca como si fuera el último cuadro que, en una veloz sucesión de imágenes, vería nuestro héroe: el noble zoológico de excéntricos irlandeses (a los que de alguna manera incluso pertenecía), bajando a lo largo de Liffey, hasta el muelle, donde desaparece como en el infierno.
La ciénaga negra
Gould Verschoyle nació en uno de esos arrabales que rodean el puerto, donde escuchaba la sirena de los barcos, ese aullido penetrante que al joven corazón ansioso de justicia le hablaba de la existencia de mundos y pueblos fuera de Dubhlynn, esa ciénaga negra en la que el hedor y la injusticia pesaban más que en cualquier otro lugar. Viendo el ejemplo de su padre, que desde el aduanero corrupto creció hasta el todavía más miserable (en la acepción más moral de la palabra) oficinista, y desde el incondicional apasionado de Parnell, hasta el adulador puritano, Gould Verschoyle adquirió un sentimiento de repulsa hacia su país natal, una repulsa que no era más que una forma de patriotismo pervertido y masoquista: «el espejo resquebrajado de chica para todo, la marrana que devora su camada», anotó Verschoyle, a los diecinueve años, esta frase cruel refiriéndose más a Irlanda que a sus padres.
Cansado de los infructuosos rumores, en las oscuras cervecerías, donde se conspiraba en falso y donde los falsos sacerdotes, los poetas y los traidores planeaban falsos atentados, Gould Verschoyle apuntó en su cuaderno una frase pronunciada por un estudiante alto y miope, sin sospechar que sus palabras tendrían trágicas consecuencias: «Nadie que tenga un mínimo de amor propio soporta quedarse en Irlanda, se va al exilio, huyendo del país sobre el que ha caído la enfurecida mano de algún Júpiter».
Esta nota lleva la fecha del 19 de mayo de 1935.
En agosto del mismo año, embarcó el mercante Ringsend, rumbo a Marruecos. Después de tres días en Marsella, el Ringsend zarpó con un miembro de la tripulación de menos; para ser exactos, el puesto del telegrafista Verschoyle fue ocupado por un novato. En febrero de 1936, encontramos a Gould Verschoyle en los alrededores de Guadalajara, en la decimoquinta brigada angloamericana que llevaba el nombre del legendario Lincoln. Tenía veintiocho años.
Las fotografías descoloridas
La autenticidad de los documentos, aunque parecieran palimpsestos, aquí desaparece por un momento. La vida de Gould Verschoyle se mezcla confusamente con la vida y la muerte de la joven República española. Disponemos de tan sólo dos instantáneas: con un guerrillero desconocido al lado de algún santuario. En el revés, hay una inscripción con la letra de Verschoyle: «Alcázar. ¡Viva la República!». Su amplia frente está cubierta hasta la mitad por una boina vasca, en sus labios ondea una sonrisa que se puede interpretar (desde la perspectiva actual) como el triunfo de los vencedores y la amargura de los vencidos: reflejos contradictorios que construyen, cual una arruga en la frente, la sombra de una muerte segura. La instantánea de grupo fechada el 5 de noviembre de 1936. Verschoyle está en la segunda fila, todavía tocado con la boina, cruzada sobre la frente. Delante de la tropa en fila, se distingue una excavación y no costaría creer que estamos en un cementerio. ¿Se trata de una tropa de honor que acaba de disparar salvas al aire, o bien a la carne viva? El rostro de Gould Verschoyle guarda, celosamente, ese secreto. Por encima de los soldados en fila, en las lejanas alturas cárdenas, se puede observar un aeroplano flotando, como un crucifijo.
La cautelosa meditación
Veo a Verschoyle retirarse desde Málaga, andando, vistiendo un abrigo de cuero del que había despojado a un falangista muerto (debajo del abrigo no había más que un cuerpo desnudo y delgado y una cruz de plata colgada de una cinta de cuero); lo veo abalanzarse sobre la bayoneta, llevado por su propio grito como por las alas del Ángel Exterminador; lo veo vociferar a los ácratas que habían destacado su bandera negra en las desnudas colinas de Guadalajara, dispuestos a entregarse a una muerte sublime y absurda; lo veo, bajo el cielo incandescente, al lado de un cementerio en las inmediaciones de Bilbao, asistir a unas conferencias en las que, como al principio de la Creación, se discernía la muerte de la vida, el cielo de la tierra, la libertad de la tiranía; lo veo disparar una carga entera al cielo, hacia los aviones, impotente, para acto seguido caer bajo la lluvia de fuego, de tierra y de metralla; lo veo agitar el cuerpo del estudiante Armand Joffroy, que acababa de morir en sus brazos, en algún lugar próximo a Santander; lo veo tendido, una sucia venda cubriéndole la cabeza, en un hospital improvisado al lado de Gijón, oyendo los delirios de los heridos, entre los que alguien está clamando a Dios en irlandés; lo veo conversar con una joven enfermera que lo adormece como si fuera un niño, cantándole en alguna lengua para él desconocida; lo veo, medio dormido, embriagado por la morfina, darse cuenta de que ella sube a la cama de un polaco al que le habían amputado una pierna y oír, un instante después, como en una pesadilla, el quejumbroso estertor amoroso; lo veo, en algún lugar de Cataluña, sentado en el improvisado cuartel general del batallón, repitiendo en el telégrafo morse las desesperadas llamadas de socorro, mientras desde el vecino cementerio, una radio emite las alegres y suicidas canciones de los anarquistas; lo veo sufrir de conjuntivitis y de diarrea; y también lo veo, desnudo de cintura para arriba, afeitarse, junto a un pozo de agua envenenada.
El entreacto
A finales de mayo de 1937, en algún suburbio de Barcelona, Verschoyle pidió ser recibido por el comandante del batallón. El comandante, que apenas había superado los cuarenta, parecía un anciano bien cuidado. Agazapado en su escritorio, firmaba las sentencias de muerte. Su segundo, abotonado hasta la garganta, luciendo unas lustradas botas de caza, permanecía de pie a su lado, aplicando el papel secante a cada una de las firmas. El aire en la habitación era sofocante. El comandante se secaba la cara con un pañuelo de batista. A lo lejos, resonaban las rítmicas explosiones de las granadas de gran calibre. El comandante le hizo señas con la mano a Verschoyle para que hablase. «Los mensajes cifrados llegan a las manos equivocadas», dijo Verschoyle. «¿A las manos de quién?», preguntó el comandante, un tanto distraído. El irlandés dudó en contestar, dirigiéndole miradas desconfiadas al segundo del comandante. El comandante pasó, entonces, al lenguaje de Verdún: «Habla, hijo, ¿a las manos de quién?». El irlandés permaneció callado por un instante, luego se inclinó por encima del escritorio y le susurró algo al oído. El comandante se levantó, se acercó a Verschoyle, lo acompañó a la puerta dándole en el hombro unos golpecitos, como aquellos que se les dan a los reclutas y a los soñadores. Eso fue todo.
La invitación al viaje
Verschoyle pasó la noche de la pesadilla, del 31 de mayo al 1 de junio (1937), al lado del morse, enviando mensajes severos a las posiciones destacadas en los montes de Almería. Era una noche sofocante e iluminada por los cohetes, gracias a los cuales el paisaje adquiría un aspecto inverosímil. Al alba, Verschoyle cedió el telégrafo a un joven vasco. El irlandés se fue al bosque, a unos diez pasos de la estación de radio y, agotado, se tumbó, boca abajo, en el húmedo césped.
Le despertó un mensajero del cuartel general. Verschoyle primero levantó la vista al cielo, luego miró su reloj: apenas había dormido unos cuarenta minutos. El mensajero le transmitió la orden, en un tono que no coincidía con su grado: en el puerto se encontraba atracado un barco en el que no funcionaba la radio; hay que repararla; después de cumplir con la orden, informar al ayudante del comandante; ¡Viva la República! Verschoyle se apresuró hacia la tienda de campaña, se hizo con el herramental de cuero y siguió al mensajero hacia el puerto. Durante la noche, alguien había escrito, en la puerta de la aduana, a brochazos de pintura blanca que todavía chorreaba, el lema vencedor: VIVA LA MUERTE. En el mar abierto, lejos del muelle, se vislumbraba, a través de la bruma matutina, la silueta de un barco. El mensajero intercambió las innecesarias contraseñas con los marineros de la barca amarrada en el muelle. Verschoyle embarcó en el bote sin volver la mirada hacia la orilla.
La puerta blindada
Alrededor flotaban unas tablas de madera a medio quemar, según parecía, restos de alguna embarcación que durante la noche anterior había sido torpedeada, cerca de la orilla. Verschoyle observó el mar color ceniza, que sin duda le recordaba a la despreciada y despreciable Irlanda. (Es difícil creer que en ese desprecio no cupiera ni una sola gota de nostalgia). Sus compañeros de trayecto permanecieron callados, absortos en los movimientos de sus pesados remos. Pronto llegaron a las inmediaciones del barco y Verschoyle se percató de que, desde la cubierta superior, les estaban siguiendo con la mirada: el timonel le pasaba los prismáticos al capitán.
He aquí algunos detalles técnicos, quizás irrelevantes para el curso de la historia: se trataba de un antiguo barco a vapor, de unas quinientas toneladas de peso, que oficialmente transportaba antracita al puerto francés de Rouen. Las piezas de latón —los pasamanos, los tornillos, las cerraduras, los bordes de los ojos de buey— se habían tornado casi verdes, cubiertos de pátina, mientras que la bandera, percudida de carbonilla, apenas era identificable.
Cuando Verschoyle hubo ascendido por la resbaladiza escala de amarras, seguido por dos marineros (uno de ellos se había hecho con su herramental de cuero para facilitarle la subida al invitado), en la cubierta no quedaba nadie. Aquellos dos marineros le condujeron a una cabina bajo cubierta. La cabina estaba vacía y la puerta blindada lucía el mismo bronce sin brillo. Verschoyle oyó el girar de la llave en la cerradura. En el mismo instante, se dio cuenta de que el barco estaba zarpando; como también se dio cuenta, más furioso que horrorizado, de que se había metido de cabeza en una trampa, ingenuamente, como un novato.
El viaje duró ocho días. Los ocho días y noches, Verschoyle permaneció bajo cubierta, en la angosta cabina, junto a la sala de máquinas, donde el ensordecedor estruendo, cual piedra molar, desmenuzaba el hilo de su pensamiento y de su sueño. En una extraña reconciliación con el destino (del todo falsa, como veremos más adelante), ni daba golpes con el puño en la puerta, ni pedía auxilio. Al parecer, ni siquiera se le ocurría planear la huida, en todo caso, inútil. Por las mañanas se aseaba inclinado encima de una pila de hojalata, sin espejo, echaba una mirada a la comida que, tres veces al día, le llegaba a través de un ventanuco redondo que había en la puerta blindada (arenques, salmón, pan negro), luego, sin probar bocado, excepto el agua, volvía a la dura litera sin sábanas. Por el ojo de buey de la cabina escrutaba el monótono ondear del mar abierto.
Al tercer día, Verschoyle se despertó de una pesadilla: en el estrecho banco enfrente de su litera, dos hombres le observaban en silencio. Verschoyle se irguió, abruptamente.
Los compañeros de viaje
Los compañeros de viaje, de ojos azules y blancas dentaduras, le sonrieron a Verschoyle amistosamente. Con una amabilidad que resultaba poco natural (dados el lugar y las circunstancias), también ellos se pusieron de pie, inclinando ligeramente la cabeza, al pronunciar sus nombres. A Verschoyle, las sílabas de su propio nombre al presentarse le sonaron del todo desconocidas y extrañas.
Los tres hombres pasaron los cinco días siguientes en la angosta y ardorosa cabina, detrás de la puerta blindada, partícipes de un terrorífico juego de azar, parecido al póquer a tres, en el que el perdedor pagaba con su vida. Interrumpiendo la discusión sólo para comer, deprisa, un trozo de arenque desecado (al cuarto día, Verschoyle también había empezado a comer), o para refrescarse los labios y descansar de su propia vociferación (en esos momentos, la insoportable cadencia de las máquinas se convertía en el reverso del silencio), los tres hombres hablaron de la justicia, la libertad, el proletariado, de los fines de la Revolución, demostraban, fervorosamente, sus convicciones, como si hubiesen elegido adrede esa cabina a media luz, dentro de un barco que navegaba en aguas internacionales, como el único terreno posible y neutral para aquel terrible juego de argumentos, pasiones, convicciones y fanatismos. Sin afeitar, sudados, remangados y exhaustos, interrumpieron la disputa sólo una vez: al quinto día, cuando los dos visitantes (de los que, además de sus nombres, tan sólo sabemos que tenían unos veinte años y que no pertenecían a la tripulación del barco) dejaron a Verschoyle a solas durante un par de horas. Durante ese tiempo, el irlandés pudo oír, por encima del estruendo de las máquinas, el sonido de un fox-trot procedente de cubierta, que le resultaba familiar. A medianoche, la música cesó repentinamente y los visitantes volvieron embriagados. Le comunicaron a Verschoyle que en el barco se celebraba una fiesta: según el cablegrama que el telegrafista había recibido aquella tarde, el barco había cambiado el nombre de Vitebsk por el de Ordzhonikidze. Le ofrecieron vodka. La rechazó por miedo al envenenamiento. Los jóvenes lo entendieron y acabaron el vodka riéndose de la desconfianza del irlandés.
El súbito e inesperado cese del estertor de las máquinas interrumpió abruptamente la conversación en la cabina, como si aquella cadencia hubiera sido un acompañamiento ritual, que hasta entonces inyectaba de fuerza y entusiasmo sus pensamientos y argumentos. Permanecieron callados, enmudecidos, escuchando el romper de las olas contra los costados del barco, el eco de unos pasos en la cubierta y un largo deslizar de pesadas cadenas. Pasada la medianoche la puerta de la cabina se abrió y los tres hombres abandonaron su morada llena de colillas y de espinas de pescado.
Las esposas
El Vitebsk-Ordzhonikidze estaba anclado en el mar abierto, a nueve millas de Leningrado. Desde el enjambre de las luces lejanas de la costa, enseguida destacó una, que empezó a hacerse más grande, mientras el viento traía, como de vanguardia, el ruido del potente motor de un barco acercándose. Tres hombres de uniforme, uno con el grado de capitán y dos sin ninguna insignia, se acercaron a Verschoyle a punta de pistola. Verschoyle levantó las manos. Después de cachearlo, le ataron un cordel a la cintura. Verschoyle bajó la escala de amarras obedientemente para, acto seguido, acomodarse en la lancha, donde lo esposaron al respaldo del asiento de cobre. Observó la silueta fantasmagórica del barco iluminado por los rayos de los focos. Vio que sus dos compañeros de viaje también bajaban por la misma escala de amarras, con el cordel atado a la cintura. Pronto, los tres estaban sentados en fila, esposados a la estructura del asiento.
Una sentencia justa
Según todos los indicios, el verdadero resultado de la batalla de palabras y argumentos que, durante seis días y seis noches, libraron el irlandés Gould Verschoyle y sus dos compañeros de viaje permanecerá en secreto para los investigadores de las ideas contemporáneas. Como también será un secreto, extremadamente interesante en el campo de la psicología y en el de la justicia, si es posible que una persona, arrinconada por el miedo y la desesperación, sea capaz de afilar la fuerza de sus argumentos y de su experiencia hasta el punto de lograr sin ninguna presión exterior, sin fuerza ni tortura, sembrar de dudas las conciencias de otras dos personas sobre aquello que se les había inculcado durante años a través de la educación, la lectura, la costumbre y el entrenamiento. Pues quizá no habría que considerar arbitraria del todo la decisión del tribunal, que, según los principios de una justicia superior, dictó la misma sentencia severa (ocho años de prisión) a cada uno de los tres participantes del largo juego de persuasión. Aunque nos creamos que aquellos dos (Vyacheslav Ismailovich Zamoida y Konstantin Mijailovich Sadrov, eran sus nombres) hubieran conseguido, en la dura y agotadora polémica ideológica, que el republicano Verschoyle sopesara determinadas dudas que aparecieron dentro de su cabeza (y que habrían podido provocar consecuencias de largo alcance), también existía un temor, perfectamente justificado, de que ellos mismos hubiesen sufrido en el intento la fatal influencia de ciertos contraargumentos: de la despiadada lucha de contrincantes al mismo nivel, al igual que de la sanguinaria pelea de gallos, nadie sale ileso, independientemente de quién se lleve la vana gloria del vencedor.(I)
El final
Las huellas de los dos acompañantes de Verschoyle se pierden en Murmansk, a la orilla del mar Báltico, donde durante un tiempo a lo largo del terrible invierno de 1942, permanecieron ingresados en la misma unidad del ambulatorio en el campo de trabajo, medio ciegos y castigados por el escorbuto: habían perdido los dientes y parecían unos ancianos.
Gould Verschoyle fue ajusticiado en noviembre de 1945, en Karaganda, tras un infructuoso intento de huida. Su congelado cadáver desnudo, atado con un alambre, cabeza abajo, estaba expuesto delante de la entrada al campo de prisioneros, como advertencia para aquellos que soñaban con lo imposible.
«Post scriptum»
En el libro conmemorativo que lleva por título Ireland to Spain, editado por la Federación de Veteranos de Dublín, el nombre de Gould Verschoyle figura por error entre el centenar de los republicanos irlandeses caídos en la batalla de Brunete. De este modo, a Verschoyle le fue concedida la amarga gloria de haber sido proclamado muerto unos ocho años antes de su muerte real. La famosa batalla de Brunete, en la que valientemente luchó el batallón Lincoln, tuvo lugar en la noche del 8 al 9 de julio de 1937.
(I) Durante la investigación, Verschoyle negará, obstinadamente, que aquel desdichado día, durante el informe, hubiese susurrado al comandante del batallón que los mensajes cifrados llegaban a Moscú; entonces todavía desconocía que el investigador disponía del informe del ayudante del comandante, en el que las palabras de Verschoyle, conteniendo la peligrosa y blasfema sospecha de que «la policía secreta soviética intentaba llegar a los centros del mando del ejército republicano», estaban plasmadas al pie de la letra. Un breve encuentro con el propio ayudante del comandante ―Chelyustnikov― en la estación de tránsito en Karaganda, le desvelará ese secreto: el comandante le contó a su ayudante la confiada declaración de Verschoyle, como si se tratase de un buen chiste.
This entry was posted
on 26 abril 2011
at 20:16
and is filed under
cuento,
kis
. You can follow any responses to this entry through the
comments feed
.