Eudora Welty - "Clytie"

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Por fin puedo saldar la deuda del blog con una de las más grandes cuentistas (y novelista) de la historia de la literatura. Aunque en un principio se dedicó a la fotografía, a partir de los años 50 del siglo XX la abandonó para dedicarse a la literatura. Su primer trabajo ya fue amadrinado nada menos que por Katherin Anne Porter. Su obra ha sido enmarcada en el llamado gótico sureño, ese género que en este blog está también presente en la obra de William Faulkner, Flannery O'Connor, Tennessee Williams, Truman Capote o Carson McCullers.
Welty es uno de esos autores de lo pequeño y lo cotidiano, centrada en retratar la vida y emociones de sus personajes, siempre gente corriente, y de analizar las relaciones humanas. A worn path, el cuento que escribió en 1940, ha sido calificado por Alice Munro (que de esto sabe un poco) como "la historia corta más perfecta que se ha escrito".

Era media tarde, con nubes pesadas y de color plata que parecían más grandes y más anchas que campos de algodón, y pronto comenzó a llover. Todavía a la luz del sol, los goterones caían en los cobertizos de zinc caliente y manchaban las blancas fachadas falsas de la hilera de tiendas del pueblecito de Farr’s Gin. Una gallina y su fila de pollitos amarillos cruzaron corriendo la calle, asustados. El polvo se tornó color barro de río, y los pájaros bajaron volando de inmediato hasta él y abrieron pequeños huecos para bañarse. Los perros de caza abandonaron el umbral de las tiendas, se sacudieron y fueron a recostarse adentro. La poca gente que había en la calle, con sus largas sombras proyectadas en el suelo llano, se refugió en la oficina de correos. Un chiquillo clavó sus talones descalzos en los costados de su mula que siguió cruzando el pueblo, a paso lento, en dirección al campo.
Después de que todos los demás se habían refugiado, la señorita Clytie Farr seguía parada en la calle, mirando al frente con sus ojos de miope, e igual de mojada que los pajaritos.
Tenía la costumbre de salir del viejo caserón hacia esa hora de la tarde y cruzar el pueblo a toda prisa. Antes corría de aquí para allá con cualquier pretexto y por un tiempo le dio por ofrecer explicaciones en voz baja que nadie podía oír, y luego comenzó a dejar cuentas sin pagar que, según la jefa de la oficina de correos, eran tan incobrables como las de cualquiera, aun cuando los Farr se creyeran demasiado finos como para relacionarse con el resto de la gente. Ahora, en cambio, Clytie salía sin motivo. Venía todos los días y ya nadie le dirigía la palabra: tenía tanta prisa que no podía distinguir a la gente. Cada sábado esperaban encontrarla atropellada dada la manera en que se internaba en la carretera con todos los caballos y camiones.
Quizá Clytie simplemente se estaba volviendo loca, decían las mujeres que habían salido a la puerta a tomar el fresco, loca como su hermana. Y Clytie sólo se quedaba ahí, esperando a que le dijeran que se fuera a casa. Tendría que escurrir toda la ropa que llevaba: la blusa, la falda y las medias negras largas. Traía en la cabeza un sombrero de paja de los de la tienda de artículos de confección, con una cinta vieja de raso negro clavada con un alfiler, para que pareciera un sombrero más elegante, y lo llevaba atado por la barbilla. Ahora, en pleno aguacero, a la vista de las señoras, el sombrero empezó a combarse por los lados, lentamente, hasta ofrecer un aspecto todavía más absurdo y destrozado, como un gorrito viejo en un caballo. Y, en efecto, algo tenía de animal la paciencia con que la señorita Clytie se quedaba ahí parada bajo la lluvia y separaba un poco los brazos largos y vacíos del cuerpo, como si estuviera esperando a que apareciera algo en la carretera y la llevara a un lugar seguro.
Poco después se oyó un trueno.
—¡Señorita Clytie! ¡Cúbrase de la lluvia, señorita Clytie! —gritó alguien.
La solterona no se volvió, pero apretó los puños y los metió bajo las axilas. Entonces se echó a correr por la calle sacando los codos como alas de gallina mientras su pobre sombrero crujía y le golpeaba las orejas.
—Bueno, allá va la señorita Clytie —dijeron las señoras, y una tuvo un presentimiento sobre ella.
Expuesta a una lluvia torrencial corrió por el camino enfangado pasando por debajo de los cuatro cedros negros y mojados de los que se desprendía un olor acre, como a humo, y llegó hasta la casa.
—¿Dónde diablos estabas? —gritó Octavia, la hermana mayor, desde una ventana de arriba.
Clytie miró hacia arriba a tiempo de ver caer la cortina.
Entró en la casa, al recibidor, y esperó temblando. La sala estaba muy oscura y vacía. La única luz caía sobre la sábana blanca que cubría el mueble solitario, un órgano. Las cortinas rojas de la puerta del salón, descorridas por manos de marfil, estaban fijas como troncos de árbol en la asfixiante casa. Todas las ventanas estaban cerradas, y todas las persianas bajadas, aunque tras ellas todavía se escuchaba la lluvia.
Clytie tomó una cerilla y se acercó al poste de la escalera, donde el Hermes de bronce sostenía en alto una lámpara de gas. Justo encima, iluminada pero inmóvil, como una de las reliquias inamovibles de la casa, Octavia esperaba en la escalera.
Estaba parada junto a la cristalera violeta y amarilla limón de la ventana del rellano, y sus dedos arrugados, incapaces de quedarse quietos, toqueteaban la cornucopia de diamantes que siempre llevaba en la pechera de su vestido largo y negro. Lo de acariciar la cornucopia era uno de esos gestos espléndidos e inmortales, característicos de ella.
—Como si no fuera suficiente que estemos aquí esperándote, muriéndonos de hambre —dijo Octavia a Clytie que esperaba abajo—. Te vas sin avisar y no me contestas cuando te llamo. Te vas a dar vueltas por la calle. ¡Qué vulgar!
—Tranquila, hermana —logró decir Clytie.
—Pero siempre vuelves.
—Claro…
—Gerald está despierto, y papá también —dijo Octavia, con la misma voz vengativa, una voz muy alta, por su costumbre de llamar a gritos.
Clytie fue a la cocina y encendió las yescas de la estufa de leña. Como si estuviera congelándose en pleno mes de junio, se paró frente a la puerta abierta de la estufa y pronto una expresión de interés y satisfacción le iluminó la cara, que en los últimos años se había curtido, a pesar del sombrero de paja. En ese momento recuperó el hilo de un sueño. En la calle había estado pensando en la cara de un niño que acababa de ver. El niño, que jugaba a perseguir a otro de su edad con una pistola de juguete, al pasar junto a ella la había mirado con una expresión tan abierta y serena, tan confiada… Recordando aquella cara menuda y pacífica, rosada como esas llamas que tenía delante, como una inspiración que barre todos los demás pensamientos, Clytie se había olvidado de sí misma y había tenido que quedarse parada en medio de la calle. Después había empezado a llover, y le habían gritado algo, y no había podido llegar al final de sus meditaciones.
Hacía mucho tiempo que Clytie había comenzado a observar las caras y a pensar en ellas.
Todo el mundo sabía que Farr’s Gin no tenía más de ciento cincuenta habitantes, “negros incluidos”, pero a Clytie la cantidad de caras le parecía casi infinita. Había aprendido a mirar cada cara con detenimiento; estaba convencida de que era imposible verlo todo de golpe. Lo primero que descubría en una cara siempre era el hecho de no haberla visto nunca. En cuanto se fijaba en el rostro real de las personas, el mundo perdía toda su familiaridad. El espectáculo más profundo del mundo, el más conmovedor, tenía que ser una cara. ¿Acaso era posible comprender los ojos y la boca de otras personas, que escondían algo ignoto, y que pedían en secreto otra cosa igual de desconocida? Volvió a ella la sonrisa misteriosa del viejo que vendía cacahuates delante de la verja de la iglesia; hubo un momento en que su cara pareció impresa en la puerta de hierro de la estufa, inscrita en la melena del león. La gente decía que “el chico de Tom Bate”, como se llamaba a sí mismo, miraba al vacío con una cara tan sosa como una semilla de sandía, pero a Clytie, que había visto granos de arena en sus ojos y en sus pestañas amarillas de viejo, se le antojaba salido de un desierto, como un egipcio.
Mientras pensaba en el chico de Tom Bate sintió en la espalda el golpe de una terrible ráfaga de viento y se volvió. La persiana, larga y verde, se levantó y volvió a caer. La ventana de la cocina estaba abierta de par en par… la había abierto ella. La cerró con sigilo. Si se enteraba Octavia, que por nada del mundo bajaba hasta el pie de la escalera, nunca le perdonaría una ventana abierta. Para Octavia, lluvia y sol equivalían a la ruina. Clytie recorrió la casa entera para asegurarse de que todo estuviera a salvo. No era la ruina en sí lo que podía molestar a Octavia. No la asustaban ni la ruina ni la invasión, ni siquiera si corrían peligro tesoros de un valor incalculable, ni siquiera en la pobreza. Era, sencillamente, una forma de exponerse a la curiosidad ajena, y eso no podía tolerarlo. Todo eso se le leía en la cara.
Clytie preparó las tres comidas en la estufa, porque todos comían cosas diferentes, y dispuso las tres bandejas. Tenía que llevarlas arriba en el orden correcto. La concentración le hizo fruncir el ceño pues era difícil vigilar los tres platos a la vez y conseguir que salieran todos bien, como habría hecho la vieja Lethy. Habían tenido que despedir a la cocinera hacía mucho tiempo, cuando su padre sufrió el primer ataque. Su padre apreciaba mucho a Lethy, que había sido su niñera en la infancia, y ella había vuelto del campo para verlo al enterarse de que estaba muriendo. Lethy había ido a la casa y había llamado a la puerta trasera. Y como siempre, a la primera señal de alboroto, delante o detrás, Octavia se había asomado desde el fondo de la cortina y había gritado, “¡Vete! ¡Vete! ¿Qué diablos quieres aquí?” Y aunque Lethy y el enfermo habían suplicado permiso para verse, Octavia había soltado los gritos de rigor y había echado a la intrusa. Clytie, como de costumbre, se había quedado parada en la cocina sin abrir la boca, hasta que finalmente había repetido, siguiendo el ejemplo de su hermana, “Vete, Lethy.” Pero su padre no había muerto. En vez de ello, se había quedado paralítico y ciego y sólo podía emitir sonidos ininteligibles y tragar líquidos. De vez en cuando, Lethy acudía a la puerta trasera, pero nunca la dejaban entrar, y el viejo ya no tenía oído ni facultades mentales para pedir que la llevaran con él. Sólo había un visitante con permiso para entrar a la habitación. Una vez a la semana, por encargo, venía el barbero a afeitarlo. En esas ocasiones nadie decía ni una palabra.
Clytie subió primero al dormitorio de su padre y dejó la bandeja en una mesita de mármol que había al lado de la cama.
—Quiero dar de comer a papá —dijo Octavia, quitándole el plato de las manos.
—Ya le diste la última vez —dijo Clytie.
Soltó el plato y miró la cara puntiaguda que estaba apoyada en la almohada. Al día siguiente tocaba barbero y los puntos negros y afilados, que habían llegado a su máxima longitud, parecían agujas clavadas a todo lo largo de las mejillas chupadas. Los ojos del viejo estaban medio cerrados. Era imposible saber qué sentía. Daba la impresión de estar muy lejos, abandonado, libre… Octavia comenzó a darle de comer.
De repente, sin apartar la mirada de su padre, Clytie empezó a decir a su hermana palabras atropelladas y llenas de amargura, las más brutales que se le ocurrieron. Pero pronto empezó a llorar y sollozar, como un niño pequeño al que los grandullones han tirado al agua.
—Ya basta —dijo Octavia.
Pero Clytie no podía despegar la vista de la cara sin afeitar de su padre, ni de su boca aún abierta.
—Y si me da la gana mañana vuelvo a darle de comer —dijo Octavia.
Se levantó. Le caía sobre la frente el grueso cabello que crecía de nuevo después de una enfermedad y estaba teñido casi de violeta. Los largos pliegues de acordeón que comenzaban en el cuello y cruzaban el camisón de arriba a abajo se abrían y se cerraban sobre sus pechos conforme respiraba.
—¿Ya se te olvidó Gerald? —dijo—. Y yo también tengo hambre.
Clytie volvió a la cocina y llevó la cena a su hermana.
Después llevó la de su hermano.
La habitación de Gerald estaba oscura, y Clytie tuvo que abrirse paso por la barricada habitual. El olor a whisky estaba en todas partes; incluso saltó una llamarada al encender la cerilla con la que encendió la lámpara de gas.
—Es de noche —dijo Clytie.
Gerald estaba acostado en la cama, mirándola. En la penumbra se parecía a su padre.
—Hay más café en la cocina —dijo Clytie.
—¿Me lo puedes traer? —le pidió Gerald. La miraba fijamente, con expresión de agotamiento y seriedad.
Clytie se agachó y lo sostuvo por la espalda. Gerald se tomó el café mientras su hermana seguía inclinada con los ojos cerrados, descansando.
Poco después Gerald la apartó, volvió a tumbarse en la cama y empezó a describir lo agradable que había sido tener casa propia en esa misma calle, una casa nueva, con todas las comodidades: estufa de gas, luz eléctrica… cuando estaba casado con Rosemary. Rosemary… ella había dejado su empleo en el pueblo vecino sólo para casarse con él. ¿Cómo podía haberlo abandonado en tan poco tiempo? No significaba nada que él la hubiera amenazado mil veces con pegarle un tiro, ni que le hubiera apuntado al pecho con la escopeta. Rosemary no lo había entendido. Sólo era que a él le entusiasmaba su propia satisfacción. Sólo había querido jugar con ella. En cierto modo, había querido demostrarle que la amaba más allá de la vida y de la muerte.
—Más allá de la vida y de la muerte —repitió, cerrando los ojos.
Clytie no contestó, a diferencia de lo que hacía siempre Octavia durante aquellas escenas, que terminaban invariablemente con el llanto de Gerald.
Al otro lado de la ventana cerrada, un sinsonte comenzó a cantar. Clytie apartó la cortina y pegó la oreja al cristal. Ya no llovía. El canto del pájaro atravesaba en gotas líquidas, los árboles negros y la noche.
—Vete al cuerno —dijo Gerald, con la cabeza debajo de la almohada.
Clytie recogió la bandeja y dejó a Gerald con la cara tapada. No le hacía falta mirarles las caras. Las caras de ellos eran las que se interponían.
Bajó deprisa a la cocina y empezó a comer su propia cena.
Las caras de ellos se interponían entre la suya y otra. Eran sus caras las que se habían inmiscuido hacía mucho tiempo para esconder una cara que la había mirado a ella. Y ahora era difícil recordar su aspecto, o el momento en que la había visto por primera vez. Debía haber ocurrido cuando era joven. Sí, en una especie de pérgola… acaso no se rió, se inclinó hacia adelante… y la visión de aquella cara… que se parecía un poco a todas las demás, a la del niño confiado, a la del viajero viejo e inocente, incluso a la del barbero codicioso y a la de Lethy y a las de los vendedores ambulantes que uno a uno llamaban a la puerta y se marchaban sin respuesta… y sin embargo era diferente, mucho más… aquella cara había estado muy próxima a la suya, casi familiar, casi accesible. Y entonces se había interpuesto la cara de Octavia. Otras veces era la cara apopléjica de su padre, o la de su hermano Gerald, o la de su hermano Henry, con el agujero de bala en la frente… La similitud con una visión era el móvil exclusivo que la llevaba a examinar las caras secretas, misteriosas, únicas, que encontraba en las calles de Farr’s Gin.
Pero siempre había una interrupción. Si alguien le dirigía la palabra, salía huyendo. Si veía que iba a toparse con alguien en la calle, había llegado incluso a esconderse detrás de un arbusto y taparse la cara con una ramita hasta que la persona en cuestión se hubiera ido. Si la llamaban por su nombre, primero se sonrojaba, luego palidecía y parecía, según el comentario de una de las señoras de la tienda, algo decepcionada.
Además, cada vez tenía más miedo. La gente se daba cuenta porque ya no se arreglaba. Durante años había tenido la costumbre de salir alguna vez con lo que se llamaba un “conjunto”, toda de verde militar, con un sombrero que se le ajustaba a la cabeza como una cubeta, un vestido de seda verde y hasta zapatos verdes puntiagudos. Llevaba puesto el conjunto todo el día, si el día era bonito, y a la mañana siguiente volvía al vestido gastado de siempre, con el sombrero viejo atado a la barbilla, como si el conjunto hubiera sido un sueño. Ya hacía mucho tiempo que Clytie no se vestía de manera llamativa.
De vez en cuando alguna vecina, ya fuera por ganas de parecer amable o por mera curiosidad, le pedía su opinión sobre algo, un punto de ganchillo, por ejemplo; en esas ocasiones, Clytie no huía, sino que ponía una sonrisa débil y tensa, y decía con voz de niña: “Es bonito.” Sin embargo, añadían siempre las señoras, nada que se acercara a la casa de los Farr era bonito por mucho tiempo.
—Es bonito —dijo Clytie cuando la vieja de al lado le enseñó el rosal nuevo que había plantado, todo en flor.
No había pasado ni una hora cuando Clytie salió de casa corriendo y gritando:
—¡Dice mi hermana Octavia que quite el rosal! ¡Dice mi hermana Octavia que quite el rosal y que lo aleje de nuestra valla! ¡Quítelo o la mato! Lléveselo.
Y del otro lado de la casa de los Farr vivía una familia con un niño pequeño que siempre jugaba en el patio. El gato de Octavia pasaba por debajo de la valla y el niño lo tomaba en sus brazos. Tenía una canción que siempre le cantaba al gato de los Farr. Entonces Clytie salía corriendo de la casa, ardiendo en cólera con el mensaje de Octavia.
—¡No hagas eso! ¡No hagas eso! —gritaba angustiada—. ¡Si vuelves a hacerlo te mato!
Luego volvía corriendo al huerto y empezaba a decir groserías.
Lo de las groserías era nuevo, y las decía en voz baja, como una cantante ensayando una canción por primera vez. Pero era algo que no podía evitar. Esas palabras que al principio la horrorizaban, ahora manaban en un torrente completo y suave de su garganta, que pronto quedaba con una extraña sensación de relajamiento y descanso. Decía groserías a solas, en la tranquilidad del huerto. Todo el mundo comentaba, con una especie de reprobación, que sólo estaba imitando a su hermana mayor, quien años atrás había tenido por costumbre salir al mismo huerto y decir las mismas groserías, sólo que con una voz de notable volumen y autoridad que se oía hasta la oficina de correos.
A veces, entre palabra y palabra, Clytie miraba hacia arriba para ver a Octavia que la observaba desde su ventana. Cuando por fin dejaba caer la cortina, Clytie se quedaba ahí sin habla.
Finalmente, con una mansedumbre hecha de miedo y agotamiento y amor, un amor abrumador, Clytie cruzaba la verja y salía al pueblo, caminando cada vez más rápido, hasta que sus largas piernas adquirían una velocidad grotesca. Se decía que no había nadie en todo el pueblo que fuera capaz de sostenerle el paso a la señorita Clytie.
También acostumbraba comer de prisa, sola en la cocina, como lo hacía en ese momento. Mordió salvajemente la carne ensartada en el pesado tenedor de plata y royó el hueso de pollo hasta dejarlo limpio y mondo.
A media escalera se acordó de la segunda taza de café de Gerald y volvió por ella. Después de bajar las demás bandejas y lavar los platos no se olvidó de revisar las puertas y ventanas para comprobar que todo estuviera perfectamente cerrado.
A la mañana siguiente, Clytie se mordió el labio y sonrió mientras preparaba el desayuno. Lejos, al otro lado de la ventanta abierta en secreto, un tren de carga cruzaba el puente a la luz del sol. Algunos negros que iban de pesca bajaban en fila por la carretera, y el chico de Tom Bate, que los acompañaba, se volvió y la miró a través de la ventana.
Había aparecido Gerald, vestido y con los anteojos puestos, para anunciar su intención de ir a la tienda. La vieja tienda de muebles de los Farr ya no tenía mucha actividad y la gente, claro está, no echaba de menos a Gerald cuando no iba. De hecho, difícilmente se daban cuenta de cuándo iba debido a aquellas botas enormes colgadas de un alambre que tapaban casi por completo el despacho estrecho como una jaula. A los que entraban los atendía una chica de preparatoria.
Gerald entró al comedor.
—¿Cómo estás, Clytie? —preguntó.
—Yo bien, Gerald. ¿Y tú?
—Voy a la tienda.
Tomó asiento con rigidez, y Clytie le puso los cubiertos.
Octavia gritó desde arriba:
—¿Dónde demonios está mi dedal? Me robaste el dedal, Clytie Farr, te lo llevaste. ¡Mi dedalito de plata!
—Ya empezamos —dijo Gerald con vehemencia. Clytie vio torcerse la línea de sus labios, finos y delgados, casi negros—. ¿Cómo puede un hombre vivir en una casa con mujeres? ¿Cómo?
Se levantó de un salto y rompió la servilleta exactamente por la mitad. Salió del comedor sin probar bocado de su desayuno. Clytie oyó que subía a su habitación.
—¡Mi dedal! —chilló Octavia.
Esperó un momento. Agachada con avidez, como una ardillita, Clytie comió una parte de su desayuno aún en la estufa, antes de subir al piso de arriba.
A las nueve llamó a la puerta el señor Bobo, el barbero.
Entró sin esperar porque nunca contestaban a sus llamadas, y avanzó por el recibidor como un pequeño general. Ahí estaba el viejo órgano que no se destapaba ni se tocaba nunca, salvo en los funerales, y a ésos no se invitaba a nadie. Siguió adelante, pasando por debajo del brazo de la estatua masculina, y subió por la escalera oscura. Ahí estaban, alineados en lo alto de la escalera, y todos lo miraban con repulsión. El señor Bobo estaba convencido de que todos estaban locos. Para colmo, Gerald había estado bebiendo, y eso que eran las nueve de la mañana.
El señor Bobo era bajo de estatura y siempre había estado orgulloso de ello, hasta que empezó a ir a aquella casa una vez por semana. No le gustaba mirar desde abajo los cuellos largos y blandos de los Farr, ni sus frías caras de asco talladas en altorrelieve. Podía imaginar lo que haría cualquiera de las hermanas ante un avance de su parte. (¡Como si fuera a intentarlo!) En cuanto llegó al piso de arriba, todos se marcharon y lo dejaron solo. Levantó la barbilla y se quedó parado con las piernas curvas muy separadas, mirando a su alrededor. El vestíbulo superior no tenía ningún mueble, ni siquiera una silla donde sentarse.
“O venden los muebles a altas horas de la noche —decía el señor Bobo a la gente de Farr’s Gin— o es que son tan tacaños que ni los usan.”
El señor Bobo estaba de pie esperando a que lo llamaran, pensando que ojalá no hubiera ido nunca a aquella casa a afeitar al viejo señor Farr. Pero lo había sorprendido tanto recibir una carta por correo. El papel era tan viejo y amarillento que al principio le había parecido un mensaje escrito hacía mil años y que se había quedado sin enviar. Lo firmaba “Octavia Farr”, y empezaba sin siquiera dirigirse a él con un “Estimado señor Bobo”. Lo que decía era: “Acuda a esta residencia cada viernes a las nueve de la mañana hasta nuevo aviso. Afeitará usted al señor James Farr.”
Se había propuesto ir una sola vez. Después, a cada visita, se marchaba decidido a no volver, especialmente porque no tenía la menor idea de si le pagarían algo. Claro que tenía su valor ser el único habitante de Farr’s Gin con permiso para entrar a la casa (a excepción del empleado de la funeraria, que había entrado cuando el joven Henry se pegó un tiro, pero que hasta la fecha no había dicho ni una palabra al respecto). Pero tampoco era fácil afeitar a un hombre tan enfermo como el señor Farr; era mucho más sencillo afeitar a un cadáver, o incluso a un peón borracho y agresivo. Imagínese que usted estuviera así, decía el señor Bobo, sin poder mover la cara, ni mantener en alto la barbilla, ni tensar la mandíbula, ni parpadear cuando se acerca la cuchilla. Lo malo del señor Farr era que su cara no ofrecía resistencia a la navaja. Su cara no aguantaba.
—No vuelvo más —concluía el señor Bobo cada vez que hablaba del tema con sus clientes—. Ni aunque me pagaran. Ya he visto lo suficiente.
Sin embargo, ahí estaba otra vez, esperando delante de la puerta del enfermo.
—Es la última vez —dijo—. Lo juro por Dios.
Y se preguntó por qué no se moría el viejo.
Justo entonces la señorita Clytie salió de la habitación. Ahí venía, con esa manera de andar tan rara que tenía, como de lado, y cuanto más se acercaba a él más lentos se hacían sus pasos.
—¿Ya? —preguntó el señor Bobo, nervioso.
Clytie miró su cara pequeña y dubitativa. ¡Cuánto miedo se agolpaba en los ojitos verdes del barbero! Su carita ávida, lastimosa… qué acongojada estaba, como la de un gatito perdido. ¿Qué era lo que necesitaba tan desesperadamente esta criatura pequeña y codiciosa?
Clytie llegó frente al barbero y se detuvo. En vez de decirle que podía entrar y afeitar a su padre, levantó la mano y le tocó un lado de la cara con una dulzura asombrosa.
Por un instante, se quedó mirándolo inquisitivamente. El barbero permaneció inmóvil como una estatua, como la estatua de Hermes.
Entonces soltaron los dos un grito de desesperación. El señor Bobo dio media vuelta y salió corriendo escaleras abajo, agitando la navaja en círculos, hasta que desapareció por la puerta principal; y Clytie, pálida como un fantasma, se dejó caer contra el barandal. El espantoso olor a esencia de laurel y tónico capilar, el raspón horrible y húmedo de una barba invisible, los ojos saltones, verdes y densos… ¡Dónde había puesto la mano! Casi no podía soportarla… la idea de aquella cara.
La estruendosa voz de Octavia atravesó la puerta cerrada de la habitación del enfermo.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡No le has traído el agua de lluvia a papá! ¿Dónde demonios está el agua de lluvia para afeitar a papá?
Clytie, obediente, bajó por la escalera.
Su hermano Gerald abrió de golpe la puerta de su habitación.
—¿Ahora qué pasa? ¡Esto es un manicomio! Alguien pasó corriendo al lado de mi habitación. Lo escuché. ¿Dónde esconden a sus hombres? ¿Tienen que traerlos a casa?
Azotó de nuevo la puerta, y Clytie lo oyó poner la barricada.
Clytie atravesó el recibidor y salió por la puerta trasera. Se detuvo al lado del viejo barril de lluvia y de pronto sintió que aquel objeto se había hecho su amigo, justo a tiempo, y sus brazos casi lo rodearon con gratitud impaciente. El barril de lluvia estaba lleno. Salía de él una fragancia oscura, densa y penetrante, como de hielo y flores y rocío nocturno.
Clytie se inclinó un poco y miró el agua, que se movía ligeramente. Le pareció ver una cara.
Por supuesto. Era la cara que había estado buscando, la cara de la que la habían separado. Como para dar una señal, el dedo índice de una de sus manos se levantó y tocó la oscura mejilla.
Clytie se agachó un poco más, como se había agachado para tocar la cara del barbero.
Era una cara temblorosa e inescrutable. Tenía las cejas muy juntas, como si sintiera dolor. Los ojos eran grandes, penetrantes, casi ávidos; la nariz, fea y descolorida, como después del llanto; la boca, vieja y cerrada a las palabras. A ambos lados de la cabeza caía el oscuro cabello de manera vergonzosa y salvaje. Todo en aquella cara asustaba a Clytie con sus huellas de espera, de sufrimiento.
Por segunda vez en la mañana, Clytie retrocedió, y cuando lo hizo, la otra persona retrocedió igualmente.
Demasiado tarde. Reconoció la cara. Se quedó ahí con el corazón oprimido, como si la visión borrosa y semirecordada finalmente la hubiera traicionado.
—¡Clytie! ¡Clytie! ¡El agua! ¡El agua! —se oyó la voz monumental de Octavia.
Clytie hizo lo único que se le ocurrió. Siguió doblando su cuerpo anguloso y clavó la cabeza en el barril, bajo el agua, a través de la brillante superficie y hasta la amable profundidad sin formas, y la dejó ahí.
Cuando la encontró la vieja Lethy, se había caído de cabeza en el barril, con sus pobres piernas de señora fina en posición vertical, enfundadas en sus medias negras, y separadas como pinzas.

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