Djuna Barnes - "El bosque de la noche"

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A principios de 1880, pese a tener fundadas dudas acerca de la conveniencia de perpetuar esa raza que posee la aprobación del Señor y la reprobación de los hombres, Hedvig Volkbein —vienesa de gran vigor y belleza militar, en un lecho con dosel de intenso y espectacular carmesí, con las alas bifurcadas de la casa de Habsburgo estampadas en la cenefa y edredón de plumas con el escudo de los Volkbein fastuosamente bordado en oro viejo— dio a luz, a los cuarenta y cinco años, a su único hijo, siete días después del anunciado por su médico para el parto.
Volviéndose y contemplando su campo visual, que vibraba con la trepidación de un batir de cascos de caballos en la calle, la mujer, con la prosopopeya del general que saluda a la bandera, le puso el nombre de Félix, parió y murió. El padre había sucumbido a unas fiebres seis meses antes. Guido Volkbein, judío de ascendencia italiana, gourmet y dandy, que nunca se presentaba en público sin la pelusilla de la cinta de una desconocida condecoración en el ojal de la solapa, era un hombre bajo, fornido, de altiva timidez, con un abdomen levemente protuberante en curva ascendente que hacía destacar los botones del chaleco y el pantalón, marcando el centro exacto de su persona con la línea obstétrica que ofrecen las frutas, inevitable secuela de las copiosas dosis de borgoña, nata y cerveza.
Guido había hecho del otoño su estación por ser ésta para él época de nostalgia y horror, en la que le asaltaban recuerdos raciales. Y se le veía pasear por el Prater llevando en el puño, bien visible, el delicado pañuelo de lino amarillo y negro que clamaba contra el decreto de 1468 dictado por un tal Pietro Barba, por el que se exigía que los de la raza de Guido corrieran en el Corso, con una cuerda al cuello, para diversión del populacho cristiano, mientras las damas nobles, sentadas en posaderas excesivamente delicadas para el reposo, se ponían en pie y, con los cardenales y los monsignori de roja sotana, aplaudían con ese abandono frío e histérico a la vez de un pueblo que es a un tiempo injusto y feliz; el mismo Papa soltaba su asidero del cielo, estremecido con la risa del hombre que renuncia a sus ángeles para recobrar a la bestia. Este recuerdo y el pañuelo que lo simbolizaba habían exacerbado en Guido la conciencia de lo que supone ser judío (al igual que ciertas flores que, estimuladas a la apoteosis de un éxtasis de floración, no bien alcanzan su variedad específica, empiezan a degenerar). Y él, sofocado, imprudente y condenado, con los párpados temblorosos sobre sus ojos saltones, compartía, lívido, un sufrimiento que, al cabo de cuatro siglos, hacía de él una víctima, y sentía en la garganta el grito que antaño recorriera la Piazza Montanara, «Roba vecchia!» —la degradación por la que su pueblo había sobrevivido.
(...)

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