Sean O’Faolain - "Pecadores"

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Alias de John Francis Whelan. Cuentista, novelista, historiador y ensayista irlandés. La religión y la censura de la Iglesia irlandesa y la lucha por la independencia de Inglaterra, así como los problemas socioculturales del pueblo irlandés son temas recurrentes en su obra.


El canónigo entró en el confesionario echando apenas una ojeada a los dos penitentes que le esperaban. Desde adentro miró cansadamente, de un extremo a otro, a las filas de penitentes ubicados a cada lado de la cabina del padre Deeley, todos quietos como estatuas, apoyados contra la pared o inclinados hacia adelante para permitir que la luz de la única bombilla, colocada en lo alto del techo expuesto al viento, cayera sobre sus libros de oraciones. Deeley le daría a cada uno alrededor de diez minutos, y eso significaba que no absolvería al último hasta cerca de la medianoche. “Más problemas con el sacristán”, suspiró el canónigo. Cerró las cortinas y alzó su mano hacia el pasador de la rejilla.
Hizo una pausa. Rezó una plegaria para desterrar cualquier repentina intranquilidad. A menudo rezaba esa plegaria, una esperanza contra la ira. Había recordado que al otro lado de la rejilla se hallaba una pequeña sirvienta que él había echado de la cabina el sábado anterior por la noche, debido a que había pasado cinco años sin confesión, y no parecía mostrarse arrepentida en lo más mínimo de aquello. Alzó su mano, pero hizo de nuevo una pausa. Se agregaba a esa dificultad –porque no le ayudaba saber sigilosamente lo que no podía pretender saber– que la patrona de ella acababa de contarle en la sacristía que le faltaba un par de botas. “¿Por qué diablos, suspiró, la gente le revelaba tales cosas a él? ¿Quería saber él los pecados de sus penitentes? La confesión, ¿se la hacían a él o a Dios? ¿Era...?”. Avergonzado de su enfado bajó su mano y repitió la plegaria. Entonces corrió el pasador, hizo una bocina con la palma en su oreja para escuchar, y vio las manos de ella entrelazarse y soltarse, como si su coraje fuera un pajarito que trataba de escaparse de entre sus manos.
–Mi pobre niña –le dijo, siempre tan gentil, pretendiendo respetuosamente que no sabía nada acerca de ella–, dime, ¿cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión?
–Mucho tiempo, padre –susurró ella.
–¿Cuánto tiempo?–. Para animarla, agregó–: ¿Más de un año?
–Sí, padre.
–¿Cuánto tiempo? Dime, mi pobre niña, dime. ¿Dos años?
–Más, padre.
–¿Tres años?
–Más, padre.
–Bien, bien, debes decirme, lo sabes.
A pesar de sí mismo, su voz era un tanto malhumorada. El título de “padre” en lugar de “canónigo” le estaba molestando también. Ella notó el cambio en la voz, por lo cual dijo, apresuradamente:
–Eso es, padre.
–¿Eso es qué? –le pregunto el canónigo un tanto demasiado fuerte.
–Más de tres años, padre –respondió con rodeos.
Se preguntó si podía atreverse a dejar pasar el embuste; pero su conciencia no se lo permitió.
–Mi querida niña, ¿cuánto más de tres años?
–Son, padre, son...
El canónigo se anticipó a la mentira.
–Mi querida niña, ¿cuánto más de tres años? ¿Cuatro años? Y, ¿no te importaría llamarme canónigo?
Su respiración se hizo más fuerte.
–Son, padre; quiero decir, son más, canónigo, padre
–Bueno, ¿cuánto más? No puedo hacer tu confesión por ti, lo sabes.
–Son un poco más, padre.
–Pero, ¿cuánto más? –estalló el canónigo.
–Dos meses –mintió la sirvienta, y sus manos produjeron un revoloteo de blancura en la oscuridad.
El canónigo casi deseó poder quebrar el secreto de confesión y revelarle a ella que sabía exactamente quien era, y cuanto tiempo había estado ausente. Todo lo que se atrevió a decir fue:
–Sospecho que me estás diciendo una mentira.
–Oh, Dios, padre, es la pura y santa verdad.
–Pero –el canónigo dio un golpecito en el cojín– no sirve que me digas nada si no es verdad. Por la gracia de Dios, mi pobre niña –logró controlarse– ¿quizá son cinco años?
–Son cinco años –admitió la sirvienta, en una voz tan baja que él apenas pudo escucharla.
Suspiró con satisfacción. Alisó el pelo de su frente. Luego se inclinó más cerca para escuchar sus pecados, más y más cerca, hasta que su oreja quedó presionada contra el enrejado.
–Ahora –le advirtió– eso es un largo tiempo, mi niña. Pero, gracias a Dios tú has vuelto finalmente. Debes tratar con firmeza de recordar todos, todos tus pecados. Déjame ayudarte. ¡Mi pobre niñita! Empecemos por el primer mandamiento.
Pero cuando escuchó el temblor en su respiración, supo que había cometido un error. Ella vería una larga lista de mandamientos infringidos y apenas farfullaría sobre muchos de sus pecados para acortar el suplicio.
–Lo que quiero decir –prosiguió el canónigo, enojado por su propia estupidez– es que ésa es una manera de hacerlo. ¿Deseas hacer tu confesión de esa manera?
–Sí, padre.
–Muy bien.
–El primer mandamiento... –se detuvo confundida y él se dio cuenta que ella ni siquiera sabía de qué trataba ese mandamiento.
–¿Faltaste a misa los domingos? –le echó una mano, aunque sus rodillas estaban empezando a bailotear de pura impaciencia.
–Oh, nunca, nunca en toda mi vida.
–Bien. ¿Has dicho palabrotas alguna vez? ¿Has usado el nombre del Señor en vano?
–Jamás –dijo la niña, horrorizada ante la sola idea.
–¿Alguna vez desobedeciste a tus padres, les causaste dolor de cualquier manera, les respondiste?
–No tengo padres, padre. La señora Higgs, mi ama, me sacó del orfanato.
–¡Ah! Bien... er... ¿Mentiras? ¿Ira? ¿Has dicho mentiras o te has dejado llevar por la ira?
–Ya quisiera. Supongo que lo he hecho, padre. Supongo que he dicho alguna pequeña mentira de vez en cuando.
–¿Cuán a menudo en esos cinco años? ¿En promedio? Quiero decir, ¿es una debilidad que tienes? ¿Un hábito?
–Dios nos socorra, padre. No digo muchas. Solamente las digo cuando estoy asustada.
–Bueno. Aceptemos que dices mentiras ocasionalmente. Ahora el sexto mandamiento. ¿Has pecado alguna vez en pensamiento, palabra o hecho contra la santa pureza? El sexo opuesto, por ejemplo. ¿Te has comportado mal con hombres de alguna manera?
–¡Oh! –jadeó la sirvienta, y su voz se trabó.
–¿Robo? –la provocó el canónigo, esperando que ella dijera que había robado las botas de la señora Higgins.
–Nunca en mi vida, padre, he robado otra cosa que la punta de un alfiler. Excepto cuando era una niña una vez robé una manzana en la huerta de las monjas. Y entonces ellas me pillaron y me dieron una tunda. Y sacaron el último bocado de mi boca.
–¿Nunca has robado artículos de vestir? –amenazó el canónigo, quien de repente se dio cuenta que restaban sólo tres mandamientos poco probables–. ¿Ropas? ¿Sombreros? ¿Guantes? ¿Zapatos?
–Nunca, padre.
Hubo una larga pausa.
–¿Botas? –susurró el canónigo.
De repente la niña empezó a sollozar violentamente.
–Padre –lloró–. La señora Higgins ha estado diciendo mentiras acerca de mí. Odio a esa vieja antipática. Yo... Yo... Yo la odio. Sí. Ella está siempre fisgoneando y escarbando y empujándome. Ella me sacó de las monjas hace cinco años y nunca me dio ni un minuto de descanso. Me pone nombres viles. Me dice que no puedo ser buena ni sana por venir de un orfanato. Está criticándome del alba al ocaso. Es una bruja.
–¡Hija mía! ¡Hija mía!
–Yo tomé las botas. Yo las tomé. Pero no las robé. De seguro no llevo una bota en mi pie y ella tiene de eso en abundancia y de sobra. Iba a devolverlas.
–Hija mía, tomarlas es lo mismo que robarlas.
–¿Para qué las quiere? Pero ella es así de mezquina. Su propia hija huyó de ella hace dos años y se casó con un inglés que es medio masón. La pobre chica me contó de su propia boca, sólo la semana pasada, como está medio muerta de hambre por ese marido suyo y que no tienen dinero ni para tener una familia. Pero, ¿cree usted que su madre le daría un penique?
La niña continuó sollozando. El canónigo refunfuñó y se enderezó para aliviar su pecho. Podía oír al viento silbando arriba en el techo y podía ver la larga cola a cada lado de la cabina del padre Deeley, todos quietos como estatuas en la penumbra del pasillo. Viéndolos, volvió a refunfuñar, diciendo para sí: “¿Para qué sirve todo eso? Todos se están engañando a sí mismos. Todos piensan que cada cual es pecador, excepto ellos mismos. O, si dicen que son pecadores, y lo sienten... sólo les dura mientras están en el templo. Entonces se van y se llenan de envidia y orgullo, y no muestran ninguna caridad”. Se inclinó de de vuelta.
–¡Hija mía! ¡Hija mía! ¡Hija mía! Por cinco años has permanecido apartada de Dios. Si hubieras muerto, hubieras muerto con ese pecado mortal en tu alma y te habrías ido al infierno por toda la eternidad. Es ley de la Iglesia y ley de Dios, que tú debes, tú debes confesarte al menos una vez al año. ¿Por qué permaneciste alejada? Mira el modo en que tu mente está deformada, ni siquiera puedes reconocer un pecado cuando lo cometes. ¿Hay algún pecado que no me hayas contado y que estés avergonzada de contármelo?
–No, padre.
–¿No es cierto que tu buena ama te envió a confesión al menos cada mes durante esos cinco años?
–Me envió cada semana. Pero fue siempre el sábado por la noche. Y un sábado no fui porque quería comprar una blusa antes que las tiendas cerraran. Fue seis meses antes de que lo supiera y tenía miedo de ir. En todo caso, ¿qué tengo que contar de seguro?
El canónigo agitó sus manos débilmente y con gran sarcasmo dijo:
–¿Nunca has cometido un pecado?
–Supongo que dije alguna mentira, padre. Y también hay esa manzana en la huerta de las monjas.
El cura se volvió furiosamente hacia ella, determinado a arrancarle la verdad. Desde su compartimento escuchó a Lady Nolan-White, su segunda penitente, toser con impaciencia.
–Mi querida niña, simplemente tú debes haber cometido pecados durante esos cinco años. Sé honesta contigo misma. ¡No empieces de nuevo! ¡Mira! Toma el pecado más común de todos. ¿Has tenido relación, alguna vez, con lo que vulgarmente llamaríamos un... er... llamaríamos un muchacho?
–La he tenido, una vez, padre.
–Bien, ahora–. Se restregó la frente como un hombre con gran calor y se estiró hacia ella como si estuviera luchando con su demonio.
–Tú estuviste, cómo lo decimos... er... saliendo con él?
–Sí –jadeó la niña–. En el callejón.
–Bien, ¿qué vamos a decir? Tuvo lugar, qué dices tú, ¿hubo, er, hubo alguna intimidad con él?
–No sé, padre.
–¿Sabes lo que es ser inmodesta, no? –gritó el canónigo.
Acezaba, su respiración entrando y saliendo. No dijo nada. Lo miraba fijamente.
–Mi pobre, pobre niña. Pareces tener una reducida experiencia del mundo. Pero debemos llegar a la verdad. ¿Fue él, fuiste tú, o fue cualquiera de vosotros, más allá de los límites del decoro?
–No sé, padre.
El canónigo expulsó el resuello ruidosamente. Estaba agotándose, pero no iba a rendirse. Se atusó el cabello en el sentido incorrecto, lo que le dio un aire de loco. Se sacó las gafas y las limpió.
–Tú entiendes inglés corriente, ¿no? Ahora, dime, dile a Dios Todopoderoso la verdad del asunto. ¿Le permitiste alguna vez tomarse libertades contigo?
–Si, padre. Quiero decir, no padre. Estábamos en el callejón. No, padre. No hicimos nada. No demasiado, quiero decir.
–Cinco años –refunfuñó el canónigo y golpeó duramente su muslo con el puño–. Y nada que contar. ¡Qué laya de cristianos...!
Decidió hacer un último esfuerzo, sólo un esfuerzo más.
–¿Tocó alguna vez tu cuerpo? –le preguntó sin rodeos.
–No padre. Bueno, quiero decir... no, padre.
Viendo que ella iba a empezar a lloriquear de nuevo, levantó sus manos.
–De acuerdo, niña –dijo gentilmente. Di tu acto de contrición y te voy a dar la absolución.
–Padre –susurró ella, sus ojos se veían oscuros a través de la rejilla–, una vez estuve en la cama con él.
El canónigo la miró. Se echó hacia atrás. Se alejó y miró desde la distancia a la cara entrecruzada detrás de la rejilla. Luego empezó a sonreír, su boca expandiéndose lentamente en un amplio halo de alivio.
–Hija mía –susurró–, ¿te han dicho alguna vez que eres un poco deficiente de la cabeza? Quiero decir, tú no eras muy lista en la escuela, ¿no?
–Era siempre la primera de la clase, padre. La madre Mary Gonzaga quería que yo fuera profesora.
–Y –gruñó el canónigo, ahora profundamente exasperado, sus rodillas balanceándose arriba abajo sobre las plantas de los pies como un hombre sumido en la agonía de un dolor de muelas–, ¿tú te arrodillas allí y me dices que crees que no hay pecado en irse a la cama con un hombre? ¿Con quién? –añadió en tono de indiferencia–, ¿era acaso tu marido?
–Quise decir que no hubo maldad –palpitó– y no es lo que usted tiene en mente, ya que no hicimos nada, y si no hubiera sido por los truenos y los relámpagos que me aterraban, no lo habría hecho en absoluto. La señora Higgins había bajado a Crosshaven con la señora Kinwall, su hija, y yo estaba sola en la casa, y estaba asustada de la oscuridad y los truenos, de modo que Mikey dijo que se quedaría conmigo, así que se quedó, y entonces se hizo tarde y yo estaba asustada de permanecer sola en mi cama, así él dijo yo te voy a cuidar, y entonces yo le dije, de acuerdo, Mikey, pero nada de eso, y él dijo, de acuerdo Madgie, nada de eso, y no hubo nada de eso, padre.
Ella miró fijamente al canónigo, quien estaba resoplando, bufando y sacudiendo su cabeza como si el mundo entero se hubiera vuelto repentinamente loco.
–No hubo maldad, padre –gimió ella, viendo que él no le creía.
–¿Una vez? –preguntó secamente el canónigo– ¿Lo hiciste sólo una vez?
–Sí, padre.
–¿Estás arrepentida? –le preguntó brevemente.
–Si es que fue un pecado. ¿Lo fue, padre?
–Lo fue –rugió él–. A la gente no se le permite hacer este tipo de cosas. Fue una seria ocasión de pecado. Cualquier cosa pudo haber ocurrido. ¿Estás arrepentida? –y se preguntó si no debía echarla de la cabina nuevamente.
–Estoy arrepentida, padre.
–Dime un pecado del pasado.
–La manzana en el huerto, padre.
–Di un acto de contrición.
Ella lo repitió rápidamente, mirándolo fijo todo el tiempo. Había gotas de transpiración en su labio superior.
–Reza tres rosarios como penitencia.
Corrió el pasador de la rejilla de un golpe y se hundió atrás, rendido. Por la fuerza del hábito levantó el pasador del lado opuesto y al instante sintió un dulce perfume de jazmín, pero cuando Lady Nolan-White se hallaba en medio de su confesión, él agitó sus manos en el aire como un loco y dijo precipitadamente:
–Excúseme por un momento... No puedo... Todo es absurdo... Es imposible...
Y bajó el pasador sobre la atónita, hermosa y maquillada cara. Se colocó el birrete, agachó la nariz y se largo al pasillo. Separó las cortinas encima de Lady Nolan-White y le dijo:
–Es completamente imposible... Usted no lo entiende... ¡Buenas noches!
Se abalanzó por el oscuro pasillo, y cuando se topó con dos granujillas chismeando en un rincón, golpeó sus pequeños cráneos el uno contra el otro. Al instante se sintió disgustado consigo mismo al ver que ellos se protegían de él con miedo. Siguió de largo, la mano bajo la cola de su sobrepelliz que bailaba de arriba abajo. Cuando vio a dos mujeres cerca del gran Calvario frotando saliva en los pies de Magdalena y luego frotándola contra sus ojos o gargantas, gruñó: “!Qué cosa! ¡Qué cosa!”, y se largó a zancadas hacia la cabina del padre Deeley. Allí contó las cabezas: catorce penitentes de un lado y doce del otro, miró su reloj de oro y vio que eran las ocho y cuarto.
Volvió a zancadas al compartimiento central y corrió las cortinas hacia un lado. Desde la penumbra, la cara cálida y angelical del joven cura lo miró, un sonrosado santo italiano. Lentamente el fulgor de elevación espiritual se extinguió de su cara mientras, con un murmullo insistente, el canónigo le decía entre dientes:
–Padre Deeley, no va a funcionar. Le aseguro que es completamente imposible. Son las ocho y media, y hay aún veintiséis personas a quienes escuchar confesión. Lo están engañando. Quieren parlotear. Soy un hombre viejo y los entiendo. Piense en el sacristán. ¡En la luz eléctrica también! Y en el gas, consumiéndose hasta medianoche. La organización de la iglesia...
Todo el tiempo estuvo desplegando y relajando la cortesía mecánica de su gentil sonrisa, y hablando con su voz más educada. Pero en la cara de Deeley crecían la molestia y el disgusto, y al verlo, el canónigo gruñó en su fuero interno. Recordó a un vicario que había tenido que tocaba el órgano todos los días durante horas y horas, hasta que los feligreses reclamaron que no podían rezar con el ruido que hacía; el canónigo se acordó de cómo había subido al estrado para pedirle que parara, y como durante medio minuto su cara se había vuelto la de un hombre cruel y amargado.
–Está bien, padre Deeley –dijo apresuradamente, anticipándose a las protestas–, usted es joven, lo sé. Usted es aún joven...
–No soy joven –siseó Deeley furiosamente–. Conozco mis deberes. Es una problema de conciencia. Puedo sentarme en la oscuridad si usted es tan mezquino que...
–Está bien, está bien, está bien –agitó las manos el canónigo, sonriendo furiosamente–. Todos somos viejos hoy en día. La experiencia no cuenta para nada.
–Canónigo –dijo Deeley intensamente, poniendo ambos puños sobre su pecho–, cuando estaba en el seminario acostumbraba decirme a mí mismo, “Deeley”, me decía a mí mismo, “cuando eres un sacerdote”...
–Oh –suplicó el canónigo, esbozando una sonrisa en su cara–, por favor, ¡le suplico que no me cuente la historia de su vida!
Con lo cual se dio la vuelta, la cabeza en el aire, encendiendo y apagando la luz eléctrica de su sonrisa a esos penitentes que no conocía y que nunca había visto antes en su vida. Se encontró a sí mismo frente al altar principal. Vio ante él al sacristán, de pie sobre una escalera de mano, arreglando las flores para la mañana, y pensó que estaría bien disculparse con él por el retraso de Deeley. Pero el sacristán se mantenía haciendo girar un florero una y otra vez, y al final se dio cuenta que el hombrecillo ya se hallaba enfadado con él y estaba deliberadamente demorándose allá arriba y no iba a bajar hasta que él se hubiera ido.
Se fue suspirando. Después de escribir unas cuantas cartas se percató que su estómago había cesado de pertenecerle y que haría lo que se le antojara hasta la mañana, como un sabueso escapado de su perrera. Cansadamente tomó su sombrero y bastón, y decidió dar una larga caminata para calmar sus nervios.
Era una noche delicada con una luz lunar indecisa, confortablemente húmeda, y lo serenó el punto de ver a la ciudad allá abajo y ver los techos tan blancos como si hubiera escarcha en ellos. Más calmado, retornó a su hogar. El río se veía como leche. Las calles se encontraban dormidas. Canturreó para sí en voz baja y se sintió en paz con toda la humanidad. Los relojes de la ciudad repicaron una tras otro con buen humor, lentamente y con ecos argénteos y cantarinos. Entonces escuchó una voz de mujer hablando desde lo alto de una ventana de una casa revestida con cemento, y vio que era la casa de la señora Higgins. Llevaba un camisón de dormir blanco.
–¡Qué magnífica historia! –gritó hacia el pavimento–. ¡Ja! Una historia de lo más arrogante. Espera a que vea al canónigo. ¡En confesión, claro! ¡Espera a que vea a las monjas! ¡Oh, tú, mujerzuela! ¡Tú, pobre pecadora desgraciada!
Vio a la pequeña figura infantil encogiéndose de miedo abajo en la puerta de entrada.
–Señora Higgins –lloriqueó–. Es la pura y santa verdad. El canónigo me expulsó otra vez. Le dije todo tipo de mentiras. Tuve que ir donde el padre Deeley. Me tuvo media hora. Oh, señora Higgins –lloriqueó la niña–, es la pura y santa verdad.
–¡Ajá! –vociferó el camisón–. Pero tú te crees niña buena. Espera hasta que le cuente a...
El canónigo sintió de nuevo al sabueso de su estómago saltar desde su perrera. Sus entrañas subieron como un fluido hasta su cuello. Se marchó, resoplando y jadeando.
–¡Oh, Dios mío! –gimió–. Ten piedad de mí. ¡Oh, Dios mío! ¡Ten piedad de mí!
Se volvió hacia la oscura casa parroquial, hundida entre los oscurísimos callejones.

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