Benjamin Péret - "Una vida llena de interés"

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Poeta francés. Fue el fiel compañero de Breton, con él participó en el dadaísmo y con él se fue de ese movimiento para fundar el surrealismo. Su obra traducida es escasa y difícil de encontrar en las librerías (éstas están tan llenas de libros que no queda espacio en ellas para la literatura).
Si no te gusta o no te interesa el surrealismo, no sigas leyendo.

Al salir de su casa muy temprano, como era habitual, la señora Lannor descubrió que sus cerezos -todavía repletos el día antes de bellos frutos rojos- habían sido reemplazados aquella noche por unas jirafas disecadas. ¡Una broma estúpida! ¿Por qué la señora Lannor pensó entonces en acusar a una pareja de enamorados que la víspera, a la caída de la tarde, había estado sentada al pie de uno de estos árboles? Para dejar allí algún recuerdo de su amor, habían grabado sobre la corteza sus iniciales enlazadas. Pero la señora Lannor les había visto hacerlo, y cogiendo un cochinillo se lo había arrojado a la pareja mientras gritaba:
- ¿Qué hacéis ahí, retoños de alcachofa? ¿Queréis una begonia acaso?
Para su asombro, los dos amantes resbalaron a lo largo del tronco del cerezo, como si los izase una polea. Cuando llegaron a la copa, echaron a volar igual que golondrinas, describiendo en vuelo planeado unos círculos que se iban expandiendo, hasta que fueron a caer en un estanque próximo. Rápidamente se formó un estruendo horrible, semejante al de tres mil trombones, saxofones, cornetines, clarines y tambores, tocando todos a la vez. La señora Lannor se quedó estupefacta -con razón-; pero no quiso que se le notara y dijo:
-Hace ya mucho tiempo que fabrico espejos de bolsillo.
Y había dejado de pensar en el incidente. Pero esta mañana, al ver a las jirafas disecadas en el lugar de los cerezos, no podía por menos que establecer alguna relación entre el suceso de la víspera y este otro de ahora.
Para tener la conciencia tranquila, decidió dirigirse al estanque en donde los amantes habían desaparecido. El estanque estaba vacío, y en el cieno del fondo -un cieno seco ya- pudo ver abatidos algunos cientos de cadáveres de titís, provistos cada uno de un cuerno de caza. En medio del estanque se alzaba un obelisco de más de treinta metros de alto, coronado en la punta por un sobrero de mosquetero. Al pie del monumento, cogidos de la mano, se encontraban los dos enamorados de la víspera. Con la cabeza inclinada hacia ella, él decía “¡Gertrude!” y ella, en la misma posición, respondía ¡François!”. Y esto una vez y otra.
Ante un espectáculo así, la señora Lannor no dudó ni un momento de que estaba en presencia de los culpables. Ya se regocijaba de haberlo adivinado tan rápido y tan bien. Y se regocijaba demasiado rápido incluso, pues uno de los titís se puso de pie y le gritó con el más puro acento provenzal:
- ¡Arroje la primera piedra!
Excelente idea. La señora Lannor cogió una piedra enorme y la lanzó en dirección a la pareja. Pero al llegar a un metro de la cabeza de François el impulso se detuvo en seco, y una chispa brotó entre la piedra y la cabeza mientras se oía un formidable estrépito de vidrios rotos. Apenas se apaciguó el ruido cuando de la base del obelisco salió un tropel de jovencitas desnudas que se agarraban de la mano, y que estaban ligadas las unas a las otras por un tallo de hiedra que rodeaba sus cuerpos, como las cuerdas de los alpinistas. Cantando juntas la Brabançonne, se pusieron a bailar alrededor del obelisco. Uno a uno se fueron levantando todos los monos para bailar con ellas, cantando algunos, y otros acompañando a los primeros con su cuerno de caza. La señora Lannor empezó a notarse ligera, ligera, y se puso a bailar con todo el mundo. Si esta pobre señora Lannor en vez de bailar hubiese mirado lo que estaba ocurriendo en la cúspide, habría muerto de terror.
El obelisco se había abierto como las hojas de un par de tijeras. Entre las dos hojas así separadas, se elevaba una fina columna de humo en donde estaban representados todos los colores del espectro. Por encima de la columna de humo planeaba una bicicleta, sobre la cual una pareja semejante a Gertrude y François hacía el amor. En el mismo momento en que el humo empezaba a formar espirales, la rueda delantera de la bicicleta se separó del artefacto y descendió despacio por uno de los lados del obelisco para posarse delicadamente en la cabeza de una jovencita. El efecto fue inmediato. De un solo golpe, todas las jovencitas se inflamaron y, en su lugar, se vio durante unos segundos una llamita azul de pocos centímetros de altura; luego las jovencitas fueron reemplazadas por unos cerezos que tenían una mitad florecida, mientras que la otra estaba cubierta de cerezas maduras.
La señora Lannor quedó tan conmovida que olvidó su edad; y tan turbada que olvidó la llegada inminente de su sobrino, que reemplazaba tan ventajosamente a un edredón.
-Mis cerezos –decía-. ¡De modo que eran ellos!
Después corrió hacia el obelisco, al pie del cual François y Gertrude seguían arrodillados y repetían sus nombres sin descanso. Ella iba a franquear la línea de cerezos que formaban un círculo alrededor del obelisco, cuando vio con asombro que dos de aquellos árboles entre los cuales se proponía pasar se juntaban y le cerraban el camino. Trató de rodearlos, pero cuando torcía a la derecha un cerezo se le situaba enfrente, y lo mismo ocurría con la izquierda. Quiso correr: los cerezos hicieron lo mismo. Ya no le quedaba sino echar a volar. Lo hizo. Los cerezos la imitaron, ay. Y este juego de persecución habría podido prolongarse mucho si de golpe la señora Lannor no hubiese tenido una idea:
-Voy a excavar un subterráneo que llegue al pie del obelisco.
Rápidamente se posó en el suelo, y a grandes zancadas, regresó a su casa para coger un pico y una pala. Un instante después ya había puesto manos a la obra. Los cerezos, para demostrarle que su ardor no les impresionaba, le dejaban caer cada minuto una cereza podrida en la cabeza. La señora Lannor echaba pestes y trabajaba con más rabia cada vez. Llegó el momento en que el hoyo era lo bastante profundo como para que ella desapareciese dentro. Satisfecha, quiso descansar un instante; y se tumbó sobre la hierba con el rostro vuelto hacia el cielo. Pero apenas se había tumbado, cuando observó una extraña nube que afectaba la forma de una salchicha, provista en cada extremo de un inmensa oreja que se agitaba lentamente como un abanico.
- ¡Ahí sigue todavía! –refunfuñó la señora Lannor.
Y se disponía a volver al trabajo, cuando vio que la salchicha se rajaba longitudinalmente y que algo escapaba de ahí: una cereza diez veces más grande que una calabaza, que fue a caer encima del obelisco y allí se quedó fija. La señora Lannor vio en ello un desafío y volvió a levantarse.
- ¡Ah, bandidos! ¡Ahora vamos a ver!
Agarró el pico, que blandía por encima de su cabeza, pero quedó inmóvil en esta misma posición. En el hoyo que había excavado, acababa de ver siete u ocho mandíbulas que se abrían y se cerraban regularmente. Pero hacía falta mucho más que eso para que la señora Lannor se asustase. Arrancó una zanahoria, se la echó a una de las mandíbulas, y esto hizo que de todas ellas surgiese un hilito de humo amarillo que expandía un repugnante olor a incienso. Todas las mandíbulas desaparecieron; y cuando el humo se hubo disipado, la señora Lannor vio, sentada en el fondo del hoyo, a una niñita que tenía un puerro entre sus piernas. El puerro crecía a ojos vista, y tan rápidamente, incluso, que la niña estaba confusa y su estómago -secundado enseguida por su corazón y por su fe- salieron de su cuerpo y se marcharon poco a poco, como a la fuerza, mientras que la niñita constataba que su espalda estaba cubierta de escamas.
-Sin embargo no soy una sirena –murmuró.
Cuando trató de retirar el puerro, cuál no sería su susto al descubrir que ahora formaba parte de su cuerpo. Tras largos y dolorosos esfuerzos, consiguió finalmente arrancarlo, pero bajo el puerro yacía un bulbo de lirio que no esperaba más que su momento para florecer. Apenas la flor se había abierto cuando la niñita empezó a sentir los dolores del parto; y vomitó un libro de oraciones que se abrió por sí mismo en la página de la invocación a Juana de Arco. La niñita vio en esto una orden del cielo, y sobre la marcha hizo el voto de tomar los hábitos. Se levantó y salió del hoyo sin volver a ocuparse de la señora Lannor, quien -por su parte- sentía los dolores del alumbramiento y echaba al mundo un ridículo carillón Luis XV, que no cesaba de dar la hora. Esta vez la señora Lannor no se sentía muy segura. Su inquietud dejó paso a una angustia desmesurada, cuando notó que unas manos invisibles le calzaban unas botas de pocero, que enseguida se llenaron de sudor. La señora Lannor sufrió un desmayo.
Cuando volvió en sí, oyó que el mar rompía muy cerca. Abrió los ojos, y se vio en una inmensa caja metálica, perforada con agujeritos por todos sus lados. Estaba en compañía de una multitud de sardinas que al sentarse ella se levantaron sobre su cola y, muy educadamente, le dieron la bienvenida; luego se fueron todas en una misma dirección, como aspiradas por una bomba gigantesca. La señora Lannor humedeció su dedo con un poco de saliva, y lo alzó por encima de su cabeza para buscar la dirección del viento.
-Este-nordeste –dijo un pez volador que se había acercado sin que ella lo notase.
Se sintió entonces en la obligación de desnudarse; pero no iba a quitarse más que las botas, pues apenas tomó esta decisión una columna vertebral humana bajó del techo, para hacerle reproches por su actitud y cubrirla de injurias. Consciente de su indignidad, la señora Lannor se calló. La columna vertebral se cubrió de fosforescencias rosas, y desapareció con el enorme ruido de un portazo.
La señora Lannor estaba desesperada al comprender que nunca más vería a sus cerezos; y ya iba a decidirse a volver a su casa -con la muerte en el alma- cuando fue presa de violentos dolores en los pies.
-Esto no es nada –le dijeron sus miembros-. Es solamente la primavera.
Los pies de la señora Lannor se cubrieron de hojas de cerezo, y pasados apenas unos segundos aparecieron flores. De cada una de ellas cayó una cerilla, que se inflamó enseguida al contacto del sol. Las flores se esfumaron, sustituidas por cerezas. Luego pasó una corriente de aire, cargada de vapores sulfurosos. Las cerezas se hicieron incoloras y el hueso apareció. El tiempo que se tarda en extender un brazo, y los huesos se hicieron arbustos. La señora Lannor vio un relámpago, seguido de inmediato por un espantoso fragor de tormenta. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba suspendida bocabajo del obelisco de la Plaza de la Concordia, y alrededor de su cabeza flotaban miles de cerezos que estallaban como pedos de lobo. La señora Lannor comprendió entonces que su última hora había llegado. Y murió como mueren los champiñones.

This entry was posted on 11 marzo 2010 at 18:23 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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