Erskine Caldwell - "El pueblo contra Abe Lathan, de color"

Posted by La mujer Quijote in

Comentaba hace ya más de un año aquí que en España había poco publicado de Caldwell. Por suerte ahora la situación es bien distinta, existen ya en las librerías varias novelas y varias colecciones de cuentos de Caldwell, uno de los autores que mejor describieron el sur de los Estados Unidos durante la depresión.

Tío Abe estaba pelando maíz en el granero cuando Luther Bolick bajó la colina procedente de la gran casa blanca y le dijo que recogiera sus cosas y saliera de la granja. Tío Abe se había vuelto un poco sordo y la primera vez no oyó bien lo que Luther le había dicho.
—Señor Luther, estos viejos oídos me están fastidiando de nuevo —dijo tío Abe—. Ya no oigo como antes.
Luther miró al negro y frunció el ceño. Tío Abe se levantó y se acercó a la puerta del granero para poder oír mejor.
—He dicho que quiero que tú y tu familia recojáis vuestros muebles y utensilios y os vayáis de aquí.
El tío Abe alargó un brazo y se agarró al marco de la puerta.
—¿Irnos? —dijo tío Abe.
Miró incrédulo la cara de su terrateniente.
—Señor Luther, ¿no lo dirá en serio? —preguntó tío Abe con voz trémula—. Es una broma, ¿verdad, señor Luther?
—Me has oído perfectamente, aunque hagas ver que estás sordo —dijo Luther enfadado, dando la vuelta y avanzando unos pasos—. Te quiero ver fuera de aquí al final de esta semana. Te doy todo este tiempo si no me causas problemas. Y cuando te lleves tus cosas, ten mucho cuidado de no llevarte nada mío, o te mandaré a la policía.
Tío Abe se sintió débil tan repentinamente que apenas pudo evitar caer. Se giró un poco y se deslizó por el marco de la puerta hasta quedar sentado en el suelo. Luther se dio la vuelta para ver lo que hacía.
—Tengo más de sesenta años —dijo lentamente tío Abc—, pero mi familia y yo trabajamos muy duramente para usted, señor Luther. Trabajamos como el que más en todo el lugar. Sabe que es verdad, señor Luther, He vivido aquí, trabajando para usted, y para su padre antes que usted, sin importar lo grande que fuera la cosecha que cultivara. Nunca he pedido demasiado. Sólo lo suficiente para comer y algo de ropa. Eso es todo. He criado una casa llena de niños para que ayudaran con el trabajo y ninguno de ellos le ha dado un solo problema. ¿No es así, señor Luther?
Luther hizo un gesto de impaciencia con la mano, indicando que quería que el negro dejara de discutir. Movió negativamente la cabeza, mostrando así que no quería escuchar nada de lo que tío Abe tuviera que decir.
—Todo eso es cierto —dijo Luther—. pero tengo que deshacerme de la mitad de los arrendatarios. No puedo permitirme mantener a ocho o diez viejos como tú. Todos tendréis que iros a otra parte.
—¿Ya no va a cosechar este año, no cultivará algodón. señor Luther? —preguntó tío Abe—. Puedo seguir trabajando tanto y tan bien como los demás. Quizás sea un poco más lento, pero hago mi trabajo. ¿Acaso no pelo este maíz para dar de comer a las mulas igual de bien que los demás?
—No tengo tiempo para discutir —dijo Luther nerviosamente—. Ya he tomado la decisión y eso es todo. Ahora, en cuanto acabes de dar de comer a las mulas, vuelve a casa y empieza a recoger las cosas que te pertenecen.
Luther se dio la vuelta y empezó a caminar en dirección al establo. Cuando llegó a la puerta del establo se dio la vuelta y miró. Tío Abe lo había seguido.
—Adónde puede ir mi familia, señor Luther? —dijo tío Abe—. Los muchachos son mayores y pueden cuidarse de sí mismos. Pero mi esposa y yo somos viejos. Ya sabe lo difícil que es para un viejo de color encontrar una casa y tierra para trabajar de aparcero. A usted no le cuesta demasiado mantenernos y yo y mis muchachos cultivamos tanto algodón como los demás. La última vez que mencioné mi parte fue hace mucho tiempo, treinta años o más atrás. Yo me contento trabajando como trabajo a cambio de raciones y algo de ropa. Sabe que es verdad, señor Luther. He vivido en mi pequeña casucha durante cuarenta años y es el único hogar que conozco. Señor Luther, yo y mi esposa somos viejos, y no me puedo poner a trabajar como jornalero porque ya no tengo la fuerza de antes. Pero sí puedo cultivar algodón igual de bien que cualquier otro hombre de color del lugar.
Luther abrió la puerta del establo y entró. Movió negativamente la cabeza como para indicar que no iba a escucharle más. Le dio la espalda a tío Abc y se alejó.
Tío Abe no sabía qué decir ni hacer. Cuando vio que Luther se alejaba, empezó a temblar. Se agarró a la puerta para no caer.
—No puedo irme, señor Luther —dijo desesperadamente—. No puedo. Este es el único sitio que tengo en el mundo. Sencillamente, no puedo irme, señor Luther.
Luther desapareció por la esquina del establo. Después ya no pudo oír a tío Abe.
Al día siguiente, poco después de las dos de la tarde, apareció un camión delante de la casa de tres habitaciones donde vivían tío Abe, su esposa y sus tres hijos. Tío Abe y su esposa estaban sentados junto al fuego tratando de protegerse del frío de pleno invierno. Eran los únicos que estaban en casa. Tío Abe oyó como el camión llegaba y se detenía, pero se quedó sentado pensando que se trataba de Henry, su hijo mayor, quien a veces conducía un camión para Luther Bolick.
Pasaron varios minutos y alguien llamó a la puerta. Su esposa se levantó inmediatamente y fue a ver quién era.
Cuando abrió la puerta vio a dos hombres blancos desconocidos en el porche. Primero no dijeron nada, pero miraron dentro de la habitación para ver quién había dentro. Sin decir una palabra entraron y se dirigieron hacia la chimenea, donde estaba tío Abe, encorvado sobre el hogar.
—¿Es usted Abe Lathan? —preguntó uno de los hombres, el mayor.
—Sí señor, soy Abe Lathan —respondió preguntándose quiénes eran, ya que nunca antes los había visto—. ¿Por qué lo desean saber?
El hombre sacó un disco metálico de su bolsillo y lo sostuvo en la palma de su mano ante los ojos de tío Abe.
—Vengo a entregarle un documento y una orden de arresto contra usted —le dijo—. El documento es una orden de desalojo y la orden de arresto es por amenaza de daños corporales.
Desplegó la orden de desalojo y se la entregó a tío Abe. El negro negó desconcertado con la cabeza. Primero miró el papel y luego a los dos extraños hombres blancos.
—Soy ayudante del sheriff —dijo el hombre mayor—, y he venido a hacer dos cosas: a desalojarlo de esta casa y a detenerlo.
—¿Qué significa... desalojar? —preguntó tío Abe.
Los dos hombres miraron la habitación durante un momento. La esposa de tío Abe se había acercado al respaldo de su silla y le puso las manos temblorosas en el hombros.
—Vamos a sacar sus muebles de esta casa y a echarlos de la propiedad de Luther Bolick. Luego lo llevaremos a la cárcel del condado. Vamos, dense prisa los dos.
Tío Abe se levantó. Él y su esposa se quedaron junto al hogar sin saber qué hacer.
Los dos hombres empezaron a recoger los muebles y a sacarlos de la casa. Cogieron las camas, las mesas, las sillas, y todo lo que había en las tres habitaciones excepto la cocina, que pertenecía a Luther Bolick. Cuando hubieron sacado todo afuera, empezaron a meterlo todo en el camión.
Tío Abe salió afuera tan rápido como pudo.
—Por favor, no hagan eso —les rogó—. Esperen un minuto a que vaya a buscar al señor Luther. Él lo arreglará todo. El señor Luther es el terrateniente y no permitirá que se lleven todos mis muebles de esta manera. Por favor, señor, espere a que vaya a buscarlo.
Los dos hombres se miraron.
—Luther Bolick es el que ha firmado los los papeles —dijo el ayudante del sheriff, negando con la cabeza—. Él ha solicitado estas órdenes judiciales para que nos llevemos sus muebles y lo metamos en la cárcel. No creo que sirva de nada que vaya a buscarlo.
—¿Meterme en la cárcel? —dijo tío Abe—. ¿Por qué diría algo así?
—Por amenazas —dijo el ayudante del sheriff—. Por intentar matarlo. Golpearlo con un palo o dispararle con una pistola.
Los hombres acabaron de meter todos los objetos dentro del camión y dijeron a tío Abe y a su esposa que subieran. Al no moverse, el ayudante del sheriff los empujó hacia la parte trasera y los golpeó hasta que subieron al camión.
Mientras el joven conducía el vehículo, el ayudante del sheriff se sentó junto a ellos para que no escaparan. Salieron del sendero, pasaron las casas de otros aparceros, se metieron por una larga carretera que subía por la colina que pertenecía a Luther Bolick y salieron a la carretera principal. Pasaron junto a la gran casa blanca donde vivía, pero no pudieron verlo.
—Nunca he amenazado al señor Luther —protestó tío Abe—. Nunca he hecho algo así en toda mi vida. Tampoco he dicho una palabra contra él. El señor Luther es mi jefe y he trabajado para él desde que tenía veinte años. Ayer me dijo que quería que sacara mis cosas de la granja y lo único que hice fue pedirle que me dejara quedarme. No voy a vivir mucho más. Le dije que no quería irme. Es todo lo que le dije al señor Luther. Nunca le dije que fuera a matarle. El señor Luther lo sabe tan bien como yo. Pregúntenle a él si no es así.
Ya habían dejado atrás la granja de Luther Bolick y habían entrado en la carretera en dirección a la capital administrativa del condado, a once millas de distancia.
—He vivido y trabajado para el señor Luther durante cuarenta años —dijo tío Abe—, y en todo este tiempo no he dicho una palabra mezquina ni a su cara ni a sus espaldas. Me da raciones para mí y mi familia y algo de ropa, y yo y mi familia cultivamos algodón para él y he estado haciendo esto desde que tenía veinte años. Me vine aquí y empecé a trabajar de aparcero para su padre primero, y luego, cuando él murió, seguí haciendo lo mismo para él hasta ahora. El señor Luther sabe que he trabajado duro y nunca le he hablado de mala manera. Sólo le he pedido las raciones y algo de ropa. Pregúntele al señor Luther.
El ayudante del sheriff escuchó todo lo que contaba tío Abe, pero no dijo nada. Sentía pena por el viejo negro y su esposa, pero no había nada que pudiera hacer. Luther Bolick había ido al juzgado por la mañana a primera hora y había solicitado las órdenes de desalojo y arresto. Su trabajo se limitaba a hacer entrega de los documentos y ejecutar las órdenes judiciales. A pesar de ser ese su trabajo, no podía evitar sentir pena por los negros. Pensaba que Luther Bolick no debía echarlos de su granja simplemente porque eran viejos.
Cuando llegaron a las afueras del pueblo, el ayudante del sheriff le dijo al joven que se detuviera. Pararon al borde de la carretera, justo cerca de la primera hilera de casas. A ambos lados de la carretera había quince o veinte casas de negros.
Cuando el camión se detuvo, los dos hombres blancos empezaron a descargar los muebles y a amontonarlos junto a la carretera. Cuando hubieron descargado todo del camión, el ayudante del sheriff le dijo a la esposa de tío Abe que bajara. Tío Abe empezó a descender, pero el ayudante le dijo que se tenía que quedar donde estaba. Arrancaron el camión y dejaron atrás a la aturdida esposa de tío Abe, de pie junto a los muebles.
—¿Qué van a hacer conmigo ahora? —preguntó tío Abe mirando atrás a su esposa y los muebles.
—Le llevaremos a la cárcel del condado y lo encerraremos —dijo el ayudante del sheriff.
—¿Qué va a hacer mi esposa? —preguntó.
—La gente de esas casas probablemente la acogerá.
—¿Cuánto tiempo me tendrán encerrado?
—Hasta que haya un juicio.
Condujeron por las polvorientas calles del pueblo, dieron la vuelta a la plaza donde estaba el juzgado y se detuvieron enfrente de un edificio de ladrillo con barras de hierro en las ventanas.
—Aquí es donde tenemos que bajar —dijo el ayudante del sheriff.
Tío Abe estaba demasiado débil para caminar, pero logró avanzar por el sendero hasta la puerta. Otro hombre blanco abrió la puerta y le dijo que siguiera recto hasta que le indicara dónde detenerse.
* * *
El sábado justo antes de mediodía, Henry, el hijo mayor de tío Abe, se presentó en la oficina de Ramsey Clark, sombrero en mano. El abogado miró al negro y frunció el ceño. Mordió el lápiz durante un rato, luego se meció en su silla y miró por la ventana hacia la plaza. Se volvió a dar la vuelta y miró al hijo de tío Abe.
—No quiero este caso —dijo—. No quiero tocarlo.
El muchacho lo miró con impotencia. Era el tercer abogado que había ido a ver esa mañana y todos se habían negado a aceptar el caso de su padre.
—No hay dinero en este caso —dijo Ramsey Clark, con el ceño todavía fruncido—. Nunca vería un céntimo con vosotros, negros, si aceptara el caso. Además, no quiero representar a más negros. Mejores abogados que yo se han visto arruinados haciéndolo. No quiero manchar mi reputación y ser conocido como abogado de negros.
Henry pasó su peso de un pie a otro y se mordió los labios. No sabía qué decir. Se quedó en medio de la habitación tratando de pensar en alguna manera de ayudar a su padre.
—Mi padre nunca dijo que fuera a matar al señor Luther —protestó Henry—. Siempre se ha llevado bien con el señor Luther. Ninguno de nosotros le ha dado problemas. Todos se lo dirán. Todos los demás aparceros de la granja le dirán que mi padre siempre ha defendido al señor Luther. Nunca ha dicho que fuera a hacerle daño al señor Luther.
El abogado le indicó que dejara de hablar. Ya había oído todo lo que quería oír.
—Ya te he dicho que no quiero el caso —dijo enfadado, cogiendo unos papeles y lanzándolos sobre la mesa—. No quiero ir a juicio y perder el tiempo defendiendo un caso que nada hará cambiar. A vosotros, negros, ya os conviene de vez en cuando ir a la cárcel. No importa si Abe Lathan amenazara o no al señor Bolick. Abe Lathan le dijo que no se iba a ir de la granja, ¿no? Pues eso es suficiente para que el juez lo condene. Cuando el caso llegue al tribunal, eso será lo único que el juez querrá saber. Será enviado a prisión más rápido de lo que salta una pulga. Ningún abogado va a perder tiempo preparando un caso que sabe cómo va a terminar. Si hubiera dinero de por medio, podría ser distinto. Pero vosotros, los negros, nunca tenéis dinero con qué pagar. No tocaría este caso ni con una vara de diez pies de largo.
Henry salió de la oficina de Ramsey Clark y se dirigió a la cárcel. Solicitó permiso para ver a su padre durante cinco minutos.
Abe estaba sentado en la litera de la celda mirando entre los barrotes cuando Henry entró. El carcelero se acercó y se quedó detrás de él junto a la puerta.
—¿Has visto a algún abogado y has explicado que nunca he dicho nada de eso al señor Luther? —preguntó tío Abe antes de decir nada más.
Henry miró a su padre, pero le resultó muy difícil responderle. Negó con la cabeza y bajó la mirada hasta ver sólo el suelo.
—Lo has intentado, ¿verdad, Henry? —preguntó tío Abe.
Henry asintió.
—¿Qué han dicho los abogados, Henry? ¿Qué dijeron cuando les explicaste lo respetuoso que siempre he sido con el señor Luther, cómo durante toda mi vida he trabajado muy duro para él? ¿No dijeron que me ayudarían?
Henry miró a su padre. Ladeó la cabeza para poder verlo entre las rejas de la celda. Tuvo que tragar saliva varias veces para poder hablar.
—He visto a tres abogados —dijo finalmente—. Todos me han dicho que no había nada que ellos pudieran hacer. Me han dicho que vayamos a juicio. Que no había nada que ellos pudieran hacer porque de cualquier manera el juez acabará enviándote a la cárcel.
Se detuvo un instante para mirar los pies de su padre entre las rejas.
—Si quieres, iré a buscar otros abogados para ver si quieren aceptar el caso. Pero no servirá de nada. Sencillamente, no quieren hacer nada.
Tío Abe se sentó en la litera y miró el suelo. No podía entender por qué ninguno de los abogados le quería ayudar. Entonces miró a través de los barrotes a su hijo. Sus ojos se le estaban llenando de lágrimas que no podía controlar.
—¿Por qué te han dicho los abogados que el juez me iba a enviar a la cárcel? —preguntó.
Henry agarró los barrotes y pensó en todos esos años en que había visto a su padre y a su madre trabajar en los campos de algodón para Luther Bolick, cobrando en raciones y algo de ropa, y una casa donde vivir y nada más.
—¿Por qué han dicho eso, Henry? —insistió su padre.
—Supongo porque sólo somos gente de color —dijo finalmente Henry—. Si no, no sé por qué iban a decir algo así.
El carcelero se acercó a Henry por detrás y lo empujó con su vara. Henry caminó por el pasillo, entre filas de celdas, hacia la puerta que daba a la calle. No miró atrás.

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