Mercedes Abad - "Sevicio de caballeros"

Posted by La mujer Quijote in ,



Novelista, cuentista y dramaturga barcelonesa.
Este cuento pertenece al volumen "Amigos y fantasmas" de 2004.




Cójase una tercera parte de dry martini y dos terceras partes de azar; añádase a esta mezcla unas gotitas de orina: quien se beba el cóctel resultante se estará untando el gaznate con todo lo que contribuyó a cambiar la vida del señor G.
El señor G. era un tipo insignificante, uno de esos entes irrelevantes en quienes nadie repara. Su tendencia a pasar inadvertido era a menudo causa de amarga mortificación, pero aquel día, mientras se escabullía por el enorme e impresionante vestíbulo como un gorrión asustado, el señor G. estuvo a punto de felicitarse por la insignificancia que lo hacía invisible, convirtiéndolo en la mera sombra de una entidad humana, apenas un esbozo que no llegaba a materializarse en las retinas de sus congéneres, habituadas a registrar entidades de mayor enjundia, y que, por lo tanto, lo ponía fuera del alcance de la mirada de los conserjes, que, de haber reparado en su furtiva figura, sin duda se habrían precipitado a recordarle con aspereza que las instalaciones sanitarias del hotel están reservadas para el uso exclusivo de su selecta clientela. Aunque, en rigor, tenía tanto derecho como cualquier otro a utilizar el servicio de caballeros de aquel imponente hotel de cinco estrellas, ya que había consumido un par de dry martinis en el bar. Por supuesto, G. jamás habría entrado solo en un lugar así. Y, a decir verdad, tampoco el dry martini estaba en sus costumbres; ninguna bebida alcohólica lo estaba. Pero, cuando el importante cliente que había insistido en entrar en el bar del hotel pidió un dry martini, G. no tuvo el valor de tomarse un refresco, por más que eso fuera lo que realmente le apetecía.
El gorrión asustado suspiró con profundo alivio al llegar sin percances al servicio de caballeros. Contento de hallarse solo (todavía no había logrado superar el embarazo que lo embargaba al sacarse la pilila en presencia de otros hombres), meó los dry martinis con placer intensificado por el aura de clandestinidad y transgresión que rodeaba su aventura. Ya estaba sacudiéndose las últimas gotitas e infundiéndose valor para volver a cruzar el fastuoso vestíbulo sembrado de peligros en forma de conserjes celosos de su deber cuando oyó un ruido a sus espaldas.
El señor G. se giró de forma instintiva mientras se guardaba la pilila. Cuál no sería su asombro al ver que el hombre que acababa de entrar era el ministro del Interior, quien, presa de una viva e incontenible agitación, se acercó a él y lo agarró con ademán perentorio y desesperado por los hombros.
—Escúcheme bien —dijo el ministro, con la voz ahogada por la emoción—; me queda muy poco tiempo, van a matarme. Usted es seguramente el último hombre que me verá vivo.
—Se equivoca —apuntó G. con aplastante lógica—; el último que lo verá vivo será su asesino.
—No me interrumpa, no hay tiempo —dijo el ministro con una mueca de profundo fastidio—. Tengo que confiarle un secreto que hará crujir y tambalear los cimientos del Estado. Sé que van a matarme, pero usted se encargará de que el secreto mejor guardado hasta ahora vea la luz pública.
Tras estas palabras, el ministro le reveló a G. una odiosa trama criminal que involucraba a varios miembros del gobierno y al presidente, al tiempo que indicaba dónde y cómo podían hallarse las pruebas irrefutables para inculparlos. Lo repitió todo dos veces y luego interrogó a G. para asegurarse de que éste recordaba todos los detalles con exactitud. Volvió a rogarle a G. que difundiera la información y lo exhortó a que abandonara rápidamente el lugar si no quería complicarse la vida.
Apenas tres horas más tarde, G. escuchaba por la radio la noticia del asesinato del ministro del Interior, cuyo cadáver había sido encontrado en los lavabos de un conocido hotel de cinco estrellas. Por primera vez en su vida, pensó que le apetecía un dry martini. O tal vez dos.
Permítaseme insistir en el hecho de que G. era un pobre diablo, un tipo desprovisto de rasgos que no fueran anodinos. Sus opiniones rara vez eran tenidas en cuenta, no porque fueran más mediocres o estúpidas que las de la mayoría, sino porque su físico y su actitud proclamaban tan a las claras su insignificancia y su incapacidad para resultar sorprendente o pintoresco por algún concepto que incluso a las personas de buena voluntad se les hacía difícil prestarle atención. Por lo general, la gente aprovechaba los momentos en los que G. expresaba alguna idea o relataba una anécdota para pensar en sus propios asuntos, ir al retrete, ajustarse el nudo de la corbata o retocarse el maquillaje. Y, de hecho, el mismo G. estaba hasta tal punto imbuido de la clara noción de su escasa relevancia que encajaba sin la menor queja esas minúsculas pero continuas afrentas. Nadie lo había hecho sentir importante o valioso. Su propia mujer, que se convirtió en su novia tras ser abandonada por el hombre a quien realmente quería, puso un notable empeño en darle a entender que si se casaba con él era porque temía no poder hacerlo con ningún otro.
Pero, sobre todo, nadie le había confiado jamás secreto alguno. Ni siquiera cuando era pequeño y en el colegio los niños traficaban con pequeños secretos para conseguir la amistad de algún otro niño o para hacerse un lugar en alguna pandilla le había confiado alguien algo remotamente equiparable a un secreto. Si hubiera sido invisible, sus compañeros de clase no lo habrían ignorado más de lo que lo hicieron.
Podría hacerse aquí una descripción pormenorizada de la conmoción que sacudió a G. al enterarse del asesinato del ministro del Interior. No obstante, para dar cuenta de sus sentimientos baste con decir que fueron análogos a los que tendría una cucaracha al descubrirse repentinamente convertida en un hombre en cuyas manos se hallara el destino de todo un país.
El primer impulso de G. fue contar de inmediato lo que sabía a su círculo más íntimo. Pero enseguida calculó que el golpe de efecto sería mucho más radical si primero se ponía en contacto con los medios, con lo que sus allegados se enterarían del asunto y del papel que G. había desempeñado en él a través de la prensa, la radio y la televisión. Tampoco fue ajena a su decisión la sospecha según la cual su círculo de conocidos no le concedería a su relato crédito alguno (en el supuesto de que alguien se dignara escucharlo) a menos que viniera refrendado por una autoridad externa a él.
De pronto, tenía una aguda conciencia de sus terminaciones nerviosas. Habitualmente sensato y morigerado hasta la náusea, su cuerpo era ahora un díscolo manojo de moléculas alborotadas. Por primera vez en su vida bullía de ideas disparatadas, como si el alma de un alegre chiflado se hubiera apoderado de él. Había algo tan vivificante en esa sobreexcitación nerviosa, relacionada de alguna forma con una sensación de poder hasta entonces desconocida, que G. decidió posponer hasta la mañana siguiente su entrevista con los medios.
Esa misma noche, mientras su mujer le servía la sopa con la misma desgana indiferente de todos los días, G. sintió crecer en él una especie de vértigo embriagador y unas ganas locas de echarse a reír. En lugar de eso, se atrevió a hacerle a su mujer un comentario burlón acerca del nuevo peinado que le habían hecho en la peluquería. Su mujer, asombrada, no encontró nada que replicar. Pero tal vez no fue ese comentario sino la nueva actitud que se estaba fraguando en G. lo que la indujo a ponerle el abrigo a su marido, en lugar de rezongar como era habitual en ella, cuando él le anunció que se iba a pasar el resto de la velada en el club.
También en el club, los conocidos con quienes jugaba regularmente al mus (no había nadie a quien en puridad G. pudiera considerar su amigo) parecieron advertir el cambio de actitud que se estaba operando en él y, en consecuencia, le prestaron más atención que de costumbre.
Con todo, más que traducirse en hechos concretos, ese cambio se advertía en una textura, un tono, cierta audacia y cierto aplomo en su forma de enfrentarse al mundo, la disposición anímica del hombre que sabe más de lo que dice, del hombre que sabe algo que los demás ignoran y que, sabiéndose dueño de ocultarlo o de revelarlo, adquiere paulatinamente la noción de su propia importancia. Y, como quien se siente importante no puede evitar comunicarle esta sensación a su entorno mediante un código muy preciso de señales (de la misma forma que alguien íntimamente convencido de su insignificancia no puede evitar comunicarle al mundo su nimiedad), G. empezó a emitir destellos de su importancia sin haber revelado aún la fuente de este don tan preciado. El ex gorrión asustado empezaba a darse cuenta de que estar en su pellejo podía resultar interesante.
Tanto es así que, cuando a la mañana siguiente se disponía a revelar su secreto a los medios, una sospecha incómoda lo hizo estremecerse. En cuanto contara lo que sabía no cabía la menor duda de que los medios lo convertirían en una especie 
de héroe nacional. Durante un tiempo, su estrella brillaría con deslumbrante intensidad en lo alto del firmamento. Gozaría de las mieles de la fama; sería el invitado predilecto de todas las tertulias radiofónicas y televisivas, la gente lo pararía por la calle para cubrirlo de elogios y de efusiones. Todo ese alpiste sería un justo tributo para una vanidad que había padecido tantas privaciones y tantas afrentas. Pero pasado un tiempo el tumulto cesaría y su hazaña ya no daría beneficios. Aunque escribiera un libro para inmortalizar su gesta, éste, tras arrasar el mercado y batir récords de ventas, empezaría a languidecer en los expositores y las estanterías, sería saldado en un lote junto con multitud de otros hermanos en el olvido y finalmente conocería la humillación de ser descatalogado. El proceso podía tardar años en culminar, pero tarde o temprano volvería a ser un tipo sin secretos, un tipo que un día tuvo un secreto y que hizo temblar al país entero al contarlo, pero que ahora ya no sabía nada que los demás no supieran. Volvería a ser una partícula irrelevante de polvo galáctico, un tipo ínfimo en perpetua lucha, no ya para alcanzar un lugar en el mundo, sino para ser simplemente advertido por las miradas indiferentes que lo atravesaban sin verlo. Su vida volvería a ser tan nimia que tal vez algún día llegaría a preguntarse si lo sucedido no había sido sólo un sueño, el sueño de un pobre tipo que creía haber hecho al fin algo importante. Así que, en lugar de dirigir sus pasos a una agencia de prensa tal y como lo había previsto, G. se encaminó al imponente hotel de cinco estrellas donde el ministro le había entregado su secreto, cruzó el vestíbulo muy seguro de sí mismo, advirtió la leve reverencia que le hizo un conserje, se tomó un par de dry martinis en el bar, visitó los servicios y decidió concederse una prórroga razonable para gozar de su reciente conquista.
Al principio fue una semana, luego un mes y después otro más. G. siempre encontraba nuevos motivos para darse un poco más de tiempo; primero hubo un inesperado ascenso a un puesto de responsabilidad en la empresa donde había trabajado durante más de veinte años sin que los jefes lograsen recordar su nombre. Después vendría una relación con una rubia despampanante que lo encontraba irresistible y que, en lugar de establecer sus citas por teléfono o fax, le enviaba por mensajero un par de bragas con el lugar y la hora de la cita garabateados en la suave tela. A G. la rubia le parecía demasiado vulgar, artificiosa y llamativa para su gusto, pero correspondía con la imagen que se había formado de la amante que debe tener un tipo poderoso. Amén de eso, su esposa lo trataba con una consideración que no por tardía dejaba de ser agradable. En conjunto, tenía la sensación de haber recibido una fabulosa herencia, pero en lugar de dilapidarla de una sola vez había sido lo bastante cauto como para depositarla a plazo fijo en un banco, de forma que, si los administraba bien, los réditos podían cubrirlo de por vida.
Además, tenía amigos. Ya no se trataba de simples conocidos que condescendían a jugar al mus con él porque de otro modo no habrían alcanzado el número indispensable de jugadores, sino verdaderos amigos que, atraídos por su nueva textura anímica, ponían un gran empeño en ganarse su estima.
Así fue como G. descubrió el incesante tráfico de secretos con que las personas tratan de seducirse las unas a las otras. Mientras bebían un dry martini tras otro, su amante le contaba secretos sobre sí misma o sobre terceras personas con ánimo de conquistar la estima de G. y a fin de demostrarle que sabía y hacía cosas que los demás ignoraban. La mercancía secreta, en un proceso parecido al que enaltece las cosas prohibidas, no siempre tenía interés por sí misma, pero el hecho de ser secreta multiplicaba su valor. Por otra parte, siempre hay algo adulador en el hecho de confiarle a alguien una información secreta: hace que la persona a quien se cuenta el secreto se sienta automáticamente importante, por mucho que el secreto sea una tontería, una nimiedad que no tendría interés alguno de no ser porque es secreta y, por lo tanto, objeto de un tráfico casi infinito.
Huelga decir que, comparados con el fabuloso secreto de G., los secretos que su amante y sus nuevos amigos le contaban le hacían sonreír, alimentando en él un creciente sentimiento de superioridad. Pero no era sólo la calidad de la mercancía que él ocultaba lo que lo hacía sentirse muy por encima de los demás, sino también el mismo hecho de saber callar, a diferencia de lo que les sucedía a esos individuos, débiles e incontinentes, que sin cesar esparcían a los cuatro vientos sus anémicos secretitos. Empezó a ver a sus semejantes como perrillos rastreros incapaces de reprimir sus ridículos deseos de gustar. Sin haber aprendido a amarlos siquiera, pasó a despreciar a quienes antes tanto había envidiado y a quienes tanto había anhelado parecerse. Y cuanto más crecía su desprecio tanto mayor era la sensación de su propia grandeza y tanto mayor también el respeto que le tributaba el mundo.
Con el tiempo, todo aquello hizo de él un ser monstruosamente feliz y autosatisfecho; ni siquiera se veía ya tentado de revelar su secreto. Si en algún momento había albergado la intención de cambiar el mundo para mejor, ahora se decía que el mundo, en su lamentable estado, era exactamente lo que se merecían sus estúpidos habitantes. ¿Para qué revelar su secreto y restablecer así cierta noción de justicia? En lugar de eso, se sirvió de la información recibida para extorsionar y chantajear a los responsables de la trama criminal; con el dinero obtenido creó lucrativos negocios que lo hicieron inmensamente rico y poderoso y le permitieron costearse un ejército de guardaespaldas que lo defendieran de las víctimas de sus extorsiones.
Entre otras múltiples propiedades, verticales u horizontales, G. se compró el prestigioso hotel de cinco estrellas a través de cuyo enorme e impresionante vestíbulo se había escabullido un día como un gorrión asustado en pos de los servicios de caballeros.
Fue en ese hotel donde G. quiso celebrar con una cena por todo lo alto el décimo aniversario del día en que, gracias a un par de dry martinis y una oportuna meada, su suerte cambió de signo. Huelga decir que el centenar de invitados ignoraba lo que su anfitrión celebraba. Los camareros acababan de servir dry martinis y canapés cuando, de pronto, G. se subió a la mesa y, en lugar de hacer el discurso explicativo que todos esperaban, se sacó la polla y orinó haciendo puntería en las copas de sus invitados.
Fue una buena muerte, sin duda. Mientras los invitados levantaban las copas y le dedicaban un brindis, un formidable ataque de risa fulminó a G. Su corazón había reventado de placer.
Su tumba era un panteón fabuloso, de tamaño muy superior al de la mayoría de las casas donde se hacinan los seres irrelevantes que no cuentan para nada en este mundo. Claro está que, habida cuenta del enorme secreto que G. se había llevado consigo a su último domicilio, el panteón podía incluso resultar pequeño. En cualquier caso, era el mayor y también el más caro de aquel pequeño y selecto cementerio situado en una zona residencial. El ostentoso lujo del panteón de G. concitaba la envidia y el resentimiento de los guardas, entes irrelevantes todos ellos que vivían en lugares más pequeños que el panteón de G. y que, para mostrar el desdén infinito que sentían por aquel muerto en particular, iban a mearse allí junto con los perros que los acompañaban en su tarea de vigilancia.

Julia de Asensi - "El vals del Fausto"

Posted by La mujer Quijote in ,


Cuentista, poeta y novelista madrileña. Tiene una obra adulta enmarcada en el romaticismo tardío en el que recogió leyendas y tradiciones populares y las reelaboró a la manera de Becquer. Sin embargo su obra más importante fue la literatura para niños (la profesora Ana Simón la considera la precursora de Gloria Fuertes).
Este cuento pertenece al volumen "Novelas Cortas" de 1889.


Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones. Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero que faltó a lo convenido el joven Alberto, del que ni Manuel ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid, habitando la misma fonda, en la que hicieron a un amigo suyo que les encargase dos buenos cuartos. Ambos entraron en la corte el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables, alabaron las mejoras introducidas en la capital, comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel, yendo por el Retiro no vieron al pronto que un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura, los observaba atentamente; Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero.
-Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel.
-Allí, enfrente de nosotros; no es posible que dejes de verle porque se halla solo.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre!
-¿Quieres que vayamos en su busca?
-Ahora mismo.
Llegados junto a Alberto, que los aguardaba inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió con frialdad a su expansión. Interrogado por su prolongado silencio, les contestó que había sido muy desgraciado, y que no había tenido valor para contestar a aquellas cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digáis lo que habéis hecho desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa y discreta joven, de la que con frecuencia os hablé en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, velábamos juntos al paciente, nos veíamos todos los días, y casi a todas horas, y como aquella cura hizo ruido, me llamaron muchas familias, me aseguraron un porvenir brillante y me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entro vosotros, estaría desesperado por haber abandonado mi hogar en tan señalados días.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla de pasante en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su morada, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido, y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos, me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de la niña. He venido a encargar joyas y galas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo lleve, como no la hay más hermosa ni más pura. Pensé vivir desesperado en la corte lejos de ella, y así hubiera sido si Manuel no me hubiese escrito que se venía; y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte también a ti, mi querido Alberto.
-Es decir -preguntó este-, ¿que seguís siendo venturosos?
-Sí, amigo mío -contestó Luis-, y queremos que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde vives?
-En la calle de Preciados, número...
-Nosotros estamos en el hotel de... ¿por qué no te vienes con nosotros?
-No puedo.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos.
-No hay inconveniente.
-Tú, Alberto -dijo Manuel-, no nos has contado tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí en el pueblo de Extremadura, donde me llevó mi desgracia, a una muchacha bella, instruida y amable que, educada en la corte, había tenido, al terminar su enseñanza, que encerrarse como yo, en un lugar sin atractivo alguno. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento que debía permanecer allí algunas semanas, y entre los oficiales, había uno de simpática presencia, gallardo porte y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él el secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Hará catorce meses de esto que voy a referiros. Una noche de Noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer.
Al lado de ellos un muchacho feo y contrahecho tocaba un aire popular italiano en un mal violín. Algunas personas caritativas le arrojaron monedas de cobre desde los balcones de las casas, y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida pieza, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis lograsen alcanzarle.
-La música influye demasiado en él -dijo el primero.
-Sí, le hace sufrir -añadió el segundo-, pero ¿por qué?
Entraron en la fonda tristes y preocupados.
Por la noche cuando iban a comer, llegó Alberto más sereno y más tranquilo. Los tres se sentaron a la mesa en un gabinete reservado situado cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contaros mi historia -dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-. Estaba, si no me engaño, cuando una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta franca, entre y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve; yo creía era esta hora en mi reloj, siendo solamente las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha. No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor del lugar un gran baile al que fui convidado. Clementina estaba en él radiante de hermosura; la vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte.
Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó, y bien pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya había cesado la música y seguíamos bailando sin que nadie pudiera detenernos; la expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar:
-Basta por Dios, basta.
Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente y noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:
-¡Muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios que no lo oiga nunca!
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros te curaremos.
En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó. -Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose a salir.
-No -murmuró Alberto-, quiero que Manuel observe el efecto que me hace la música, pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá logre curarme.
En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.
-Abre el balcón, me ahogo -dijo Alberto-; falta aquí aire para respirar.
Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.
De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo:
-El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!
Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.
Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto.

Denzil Romero - "Novia surrealista"

Posted by La mujer Quijote in ,


Novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista venezolano. La profesora Bettina Pacheco califica su obra como hermética y neobarroca. Su popularidad la alcanzó con sus novelas históricas.
Este cuento pertenece al volumen "Tardía declaración de amor a Seraphine Louis" de 1988.


Había quedado de encontrarme con mi amigo en el café Aux Deux Magots a las doce del día, pero la impaciencia por demás explicable hizo que procurara acercarme al lugar de cita con bastante antelación. Mi amigo llegaba de Venezuela y traía noticias frescas del país y de la familia y de los amigos de la cuerda. Tomé el metro en Ménilmontant hasta Berbés-Rochechuart e hice correspondencia con Porte d'Orleans. Me bajaría en Odeón o en Saint Germain de Prés. Mejor, en Odeón. Caminar unas cuadras no me vendría mal después de aquel desayuno opíparo. Un desayuno desnatural, diríase. Para entretenerme, me puse a ojear la versión francesa de Los pasos perdidos de Carpentier en edición de bolsillo. No pude concentrarme en la lectura. La inminencia del encuentro con mi amigo me perturbaba. Preferí, por tanto, fisgonear los rostros y ademanes del gentío que se apretujaba en el vagón.
Un muchacho negro, con traje estrafalario, entonaba el Running Bear que otrora hiciera famoso a Johnny Preston. Luego, comenzó a recoger dinero en una especie de tricornio de la guardia civil española, sin que la sonrisa profesional se borrara de sus labios apelmazados. Dos asientos más allá, una pareja turca discutía en un dialecto incomprensible. El hombre llevaba un fez. Y la mujer, la cara velada. Muy repentinamente, la mujer cambió de puesto. Un cartero sudoroso portaba al hombro un bolso repleto de mensajes. Sobre el uniforme, a todas luces grande, cargaba una reluciente condecoración de guerra. A mi lado, iba una señora mayor. Francesa, a no dudar, por la circunspección de su compostura y por el hieratismo de sus rasgos. Parecía una gallina en trance de empollamiento. Su sombrerito de fieltro marrón simulaba una cresta. Y su papada, rubicunda, un plumaje sacudido. Delante de mí, otra señora imperturbable leía Le Monde. El asiento a su lado permanecía vacío. Fue allí donde se sentó la muchacha que abordó en la estación siguiente.
Era la perfecta imagen de la femme-enfant. Siempre me sospeché que terminaría encontrándola. Aunque, a decir verdad, tuve que esperarla mucho tiempo. A través de algunas lecturas, con anterioridad, había logrado intuirla. Podía ser la Balkis tan cara a Gerard de Nerval y a Alfred Jarry. Podía ser la joven hechicera-mirada de landa de Michelet o el hada del grifo de Gustave Moreau. Podía ser la Elise destinataria de Arcane 17. O la niña que llega a ser mujer de René Crevel. Pero, el amor de esas heroínas del arte era un amor precario, puramente contemplativo. Ahora, ella se me presentaba en carne y hueso, respirante y corpórea, de improviso, vestida de negro. Toda vestida de negro. Su busto casi masculino difuminándose bajo la negra blusa de tablones. Blusa de uniforme de colegiala, con sobrecuello de piqué blanco, redondo, y un lacito de brocatel de seda, negro también, menudo y oscilante. Y la negra falda atachonada cubriendo unas caderas para la unión libre. Caderas de barquilla, caderas de araña y de colas de flecha, y de cañones de plumas de pavo real blanco, y de balanza insensible, hubiese dicho Bretón.
Y las medias de algodón, rigurosamente negras. Idénticas a las que mi madre llevó y lleva aún, después de la viudez. Medias para cubrir unas piernas de meteoro, como las de mi madre joven y como las de ella, para no ser vistas ni siquiera imaginadas por mortal alguno. Piernas, en fin, con ritmo de tambores primitivos e imantada precisión de aguja de marear y pantorrillas de légamo primigenio y pies de puntas de bizcocho y de números dígitos y de animalitos de plastilina, calzados por unos zapatos negros de patente, con la punta redonda y el tacón breve, brevísimos. Nadie hubiese dudado que también eran zapatos de colegiala. A partir de esas puntas romas, como naciendo al mundo, volví a subir la vista. Me detuve, gozoso, en la finura de sus jostras, en el lustre especular de sus empellas. Por momentos, viví la ilusión de que mis plantas cansadas disfrutaban su suave interioridad de babuchas. Recuerdo que, de niño, acostumbraba calzarme con las babuchas de mi madre. Y, adolescente, terminé enamorándome perdidamente de Mme. Bovary. Y, sobre todo, de sus minúsculos pies. En su nombre, padecía frecuentes poluciones nocturnas y siempre tenía que sortear la sorpresa escandalizada de ver mi descarga arreciándose sobre la punta de sus botines.
Pero ella, la mujer-niño, mi mujer muchacho del traje negro, estaba a mi frente, dulcísona y entera, expectante, como el husmo. Por ratos, presentí que me hacía ojitos. Era ella algo más que pies y algo más que brevísimos zapatos de colegiala. Debía gozármela toda. Quizás, habría de bajarse una o dos estaciones más allá. Quizás, no tuviera tiempo de detallarla completa. Por eso, mi vista prefirió seguir subiendo. Se detuvo, entonces, en su tobillos. Eran tobillos de montaña diminuta, con macizos de greda y cuchillas de amianto. Tobillos para ser lamidos hasta el desgaste, con lengua viperina, acaso trasnochada. Y otra vez, fueron sus pantorrillas de légamo. Y otra vez, sus piernas de meteoro. Hasta llegar a sus rodillas. ¿Cómo pasar por alto sus rodillas? Marmóreas. Imperatorias. Sin rasguños ni nódulos. Sin deformaciones ni maltratos.
Y por debajo de la negra falda atachonada, el liguero rosa que sostenía la media negra. Y por debajo de la media negra y el liguero, el muslo apesadumbrado, desconcertante, como un pez moribundo dejado por la ola a merced de la arena. Y, más arriba, la braguita, también negra, de primoroso encaje. Blondino y con pasamanerías. Entolado sobre un sexo del que veo emerger mi rostro con un remedo de sorpresa, lúdicro, jadeante, entrecortado.
Sexo suyo de ella, capitel de un templo antiguo que persistió los siglos, fragua de armas feroces, invencible ideal, mundo que vibra como dulcémele, con estremecimientos y besos infinitos. Sexo de flor de mayo. Sexo de brea y de cabra encelada. Sexo de detritus marino y conserva de coco recién hecha. Y su vientre de playón de río. Y su vientre de represa. Y su vientre de salto de acróbata y de grito de guerra y de bandera de paz desplegada de aquí para allá sobre el viento. Y sus nalgas de balón de fútbol. Y sus nalgas de mariposa al vuelo. Y su espalda de espejo que lleva el tiempo. Y su espalda de fluido eléctrico.
Y su espalda de laguna irisada por la luz cenital. Y sus senos pequeños, apenas insinuados, como rastro de celaje. Y sus senos de picha bolondrona. Y sus senos de nenúfares dormidos. Y sus senos de talco derramado.
Y su talle de compartimiento de estanco. Y su talle de disputa definitiva entre los amantes.
Y su cintura de alfanje. Y su endiablada cintura de bejuquillo de banco. Sin desdecir de sus hombros. ¡Ah, sus hombros!, hombros de agua lustral y de mastines rabiosos al asalto de la caza. Hombros que se revertían en axilas de algodones impregnados y barbas de maíz tierno, noche de espera en estación y fruto casi esférico de coca del Levante. Con brazos de ramas de alhucema y de mimosácea fecunda. Con brazos como alcándara de sastre de campillo. Con muñecas de júcaro. Con dedos de paje de jineta y lancilla de plata. Con dedos de humo y dedos de temblor. Sus manos…
También sus manos me recordaban las manos de mi madre. Dorso de pulpilla salada. Palma abierta en un sinfín de rayas. Pase magnético. Abecedario de la quiromancia. Puñada y sobajeo, sobajeo y transparencia. Las de mi madre, hechas para almibarar el cabello de ángel y desempolvar los libros y anaqueles de la biblioteca del abuelo. Para bordar campánulas matizadas en las sábanas y fundas de la novicias del pueblo y para armonizar ramilletes en los altares de santos. Manos para encender la vela de las ánimas, cada lunes, a una hora precisa. Las de ella, mi dama del metro, seguramente hechas para l’écriture automatique, con una caligrafía menuda a lo Dalí. Para engarzar metáforas y símiles increíbles de grutas encantadas y plazoletas cristalinas y aeronautas que hablan de la florescencia del aire en el invierno y puertas que se cierran con estrépito en lo alto de las colinas. Manos para recontar en una noche de estío la leyenda del hada Mélusine o el loco amor de Abelardo y Heloise. O, mejor quizás, para siluetear esqueletos femeniles a lo Leonor Fini, ornados con trajes de gasa, ralos e inconsútiles, y con alones sombreros de pluma. Manos de pintora, como las que un día concibió la Bona de Mandiargues, con pupilas enclavadas en las yemas de los dedos.
Es posible que se entiendan distintas: las manos de mi madre y las manos de mi dama. Para mí, son las mismas. Manos para la contemplación amorosa y la experiencia mística de la voluptuosidad.
A esas alturas, no sabía ya por dónde andaba. Odeón había quedado atrás. También, St. Germain de Prés. Y St. Sulpice. Y St. Placide. Y Montparnasse-Benvenüe. Mi amigo de Caracas ya no me preocupaba. Poco me importaba su cita. Los pasos perdidos de Carpentier era un menudillo de dobleces y de papeles deshechos. Mi dama, mi dama del metro, ma femme-enfant, seguía ahí, a mi frente. De sus manos de pintora, de sus manos ungidoras de cadáveres exquisitos, volví a sus axilas y a sus hombros. Vi su garganta de falda del Ávila. Su garganta de criatura de Dios, aún toda aire y toda ánimo. Su garganta de sierpe cleopatrina. Vi su cuello de medallón antiguo. Y su nuca de botella vacía y de silencio deleitoso y de perfume picante que se acaba de derramar en nuestras manos. Y vi su pelo. Su pelo, consumación de la androginia. Cortado a la garçon y terriblemente negro. Terriblemente fijo, como peinado en bronce. Igual al de mi madre en aquella postal de J. J. Caraballo & Cía, por los carnavales de 1930.
Pero no alcancé a ver su rostro…
No vi sus ojos. Ni sus cejas. Ni sus párpados. Ni su frente. Pude imaginar, sin embargo, su nariz. Era una nariz como la de mi madre: crátera llena de agua y vino para abrevar hasta la última gota. También pude imaginar sus labios. Labios de bresca y cornucopia desbordada. Labios de dona nupcial y de fúgida mañana que se vuelve mediodía a poco de haber amanecido. Pero, no pude precisar cómo era su mentón, ni su lengua ni sus dientes. La diplopia me llevaba a ver, con angustia, caras repetidas. Una sobre otra y sobre otra aún, mil caras sobrepuestas. Como en un cuadro de claves mánticas, líneas paralelas con puntos ilimitados. Líneas trazadas en el polvo. Líneas que podrían ser larga vida. Que podrían ser riqueza. Que podrían ser salud y familia numerosa. Niños. Niños jugadores de candelita o matarile, correteando por prados alegres. Niños cumpliendo sus tareas escolares en un gran mesón de roble. O no, quizás, un solo niño taciturno que contempla a lo largo de los siglos pasados y por venir la figura pendiente de un ahorcado. El ahorcado es mi padre. Sus pies bailotean sobre el espaldar de una silla caída. Sus manos permanecen extendidas como en actitud de súplica. La cara, acardenalada. Funérea, la lengua. Seca y rígida, la frente. Y el pelo pajizo, marrón o gris, en alboroto. Y los ojos, sus horribles ojos de marsupial, teñidos de rojo por la excitación, persiguiéndome, flotantes entre vaharadas de aire caliente, irrespirable.
Llena de turbación, mi madre me agarró por el brazo. Rígida, como petrificada, con el ánimo ensombrecido, me condujo casi a rastras por la galería, oscura y estrecha como la de una fortaleza, hasta alcanzar el último aposento. Quería mostrarme el cadáver aún colgante. En medio de su desespero, pensó quizás que de aquella visión perversa podía sacar yo, niño todavía desprovisto de virilidad, algún provecho. Más resistencia ante el tedio corrosivo de la vida. Más templanza. Más valentía, tal vez, para lidiar con la desdicha. Mudo, sobrecogido de espanto, permanecí cierto tiempo asido a la falda de mi madre. Ella, al cabo de unos minutos, prorrumpió en gritos desesperados. ¡Cobarde!, ¡cobarde!, ¿por qué?, ¿por qué lo has hecho? y maldiciendo, una y otra vez y otra vez aún, babeante, al borde del colapso, al borde de la náusea, lanzaba escupitajos contra el despojo pérfido.
Después llegó el tiempo de crecer y nunca pude borrar de mi mente el horror de aquella escena, a la par que, por las ventanas cerradas de la casa, cada noche, millaradas de pájaros nocturnos se obstinaban en pasar al interior. Tosudos, golpeábanse contra las balaustradas y los quicios. Y, acera abajo, por días y semanas, quedaban los cuerpos insepultos, con el hedor de las mortecinas injuriando los espacios.
En esas desventuras de la memoria andaba cuando el metro se detuvo en la estación de Alesia. Se bajó la muchacha y, fanatizado, autómata, la seguí por la villa. Con obsceno desparpajo, ella parecía ignorar mi persecución. Y en la rué de Plantes, entró a un viejo edificio marcado 39 bis. Cauteloso, también yo entré en él. Y continué persiguiéndola, escalera arriba, hasta una buhardilla situada en lo más alto de la cúpula. No sé si adrede o por casualidad, dejó entreabierta la puerta de la entrada. Podía tratarse de una invitación o, acaso, de una trampa. Vacilé, atento a la respuesta de cada una de mis terminaciones nerviosas. Por momentos, me sentí tentado a regresar sobre mis pasos. Pero, finalmente, opté por empujar la entreabertura, dispuesto a lo que fuese.
La buhardilla era estrecha y semicircular. El moblaje, pobre y muy usado. Una ventana abríase sobre los techos y chimeneas. A sus pies, una cama de jergón desvencijado, sucio y pajoso, mostraba su impudicia. Mil batallas de amor tarifado, seguramente, libráronse en su campo. Allí estaba sentada la muchacha, como esperando cualquier desenlace. Señor, no soy mujer liviana, me dijo. Apenas, sentí su voz como un susurro. Otra vez, vi su cuerpo de colegiala todo vestido de negro. Sus zapatos brevísimos. Sus pantorrillas de légamo primigenio. Y su lazo de brocatel de seda. Pero juro que no pude ver su rostro. De nuevo, sobreponíanse sobre él mil caras alucinantes. Sobre la primera, otra. Y otra. Y otra. Y sobre esa última, laberíntica, otra aún. Por pura intuición, acerté a sacar la cartera para ofrecerle un billete de quinientos francos nuevos. Todas las resistencias parecieron desvanecerse, entonces. Desnúdate, me dijo, y al unísono, se desnudó ella también. Sobre el piso de parquet empobrecido, cayó su blusa de tablones y su falda atachonada. Cayeron sus medias negras y el liguero rosa y su braguita de encaje entolada. Desnuda, tendióse sobre la cama.
Otra vez vi sus tobillos de montaña diminuta, sus piernas de meteoro, sus rodillas marmóreas. Vi sus pies de punta de bizcocho y su vientre de salto de acróbata y sus senos de picha bolondrona. Vi su cintura de bejuquillo de banco y su cuello y su nuca y sus espaldas. Pero no vi su rostro. Tampoco, a precisión, pude percibir su sexo. Ese sexo, capitel de templo antiguo y fragua de armas feroces, detritus marino y conserva recién hecha. Una miríada de pájaros nocturnos, bizarros, vivos y anhelantes, salieron volando desde él, por la ventana abierta, sobre los techos y las chimeneas. Sólo uno, el último de todos, se quedó moribundo, aleteando, allí, entre sus piernas. De nuevo, sobrevino el hedor a mortecinas, áspero y astringente. Supe, entonces, que ya jamás podría pertenece ríe. Convencido, busqué la salida. Posiblemente, en Aux Deux Magots todavía me esperaba mi amigo de Caracas. Con pasos trémulos, alcancé la estación del metro. En el vagón desocupado, apenas me acompaña, toda vestida de negro, la imagen de mi madre. Diríase que la sombra de un ahorcado nos persigue…

María Teresa León - "Luz para los duraznos y las muchachas"

Posted by La mujer Quijote in ,

Cuentista, novelista, biógrafa, dramaturga, ensayista, traductora y guionista de cine y radio logroñesa. Una de las autoras más importantes de la Generación del 27 aunque durante mucho tiempo ensombrecida por la etiqueta de "la esposa de Rafael Alberti". Autora de marcado perfil feminista, en su obra, el exilio republicano es uno de los temas recurrentes. La denuncia social y reivindicación del papel de la mujer también fueron constantes en la temática de sus escritos.
Este cuento pertenece al volumen "Morirás lejos" publicado en Argentina en 1942.


¡Cuánto tiempo estuvo esperándole! Nacían y morían las mariposas, fabricaba la hormiga león su cono traicionero, se apresuraban los escarabajos en su tarea de rodar las bolas calientes. Todo era rítmico y seguro, igual que el cuaderno rayado de cuando era niña. Subía la tierra al cielo con la primavera en los surtidores de los árboles y, al llegar la otoñada, eran los cielos los que acostándose en sábanas crujientes se tendían a esperar el invierno. ¡Qué largo! Otra vez volaban días inaugurales: candeales los campos, mugidores los toros, encendidas las candelas en el corazón. Se tendía la memoria de la muchacha hacia otras bandadas de pájaros confundidas con el mismo trepar de la madreselva, pero el arroyo sacaba el pecho porque otros pies enjutos lo cruzasen. ¡Cuántas horas! Quisiera contarlas, anularlas, para dejarlas quietas con su ristra de cuidados iguales, pero no podía. Una mujer no sirve para matemática de penas. Tampoco se atrevía a reclamarle en alta voz por miedo a que la voz se aterrase al oírse y no volviese a su garganta. ¿Y dónde encontrar algo que no fuesen sus algos, cosas que no fuesen las suyas? Rodeada de él, metida en la isla que guardaba su mar de ausencia, ¿cómo conseguir sin naufragio que su pie se adelantase hacia ese punto justo y desconocido donde él se encuentra? ¡Se encuentra! ¿De verdad, se encuentra en alguna parte? Comienza la duda en la yema de sus dedos. Todo lo que toca vacila, se cae. Cosas con la inicial de su nombre: pañuelos, papeles, platos ¿Y si no fue más? ¿Y si sólo fue pañuelos, papeles, platos? Quisiera, querría irse con aquel humo tibio de la tarde. Denuncia en los tejadillos la sopa común. Partirán el pan redondo, caretón, bien trabado... Una rebanada por boca hambrienta y la paz. No. No hay paz. Ella sabe que eso era antes. Antes comenzaban así hasta los cuentos de los carboneros sahumados que entraban en la cocina a rozarse con la carne de enebro de las mozas. ¡En otro tiempo! Un tiempo que ya no se dividía en minutos ni días sino en memorias. Bajo el tejadillo de cada casa se guarda el sitio de los ausentes. ¡Dios, Dios! Cuando sale el sol dejan los despiertos que descansan de sentir crujir pasos, llegadas y mensajes... ¡Arre, pastora! Y se van al campo muías, bueyes, caballos, ovejas, cabras. Las manos más tiernas los azuzan hacia los horizontes. Ellos están contentos con su sol, su hierba, su agua movediza. Baten las mujeres sus manos sobre la caja del corazón, y salen llevando el acíbar del mal dormir, rameándoles la córnea amarillenta. Casi nada dicen, porque se escuchan en el laberinto del pecho un eco que no quieren perder. Prefieren no aspirar ni el aire manso, para que no se altere el olor viril. Guardan su hombre íntegro, a trocitos: aquí se les quedó una mano del día que afiló la guadaña; allá el hermoso pecho velludo; la cascara maciza, trabajadora, de los pies... Sólo cuando las mujeres son viejas, la imagen se les vuelve chica, perdido el modelado para la metamorfosis de otro amor. Entonces, el hombre vive en los regazos llenos de memoria, con la gorrita azul, las manos apretadas de hebras, los ojos en el primer estrabismo luminoso. ¡Dios, Dios! En todas las casas, igual, bajo todos los techos, aquí y aquí y aquí. Miles y miles y miles. Millones de arterias, que se aferran por la noche a las sábanas, mientras los ausentes se arrastran, se arrodillan, rompiendo los muros del aire...
Lo más a que la muchacha se atreve es a ir saludándolas: «¡Adiós, María! ¡Salud, Micalela! ¿Noticias de Servando?» Y Todas contestan con los mismos labios vacíos, sin desarrugar el talle. En la doblez de la cintura parece que se estanca la mala suerte. Mujer curvada en forma de cayado de pastor, es la que ya no aguarda. A veces, un rescoldo pequeñito hace que la incredulidad las devore. Esperan que no fue así como cuentan, ni de aquel modo súbito que se convirtió en surtidor de sangre. Pero todas las mujeres son las mismas. A todas les bate el alma, con la misma congoja, esperando.
Llegaban cartas. ¡Mientras lleguen cartas! Me las trae la mujer del cartero, que también se fue. ¿Cómo esperará las cartas la mujer del cartero? Y cuando se decía la muchacha «como yo», le parecía que traicionaba a aquel ser extraordinario que se hizo su novio porque se atrevió a apoyar la palma abierta de la mano contra su mejilla. A veces, le escuece la mejilla. ¡Iban tan alegres a lo largo del rio! Él hacía su educación sistemática. «No me gusta que me digas sí. —Bueno; diré no. —Son absurdos los monólogos de dos personas. Me crispan. —No te entiendo. Te va a ser difícil educarme. —Pues para que no se te olvide.» Entonces, bajo el sol recortado por las hojas de un olmo, la mano episcopal plantó su señalamiento. Ella, echada de bruces sobre el pretil del puente, se puso a mirar al río brusco y compacto. No sintió que le subiera agua a los ojos. Cuando giró su cabeza para mirar al confirmador autoritario, éste, que acababa de encender un cigarrillo, pudo verse entero sobre el fondo blanco de una fachada.
Al subir la escalera de su cuarto, la muchacha se echó a reír. ¡Adiós todas las palabras, consejos y amonestaciones de las mayores de su curso! ¡Cuánto se reirían de ella! La leona se había dejado pegar. Un terrible sabor a mujer le asomaba en los labios. «Y me puede matar», se repetía, primitivamente gozosa. Después, bruscamente, se levantó la blusa, buscándose el sitio del corazón.
Llegaban cartas. Cartas escritas junto al bote de carne de mono, con mala luz y alguna inquietud. No solían hablarla del estruendo épico que rasga los tímpanos. Ésas son cosas para la paz. Las cartas de guerra no cuentan la historia de la guerra, sino la de una cuchara perdida o el anecdotario de un gato que en la mayor crueldad de los hombres sigue sujeto a la tela metálica que camufla una batería. Y siempre, paladeando su dulce miel, los recuerdos. Crecerá la muchacha. Sí, estaba seguro de poder redondear su juventud con aquel fuerte aliento masculino que le otorgaron al nacer.
La muchacha vivía un clima manso, extraño, que atemperaba los fuegos de guerra. Se marchaba a esconder entre los pliegos de las cartas, y al salir de nuevo al camino volvía a ver a las mujeres, andando, dobladas, persiguiendo sombras. «Iguales que yo.» Y se iba hacia su casa. «¡Adiós, María! ¡Salud Micalela! ¿Noticias de Servando?»
De cuando en cuando, volvían los hombres. ¡Dios, Dios! ¿Para qué? Al marcharse de nuevo, dejaban un hoyo como el embudo de una granada. Cuando aparecía el hombre, la mujer que amasaba la harina no lo reconocía como el suyo. Pestañeaba unos instantes. El paño seco, igualitario, del soldado, repelía el reconocimiento. Pero la mujer del sastre se desmayó, y la del albéitar sufrió un ataque tan fuerte, que tuvo al cura junto a su lecho, cuando debió tener a su amante.
La muchacha sentía miedo de verlo llegar. Comenzaba a gustarle esa costumbre de la lejanía. ¡Estaban tan juntos! Ella lo llevaba pegado a su cuerpo y lo hacía andar del río al molino, del molino al puente, del puente a la acequia. ¿Qué podría decirle si viniese, contrario a lo que diariamente hablaban? «Pon tu pie sobre aquel tronco; es el más seguro. Díme: ¿hace sol, aun cuando disparen todos tus cañones?» Porque si él no hablaba, ella sentía necesidad de hablar de la guerra. ¡Un valiente! ¿Sería un valiente? «¡Qué más da!» Pero las venillas interiores le llevaban al corazón la respuesta: «Sí, me da, me da.» Entonces, sin saber que las mujeres de las tribus primitivas tenían prohibido el descuido y la holganza por temor a que el hombre sufriese el reflejo en el lejano campo donde la muerte espía, ella se increpaba con dureza, sometiéndose a vigilias, a trabajos, para mantenerse despierta, preparada.
¡Preparada! Todas vivían con los lechos frescos. En el sitio donde sobraba la mitad, colocaban ramitas de olivo, retamas, cantuesos, romeros santos... Ella sabía que los colchones estaban bien mullidos y las almohadas vareadas tarde a tarde. Lo que ninguna pensó, lo que a ninguna se le pudo ocurrir fue que sobre aquella luz de primavera, matando los huertos floridos, haciendo estallar las represas de las aguas labriegas, llegasen las explosiones a buscarlas a sus hornos de pan, a sus cocinas débiles, a sus surcos exactos... Las frentes de las casas se encontraban chocando, aterradoras, en medio de las calles. Mugió la vaca herida y los caballos se perdieron en el horizonte. Cuando la paz serenó los aires, nadie conservaba su mirada anterior. Las manos, sin memoria, se extendían revolviendo cascotes; temblaban los niños abrazados a los perros o a la madre. Se sorprendían los dedos agarrotados, apretando un palo, una piedra, un tronco. Les había sido preciso, para saberse vivos, apuñar la tierra para no volarse en aquel estruendo que escupían las nubes. Los que tal no pudieron hacer, se quedaron sin voluntad, barcas libres con la cabeza abierta, vueltas las pupilas a su interior, para no ver la infamia, sujeto el pie por el inexorable destino de un muro. ¡Dios, Dios!
Aquel día llegó él.
Tuvo el soldado que sostenerla. Como a la mujer del sastre, a la muchacha se le marcharon los sentidos. Llegaba idéntico a los otros, con su traje sañudo, mal encarado, tosco y del peor porte. Cuando revivió, se sintió iluminada de placer al ser igual que las demás mujeres. Sólo así se recibe dignamente a un soldado. No recordarán nunca quién fue el primero que apretó los labios sobre los labios y, menos, quién arrastró hacia las márgenes frescas del río al otro. Necesitaban soledad. La piel hablaba con su dictado urgente. Débil, desfallecido, olvidado de sí, apenas si encontraba algunas sílabas. No importaba nada. Cerrados los ojos, fruncidos por el sol, ella había perdido todo contacto con su voluntad, temblándole en la frontera de las pestañas los duraznos del árbol que les daba cobijo. ¡Cuánto sol! ¡Qué sol a voleo sobre la piel de la muchacha! Se hacían silbos los insectos con las briznas de las hierbas. Rodaban los escarabajos sus bolas calientes. La hormiga león se había olvidado de fabricar su trampa traicionera...
Les llegó la voz que no esperaban del fondo de la acequia, en ese punto en que los huertos se tragan el agua en arroyitos.
La Virgen lava pañales
y los tiende en el romero...
Luego, sonó una nota alegre y pasos descalzos, hundiéndose en los bordes, que siempre llevan berros y yerbabuena. ¡Qué buen augurio! El soldado ayudó a la muchacha dándole la mano, apoyado su pie grande en el femenil y pequeño. Se adelantaron al encuentro de la voz, tropezándose en las ramas de los frutales. Hacia ellos caminaba una mujer, voceando. Al encontrarla frente a frente, se quedaron inmóviles. Sí, era una mujer. Una mujer cubierta de estiércol de caballo, pajas quebradas entre el pelo ceniciento, rasgaduras en la carne y las sayas sin color. Amenazándoles con un atadito de ropas, se acercó al soldado:
—¿Para qué has vuelto? El niño ya no está.
Se rió, jubilosa, al darle tan buena nueva. Desató el atadillo. Saltaron pañales, jubones, mantillas...
—Primero los lavo;
luego, los tiendo
de una mata de olivo
a un limonero.
Los restregó un poquito con un puñadín de hierba y, después, marcada de angustia, los fue dejando ir, uno a uno, balanceados en la corriente, lavándolos y cantándolos, como si el agua los pudiese llevar en busca del hijo que las bombas dejaron con el vientre abierto en cruz, como un gato...
Otra voz, desde el puente, gritó:
—¡Eh! ¡Tú! ¡Beatriz! ¡A comer!
Se levantó para sonreírle.
—Te espero cuando se quite el sol.
Con la mano colocada formando visera sobre sus pobres ojos maternales, obedeció, echándose a hombros su atadillo de ropa y su penar, alejándose chapoteando entre berros, lágrimas y fango.
La muchacha, endurecidos los ojos, se quedó en frente de combate, rozando su pecho contra el uniforme tristón e inexpresivo. Él no supo darla razones de hombre sobre los porqués de la destrucción, la muerte y la guerra. Se miraban, enemigos y mudos, cuando al levantar la mano diestra, millones de seres a los que no se les consulta volvieron de piedra los dedos de la dulce novia. Sobre la mejilla del hombre, en forma de confirmación y de ira, cayó el torrente de la impotente masa mujeril, enloquecida y triste.
—Eso es. Nos hacéis hijos, para luego matarlos.
Una bandada de tordos se abrió en abanico, formando una escuadrilla de leves plumas contra la luz.

Nora de la Cruz - "A la orilla de la carretera"

Posted by La mujer Quijote in ,



Cuentista, novelista y editora mexicana. También es profesora de literatura y posee un canal en youtube dedicado a la crítica literaria (Interior403).
El cuento pertenece al volumen "Orillas " de 2018.


No es miedo a la oscuridad, es que no veo bien de noche. Conozco el camino, pero casi no hay alumbrado, y sin luz se les pierden las orillas a las cosas. Todo es pura silueta y arriba nada más cielo.
Siempre dicen en mi casa que no me regrese caminando, pero qué me ha de pasar. La combi que sube de la carretera a la loma ya cuesta casi diez pesos. A pie no me hago ni veinte minutos, por eso le digo a mi mamá que la tomé, para ir ahorrando. Así me compré el celular. No es de los caros, pero tiene cámara. Le caben hasta mil canciones. Le dura la pila un buen.
Eso sí, hay que ir atento, a las vivas. No por nada, pero es noche y está oscuro. Salgo a las siete del bacho y me quedo un rato a cotorrear. Camino al Periférico para tomar el camión. Cuando llego a Los Olivos ya casi van a dar las nueve, la hora de la novela. Los jueves mi mamá plancha y no puede salir al frío. Ese día me encarga el pan.
Y casi no hay nadie en la calle. Muchos del bacho toman este micro, pero casi todos se bajan antes que yo, en Alamedas, o en las Bodegas de Atizapán. Solo una vez vi a una chava que iba más lejos; por seguirle la plática me fui hasta Los Manantiales. Estaba bonita y me había caído bien, pero cuando pasamos por Los Olivos preguntó: ¿Te imaginas vivir ahí, en el cerro, a la orilla de la carretera? Le dije: Sí, verdad, así como pregunta. La acompañé a su casa y me regresé en otro micro. En la escuela no la volví a saludar. Yo siempre había vivido ahí, pues qué tenía de raro o qué. Eso le tenía que haber contestado, pero no se me ocurrió en ese momento.
Está oscuro y solo, pero son veinte minutos. No pasan coches. Nada más la combi que sube la loma, pero sale cada media hora. Fuera de eso nada. Ningún negocio. Algunas casas. Árboles. Perros flacos. Ratas entre el matorral. Luego tramos de polvareda o de lodazal si es el tiempo de las aguas. Mi casa no está tan arriba: das vuelta pasando la virgencita y donde termina el baldío luego luego se ve.
En ese terreno era donde se armaba la cascarita. Las porterías se marcaban con ladrillos y el dueño del balón era siempre el juntador. Equipos de cinco, los más altos o gorditos eran siempre los porteros. Ninguno de esos niños fue mi compañero de escuela y rara vez nos saludamos cuando nos encontramos en otro lugar. Pocas veces estuve en el equipo goleador. Casi siempre estaba en el que ganaba si había madrazos.
Cuidadito que te vea otra vez jugando con los marihuanos, decía mi mamá. Ideas suyas. Aquí ni marihuanos había. Acaso una bolita que se cooperaba para echarse una caguama banquetera cuando terminaba el partido. Eran los más grandes. Yo tenía 11 o 12 años. Qué me iba a arrimar a pedirles de su chela. No porque me diera miedo. No se me antojaba y ya. Parecían orines. Apréndase a limpiar el culo primero, chamaco pendejo, le dijeron a un compa que una vez les pidió.
Justo ahí, donde empieza el baldío, me sale un güey al paso. Desde que lo vi acercarse me pareció raro: no hace frío, pero trae una sudadera roja con capucha que le cubre la mitad de la cara. Cuando me doy cuenta ya lo tengo enfrente. Es de aquí del barrio y seguido lo topo, pero nunca a estas horas. Me va a atracar. Todavía ni me decía nada cuando yo ya estaba quieto. No es que le saque al parche, pero hay que ponerse listo. Primero ver qué. Total, qué ha de pasar, si no estoy manco. Ni está tan trabado el güey. Estamos igual de flacos.</ br> Dame lo que traigas, dice.
Pues si ni traigo nada, cabrón, no ves que vengo caminando, ni para la combi traigo.
No dice nada, pero no se quita del paso.
No traigo nada, de veras.
No se mueve. Tampoco responde.
Ahí muere, carnalito, ahí muere.
Sabe que no le miento, pero esto no es lo que él esperaba. Lo imaginó mucho más simple: decir la frase, tomar el dinero, pelarse. Es bueno para trepar y se sabe bien la loma: siempre que se nos volaban los balones lo mandábamos a bajarlos de los árboles o de las azoteas.
Abre la mochila, cabrón, me dice, y le contesto que ni madres. Ni madres, carnal, le digo, y en buen puedo déjame ir. Mi celular es casi nuevo, ni madres que se lo iba a dar. Siento que me jala el hombro y le suelto el moquetazo. Entonces se deja venir. Se me clava en las costillas y nos trabamos un rato. Nos tiramos pocos golpes, todos al estómago y a la cara. Nos rompemos la boca, nos sale sangre de la nariz, pero pronto nos trabamos de nuevo. Resoplamos por el esfuerzo de empujarnos mutuamente. No se escucha nada más.
Al otro lado del baldío se abre una portezuela. De un auto viejo y largo surge una silueta oscura. Pienso en pedir ayuda pero no sé con qué palabras. ¿Auxilio, como en las películas? Solo se me ocurre gritar. Del auto surge otra silueta.
Ya quítale la mochila, pero apúrate, cabrón, grita la sombra. Parece que le estás pidiendo permiso, agrega el otro, desde el asiento del conductor. Ambos ríen. Siento cómo el vientre flaco del chavo de la capucha se tensa como un tambor. Lo empujo con las dos manos por reflejo. El güey se cae. Intento echar a correr, pero me alcanza a jalar de la mochila. Se mete la mano en el bolsillo de atrás del pantalón. Ya valió madre, me dice, no hagas pendejadas. Levanta la mano derecha y el filo que aprieta en ella aparece blanquísimo ante mis ojos. No veo bien de noche, pero eso lo distingo muy claro. El motor del auto se enciende.
Si lo vas a picar, pícalo, pinche idiota, pero como vas, grita una sombra de nuevo, y la otra suelta la carcajada. Los ojos del asaltante se fijan en los míos, nuestras miradas se recargan una contra la otra, igual que nuestros hombros hace un rato. No sabe qué hacer y me mira como si yo pudiera decirle.
A mis espaldas surgen luz de faros y sonido de neumáticos. Ya viene la combi. El chavo avienta el filo sobre la tierra y huye hacia el auto viejo. Da grandes zancadas. Siempre fue bueno para correr, por eso era el que goleaba. Alcanza la manija de la portezuela, pero antes de que pueda abrirla el auto arranca. El cuerpo flaco rueda por el suelo mientras las sombras se alejan entre polvareda y carcajadas. Corro hacia él. Lo arrastraron un buen tramo y la ropa se le desgarró de un lado. La piel también.
La combi pasa junto a la virgencita, va a dar la vuelta. La alcanzo, le hago la parada y se detiene. Toco la ventanilla del copiloto y el pasajero que va en ese lugar la baja. Danos chance, nos acaban de asaltar, digo. El chofer me mira. Tengo sangre en la boca y el cabello revuelto. No dice nada, pero acepta con un movimiento de cabeza. Volteo hacia el baldío para llamar al herido, y entonces recuerdo que no sé su nombre. Él ya no está, de todas maneras. Pude haberlo buscado, pero estaba oscuro. No es que me diera miedo. No veo bien de noche.

Abraham Valdelomar - "El alfarero"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista, poeta, dramaturgo y ensayista peruano. Como cuentista publicó en revistas y periódicos de la época y, posteriormente, los organizó en dos volúmenes: “El caballero Carmelo” de 1918 y “Los hijos del Sol” de 1921. En ellos se encuentran los primeros testimonios del cuento neocriollo peruano, de rasgos posmodernistas, y que marcaron el punto de partida de la narrativa moderna peruana.
Este cuento pertenece al volumen “Los hijos del sol” publicado póstumamente en 1921 e inspirado en el pasado histórico incaico del Perú.


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.
Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.
– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!
Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto a tientas. Pero he aquí que cuando menos pensó, encontróse con una enorme sombra y quiso salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.
Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.
Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.
Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca había oído dulces canciones. Y poco a poco se fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.
–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?...
– Yo soy Apumarcu el alfarero.
– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara...
– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?...
– Yo no tengo Ayllu........Y tu Ayllu ¿cuál es?...
– Mi barro.
Y desde entonces fueron como grandes hermanos. No se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje rumoroso. Juntos pasaban largas horas y conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido...
Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. El la llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:
– Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú las hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?… Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte… ¿Por qué vives solitario hermano?...
– Yo siento que algo me falta... Yo siento una ansia inexplicable en mi alma... Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz... Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es. Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?... ¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano...!
Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color... El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.
– Esto no es, no es, hermano... Esto no es como el crepúsculo...
– El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...
– Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.
Un día Yactan se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.
Un día Apumarcu se empeño en hacer sobre el muro los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.
– Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.
A poco volvió.
– Esto no es, no es, hermano... Pero puede ser...
Entonces, como poseído de una fuerza extraña, empezó a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.
Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última tarde.
Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.

William H. Gass - "El orden de los insectos"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista y ensayista estadounidense. Aunque encuadrado siempre en el grupo de "posmodernos revolucionarios" al que pertenecen autores como William Gaddis, Thomas Pynchon o John Barth, él, con sorna, se calificaba más como "moderno tardío" o "moderno decadente". Su obra de ficción es muchas veces oscura donde se aprecia su formación como filósofo.
Etiquetas aparte, es considerado uno de ls grandes autores estadounidenses de la segunda mitad del s. XX.
Este cuento pertenece al volumen "En el corazón del corazón del país" de 1968.
La versión es la de Rebeca García Nieto.


Lo cierto es que no podíamos quejarnos de la casa después de todo lo que habíamos pasado en la anterior, pero no llevábamos mucho tiempo allí, cuando empecé a advertir los cadáveres de unos grandes insectos negros que moteaban la alfombra del piso de abajo cada mañana; dispuestos de manera anárquica, como deben de morir las lombrices en la calle después de la lluvia. La primera vez que los vi parecían hebras de lana oscura o pegotes de barro que habían traído los niños en sus zapatos, o, a veces, si las cortinas estaban echadas, manchas de tinta o quemaduras que me aterrorizaban, pues esa alfombra gruesa me había intimidado desde el principio y ya desde la primera semana deseé que mis pies desnudos se tragaran mis zapatos. Los caparazones solían estar rotos. Las patas y otras partes que entonces no podía identificar estaban desperdigadas alrededor, como restos de óxido. En ocasiones los encontraba boca arriba, mostrando su acolchado tórax de color naranja, junto a varias manchas de polvo marrón oscuro que tenían que aspirarse con cuidado. Creíamos que nuestra gata los había matado. En esa época solía ponerse mala por la noche –cosa rara en ella– y no se nos ocurrió otra razón. Así, patas arriba, muertos, daban lástima.
No podía imaginar de dónde habían salido esos bichos. Yo misma soy extremadamente meticulosa. La casa estaba limpia, los armarios de la cocina, bien cerrados y ordenados, y nunca habíamos visto ninguno vivo. La otra casa estaba infestada de esas cucarachas marrones y peludas, pura energía y velocidad, y las habíamos visto con claridad, asustadas por la luz de la cocina, intentado escaparse por los rodapiés y las grietas del suelo; y en la despensa, una vez estuve a punto de atrapar una con los dedos antes de que huyera, dejando su sombra en la harina como un reflejo del temor de mi mano.
Muertos, boca arriba, con sus tres pares de patas recogidos con delicadeza y plegados pudorosamente sobre su vientre. Supongo que al andar extendían sus patas delanteras y luego las doblaban para poder cargar con el cuerpo. Todavía me pregunto si podían saltar. En más de una ocasión he visto a nuestra gata meter las garras bajo un caparazón y levantarlo en el aire, acechando mientras el insecto caía en un simulacro de salto, pero era a plena luz del día; el bicho estaba muerto; a ella se le pasaba rápido el interés; y se alejaba de inmediato. Esa es la imagen del salto que tengo en la cabeza. Incluso aunque en realidad las viera flexionar esos dos pares de patas traseras, como tendrían que hacer para poder dar un salto, creo que me resultaría irreal y mecánico, un pobre intento comparado con ese vuelo alto, repentino, patas arriba, producido por las garras de la gata. Podría informarme, supongo, pero no es campo de estudio para una mujer… bichos.
Al principio reaccionaba como se me suponía, me agachaba sobre ellas, exclamaba qué diablos; pero incluso antes de reconocerlos, retiraba mi mano, estremecida. Feroces, desagradables, blindados: se servían de sus sombras para aparentar ser más grandes. La aspiradora se los tragaba mientras yo miraba para otro lado. Recuerdo el estremecimiento repentino de horror al oír el ruido que hacía uno de ellos al intentar subir por el tubo. Me alivió que estuvieran muertos, claro, porque nunca habría sido capaz de matar ninguno, y si hubieran aparecido vivos en la bolsa de la aspiradora, creo que habría vuelto a tener pesadillas, como aquella vez en que mi marido luchó contra las hormigas rojas de la cocina. Me pasé la noche en vela pensando en las hormigas vivas en la tripa del aparato, y cuando casi al alba conseguí por fin conciliar el sueño, me encontré dentro del temible tubo elástico, desde donde las podía oír delante de mí: cientos de cuerpos susurrando en la suciedad.
Nunca pienso en estas especies como algo vivo, sino como formadas enteramente por los cadáveres que yacen sobre nuestra alfombra, como si todos esos muertos producidos en masa por la acción de alguna fuerza misteriosa –quizá por el mismo polvo sobre el que a veces yacen– que se encuentra en el aire, solidificados por la noche y moldeados, cuerpo a cuerpo, de modo espontáneo, como lo fueron las larvas antes de la era de la ciencia. Tengo un solo libro sobre insectos, un pequeño manual anticuado en francés que un buen amigo me regaló como una broma –por mi jardín, la rareza de las láminas, lo gracioso de leer sobre gusanos en una lengua tan elegante– y ahí tenemos el dibujo de mi insecto, que trepa por el tallo de una orquídea. Bajo el dibujo está su nombre: Periplaneta orientalis L. Ces répugnants insectes ne sont que trop communs dans les cuisines des vieilles habitations des villes, dans les magasins, entrepôts, boulangeries, brasseries, restaurants, dans la cale des navires, etc., comienza el texto. No obstante, son una experiencia nueva para mí y creo que ahora me siento agradecida por ello.
No hacía falta que el dibujo me enseñase que había dos, adulta y ninfa, porque para entonces ya había visto los cuerpos de ambos tipos. Ninfa. Dios mío, qué nombres usamos. Uno era oscuro, achaparrado, feo, taimado. El otro, más esbelto, tenía unas alas duras, similares a una vaina, recogidas sobre el lomo como otro caparazón, y una red de delicadas líneas lo cruzaban como si fueran gasas fosilizadas. La ninfa era de un intenso color dorado que, en sus intersticios, se agudizaba hasta convertirse en caoba. Ambos tenían patas que, bajo la lupa, se asemejaban al tallo de una rosa, y con buena luz, las de la ninfa eran lo bastante transparentes como para que te pareciera ver cómo confluían sus terminaciones nerviosas y se prolongaban, como una grieta dentada, hasta el extremo de cada pata.
Al darles la vuelta se les cierran las patas, y cuanto más los miro, menos creo lo que veo. La descomposición, en estos bichos, es espléndida. Ahora tengo una colección que guardo en cajas de cintas de máquina de escribir, y aunque, con el tiempo, se les secan los cuerpos y la carne de dentro se descompone, sus rasgos conservan, supongo que como hacían en vida, una determinación egipcia, porque sus corazas protectoras son fuertes y la muerte tendría que quebrantar huesos para entrar en ellas. Ahora que su pesada alma se ha ido, su carcasa es ligera.
Sospecho que si estuviéramos tan familiarizados con nuestros huesos como lo estamos con nuestra piel, nunca enterraríamos a los muertos, sino que veneraríamos los restos en sus habitaciones, dispuestos como nos gustaría encontrárnoslos si fuéramos de visita; y los cuerpos de nuestros enemigos, si pudiéramos robarlos de los campos de batalla, los expondríamos en un museo tal y como murieron, con el acero aún elocuente en sus costados, los yelmos torcidos, el escarpe sin usar, y así los amigos y los enemigos serían tan extraordinariamente históricos que, pasados cien años, encontraríamos sus mandíbulas aún preparadas para pronunciar el mismo discurso y todos sus miembros, con los que compartimos nuestra vida, inclinados, como siempre habían estado –la caja torácica, el cuello, el cráneo–, todavía repetitivos, todavía desafiantes, leves como los ángeles, todavía merecedores de recuerdo y afecto. Después de todo, ¿qué significa decir que se les va la vida cuando nuestra gata ha atravesado a mordiscos el caparazón y sembrado la confusión en la carne? Ay, en cuanto a nosotros, quiero gritar, nuestros huesos se mantienen en secreto, hasta el final, por eso debemos amar lo que perece: los músculos y los fluidos y las grasas.
Desde la parte trasera, dos apéndices se extienden como dagas. Supongo que nunca sabré cuál es su función. Esa clase de conocimiento no me interesa. Al principio tenía que forzarme a mirar, así que, tal y como lo veo ahora, todo el cambio, la reciente alteración de mi vida, fue la consecuencia de haberme acercado, por fin, a algo. Fue un acto de autoflagelación, recuerdo, un castigo que me impuse por las palabras cargadas de rabia que les grité a mis hijos en mitad de la noche. Sentí al instante que los insectos eran infecciosos, la enfermedad andante, así que cuando me arrodillé con un pañuelo que cubría la mitad inferior de mi cara… solo vi horror... tuve que girar la cara por las náuseas y taparme los ojos… pero la rabia más infame me ayudaba a sobrevivir al día: confusa, inquisitiva, culpable, y avergonzada.
Después de aquello empecé a acercarme a ellos con frecuencia; reparé, por primera vez, en la diferencia de la dorada ninfa; metí entre su mandíbula una uña pintada que me había dejado crecer; observé el movimiento de sus mandíbulas, los flagelos de las antenas, el cráneo en forma de calavera, las franjas que cruzan su abdomen, y encontré una intensidad en la posición del caparazón, incluso boca arriba, similar a la de la mirada de las nativas de Gauguin. Las láminas oscuras resplandecen. Están recreadas a la perfección; incluso el fondo de sus ojos muestra tal precisión geométrica que atenúa mi horror anterior. No es posible sentir asco ante semejante orden. De todas formas, me recuerdo a mí misma, es una cucaracha… y tú, una mujer.
Ya no soy dueña de mi imaginación. Supongo que subieron por las tuberías o salieron de los registros. Puede que fuese la alfombra lo que buscasen. También los grillos, tengo entendido, se alimentan de lana. Yo solía echarme al lado de mi marido… muy rígida… y esperaba a que el silencio se apoderase de la casa, que lo venciera el sueño, entonces el drama de la muerte se apoderaba de mí, me poseía de manera tan intensa que, cuando al fin conseguía dormir, pasaba de un sueño a otro sin la más ligera sensación de pérdida de realidad o continuidad. Nunca vivas, aparecían con perforaciones; sus cuerpos se formaban a partir de pequeñas espirales de polvo cobrizo que no podía haber distinguido en la oscuridad del piso de abajo; y al materializarse, ya estaban muertas, boca arriba, porque era en ese momento cuando nuestra gata, también invisible de tan oscura, se abalanzaba con sus garras sobre la verdadera alma de la cucaracha; un alma tan estática e intensa, tan inmortalmente dispuesta, que yo me sentía, mientras estaba tumbada, como encerrada en un caparazón sobre nuestra cama, vuelta del revés, y dejando volar mi mente, que era igual al alma oscura del propio mundo, y este sentimiento, bello y aterrador, que al fin me poseía, y hacía que me tensara como un palo junto a mi marido, se apoderó de mis sueños.
El tiempo las hizo salir, creo… la humedad de las tuberías de la casa. La primera que salió parecía haber sido ensamblada en Japón; rota, con una pata doblada bajo una cincha de metal; desmembrada. Sonó dentro del tubo hueco como si fuera de metal; con intensidad, como un puñado de alfileres. El ruido me hacía estremecer. Bueno, siempre acabo viendo lo que más temo. Sea lo que sea que llegue a mis ojos es de manera automática transformado en un objeto amenazante: el barro, las manchas o las quemaduras, o si no, los trozos de metal de algunos juguetes irreparables. No son miedos de los que aterrorizarse. Son miedos de andar por casa. Miedos saludables. Los propios de toda mujer, esposa, madre: que los niños señalen con el dedo a ese pobre hombre de la joroba y hablen de él tan alto que pueda oírlos; que la gata vuelva a tener pulgas y estas lleguen al sofá; que uno tenga la cara sofocada, será debido al calor; ¿estará encendido el fuego para calentar las alubias?; que esa extraña enfermedad de la lavadora pueda reaparecer, retumba mientras enjuaga y traquetea durante el aclarado; Dios mío, que son ya las once; ¿quién de vosotros ha perdido una bota de agua? En medio de las preocupaciones del día a día me arrodillaba, inocente e inapropiadamente equipada, sobre el bicho desmembrado. Permítanme recordar la conmoción… Mi mano se habría apartado con la misma velocidad de una quemadura; la muerte o la herida de cualquier persona me habría afectado también; y me habría quedado helada por múltiples razones, porque sentía agitarse en mí un impulso homicida, por ejemplo; pero nada podría haber causado en mí la repulsión de ese sombrío reconocimiento, una reacción de mi entera naturaleza que iba más allá de todo entendimiento y que hizo que me replegase como una araña.
Dije que era inocente. Pues bien, no lo era. Inocente. Dios mío, ¡qué nombres usamos! ¿Con qué ser vivo que no hayan domado conviven las personas como yo?, incluso las plantas de nuestras casas respiran con nuestro permiso. Siempre tuve miedo de lo que era –algo feo y venenoso, mortal y terrible– ese simple insecto, peor y más voraz que el fuego, yo, que prefería meter una mano en el corazón de una llama que en la oscuridad de un agujero húmedo y lleno de telarañas. Pero el ojo nunca deja de cambiar. Cuando ahora examino mi colección, ya no son solo cucarachas lo que veo, sino un orden elegante, la totalidad, la divinidad… Mi pañuelo, aquella vez, no me sirvió de mucho… Ay, marido mío, son una enfermedad terrible.
El alma oscura del mundo… una frase de la que me debería reír. El caparazón de la cucaracha me asqueaba. Y me quedo con la boca abierta. Permanezco quieta, a la escucha, aunque no hay nada que oír. Nuestra gata está en silencio. Ellas pasan de la vida a la inmortalidad entre sus garras.
¿Doy ahora gracias por que mi terror tenga otro objeto? De vez en cuando eso creo, pero me siento como si me hubieran legado una especie de misterio oriental, sagrado para un dios terrible, y soy por completo consciente de mi indignidad y de la fragilidad de mi cuerpo. Tan extraño. Es la máquina de coser la que tiene garras aterradoras. Vivo en medio de bloques de construcción de juguete y voces infantiles. Mis labores son mi único reloj, y el tiempo es interrumpido con frecuencia. Siempre había pensado que el amor no sabía nada de orden y que la propia vida era confusión y caos. ¡Saltemos!, ¡gritemos! He saltado, y para mi vergüenza, he luchado. Pero este insecto que tengo en la mano, y que me consta que está muerto, es bello, y hay un júbilo violento en su composición que ensombrece todo lo demás, porque su júbilo es el júbilo de la lápida y habita en su tumba como un león.
No sé qué es más sorprendente: encontrar ese orden en una cucaracha, o estas ideas en una mujer.
No podía hacer cambiar mi punto de vista, infectado como estaba, así que retomé su estudio con una pasión más masculina. Busqué arañas y les di un santuario; acogí gusanos de todo tipo; fui generosa con las cigarras y crisopas, pulgones, hormigas y diversas larvas; mimé a varias clases de escarabajos; cuidé de los grillos; cobijé avispas; mantuve los insecticidas de mi marido lejos de los saltamontes, mosquitos, polillas y moscas. He dedicado horas a ver cómo se alimentan las orugas. Puedes ver cómo las hojas que engullen pasan a través de sus cuerpos; observar cómo estos se estrechan e hinchan hasta que su pulpa inútil es expulsada en círculos perfectos por el recto; porque las orugas son una simple sección de intestino, un tallo decorado de anhelante músculo, y todo su ser se afana en el esfuerzo de la digestión. Le tube digestif des Insectes est situé dans le grand axe de la cavité générale du corps… de la bouche vers l´anus… Le pharynx… L´œsophage… Le jabot… Le ventricule chylifique… Le rectum et l´iléon… Sin embargo, al arrastrarse se someten a elegantes leyes.
Mis niños deberían estar tan contentos conmigo como lo está mi marido, soy, en apariencia, muy servicial con ellos, pero se han asustado y no les interesa ni husmear ni coleccionar. Mi pasatiempo ha dejado mis ojos malheridos, y a veces, imagino que estos emergen de mi cabeza; sin embargo, quizá, no vea de forma tan distinta a Galileo cuando halló el firme propósito del péndulo. No obstante, mi cuerpo se resiste a tal información. Se agota ante su perspicacia. Y no puedo olvidar, incluso mientras observo la floración de nuestras damas de noche, el principio simple del insecto. Aunque, después de todo, se trata de una cucaracha negra y achaparrada, un bicho que asusta a las amas de casa, que solo ha venido para morder la lana alquilada y encontrar una muerte absurda entre los incisivos de la gata de la inquilina.
Extraño. Absurdo. Soy la señora de la casa. Este punto de vista que me da escalofríos es el punto de vista de un dios, y de algún modo, estoy segura de que podría entregarme completamente a él; si no fuera porque sigo siendo una mujer, podría desarmar mi vida, encontrar paz y orden por todas partes; y me acuesto junto a mi marido y le toco el brazo y considero la tentación. Pero soy una mujer. Y no soy digna de ello. Y quiero gritar oh, marido, marido, estoy enferma, porque he visto lo que he visto. Qué podría hacer él ante eso, pobre hombre, al despertarse en mitad del sueño para oír ese sinsentido, solo podría consolarme a ciegas y murmurar sueños, cielo, solo sueños, pesadillas, como les digo yo a los niños. Podría huir como la sabia cigarra que abandona su caparazón para hacer travesuras. Podría marcharme y dejar que mis huesos jugasen a las cartas y diesen azotes a los niños… Paz. Cómo puedo pensar en cosas tan ridículas –la belleza, la paz, el alma oscura del mundo– si soy la señora de la casa, preocupada por la alfombra, ordenada y puntual, rodeada de bloques de construcción de juguete.

Katharina Bendixen - "El árbol de botellas de whisky"

Posted by La mujer Quijote in ,


Cuentista alemana. También escribe libros para niños.
Este cuento pertenece al volumen "El árbol de botellas de whisky y otros cuentos" de 2009.
La versión es la de Carolina Previderé.


El árbol creció muy bien este año. Hace veinticinco años que lo plantamos. Ese día enterramos una botella de whisky en la tierra dura de febrero. Yo todavía era chico; mi madre me había prohibido llevarme tierra removida a la boca o metérmela en el bolsillo del pantalón. Yo igual lo hacía porque total nadie notaba que faltaba tierra. Con la tierra armé una maceta en mi cuarto, pero las plantas no crecieron. Sin embargo, el árbol crecía muy bien en el patio. Creció más rápido de lo previsto, ya en el verano mi padre pudo cosechar. Mi madre cosechaba poco, no cosechaba nunca. Durante mucho tiempo no fui lo suficientemente alto como para llegarles a las ramas. Hoy sí llego, pero soy tímido. A mi padre le parece una ridiculez que sea tímido. Soy tímido con mi padre y con el árbol. Y con el pasto seco de alrededor. Nunca jugaba en ese sector cuando era chico. Ahí abajo no hay reposeras, no es un árbol que dé sombra.
Con los años el árbol creció un montón, ni el verano ni el invierno se lo impedían. Fueron contados los meses en los que el árbol no creció, pero sí hubo temporadas en las que no me dejaban regarlo. Mi madre en la cocina me decía que no lo regara. «Hijo, no riegues el árbol», decía mi madre. Y yo regaba el árbol. «No lo riegues», decía mi madre, lo decía dos o tres veces por día, cada día, a cada hora, mientras lavaba vasos y platos mirando hacia el patio por la ventana de la cocina. Llevaba puesto su batón lila y mi padre, sentado abajo del árbol, se lo criticaba. «¡Odio ese batón lila!», me gritaba mi padre a través del patio, «¡odio tu batón lila!», le gritaba desde el patio a la cocina. Y yo regaba el árbol, lo regaba dos o tres veces por día, cada día, a cada hora. Con la regadera verde, con la roja, con las dos regaderas que llenaba en el tanque de agua de lluvia; lo regaba y lo meaba, porque supuestamente le hacía bien, eso decían; tomaba en la cocina toda el agua que podía y después iba corriendo al patio y meaba el árbol. Transporté al patio la tierra que tenía en mi cuarto, donde no habían crecido las plantas, y la esparcí toda por el pasto reseco de alrededor, la alisé bien prolijo para que el pasto y el árbol crecieran mejor. El pasto no crecía, pero el árbol sí.
Y nunca jugué en el pasto seco debajo del árbol, siempre al costado, atrás de la casa cerca del tanque de agua de lluvia. Pero una vez, sin querer, se me fue la pelota abajo del árbol. Justo en ese momento mi madre nos llamó a comer. La pelota azul quedó quieta ahí abajo. En la cocina me comí rápido un pan con salame y volví al patio. Mientras nosotros comíamos, el árbol se había tragado la pelota, la había digerido y luego escupido en triangulitos sobre el pasto seco. Mi madre no me regaló otra pelota porque yo regaba y meaba el árbol. Mi padre no me regaló otra pelota porque se pasaba el día sentado abajo del árbol y me observaba cuando lo regaba. Yo no jugué más con la pelota azul.
Hubo largos veranos en los que no me dejaban regar el árbol y yo igual lo regaba, y hubo largos inviernos en los que el agua se congelaba sobre el pasto ralo de alrededor; y yo iba corriendo a la escuela con la mochila en la espalda y me patinaba en la vereda helada y en la escuela pensaba en que el árbol tenía que crecer, y en clase de dibujo me perdía la lección de teoría del color culpa del árbol y del pasto todo escarchado, pero también me la perdía porque regar me agotaba. El árbol tenía que crecer. Y crecía bien.
También hubo épocas en las que sí tenía que regar el árbol. «Hijo, regá el árbol», decía mi madre, y yo regaba el árbol. «Más regalo», decía mi madre, y yo lo regaba más. Con el batón rosa puesto, mi madre me hacía ir, regadera tras regadera, desde el tanque de agua de lluvia hasta el árbol y de nuevo al tanque; yo acarreaba el agua en la regadera verde, en la roja, en ambas regaderas a la vez remolcaba el agua; «regá el árbol», me gritaba mi madre y me apuraba golpeando con los nudillos la ventana de la cocina; y mi padre, sentado abajo del árbol, me tiraba con los plastiquitos azules. Le gustaba el batón de mi madre. «Me gusta tu batón», exclamaba mi padre, y mi madre lo saludaba con la mano desde la ventana de la cocina, y se reían los dos al mismo tiempo cuando un plastiquito azul me daba en la cabeza mientras estaba regando y por el sobresalto me chorreaba sin querer los pantalones o los zapatos. A la noche me ponía a juntar los plastiquitos que habían quedado por fuera del pasto reseco, los guardaba bien en una caja de cartón en mi cuarto y, con los años, fui armando una nueva pelota. Hasta el día de hoy, no alcanzan como para una pelota entera, apenas llegan a formar una semiesfera agujereada.
En las épocas en las que sí tenía que regar el árbol, mi madre llevaba sorbetes y corchos en los bolsillos del batón; en esas épocas mi madre tallaba de noche en la cocina y durante el día tenía los bolsillos del batón llenos. Tallaba para mi padre corchos con motivos de plumas de pájaro y plumitas de ganso, y decoraba los sorbetes con diminutos ornamentos. Y mi padre se sentaba debajo del árbol y chupaba de las pajitas haciendo ruido; y mi madre me gritaba desde la cocina que regara el árbol y se aplicaba apósitos en los cortecitos que se había hecho tallando durante la noche; y yo regaba el árbol, y podaba sus brotes y le recortaba la copa dándole una forma más linda que la que tenía y que a mi madre le gustaba más. Y el árbol crecía muy bien.
Ese año el árbol creció como nunca. Hace rato ya que está grande, pero igual lo sigo regando. Es verano y mi madre dice que no riegue el árbol. «Hijo, no riegues el árbol», dice mi madre, y yo riego. Riego porque mi padre se sienta abajo del árbol y suplica. Mi padre suplica y al mismo tiempo cree que soy ridículo porque soy tímido. «Hijo, no seas tímido, o acaso no sos un hombre», dice mi padre. Yo riego el árbol con la regadera verde, con la roja, lo riego con las dos regaderas, y las dos ya están agujereadas. Corro por el patio, corro desde el tanque de agua de lluvia hasta el árbol. Tengo músculos fuertes, pero cuando las regaderas están agujereadas, no hay músculo que valga; pierdo por el camino la mitad del agua que cargo, pero igual riego. Mi madre está en la cocina y lleva puesto el batón beige y lava vasos y tazas y enjuaga sorbetes. El moho de los sorbetes no sale, no vienen cepillos tan chiquitos. Mi madre lava y lava y no le importa, no mira el agua del fregadero, sino que me observa a mí mientras riego, y a la noche muerde su pan con salame sin poner la mesa. «¡Odio su batón!», le grito yo a mi padre a través del patio. Mi padre chupa con ruido de las pajitas con moho y larga una risita. «¡Odio tus batones, mamá!», vocifero yo desde el patio a la cocina. No seas tímido, dice mi padre risueño mientras yo grito. Yo sé que el árbol no se va a secar si no lo riego. Lo único que sigue seco con el paso de los años es el pasto de alrededor. Está seco por culpa de los plastiquitos azules, y ahí sí no hay músculo ni riego que valga.