Thomas Pynchon - "Tierras bajas"

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A las cinco y media de la tarde Dennis Flange seguía en compañía del basurero. Éste se llamaba Rocco Squarcione, y hacia las nueve de la mañana, una vez finalizada su ruta, se presentó en el domicilio de Flange con una piel de naranja todavía adherida a sus pantalones de tela tosca y una garrafa de moscatel casero que colgaba de su manaza moteada de posos de café.
—¡Eh, sfacim! —gritó en argot napolitano desde la sala de estar—. He traído vino. Vamos, baja.
—¡Estupendo! —gritó Flange a su vez, y decidió que no iría a trabajar.
Telefoneó al bufete de abogados de Wasp y Winsome y habló con la secretaria de alguien.
—Aquí Flange, hoy no voy —le dijo. La mujer empezó a objetar y él la interrumpió—: Más tarde.
Colgó el aparato y pasó con Rocco el resto del día, bebiendo moscatel y escuchando la música de un equipo estereofónico de mil dólares que Cindy le obligó a comprar y que nunca había usado, que él recordara, más que para depositar encima platos de entremeses o bandejas de cócteles. Cindy era la señora Flange y, ni que decir tiene, no le hacía ninguna gracia la garrafa de moscatel, como tampoco Rocco Squarcione ni ningún otro amigo de su marido.
—Tú sigue con esa pandilla en el cuarto de los juegos —le gritaba, blandiendo una coctelera—. ¿Qué eres? ¿Uno de esos idiotas de la Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales? Dudo de que ellos mismos recogieran algunos de los animales que traes a casa.
Lo que Flange debería responderle, pero no lo hacía, venía a ser: «Rocco Squarcione no es un animal, sino un basurero con una gran afición, entre otras, por Vivaldi». Precisamente ahora escuchaban a Vivaldi, el concierto n.° 6 para violín, subtitulado Il Piacere, mientras Cindy deambulaba ruidosamente en el piso de arriba, y Flange tenía la impre­sión de que estaba tirando cosas. De vez en cuando se pre­guntaba cómo sería la vida sin una segunda planta y cómo se las arreglaba la gente para convivir en casas de estilo ran­chero o de pisos a desnivel sin que les atacara una locura homicida por lo menos una vez al año. La residencia de los Flange estaba encaramada en un acantilado que daba al Sound. Había sido construida en los años veinte en un es­tilo que recordaba vagamente las casas de campo inglesas por un ministro episcopaliano que redondeaba sus ingresos con el contrabando de licor procedente de Canadá. Parecía como si todos los habitantes de la orilla norte de Long Island se hubieran dedicado en aquella época a una u otra clase de contrabando, porque había numerosos bancos de arena y calas, istmos y ensenadas de cuya existencia no tenía ni idea la policía federal. La actitud del ministro hacia el asunto debió de ser romántica, pues la casa se alzaba en un gran túmulo musgoso que tenía el color de una de las bes­tias prehistóricas más peludas. Dentro había madrigueras sa­cerdotales, pasadizos ocultos y habitaciones con ángulos cu­riosos, y en el sótano, al que se accedía desde el cuarto de los juegos, había innumerables túneles, que se contorsiona­ban radicalmente como los tentáculos de un pulpo espasmódico y acababan en extremos cerrados, alcantarillas aban­donadas y, en ocasiones, en una bodega secreta. Dennis y Cindy Flange habían vivido en aquel curioso montículo con techumbre de musgo, casi orgánico, durante los siete años de su matrimonio, y a lo largo de ese tiempo Flange, por lo menos, había llegado a sentirse unido al lugar por un cordón umbilical tejido con liquen y juncia, retama negra y aulaga. Lo llamaba su matriz con vistas, y en los momen­tos de ternura de la pareja, ahora infrecuentes, él cantaba a Cindy la canción de Noel Coward, en parte para tratar de recordar sus primeros meses juntos y en parte como una canción de amor dedicada a la casa:

Estaremos tan felices y contentos
como pájaros en un árbol,
muy por encima de las montañas y el mar...
Sin embargo, a menudo las canciones de Noel Coward tienen poco que ver con la realidad (si Flange no lo había sabido hasta entonces, pronto lo descubriría) y si al cabo de siete años resultaba que no era tanto un pájaro en un árbol como un topo en una madriguera, la responsable era Cindy más que la casa. Su psicoanalista, un «espalda mojada» deli­rante y alcoholizado que se llamaba Jerónimo Díaz, tenía, desde luego, mucho que decir al respecto. Todas las sema­nas, durante cincuenta minutos y con una copa de Martini en la mano, Flange escuchaba los gritos del psicoanalista acer­ca de su mamá. El hecho de que el dinero invertido en esas sesiones podría haber servido para adquirir cualquier auto­móvil, perro de raza o mujer en el tramo de Park Avenue visible desde la ventana del consultorio del doctor no in­quietaba a Flange tanto como la ligera sospecha de que, en cierto modo, estaba siendo engañado: es posible que se con­siderase un hijo legítimo de su generación y, como Freud había sido la leche materna de esa generación, tenía la sen­sación de estar aprendiendo algo nuevo. Pero en ocasiones sería sorprendido, noches en que la nieve llegaba desde Connecticut, a través del Sound, para azotar la ventana del dor­mitorio y recordarle que, después de todo, estaba tendido en posición fetal; sería sorprendido flagrantemente en el pa­pel de topo, que no es tanto una pauta de conducta como un estado de la mente en el que uno no oye en absoluto la nieve y los ronquidos de su esposa son como la baba y el goteo del fluido amniótico en algún lugar fuera de las man­tas, e incluso las cadencias secretas del pulso se convierten en meros ecos de los latidos cardiacos de la casa.
Era evidente que Jerónimo Díaz estaba loco, pero era la suya una clase de locura maravillosa, aleatoria, que no res­pondía a ningún modelo o pauta conocidos, un plasma irresponsable de engaño en el que flotaba, totalmente con­vencido, por ejemplo, de que era Paganini y había vendido su alma al diablo. Tenía un Stradivarius de valor incalcula­ble sobre su mesa y, para demostrar a Flange que su aluci­nación era un hecho, atacaba las cuerdas como si las serra­se, produciendo unos horribles sonidos estridentes, hasta que finalmente dejaba el arco y decía:
—¿Ve usted? Desde que hice ese trato no soy capaz de tocar una sola nota.
El psicoanalista se pasaba sesiones enteras leyendo en voz alta tablas de números aleatorios o listas de sílabas sin sentido de Ebbinghaus, haciendo caso omiso de todo lo que Flange intentaba decirle. Aquellas sesiones eran imposi­bles: como contrapunto de sus confesiones de torpes juegos sexuales adolescentes, Flange oía la incesante retahila, ZAP-MOG-FUD-NAF-VOB, y de vez en cuando el tintineo y el gorgoteo de la coctelera. Pero Flange volvía, siempre vol­vía, tal vez porque se daba cuenta de que si durante el resto de su vida había de estar sometido a la implacable raciona­lidad de aquella matriz y aquella esposa, nunca levantaría cabeza, y que la demencia de Jerónimo era prácticamente lo único que tenía para seguir adelante. Y los Martinis eran gratis.
Aparte de su psicoanalista, a Flange sólo le quedaba otro consuelo: el mar. O el Sound de Long Island, que a veces se acerca lo suficiente a la imagen gris y alborotada que él re­cordaba. Antes de la adolescencia había leído en alguna parte que el mar era una mujer, y esa metáfora lo esclavizó y de­terminó en gran parte lo que fue de él a partir de aquel mo­mento. Significó, en primer lugar, su trabajo como oficial de comunicaciones en un destructor, el cual, durante los tres años que duró el servicio, no hizo más que efectuar patrullas de barrera haciendo ochos frente a la costa coreana, tanto de día como de noche y, para todo el mundo excepto Flange demasiado largas. Significó también, cuando por fin dejó el servicio y arrastró a Cindy desde el piso de su madre en Jackson Heights, encontrar un hogar cerca del mar, aquella gran masa semiterrena en lo alto de un acantilado. Haciendo gala de considerable pedantería, Jerónimo había señalado que, puesto que la vida tiene su origen en los protozoos que vi­vían en el mar y como las formas de vida se han ido com­plicando más y más, el agua del mar empezó a realizar la función de la sangre hasta que finalmente se añadieron los corpúsculos y demás cosillas para producir el líquido rojo tal como es ahora. Así pues, dado que esto es irrebatible, el mar se encuentra literalmente en nuestra sangre, y lo que es aún más importante, el mar, más que, como se cree popularmen­te, la tierra, es la verdadera imagen materna de todos noso­tros. Al llegar a este punto, Flange intentó descalabrar al psi­coanalista con el Stradivarius.
—Pero usted mismo dijo que el mar es una mujer —pro­testó Jerónimo, saltando sobre la mesa.
Chinga tu madre —rugió Flange, encolerizado.
—Ajá —respondió el sonriente Jerónimo—. ¿Lo ve usted?
Así pues, tanto si rompía como si gemía o se limitaba a mojar el entorno a cuarenta metros bajo la ventana de su dormitorio, el mar estaba con Flange en sus momentos de necesidad, que cada vez eran más frecuentes; una repetición en miniatura de aquel Pacífico cuyo oleaje inimaginable mantenía su recuerdo en una inclinación constante de 30 grados. Si la diosa Fortuna lo controla todo en esta cara de la luna, entonces, le parecía a Flange, tiene que existir un curioso y tierno ladeo del Pacífico, el cual, en opinión de algunos, es la sima que dejó la luna cuando se desprendió de la Tierra. Un peculiar doble suyo era el único habitante en esa inclinación de la memoria: hijo duende de la Fortu­na y encanto desheredado, joven, lujurioso y más vulgar de lo que es concebible que lo sea cualquier humano; múscu­los y mentón tensos contra un temporal de sesenta nudos con una buena pipa entre los dientes brillantes y desafian­tes, de pie en el puente, como oficial de cubierta, durante la guardia de media, con sólo un cabo de mar adormecido, un timonel fiel, un equipo de radar con bocas de cloacas y un juego de cartas en la cabina del sonar, junto con la luna desgajada y exiliada y su rielar en el océano por compañía, si bien lo que haría la luna ahí afuera durante un temporal de sesenta nudos sería objeto de discusión. Pero de esa ma­nera lo recordaba: allí estaba él, Dennis Flange, en la flor de la vida, sin los signos actuales de la incipiente mediana edad y, lo que era más importante, tan lejos de Jackson Heights como podría encontrarse, aunque escribía a Cindy cada dos noches. Eso ocurría cuando también el matrimo­nio estaba en la flor de su vida, pero ahora le salía una tripita de bebedor de cerveza y se le empezaba a caer el pelo, y Flange aún se preguntaba vagamente por qué tenía que haber ocurrido aquello, se lo preguntaba incluso mien­tras Vivaldi discurría sobre el placer y Rocco Squarcione hacía gárgaras con el moscatel.
El timbre de la puerta sonó en medio del segundo mo­vimiento y Cindy bajó de pronto a abrir, rugiendo como un pequeño terrier rubio, y dedicando un mal gesto a Flange y Rocco antes de hacerlo. Al abrir se encontró con una especie de mono enfundado en un uniforme naval, rechon­cho y de expresión socarrona. Le miró con repugnancia.
—No —gimió ella—. Eres tú, cabrón de mierda.
—¿Quién es? —preguntó Flange.
—Es «Cerdo» Bodine, el mismo que viste y calza —res­pondió Cindy, consternada—. Al cabo de siete años aquí está tu compinche, el subnormal de Cerdo Bodine.
—Hola, pequeña —la saludó el recién llegado.
—¡Mi viejo y buen camarada! —exclamó Flange, levan­tándose de un salto—. Entra y tómate un vaso de vino. Este es Cerdo Bodine, Rocco, ya te he hablado de él.
—Oh, no —dijo Cindy, cerrándole el paso. Flange, afli­gido por el matrimonio, tenía unas señales personales de advertencia, como las que tienen los epilépticos, y ahora percibió una de ellas—. No —gruñó su mujer—. Fuera, largo de aquí, humo.
—¿Yo? —dijo Flange.
—Sí, tú. Tú, Rocco y Cerdo. Los tres mosqueteros. Fuera.
—Ya estamos —murmuró Flange.
No era la primera vez que se encontraba en aquella si­tuación, que siempre terminaba del mismo modo: afuera, en el patio, había una garita policial abandonada, que la policía del condado de Nassau utilizó en otro tiempo para controlar la velocidad de los conductores que viajaban por la ruta 25A, y cautivó tanto a Cindy que ésta acabó por lle­vársela a casa, plantó hiedra a su alrededor y colgó den­tro unas reproducciones de Mondrian. Allí dormía Flange cada vez que tenían una pelea. Lo curioso era que el cuchi­tril no le resultaba nada incómodo, se parecía a la matriz dentro de lo posible y él sospechaba que, en el fondo, Mon­drian y Cindy eran hermanos, ambos austeros y lógicos.
—Muy bien, cogeré una manta y me iré a dormir a la garita —dijo a su esposa.
—No —replicó ella—. He dicho que fuera y ahí es donde vas a ir. Quiero decir fuera de mi vida. Emborracharte du­rante todo el día con el basurero ya está bastante mal, pero Cerdo Bodine es demasiado, mucho más de lo tolerable.
—Por Dios, pequeña —intervino Cerdo—. Creía que ha­bías olvidado todo eso. Mira qué contento de verme está tu marido.
Cerdo había llegado a la estación de Manhasset en algún momento entre las cinco y las seis, en plena hora punta, y había sido barrido fuera del tren, propulsado por portafo­lios y ejemplares doblados del Times y conducido al aparca­miento, donde robó un MG modelo 51 y partió en busca de Flange, que había sido el oficial de su división durante el conflicto coreano. Llevaba nueve días ausente sin permi­so del dragaminas Immaculate, atracado en Norfolk, y que­ría ver qué tal le iba a su viejo compinche. Cindy no le había visto desde la noche de su boda, en Norfolk. Poco antes de que su barco fuese destinado de nuevo a la Sépti­ma Flota, Flange se las había ingeniado para conseguir un mes de permiso, con la intención de dedicarlo a su luna de miel con Cindy. Sólo Cerdo, molesto porque la marinería no había tenido ocasión de dar a Flange una fiesta de des­pedida de soltero, se presentó con cinco o seis amigos dis­frazados de suboficiales y arrastraron a Flange hasta la calle East Main para tomar unas cervezas. Eso de «unas cerve­zas» resultó ser un cálculo muy inexacto. Al cabo de dos semanas, Cindy recibió un telegrama desde Cedar Rapids, Iowa. Era de Flange, que estaba sin blanca y con una resa­ca horrible. Cindy pensó en el asunto durante un par de días y, finalmente, le envió por giro telegráfico la tarifa del autobús, con la condición de que no quería ver a Cerdo nunca más. Y así había sido... hasta ahora, pero la sensa­ción de que Cerdo era la criatura más odiosa del mundo había permanecido incólume durante siete años, y ahora ella estaba dispuesta a demostrarlo.
—A desfilar por esa puerta —ordenó, señalándola—. Vete cuesta abajo y bien lejos de aquí... o tírate por el acantila­do, lo mismo me da. Tú y tu amigo borracho y ese mono asqueroso vestido de marinero. ¡Fuera!
Flange se rascó la cabeza y miró parpadeando a su mujer durante cosa de un minuto. No, no lo comprendía. Tal vez si hubieran tenido hijos... Pensó en la encantadora ironía de que la armada le hubiera hecho un competente oficial de comunicaciones.
—Bueno —dijo lentamente—. Supongo que estoy de acuerdo.
—Puedes quedarte con el Volskwagen —le dijo Cindy—, y llévate las cosas de afeitar y una camisa limpia.
—No —replicó Flange, abriendo la puerta a Rocco, que había permanecido en segundo término, con la botella de vino en la mano—. No, iré en el camión de Rocco. —Cindy se encogió de hombros—. Y me dejaré crecer la barba —aña­dió vagamente.
Salieron de la casa, Cerdo perplejo, Rocco canturrean­do y Flange empezando a notar los primeros zarcillos te­nues de la náusea que subían reptando para rodearle el estómago. Se apretujaron en la cabina del camión y par­tieron.
—¿Adonde vamos? —preguntó Rocco.
—No lo sé —respondió Flange—. A lo mejor me voy a Nueva York y busco un hotel o algo por el estilo. Podrías dejarme en la estación. ¿Tienes algún sitio donde alojarte, Cerdo?
—Podría dormir en el MG, pero probablemente la poli ya está enterada del robo.
—Te diré lo que podemos hacer —dijo Rocco—. Iré al vertedero para librarme de esta carga. Tengo un amigo que es una especie de vigilante y vive ahí. Dispone de todo el espacio que necesites. Podéis quedaros en ese sitio.
—Claro, ¿por qué no? —replicó Flange. Era un plan ade­cuado a su estado de ánimo.
Se dirigieron al sur, a esa parte de la isla donde no hay más que urbanizaciones, centros comerciales y pequeñas in­dustrias ligeras, y al cabo de media hora llegaron al verte­dero municipal.
—Está cerrado —dijo Rocco—, pero mi amigo nos abrirá.
Enfiló un sendero de tierra que pasaba por detrás de un incinerador con paredes de adobe y tejado, diseñado y cons­truido en los años treinta por algún arquitecto loco de la WPA y que parecía una hacienda mexicana con chimeneas industriales. Avanzaron traqueteando unos cien metros y lle­garon a una puerta.
—¡Bolingbroke! —gritó Rocco—. Déjame entrar. Tengo vino.
—Bueno, hombre —respondió una voz desde la oscu­ridad.
Al cabo de un minuto, un negro gordo con sombrero de ala ancha apareció a la luz de los faros, abrió la puerta y subió al estribo del camión. Avanzaron por un largo y ser­penteante camino que conducía al terraplén de los ver­tidos.
—Este es Bolingbroke —dijo Rocco—. El os alojará.
Bajaban por una curva larga y ancha, y Flange tenía la impresión de que se dirigían al centro de la espiral, el punto más bajo.
—¿Estos tíos necesitan un sitio para dormir? —preguntó Bolingbroke.
Rocco le explicó el problema y Bolingbroke asintió, comprensivo.
—A veces la esposa es un estorbo —comentó—. Yo tengo tres o cuatro esparcidas por el país y estoy contento de ha­berme librado de todas ellas. No sé, pero parece como si uno nunca aprendiera.
El vertedero era aproximadamente cuadrado, de un ki­lómetro de lado y hundido quince metros por debajo de las calles de la extensa urbanización que lo rodeaba. Rocco dijo que durante toda la jornada dos excavadoras D-8 en­terraban la basura que llegaba desde la orilla norte, y el nivel del suelo se elevaba una minúscula fracción cada día. Este rasgo peculiar de fatalidad fue lo que impresionó a Flange mientras contemplaba el paraje en la penumbra y Rocco des­cargaba la basura, la idea de que un día, quizá dentro de quince años, tal vez más, ya no habría ningún hoyo, que el fondo estaría al nivel de las calles y también construirían casas encima. Era como si un ascensor exasperantemente lento te llevara hacia un nivel conocido para tratar con algún rostro inevitable de asuntos que ya se habían decidi­do. Pero también había otra cosa: allí, en el extremo de la espiral, se sintió obsesionado por una correspondencia más, que no pudo localizar hasta que, rememorando, acudió a su mente la música y la letra de una canción. No era fácil que, en una armada moderna, con aviones a reacción, misi­les y submarinos nucleares, alguien cantara todavía salomas o baladas, pero Flange recordó a un camarero filipino lla­mado Delgado que solía entrar en la cabina de la radio a altas horas de la noche con una guitarra, se sentaba y les cantaba durante horas. Hay muchas maneras de contar un relato marinero, pero tal vez porque ni la música ni la letra tenían nada que ver con una leyenda personal, la manera de Delgado parecía matizada por una verdad de un orden especial. Incluso a pesar de que las baladas tradicionales son mentiras o, en el mejor de los casos, cuentos tan exagera­dos como los que se cuentan sin cantar mientras se toma café en el pañol de cabos o durante las partidas de póquer los días de paga en el comedor del barco, o sentados en una carga de profundidad, en el coronamiento de popa, es­perando la película de la noche para sustituir un cuento por otro más palpable. Pero el camarero prefería cantar y Flange respetaba su elección. Y su canción favorita decía así:
Una nave tengo en el país del norte
y responde al nombre de Vanidad dorada,
oh, temo que la aborde un galeón español
mientras navega cerca de las tierras bajas.
Es muy fácil ser pedante y decir que las tierras bajas son las regiones meridional y oriental de Escocia. Desde luego, la balada era de origen escocés, pero siempre evoca­ba en Flange una extraña e irracional asociación. Todo el que ha contemplado el mar abierto bajo una clase especial de iluminación o en un estado de ánimo proclive a la me­táfora os hablará de la curiosa ilusión de que el océano, a pesar de su movimiento, tiene cierta solidez; se convierte en un desierto gris o glauco, un yermo que se extiende hasta el horizonte, y sólo habría que pasar por encima de los cabos salvavidas para alejarse caminando sobre su superfi­cie. Si llevaras una tienda y suficientes provisiones, podrías viajar así de una ciudad a otra. Jerónimo consideraba esto como una extravagante variación del complejo de Mesías, y aconsejaba paternalmente a Flange que no lo intentara nunca, mas para Flange aquella inmensa llanura de cristal opaco era una especie de tierra baja que casi exigía una única figura humana desplazándose a través de ella para comple­tarla. Toda llegada a un lugar situado al nivel del mar era como encontrar un punto mínimo y sin dimensión, un cruce único de paralelo y meridiano, una certidumbre de uniformidad perfecta y desapasionada, de la misma manera que, durante el descenso en espiral del camión de Rocco, Flange había tenido la sensación de que el lugar donde por fin se detuvieron era el centro exacto, el punto único que encerraba en sí todo un país bajo. Siempre que estaba lejos de Cindy y podía pensar imaginaba su vida como una su­perficie en proceso de cambio, de manera parecida a la tran­sición en que se encontraba el suelo del vertedero: desde la concavidad o el cercado hasta una planicie tal vez como aquella en la que estaba ahora. Lo que le preocupaba era cualquier concavidad eventual, tal vez un encogimiento del mismo planeta, su reducción a una curvatura palpable de la superficie sobre la que él estuviera, de modo que él so­bresaldría como un radio proyectado, desamparado y remo­lineando a través de las lúnulas vacías de su minúscula es­fera.
Rocco les dejó con otra garrafa de moscatel que había encontrado bajo el asiento y poco después, dando brincos y rezongando, su camión se alejó en la oscuridad creciente. Bolingbroke desenroscó el tapón y bebió. Se pasaron el re­cipiente y el negro dijo:
—Vamos, buscaremos algunos colchones.
Les precedió cuesta arriba, alrededor de una alta torre de chatarra, a lo largo de un solar repleto de frigoríficos abandonados, bicicletas, cochecitos de bebé, lavadoras, pi­las de lavabo, tazas de inodoro, somieres, televisores, ca­charros de cocina, estufas, acondicionadores de aire, y final­mente, tras rebasar una duna, llegaron al lugar donde estaban los colchones.
—La cama más grande del mundo —dijo Bolingbroke—. Coged los que queráis.
Debía de haber centenares de colchones. Flange eligió uno de anchura media y con muelles interiores. Cerdo, que probablemente nunca se acostumbraría a la vida civil, se­leccionó una colchoneta de unos cinco centímetros de gro­sor y un metro de ancho.
—Con otra cosa no me sentiría cómodo —comentó.
—Daos prisa —les dijo Bolingbroke en voz baja, nervio­samente. Había subido a lo alto de la duna y miraba en la dirección por donde habían llegado—. Deprisa. Es casi de noche.
—¿Qué pasa? —le preguntó Flange, arrastrando el colchón cuesta arriba hasta llegar al lado del vigilante para mirar por encima del montón de chatarra—. ¿Hay merodeado­res por la noche?
—Algo por el estilo —respondió Bolingbroke, incómo­do—. Vamos.
Desandaron sus pasos caminando pesadamente y sin hablar. Al llegar al sitio donde el camión se había dete­nido, doblaron a la izquierda. El incinerador se alzaba por encima de ellos, sus chimeneas altas y negras contra el úl­timo resplandor del cielo. Los tres entraron en un estrecho barranco, con basura esparcida a ambos lados hasta unos seis metros de altura. Flange tuvo la sensación de que aquel ver­tedero era como una isla o enclave en el deprimente país que lo rodeaba, un discreto reino del que Bolingbroke era su gobernante incontestable. El barranco, de lados empina­dos y tortuosos, se prolongaba unos centenares de metros hasta desembocar en un pequeño valle totalmente lleno de neumáticos desgastados de turismos, camiones, tractores y aeroplanos, y en el centro de una pequeña prominencia se alzaba la choza de Bolingbroke, provisionalmente apareja­da con papel alquitranado, planchas de frigorífico, vigas de madera, tuberías y tejas de ripia azarosamente conseguidas.
—Mi hogar —dijo Bolingbroke—. Ahora jugaremos a se­guir al guía.
Era como recorrer un laberinto. A veces las columnas de neumáticos duplicaban la altura de Flange y amenaza­ban con venirse abajo a la más ligera sacudida. Flotaba en el aire un intenso olor a caucho.
—Tened cuidado con los colchones —susurró Bolingbro­ke—. Y no os salgáis de la línea. He puesto trampas por ahí.
—¿Para qué? —preguntó Cerdo, pero Bolingbroke no le oyó o hizo caso omiso de la pregunta.
Llegaron a la choza y Bolingbroke abrió el grueso can­dado de la puerta, hecha con la madera de una pesada caja de embalaje. La negrura del interior era absoluta, pues no tenía ninguna ventana. El vigilante encendió una lámpara de queroseno y, a la oscilante luz amarilla, Flange vio que las paredes estaban cubiertas de fotografías recortadas, al pa­recer, de todas las publicaciones editadas desde la Depre­sión. Una lámina en brillantes colores de Brigitte Bardot estaba flanqueada por fotos de prensa en las que se veía al duque de Windsor pronunciando el discurso de su abdi­cación y al dirigible Hindenburg envuelto en llamas. Allí estaban Ruby Keeler, Hoover, MacArthur, Jack Sharkey, Whirlaway, Lauren Bacall y Dios sabe cuántos más en una especie de archivo policial de malhechores que producía una sensación desvaída, frágil como el papel de las revistas sensacionalistas, borrosa como la humanidad ordinaria de un milagro del noveno día.
Bolingbroke echó el cerrojo. Extendieron los colchones en el suelo, se sentaron y bebieron vino. Afuera se había levantado un vientecillo que sacudía con ruido de matra­ca las hojas de papel alquitranado, penetraba perplejo y tur­bulento en la chabola y se arremolinaba en sus rincones e irregulares ángulos. Sin saber cómo, empezaron a contar relatos marineros. Cerdo contó que él y un técnico de sonar llamado Feeney robaron un coche tirado por caballos en Barcelona. Resultó que ninguno de ellos sabía nada de ca­ballos y acabaron corriendo a toda velocidad hasta rebasar el extremo del muelle, perseguidos, como mínimo, por un pelotón de la policía militar de marina. Mientras forcejea­ban en el agua, se les ocurrió que aquélla sería una buena ocasión para nadar hasta el portaaviones Intrepid y armar la gorda entre los tripulantes. Lo habrían logrado de no haber sido por la lancha motora del Intrepid, que les dio alcance a unos cientos de metros del barco. Feeney se las arregló para arrojar al timonel y otro tripulante por la borda antes de que un marinero idiota armado con una pistola del cali­bre 45 pusiera fin a la diversión disparando contra Feeney y alcanzándole en un hombro. Flange habló de un fin de semana primaveral, cuando estaba en la universidad y, junto con dos compañeros, robó el cadáver de una mujer que es­taba en el depósito local. Hacia las tres de la madrugada lo llevaron al club universitario de Flange y lo pusieron al lado del presidente del club, que yacía completamente incons­ciente por una borrachera. A la mañana siguiente, tempra­no, todos los miembros del club capaces de andar se diri­gieron en masa a la habitación del presidente y empezaron a aporrear la puerta.
—Sí, un momento —gruñó una voz desde el interior—. Enseguida voy... ¡Oh... Oh, Dios mío!
—¿Qué ocurre, Vincent? —le preguntó alguien—. ¿Es que hay una tía contigo?
Y todos se rieron de buen grado.
Al cabo de unos quince minutos, Vincent, pálido y tem­bloroso, abrió la puerta y todos entraron ruidosamente en el cuarto. Miraron debajo de la cama, apartaron los mue­bles y abrieron el armario, pero no encontraron ningún ca­dáver. Asombrados, empezaban a abrir los cajones cuando, de pronto, les llegó un grito desgarrador desde la calle. Se precipitaron a la ventana y miraron abajo. Una estudiante se había desmayado. Resultó que Vincent había anudado sus tres mejores corbatas y colgado el cadáver fuera de la ventana.
Cerdo meneó la cabeza.
—Espera un momento —le dijo—. Creí que ibas a contar un relato marinero.
Por entonces habían liquidado la garrafa de vino. Bo­lingbroke sacó de debajo de su cama una jarra de Chianti casero.
—Lo habría hecho —replicó Flange—, pero no se me ha ocurrido ninguno así de repente.
Sin embargo, la verdadera razón, que él conocía y no podía decir, era que si uno es Dennis Flange y si el oleaje marino es el mismo que no sólo fluye con tu sangre sino que también ondea a través de tus fantasías, entonces está muy bien escuchar historias acerca de ese mar, pero no con­tarlas, porque tú y la verdad de una vida verdadera tenéis desde hace mucho tiempo una curiosa contigüidad, y mien­tras permanezcas pasivo puedes seguir consciente del alcan­ce de la verdad, pero en cuanto te vuelves activo estás, en cierto modo, si no violando abiertamente una convención, por lo menos violentando la perspectiva de las cosas, del mismo modo que cualquiera que observe partículas subató­micas cambia los movimientos, los datos y las probabilida­des por el mero hecho de observar. Por eso había contado la otra historia, al azar..., o así era aparentemente. Se pre­guntó qué diría Jerónimo al respecto.
En cambio, Bolingbroke tenía una historia marinera que contar. Había pasado algún tiempo brincando de un puer­to a otro en una variedad de mercantes, todos ellos vaga­mente escandalosos. Al finalizar la primera guerra, pasó un par de meses en Caracas, con un amigo llamado Sabbarese. Habían saltado a bordo de un carguero, el Deirdre O'Toole, que navegaba con matrícula panameña (Bolingbroke pidió disculpas por este detalle, pero insistió en que era cierto: por aquel entonces, en Panamá se podía matricular cualquier cosa, un bote de remos, una casa de putas flotante, un buque de guerra, lo que fuese, con tal que se mantuvie­ra en el agua) para escapar de Porcaccio, el primer oficial, que tenía delirios de grandeza. Tres días después de zarpar de Port-au-Prince, Porcaccio irrumpió en el camarote del ca­pitán con una pistola de señales de emergencia y amenazó con convertir al capitán en una antorcha humana a menos que diera la vuelta al barco y pusiera rumbo a Cuba. Pare­ce ser que en la bodega había varias cajas de rifles y otro armamento ligero, todo ello destinado a un grupo de re­colectores de plátanos guatemaltecos que recientemente se habían sindicado y deseaban abolir la esfera de influencia norteamericana local. Porcaccio tenía la intención de apo­derarse del barco, invadir Cuba y conquistarla para Italia, puesto que su descubridor, Colón, era italiano. Para este motín había conseguido reunir a dos limpiadores de máqui­nas chinos y un marinero de cubierta que sufría ataques epi­lépticos. El capitán se echó a reír e invitó a Porcaccio a tomar un trago. Dos días después salieron tambaleándose a cubierta, borrachos y cada uno rodeando con un brazo el cuello del otro. Ninguno de los dos había pegado ojo duran­te aquel periodo y, entretanto, el barco se había encontrado con una gran borrasca. Todos los marineros corrían de un lado a otro, asegurando las botavaras y redistribuyendo la carga, y en aquella confusión, sin que se sepa cómo, el ca­pitán cayó por la borda y desapareció. Así Porcaccio se con­virtió en el amo del Deirdre O'Toole, pero las existencias de licor se habían agotado, por lo que Porcaccio decidió diri­girse a Caracas y reponerlas. Prometió a la tripulación un botellón de champán por persona el día que tomaran La Habana. Bolingbroke y Sabbarese no estaban dispuestos a invadir Cuba. En cuanto el barco atracó en Caracas, deser­taron y vivieron de las ganancias de una camarera, una re­fugiada armenia llamada Zenobia, con la que durmieron en noches alternas durante dos meses. Finalmente, algo, ya fuese la nostalgia del mar, ya un ataque de conciencia o el genio impredecible de su benefactora —Bolingbroke nunca había podido decantarse por una de estas alternativas—, les instó a que se presentaran al cónsul italiano y se entrega­ran. El consul se mostró muy comprensivo. Les hizo em­barcar en un mercante italiano con rumbo a Génova y se dedicaron a echar paladas de carbón como si avivaran el fuego del infierno durante toda la travesía del Atlántico.
A estas alturas del relato se había hecho tarde y los tres habían empinado el codo de lo lindo. Bolingbroke bos­tezó.
—Buenas noches, muchachos —les dijo—. He de levan­tarme temprano y estar fresco. Si oís ruidos extraños, no os preocupéis. El cerrojo es fuerte.
—Anda —replicó Cerdo—. ¿Quién va a entrar?
—Nadie —dijo Bolingbroke—. Sólo ellos. Intentan entrar de vez en cuando, pero aún no lo han conseguido. Y si lo hacen ahí hay un trozo de tubería que podéis usar.
Apagó la lámpara y se dirigió tambaleándose a su cama.
—Sí —dijo Cerdo—, ¿pero quién?
—Los gitanos. —Bolingbroke bostezó. El sueño le difuminaba la voz—. Viven aquí. Sí, aquí, en el vertedero. Sólo salen de noche.
Guardó silencio y al cabo de un rato empezó a roncar.
Flange se encogió de hombros. Qué diablos, de acuer­do, había gitanos en los alrededores. Recordó que en su in­fancia acampaban en zonas desiertas de la playa, a lo largo de la orilla norte. Creía que ya se habrían ido todos y se alegró al saber que no era así. Experimentaba la vaga sensa­ción de que era apropiado que estuvieran allí, que los gita­nos vivieran en el vertedero, de la misma manera que él había podido creer en la corrección del mar de Bolingbro­ke, la capacidad abarcadura que tenía, la de ser el plasma o médium para los coches tirados por caballos y los Porcaccios, por no mencionar a aquel joven y bribón Flange, res­pecto al cual, le parecía en ocasiones, el Flange actual había sufrido un cambio marino, convirtiéndose en algo no tan raro o extraño. Se sumió en un sueño ligero e inquieto, flanqueado por el contrapunto de los ronquidos de Boling­broke y Cerdo Bodine.
No sabía cuánto tiempo durmió. Despertó en aquella oscuridad absoluta, sólo con el sentido visceral del tiempo que le indicaba las dos o las tres de la madrugada, o por lo menos una hora desolada que de algún modo no estaba des­tinada a la percepción humana, sino que más bien pertene­cía a los gatos, búhos, ranas de zarzal y cualquier otra cria­tura que hace ruido por la noche. Afuera el viento seguía soplando. Aguzó el oído, tratando de oír de nuevo el soni­do que sin duda le había despertado. Durante todo un mi­nuto no oyó nada, y luego lo distinguió. Era una voz de muchacha que cabalgaba en el viento.
—Anglo —decía—. Anglo del pelo dorado. Sal. Sal por el camino secreto y búscame.
—Vaya —dijo Flange, y sacudió a Cerdo—. Eh, amigo, hay una tía ahí afuera.
Cerdo abrió un ojo desenfocado.
—Estupendo —musitó—. Hazla pasar y resérvame el se­gundo turno.
—No, lo que quiero decir es que debe de ser uno de los gitanos de los que habló Bolingbroke.
Obtuvo un ronquido por toda respuesta. Entonces se acercó a tientas a Bolingbroke.
—Eh, tío, ella está ahí afuera. —Bolingbroke no respon­dió. Flange le sacudió más fuerte—. Está ahí afuera —repi­tió, empezando a sentirse presa del pánico. El otro se dio la vuelta y murmuró algo ininteligible. Flange alzó las manos y dijo—: Vaya.
—Anglo —insistió la chica—. Ven a verme. Ven a bus­carme o me iré para siempre. Sal, alto Anglo de pelo de oro y dientes brillantes.
—Eh —dijo Flange a nadie en particular—. Ese soy yo, ¿no? —Se le ocurrió de inmediato que no lo era del todo, que la descripción correspondía más bien a su doppelgänger, a aquel lobo de mar de los lujuriosos y oscuros días del Pacífico. Dio una patada a Cerdo—. Quiere que salga —le dijo—. ¿Qué hago, eh?
Cerdo abrió los dos ojos.
—Señor, le recomiendo que salga ahí afuera y se infor­me. Y si ella vale la pena, haga como le digo, tráigala y deje que la pruebe la marinería.
—Bueno, bueno —dijo Flange vagamente. Se dirigió a la puerta, descorrió el cerrojo y salió.
—Oh, Anglo —oyó que decía la voz—, has venido. Si­gúeme.
—De acuerdo.
Echó a andar entre las columnas de neumáticos, rogan­do para no tropezar con una de las trampas de Bolingbro­ke. Milagrosamente, casi llegó al terreno despejado antes de que algo saliera mal. No estaba seguro de qué era lo que había pisado, pero de pronto se dio cuenta de que había metido la pata, y alzó la vista a tiempo de ver que una enorme columna de neumáticos para la nieve se bamboleaba y quedaba un momento colgando de las estrellas antes de caerle encima, y eso fue lo último que recordó durante algún rato.
Al despertar notó unos dedos fríos en la frente y oyó una voz que le decía:
—Despierta, Anglo. Abre los ojos. Estás bien.
Abrió los ojos y vio el rostro de la muchacha, sus ojos muy abiertos e inquietos, el pelo levemente iluminado por las estrellas. Estaba tendido en la entrada del barranco.
—Vamos —dijo ella sonriendo—. Levántate.
—Claro —replicó Flange.
Le dolía la cabeza, todo su cuerpo parecía latirle. Por fin logró incorporarse y fue entonces cuando pudo verla bien. A la luz de las estrellas era exquisita. Llevaba un ves­tido oscuro, sus piernas y brazos desnudos eran delgados, el cuello arqueado y delicado, su figura tan esbelta que casi parecía una sombra. El cabello oscuro flotaba alrededor de su rostro y espalda como una nebulosa negra. Ojos enor­mes, nariz respingona, labio superior corto, buena den­tadura, bonito mentón. Aquella muchacha era un sueño, un ángel. Y, además, muy pequeña: no mediría más de un metro. Flange se rascó la cabeza.
—¿Cómo estás? —le preguntó— Me llamo Dennis Flange. Gracias por rescatarme.
—Yo soy Nerissa —dijo ella, mirándole.
A Flange no se le ocurría nada más que decirle. De re­pente, las posibilidades de conversación parecían muy limi­tadas. Pasó por su cabeza la absurda idea de que podrían comentar el problema de los enanos, o algo por el estilo. Ella le cogió de la mano.
—Ven —le dijo, y tiró de él, adentrándose en el ba­rranco.
—¿Adonde vamos? —preguntó Flange.
—A mi casa —respondió ella—. Pronto amanecerá.
Flange pensó en esta última observación.
—Ey, espera un momento. ¿Y mis amigos que están ahí dentro? Estoy abusando de la hospitalidad de Bolingbroke.
Ella no respondió y Flange se encogió de hombros. ¿Qué importaba? La muchacha le precedió por el barranco y luego cuesta arriba. En lo alto del pináculo de chatarra se alzaba una figura humana que les estaba observando. Otras formas rondaban y se movían rápidamente en la oscuridad. De algún lugar llegaba un rasgueo de guitarra, un canto y el ruido de una pelea. Llegaron al montón de cachivaches ante el que habían pasado antes, cuando iban en busca de los colchones, y avanzaron entre el caos de metal y loza iluminado por las estrellas. Finalmente la muchacha se de­tuvo junto a un frigorífico General Electric que yacía sobre su parte trasera y abrió la puerta.
—Espero que quepas —dijo ella, antes de meterse dentro y desaparecer.
Flange pensó con cierta consternación que había engor­dado más de la cuenta. Entró en el frigorífico, al que le faltaba el lado de detrás.
—Cierra la puerta cuando hayas entrado —le pidió ella desde algún lugar, abajo, y él obedeció como si estuviera en un estado de trance.
Un haz luminoso llegó hasta él, probablemente emiti­do por una linterna que ella llevaba para mostrarle el cami­no. Flange no se había dado cuenta de que el montón de trastos alcanzaba semejante profundidad. Tuvo que superar algunas apreturas considerables, pero logró abrirse paso y bajar unos nueve metros, entre diversos electrodomés­ticos amontonados en desorden, hasta que llegó a la abertu­ra de una tubería de cemento que medía metro veinte de diámetro.
—A partir de aquí es más fácil —dijo la chica.
El se puso a reptar y ella bajó andando por una suave inclinación que se extendía a lo largo de unos cuatrocien­tos metros. A la luz fluctuante de la linterna, entre som­bras oscilantes, Flange vio que otros túneles partían de aquel por el que bajaba. La muchacha reparó en su curiosidad.
—Les llevó mucho tiempo —dijo, y le contó que, en los años treinta, un grupo terrorista llamado Hijos del Apoca­lipsis Rojo había guarnecido todo el vertedero con una red de túneles y habitaciones, a fin de prepararse para la revo­lución, pero la policía federal los capturó a todos y, más o menos un año después, los gitanos se instalaron allí.
Por fin llegaron a un extremo cerrado, con una puertecilla en el suelo gijarroso. La muchacha la abrió y entraron. Ella encendió algunas velas, cuyas llamas revelaron una ha­bitación con tapices y cuadros colgados de las paredes que contenía una inmensa cama de matrimonio con sábanas de seda, un armario, una mesa y un frigorífico. Todo ello sus­citó en Flange numerosos interrogantes. Ella le habló del suministro de aire, de los desagües, las cañerías y la línea eléctrica tendida sin que la Compañía Eléctrica de Long Island lo sospechara jamás, del camión que Bolingbroke usaba de día y ellos conducían por la noche para robar comida y otros artículos básicos. Le contó que Bolingbroke sentía un temor supersticioso hacia ellos y era reacio a informar a cual­quier autoridad de su existencia, pues podrían acusarle de alcoholismo o algo peor y perdería su trabajo.
Flange se dio cuenta de que, desde hacía unos instan­tes, había una rata muy peluda y gris sobre la cama, que les miraba de un modo inquisitivo.
—Eh, hay una rata sobre la cama —dijo a la muchacha.
—Se llama Jacinta —le informó Nerissa—. Antes de que tú llegaras era mi única amiga.
Jacinta parpadeó evasivamente.
—Un nombre muy bonito —dijo Flange, y alargó la mano para acariciar a la rata, la cual soltó un chillido y retrocedió.
—Es tímida —comentó Nerissa—, pero os haréis amigos. Dale su tiempo.
—Por cierto, eso me recuerda... ¿Cuánto tiempo vas a tenerme aquí? ¿Por qué me has traído?
—La vieja del parche en el ojo a la que llaman Violeta me leyó la buenaventura hace muchos años —dijo Neris­sa—. Me dijo que un anglo sería mi marido, que tendría el pelo brillante, brazos fuertes y...
—Sí, claro —la interrumpió Flange—, pero todos los anglos tenemos ese aspecto. Hay por ahí toda clase de anglos que son altos y rubios.
Ella hizo un puchero y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—No me quieres por esposa.
—Bueno... —dijo Flange, azorado—. Lo cierto es que ya tengo esposa, ¿sabes? Estoy casado.
Por un momento, pareció como si la muchacha hubiera sido apuñalada, y entonces se echó a llorar a lágrima viva.
—Lo único que he dicho es que estoy casado —protestó Flange—, no que disfrute especialmente del matrimonio.
—Por favor, no te enfades conmigo, Dennis —gimió ella—. No me abandones. Dime que te quedarás.
Flange reflexionó unos momentos sobre esta petición. Su silencio fue interrumpido de repente por la rata Jacinta, que dio una voltereta hacia atrás en la cama y empezó a revolcarse violentamente. Con un grito agudo de conmise­ración, Nerissa cogió a la rata, la apoyó contra su pecho y se puso a acariciarla y arrullarla. Flange pensó que parecía una niña y que la rata era como su propia hija.
Entonces volvió a preguntarse por qué Cindy no había tenido hijos. Y luego pensó en que una niña era algo muy apropiado. Que el mundo se encogiera hasta tener el tama­ño de una pelota.
Así pues, lo supo, naturalmente.
—Claro —le dijo—, de acuerdo. Me quedaré.
Pensó que, al menos, lo haría por algún tiempo. Ella le miró seriamente. En sus ojos danzaban las cabrillas de las olas, y él supo que las criaturas marinas se deslizarían por el verde submarino de su corazón.

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