Wolfgang Goethe - "Fausto"

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Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume mi corazón. Claro está que soy más sabio que todos esos necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas, ni temo al infierno ni al demonio. Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con sentido ni me jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo. Tampoco tengo bienes ni dinero, ni honor, ni distinciones ante el mundo. Ni siquiera un perro querría seguir viviendo en estas circunstancias. Por eso me he entregado a la magia: para ver si por la fuerza y la palabra del espíritu me son revelados ciertos misterios; para no tener que decir con agrio sudor lo que no sé; para conseguir reconocerlo que el mundo contiene en su interior; para contemplar toda fuerza creativa y todo germen y no volver a crear confusión con las palabras.
Oh, reflejo de la luna llena, por la que tantas veces velé sentado ante este pupitre hasta que aparecías, melancólico amigo, sobre los libros y los papeles, si iluminaras por úl­tima vez mi pena; ¡ay!, si pudiera andar por las cumbres de los montes bajo tu amada claridad; flotar en las grutas acompañado de espíritus; vagar en tu penumbra por los prados y, habiéndose disipado todas las brumas del saber, bañarme, robusto, en tu rocío. ¡Ah!, ¿pero seguiré preso en esta cárcel?, agujero maldito y húmedo, hecho en un muro a través del cual incluso la querida luz del cielo en­tra turbia al pasar por las vidrieras. Encerrado detrás de un montón de libros roídos por los gusanos y cubiertos de polvo, que llegan hasta las altas bóvedas y están envuel­tos en papel ahumado. Cercado por cofres y retortas, ahe­rrojado por instrumentos y trastos de los antepasados. Este es tu mundo, ¡vaya un mundo!
¿Y aún te preguntas por qué tu corazón se para, teme­roso, en el pecho? ¿Por qué un dolor inexplicable inhibe tus impulsos vitales? En lugar de la naturaleza viva, en medio de la que Dios puso al hombre, lo que te rodea son osamentas de animales y esqueletos humanos humeantes y mohosos.
¡Huye!, sal fuera, a la amplia llanura. ¿No te será sufi­ciente compañía ese libro misterioso, autógrafo de Nos­tradamus? Con su ayuda reconocerás el curso de las estrellas y, cuando la naturaleza te haya instruido, aumen­tará en ti la fuerza del alma, como si un espíritu le hablara a otro. En vano tratarás de explicar los sagrados signos mediante la ayuda de la árida reflexión; ¡volad, oh espíri­tus, junto a mí y decidme si me oís! ¡Ah!, qué deleite corre de súbito, al mirarlo, todos mis sentidos. Siento cómo la joven y santa felicidad vital me fluye por músculos y las venas con renovado ardor. ¿Fue acaso un Dios el que escribió estos signos que calman el furor de mi interior, llenan mi pobre corazón de gozo y, con un impulso secreto, me desvelan las fuerzas naturales? ¿Soy acaso, un dios? Todo se llena de claridad. En estos trazos puros se evidencia ante mi espíritu la activa naturaleza. Ahora sí que entiendo lo que dice el sabio: «No está cerrado el mundo espiritual; son tus sentidos los que están cerrados, es tu corazón el que está muerto; discípulo, levanta, y baña infatigablemente tu pecho terrenal en la aurora».
¡Cómo se entreteje el conjunto de las cosas en el Todo y cómo lo uno repercute y vive en lo otro! ¡Cómo las fuerzas celestiales suben y bajan y se siguen los áureos cangilones! ¡Con un vaivén que huele a bendición, bajan desde el cielo a recorrer la tierra y hacen que resuene en armonía el universo!
¡Qué espectáculo!; pero, ay, ¡es sólo un espectáculo! ¿Dónde te comprenderé, naturaleza infinita? ¿Dónde estáis, pechos, fuentes de la vida de las que penden el cielo y la tierra y adonde el corazón marchito acude? Vosotros manáis en torrentes y alimentáis el mundo; ¿languidezco yo en vano?
¡Qué diferente es el efecto de este signo sobre mí! Tú, Espíritu de la Tierra, me resultas más cercano. Siento que mis fuerzas aumentan, ardo como si hubiera bebido un vino nuevo; siento valor para aventurarme por el mundo, para afrontar el dolor y la fortuna que me reporte la tierra, para adentrarme en la tempestad y no temer el crujido de la nave al zozobrar. Las nubes se amontonan sobre mí, la luna oculta su luz, la lámpara se extingue, el ambiente está húmedo. Unos rayos rojos se concentran sobre mi cabeza, un estremecimiento va descendiendo desde la bóveda y se hace dueño de mí. Siento que flotas sobre mí, espíritu an­helado, ¡revélate! Ah, ¡cómo se desgarra mi corazón! Mis sentidos se abren a nuevos sentimientos. Mi corazón está plenamente entregado a ti. ¡Revélate!, aunque me cueste la vida.

This entry was posted on 11 diciembre 2008 at 20:19 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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