Mafe Moscoso - "La santita"

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Cuentista y ensayista ecuatoriana. Sus ensayos se centran en el ámbito de la antropología. Sus líneas de investigación principales son la memoria y las migraciones, las pedagogías críticas, la etnografía experimental y los estudios y prácticas anticoloniales.
Este cuento pertenece al volumen "La Santita" de 2024 (Edición consonni) y publicado en este blog bajo licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0.


Francisco suspiró:
—Había una vez —dijo— un ermitaño que murió, subió al cielo y se acurrucó en los brazos de Dios. Había encontrado la beatitud perfecta. Pero un día, inclinándose sobre la tierra, divisó una hoja verde. «Señor, Señor, déjame bajar, permíteme sentir otra vez el placer de tocarla». ¿Has comprendido, hermano León?
No respondí. Tenía miedo. ¡Ah, qué grande es, en verdad, la atracción de la hoja verde!
—El pobre de Asís, Nikos Kazantzakis.



Le mató a la Santita, exclamó la mujer. Utilizando como herramienta la pequeña y redonda cumbre formada por sus uñas, dio un pellizco a su falda impregnada de la suave manteca de las hallullas tibias que cada madrugada se cocían abrazadas por las llamas del horno. Luego del pellizco, sus manos estiraron la tela opaca y, sin embargo, chispeante que, como a wawa de pan, la envolvía cálidamente. El paño renegrido que cubría sus muslos mestizos de mujer de ochenta años se dilató, expulsando un universo de ácaros, líquenes, artrópodos, sedimentos antiguos, astillas, piel, polen y restos de máchica. Horas antes, un metalero de pelo largo había entrado a la iglesia, se bebió el vino, probó las ostias consagradas, tiró al piso las figuras que se veneraban en el templo. Desapareció dejando atrás vino derramado y destrozos. Como el resto de esculturas y figuras, al caer, la Santita se rompió en dos partes.

Le mató a la Santita, volvió a repetir. Le mató a la Santita. LE MATÓ A LA SANTITA, confirmó, abriendo la comisura de su boca escarchada. Separó aún más la carne de sus labios sin carmín: si abro más la boca todo sale, pensó con el pensamiento fantástico que asigna la posibilidad de mundo basado en la similitud o en la contigüidad temporal. Se santiguó tres veces, salió de la iglesia con su movimiento de pajarito, con su andar de pies descendientes de otros pies, de otras uñas, de otros dedos y plantas, tendones, tobillos y cartílagos. Avanzó entre los chaquiñanes. Agarró su bolso, lo apretó contra sus costillas de paja toquilla, caminó sin preguntarse hacia dónde tenía que dirigirse, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa hago mi caminito de vicuña. Hace ochenta años la repetición, la vida, la repetición, la vida: cinco calles arriba, dos a la derecha, en la esquina de la chuquiragua media vuelta hacia las escaleras de la esquina, luego arriba en dirección al árbol de capulíes, luego a la derecha, luego otros 50 metros, atravesar el patio de la casa de la vecina a través de cuya ventana miraba la niña loba, llegar a casa. Ahí está, como cada día. Con sus manos olor a vela chamuscada, la tía Charo estiró aún más la tela de su falda. Su falda de tela sastre made in USA.

Al otro lado del portal oxidado naranja, una criatura mitad burro mitad perro ladró. Mitad burro mitad perro, Yuca, movía su cola. Llucshi, gritó la tía Charo. Llucshi. Casi perro casi burro miró con tristeza a la tía Charo, detuvo el meneo de la cola, introdujo la lengua en su hocico, agachó las orejas, se arrastró hacia el trozo de cemento que hace catorce años era su rincón preferido, su colchón, su territorio tibio y húmedo de ensoñaciones, lametones, autoplacer.

La tía Charo miró de reojo a casi perro casi burro. Ese día decidió no hacer su ritual matinal arrimada al fogón de la cocina en donde, cada mañana, se reunían todos los seres que habitaban la casa. Caminó directamente hacia el salón. Hoy apenas soy capaz de ver. Con la naturalidad de los mismos gestos, el mismo caminito de todos los días, la burbujeante agua bendita consagrada, la manteca de cerdo sobre la paila, alejó los vidrios de sus lentes de su rostro, como si fuesen un bebé al que se observa por primera vez. Los limpió, utilizando la falda opaca y, sin embargo, chispeante, que cubría sus muslos de ochenta años. Ahora hay más claridad. Encendió la luz, bajó un pequeño escalón, se dirigió al niño Jesús que estaba recostado sobre una pequeña canasta de mimbre. Lo tomó entre sus manos, lo llevó hasta sus pechos, se sentó sobre la silla de mimbre, lo observó. Lo admiró con todo su amor devoto: Divino niño Jesús de mi corazón, Divino niño Jesús de mi corazón.

La criatura, embriagada por la tibieza del cuerpo de la mujer pegado al suyo, se dejó acurrucar entre sus senos. ¡Oh dulce y pequeño niño! Le mató a la Santita. Se lo comunicó quedito.

Al escuchar las palabras de la tía Charo, el Divino niño se sonrojó. Le mató a la Santita. El pequeño dios, heredado por la tía Charo de la bisabuela Manuela, era un oráculo al que consultaba todos los días. El grado de rubor de las mejillas del Divino niño presagiaba calamidades, milagros o acontecimientos inesperados. La tía Charo, caminar de pajarito, colmó de besos los pies del niño, empanadas de viento, cofres de caña de azúcar, dulcecitos de guayaba con maní. Embelesado, el niño le comunicó lo que tenía que ocurrir.

La tía Charo entendió. Abrió el bolso que tenía entre sus piernas, extrajo la cabeza de la Santita y la colocó sobre el suelo de madera, el cual, al ser tocado por el objeto precioso, irradió luminosidades y luminancias que, como una corriente de río dulce, se extendieron hacia paredes, ventanas, las hojas de los helechos y las bombillas que se apagaron y se encendieron, brillando tan fuertemente que los ojos de la mujer, encandilados por el resplandor, se cerraron.

El rostro de la Santita, su radiante piel de madera, sus hermosos ojos abiertos que miraban con mirada de carey hacia una esquina mohosa de la pared, eran de una belleza inabordable. Era tan guapa que no se la podía mirar apenas. Era tan hermosa que resultaba difícil imaginar que no existiese, pero al mismo tiempo, también era difícil imaginar que existiese. La Santita era tan pero tan espléndida que no era de este mundo. Era un alien, una diosa astral, un demonio, un extraterrestre andino, una yachaq de oro, un hada de las nieves del Chimborazo, un jaguar sagrado.

Era tan hermosa que fue canonizada y convertida en ícono popular. La iglesia que la acogía se había convertido en un centro de peregrinación. Cientos de fieles llegaban solo para contemplarla. Las colas de la pequeña ciudad en la que había nacido la Santa eran interminables porque nadie deseaba morir sin haberla visto por lo menos una vez en vida.

Wilfrida la hermosa, la rockera hermosa, la Santa, murió a los diecisiete años. Era la nieta número uno de la tía Charo, pies de pajarito. La tía Charo, hija de Carolina y Arsenio, había dado a luz a cinco hijos y una hija. Antonia, su hija mayor, se casó con Antonio. Antonio y Antonia formaron una familia nuclear católica cuyo fruto fueron Antonio, Antonia y Wilfrida. Al nacer, la criatura señaló hacia su abuela. Wilfrida fue bautizada como Wilfrido en la iglesia un sábado por la mañana, amadrinada por la tía Charo quien, además, era asidua de la misa de las 6:00 que tenía lugar allí mismo, en la parroquia que luego sería la morada de su nieta, su niña bonita, su niña rockera, su niña huraña.

Al nacer Wilfrida, la curandera del barrio pasó sus dedos de bruja por la diminuta y blanda espina dorsal de la criatura, sostuvo el cuerpo pegajoso y tierno del bebé entre sus manos, buscó las pupilas oscuras de la tía Charo y dijo: Es una niña especial. No va a tener una larga vida porque no es de este mundo.

Antonia, la madre, corrigió: Es un niño.

Hasta los trece años Wilfrida, a quien desde chica le dijeron que era especial, estuvo convencida de que era el mesías. Su presencia en el mundo era como un valle de cacao dulce, un venado que jugaba discretamente, un montoncito de guijarros que alegraban a quienes lo podían observar. Sin amigos, la niña huraña vagaba por las calles de la ciudad vestida siempre de negro, con su walkman a todo volumen, sudamerican rocker siempre. Paseaba por las habitaciones de su casa, por los pasillos de la escuela, sin apenas ser vista, sin apenas ser escuchada, sin apenas ser notada. Sin embargo, al cumplir los trece años, ocurrió algo que alertó a todos, menos a la propia Wilfrida, Wilfrida la hermosa.

En lugar de devenir en un joven mozo, como se esperaba, a Wilfrida le crecieron los pechos, su manzana de Adán no se hinchó dentro de su garganta, sangre menstrual roja cayó por sus rodillas y su voz no se transformó. El venadito era un alien, el octavo pasajero, un bicho, una criatura parasitoide que hacía su aparición. A los ojos del vecindario el mesías, el soldadito de dios, desaparecía un poco cada día, devorado por fuerzas desconocidas, maliciosas, endemoniadas.

La tía Charo, sin embargo, apenas le daba importancia al fenómeno. Cuando las avispas le preguntaban por Wilfrida, respondía: Es una criatura particular. La respuesta de la tía Charo se abrazaba con la fuerza de un felino a la profecía de la curandera y la ayudaba a nombrar con amor una diferencia que ella no sabía ni quería explicar. El resto de la ciudad, en cambio, contemplaba atónita la lenta y, sin embargo, incontenible transformación de la Santita. El monstruo era un capullito, una crisálida, una oruga que poquito a poquito, suave, suavecito, había iniciado un proceso de conversión. Sus rasgos se volvieron tersos como las hojas de plátano, su estómago se abultó formando masitas, su piel emanaba un olor dulce como de chocolate de Zamora, sus labios se redondearon, su cintura se estrechó, sus pechos se hincharon como mangos dulces, su pelo creció convirtiéndose en una cascada amazónica que caía sobre su espalda. Bendecida por los espíritus y los apus, la criatura había iniciado un proceso de transfiguración cosmológica de dimensiones espíritu-tekno-fluviales impredecibles.

Pero, sobre todo, Wilfrida la rockera se convirtió en el ser más hermoso del planeta.

Cubierta por las alas de la tía Charo, caminar de pajarito, la Santa experimentó su transformación con la misma naturalidad que la crisálida que expulsa en forma líquida sus glándulas productoras de seda, las cuales, al tomar contacto con el exterior, se secan, permitiendo cumplir al menos tres funciones: unir hojas para guarecerse, formar vías de huida y formar capullos para la crisalidación.

El capullo era mariposa y la mariposa era capullo. La Santita, la rockera hermosa, flotaba en un jardín salvaje de orquídeas ecuatoriales que florecían sumergidas en estanques inoculados de restos de derrames petroleros y ácido fosfórico. Era flor nacida en un embalse donde crecía una violencia aceitosa que se expandía cada día entre las paredes de ladrillo y las callejuelas de un pueblo prístino, de un juguete rabioso.

El cura, el alcalde, el médico, el profesor, el policía, el farmacéutico, el intelectual, el mesero, el banquero, el carnicero, el juez, el guapo del pueblo, el dentista, el panadero, el arquitecto, el electricista, el administrador, el hacendado, el contable, el futbolista, el borracho, el supertímido, el incrédulo, el matón, el bromista, el pesado, el propietario de casi todo, el comprador compulsivo, el cirujano plástico, el padre de familia, el hijo de buena familia, el director, el actor, el pillo, el tenista, el poeta. Todos la mataron.

Juntos, la miraban.
Escondidos, la miraban.
De cabeza, la miraban.
Por separado, la miraban.
En grupo, la miraban.
Borrachos, la miraban.
Boca arriba, la miraban.
Mientras meaban, la miraban.
En sueños, la miraban.
De par en par, la miraban.
En cuclillas, la miraban.

La miraban con sus miradas carroñeras, con sus miradas de deseo incontenible, el cual, sin embargo, acompañaban de insultos.

Mariposón, marica, meco, sodomita, señorita, wafle, viruela, tramboyo, trucha, trolo, sugar daddy, rosca, mamita, locaza, loca, locota, colipato, puto, putete, pirobo, pillín, pargo, pájaro, mostacero, marisquito, mariquita, chimbombo, apio, mariposón, mariposón, mariposón de mierda, mariposón de mierda, mariposón de mierda, mariposón de mierda.

La crucifixión de la Santita tuvo lugar el día en el que cumplió diecisiete años, un viernes de Dolores, día de la procesión del señor de la Agonía. Esa madrugada, la tía Charo abrió sus párpados, rezó bajo el calor de las sábanas y las mantas de lana tibias, saludó a las nubes, tomó una ducha, peinó sus cuatro pelos de pajarito mojado, encendió el fuego en la cocina, saludó al Divino niño, Divino niño Jesús de mi corazón, amaneces pálido, preparó café, calentó la leche, retiró la espuma y la nata para comerla más tarde untada en bizcochos junto a Wilfrida, saludó a la luna, cortó un trozo de queso tierno, introdujo el queso tierno entre pan y pan, saludó a las gallinas a las que alimentó con maíz, se sentó junto al fogón, saludó a las llamas ardientes, mojó sus labios escarchados en el café, masticó el pan con queso, saludó a la araña de la pared, permaneció allí unos minutos cuidando el fuego, salió en dirección a la iglesia, caminito de vicuña, saludó a casi perro casi burro, saludó al sol.

Al llegar a la plaza principal la vio entre las sombras, iluminada y muerta, la vio iluminada y muerta al llegar a la plaza principal. Su nieta número uno, su amor, su niña bonita, su mijita adorada, su mariposa. Su niña rockera de brazos abiertos, clavada a fuego, hermosa y sangrante. Amanecía su niña bonita, la Santita, crucificada, la rockera, muerta, hermosa, muerta y mojada por la aurora, su mija, su niña bonita, la Santa, Wilfrida, Wilfridita, la rockera huraña, amanecía hermosa, muerta, crucificada, sangrante, mojada, muerta, hermosa, crucificada.

La tía Charo, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa, sin prisa ni pausa, hizo su caminito de regreso: cinco calles arriba, dos a la derecha, en la esquina de los chaquiñanes media vuelta hacia las escaleras de la esquina, luego arriba en dirección al árbol de capulíes, luego a la derecha, luego otros 50 metros, luego atravesar el patio de la casa de la vecina con la niña loba mirando a través de la ventana. Entró a su casa sin pasar por la cocina. ¡Oh dulce y pequeño niño! Fue directa hacia ÉL, lo tomó entre sus brazos, lo apretó contra su vientre, le habló, le contó, le preguntó. Después escuchó con atención.

Regresó a la calle, recorrió el caminito de regreso hacia la plaza principal. Allí, alumbradas por los rayos de la madrugada, las avispas rodeaban el cuerpo en cruz de su nieta número uno, su niña bonita. En enjambre, extrajeron los clavos de su cuerpo hermoso, sangrante, húmedo, su cuerpo adolescente, su cuerpo herido. La tía Charo miraba, sus pies de pajarito tomaban distancia. Las avispas agarraron el cadáver de su mijita, lo condujeron a la iglesia, lo colocaron sobre el púlpito de amor bendito. Todos estaban allí. Todos la mataron.

El cura, con la sotana repleta de murciélagos, anunció el castigo: ordenó dos días de encierro, mea culpa y expiación colectiva, sobre todo las niñas, especialmente las niñas, repitió el cura, repitieron los murciélagos escondidos bajo su sotana negra, repitió el ingeniero, el dueño de casi todo, el monaguillo, el policía, el alcalde, el guapo del pueblo, los padres de familia, el burócrata, repitió el general, el bibliotecario, el tímido, el economista, el que vendía caballos, el extranjero, el tío, el suicida, el militar, el político, el administrativo. Sobre todo, las niñas, repitieron todos. Todos la mataron.

Durante dos días, las puertas y ventanas de las casas permanecieron cerradas. Nadie dijo nada, nadie preguntó. Todos callaron, todos la mataron. El mapa bidimensional urbano que representaba gráficamente el territorio con las propiedades métricas que ordenaban la población se quedó vacío. Los vecinos habían desaparecido, avispas y niñas incluidas. Los humanos se habían esfumado, como si una gran peste postcolonial hubiese llegado a la ciudad, obligándolos a confinarse en sus viviendas. Todos la habían matado y durante dos días, todos desaparecieron, a excepción de los perros callejeros, la niña loba, los fantasmas y las llamas que volvieron a ocupar, al menos durante dos días, el territorio del que habían sido desplazadas en nombre de la civilización y la bolsa de valores de Madrid.

Luego del encierro, a partir del tercer día, el pueblo regresó a la iglesia, todos ansiosos por volver a ver a la criatura, el cadáver de la criatura, el cuerpo inerte de la criatura. Pero al abrir la enorme puerta de madera, el cuerpo húmedo de la mariposa, la adolescente hermosa, la rockera huraña, el cuerpo de la nieta preferida, de la sangre de su sangre, había desaparecido. Se había esfumado, dejando únicamente los restos de su ropa color negro sobre el púlpito celestial.

Entonces el cura, con la sotana repleta de murciélagos, con los brazos extendidos hacia el cielo, anunció la buena nueva: Wilfrida, la rockera huraña, Wilfrida la hermosa, era una Santa, la Santita, su Santita, la Santita de todos. La niña hermosa había resucitado de entre los muertos. Como Jesús, como Lázaro, la rockera huraña, la resurgida, la bendecida, la devota, la más hermosa, era la Santita, la Santita de todos.

Tres años más tarde, gracias al metalero de pelo largo, la tía Charo logró traer parte de la escultura decapitada a su hogar. La cabeza estaba en sus manos, pero todavía no había logrado transportar la otra parte de la figura. Aprovechó que eran los festejos de la Mama Negra, todo el mundo estaba borracho. Esperó a que anocheciera, fue a la iglesia, se escabulló entre los asientos y el altar y encontró la fracción faltante. Nos fuímonos, le avisó. Como seres invisibles, ella y la parte faltante del cuerpo de la Santita lograron cruzar la ciudad, sin ser vistas, hasta llegar a casa.

Minutos más tarde, el timbre sonó. Con lentitud de caracol fue hacia la puerta, la abrió, permitió que la niña loba ingresase. Caminó tras ella, se dirigieron al salón. Se prepararon.

Las manos peludas de la niña sostenían una parte de la escultura de la Santita; la tía Charo, la otra. Juntaron las piezas, aunaron cabeza y cuerpo mientras la niña loba ponía en juego un lenguaje cosmopoético, el cual parecía deshacer un encantamiento, liberar poderes que permitieron la transformación de la escultura, como Pinocho convertido en niño de carne y huesos, en Wilfrida la hermosa, la niña rockera, la Santita.

La tía Charo, pies de pajarito fue a la cocina, encendió el fuego, calentó leche, preparó café, lo trajo, acompañado de panes de yema. Las tres, en silencio, lo saborearon a sorbitos. Se miraron entre ellas, se sonrieron. La niña Santa se puso de pie, colocó un CD. Sal y Mileto a todo volumen.

Yo no sé cómo voy a saber de todo nos dicen, de todo nos cuentan. Nos dicen aguanta mi pueblo, aguanta. Aguanta qué, aguanta qué. Aguanta qué pues hijue puta.

Cantaron y bailaron rock durante varias horas.

En algún punto de la noche la tía Charito preguntó si tenían hambre, la niña loba y la Santita respondieron en coro que sí. La tía Charo se dirigió al fuego de la cocina a calentar un gran caldo de patas y mote, pero antes le echó una mirada al Divino niño. El Divino niño, con las mejillas rosadas, guiñó su ojo izquierdo. La tía Charo, sonriendo, le devolvió el guiño. Luego siguió su caminito de andar de pájaro. Resplandor.

Elvira Liceaga - "Raquel"

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Novelista, guionista y cuentista mexicana.
El cuento pertenece al volumen "Carolina y otras despedidas" de 2018.



Quedan tres mujeres en la casa del patrón. Las tres están en la sala. La menor y la de en medio están acostadas en posición fetal en el sillón largo. Los dedos de los pies de una tocan ligeramente la cabeza de la otra. La mayor está tumbada en otro sillón, individual, también floreado. En el terreno a dos casas de distancia, un hombre robusto monta un instrumento que perfora el piso. La de en medio llegó la noche anterior. La menor tuvo celos de la de en medio, porque, traicionera, se escapó hace muchos años y en sus cartas describía una ciudad pacífica rodeada por el agua. La mayor se ha dedicado a cuidar de la menor, quien algunas veces sueña que viaja en un avión descompuesto que se cae en pleno vuelo; su cuerpo, entonces, convulsiona durante un par de minutos hasta que el mal la abandona, su cuerpo se equilibra y continúa durmiendo como si nada, y al rato tararea, como bendecida, música clásica que a las pocas horas vuelve a perderse en la oscuridad de su memoria. La de en medio lleva un fajo de dinero escondido en los bolsillos de su falda. La mayor fue la primera en llegar. Tuve la pesadilla, dice la menor, una vez despierta. Cuando la mayor no alquila su vientre, se alimenta de vodka y cigarros, sin filtro, de los más baratos. La de en medio aprendió a comunicarse en inglés a pesar de llorar en español. Trac-trac-trac-trac-trac-trac, un hombre perfora el piso afuera. La menor bosteza. La mayor estuvo enamorada de un hombre andaluz con el que tuvo dos hijas, quien se las llevó. La de en medio también fuma. La comida es para la menor, a quien, de muy chica, el doctor extrajo las neuronas que contraen el cuerpo cuando tiene la pesadilla, pero aún tiene la pesadilla. El último trabajo que tuvo la de en medio en el otro lado fue alimentar a las serpientes de un zoológico situado en lo alto de un bosque, a donde iba la burguesía a hacer camping. La menor se acurruca. Depositaba conejos vivos en un cajón de metal mientras las serpientes lamían intermitentemente la ventana que las separaba de ella. La mayor cruzó el mar para encontrar sin éxito al andaluz. Cuando el doctor le tocaba con un aparato un punto de la cabeza, la menor recordaba con escalofríos, como si lo hubiese vivido unos minutos antes, la primera vez que entró al túnel. El reloj de la sala anuncia las once horas. Un conejo por la mañana. El día que entró al túnel, la madre llevó a la menor a una heladería con taburetes acolchonados y paredes pintadas color menta, le concedió dos bolas de helado en un cono, una de uva, otra de limón; el dependiente dejó caer chocolate caliente, que al contacto con el helado se endureció, y después una lluvia de chispas de colores esparcidas por arriba. La mayor tiene los brazos cruzados sobre el pecho, cada una de sus manos cubre un seno para no perderse lo que le queda de mujer. ¿Qué crees que vamos a hacer hoy, Raquel?, preguntó la madre a la menor. Irían a un lugar donde unos hombres y mujeres vestidos de blanco la invitarían a entrar en un juego mecánico que se llama el túnel. En Andalucía las personas hablaban diferente: gritaban y arrimaban una palabra tras otra a una velocidad asfixiante. Un conejo por la noche. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, retumba en el cerebro de la menor. El túnel era un lugar como del futuro, dentro del cual la menor jugaba acostada a las estatuas de marfil; la madre cuidaba de su ropa, sus zapatos y la bolsa con todos sus cosméticos de plástico, mientras la menor, vestida con una bata de gasa, cantaba en silencio: Uno, dos y tres así. Un conejo por la mañana. La mayor preguntaba por sus hijas en una y otra oficina atendida por hombres con bigote y uniformados. La de en medio soñaba de vez en cuando con incontables serpientes amarillas que alfombraban su habitación y trepaban a su cama hasta cobijarla. Cuando el doctor le tocaba, con el mismo aparato, otro punto de la cabeza, la menor recordaba la música sin palabras que su abuelo escuchaba en el radio, un programa conducido por dos voces ancianas; el abuelo, alto, delgado y sin pelo, se desplomaba todas las tardes a la misma hora en un sillón reclinable de cuero café, sólo abría los ojos para beber de un vaso de cristal un líquido que parecía miel. Si acaso no había conejos en el criadero, la de en medio robaba ratones de la sección de roedores. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, vibran las grietas de la casa. Una vez, la de en medio robó gatitos recién nacidos de la casa de los cuidadores; los cuidadores trataban a la de en medio como a una intrusa, con su piel oscura e incorregible, sus dioses improbables e idioma incomprensible; los ojos claros la rechazaban sin mirarla. El cuerpo de la menor tiembla. La de en medio siente el movimiento del cuerpo de la menor. El avión atraviesa el cielo volando bajo, muy cerca de la ciudad. La de en medio se levanta, la mayor también. La mayor y la de en medio vigilan la convulsión de la menor y esperan. Se escucha el silencio de Dios. Las manos de la mayor aprietan sus senos malgastados. Las manos de la de en medio aprietan sus billetes enrollados. La de en medio, trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, quisiera saber cuánto tiempo pasará antes de que se le acabe la salud a la menor. ¿Por qué regresaste?, susurra la mayor a la de en medio. La de en medio recuerda sus días en la escuela gringa; algunas veces las niñas del salón de clases fingían que no existía; esas veces pasaba el recreo en el baño. Los senos de la mayor gotean leche. Su compañera de pupitre le escribía mensajes a la de en medio en papeles que arrancaba de su cuaderno. Un día la mayor vio pasar a sus dos hijas caminando por la calle, tomadas de la mano de otra mujer, una mujer hermosa y joven. Un gatito por la mañana. La mujer hermosa llevaba lentes oscuros, las hijas también. La compañera de pupitre citaba a la de en medio en el baño, en el último de los excusados. Las hijas llevaban vestidos bordados iguales, parecían hijas de revista. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, una fuerza oculta sacude a la menor. La mayor vagó por las calles desconocidas, en los barrios estrechos, en las ciudades árabes, en países al otro lado del océano. La de en medio levantaba la mano para ir al baño. Una pareja de gitanos adoptó a la mayor, le dio de comer patatas y agua, a cambio de que pasara los días cosiendo cortinas y manteles para vender. Trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac-trac, se cae el avión. Después de unos minutos, la compañera de pupitre hacía lo mismo; la primera en llegar al baño se subía al excusado para que pareciera desocupado, la segunda en llegar cerraba con seguro; la compañera bajaba los pantalones de la de en medio y metía su mano dentro del calzón. En las bancas de una antigua plaza de piedra, la mayor aprendió a zurcir para despedirse, para remendar con hilos de algodón el paisaje rasgado. El cuerpo de la menor se aquieta. No le puedes decir a nadie, le decía la compañera a la de en medio. La menor ha meado la pijama; tendrá que bañarse porque un hombre la ha reservado para esta noche. La de en medio no sabe qué responder cuando la mayor le pregunta por qué regresó. La menor parpadea hasta abrir los ojos. La mayor se consuela a ratos pensando que las confundió, que aquellas eran hijas ajenas. Tuve la pesadilla, pero esta vez en blanco y negro, dice la menor.

Clara Morales - "Y supondréis que no sabemos responder"

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Cuentista pacense. Trabajó como periodista y solo ha publicado un volumen de cuentos. De acuerdo con Marta Domínguez "[los cuentos de Clara Morales] tienen un tema común: la memoria, la colectiva y la personal, la que queda impresa en los libros de historia y en los cuerpos. Es decir, los efectos que el pasado tiene sobre el presente".
El cuento pertenece al volumen "Ya casi no me acuerdo" de 2024.


Yo no sé lo que él ve cuando me está mirando. Ahí, del otro lado de la mesa, con el jersey gastado que insiste en conservar, los ojos claros y todavía encendidos. Recorre el nacimiento del cabello buscando huellas de no sé qué, me inspecciona las orejas, se inclina ligeramente para observar mi mandíbula, me mide las muñecas cuando me acerco a servirle la sopa o a colocarle la manta sobre las rodillas. A veces, cuando comemos, parece contarme los dientes. Estás bien, constata, estás sana.

Empieza por la mañana, tras el café. Después de unos meses, conozco ya la maniobra para que la silla de ruedas encaje exactamente entre el bidé y el váter, junto a la bañera. Él se deja hacer, permite que manipule su cuerpo aunque yo, en el fondo, sea una extraña, espera siempre con una paciencia infinita cuando se me traban los botones de la camisa o no consigo desanudar el lazo del pijama. Abro el grifo para que el agua vaya calentándose y él contempla el chorro que cae de la alcachofa vieja. A mí me gustaría evitarlo de alguna forma, si es que puede evitarse, pero todos los días hay que limpiarse y todos los días se encuentran sus ojos con los azulejos y con el cromado de las tuberías y con el ritual de la desnudez, y qué puedo hacer yo, qué tendría derecho yo a decir. No vi las duchas hasta un par de años después de llegar, comienza, por ejemplo, pero todos sabíamos lo que pasaba, y nosotros, de hecho, nunca las llamábamos «duchas», sino por su nombre. Si alguna vez hubo algún misterio, o alguien pensó que allí te metían para que salieras más limpio por la otra puerta, como dicen, yo no lo viví: cuando entré, las cosas estaban claras y todo el mundo sabía a qué atenerse. Juro que trato de cambiar de tema, le pregunto si el agua está lo suficientemente caliente, si recuerda si ayer le lavé o no el pelo, le pido que me pase el champú o el gel. Pero es inútil. Él sigue: Aunque yo no conocí a nadie que acabara en las duchas. No los conocí verdaderamente, porque todos sabíamos quiénes eran, los veías caminar por ahí, los llamábamos «los musulmanes», se iban encogiendo, achicando, cada vez más cerca de la tierra, como si rezaran. A mí me los fueron matando en otros sitios, sitios cuyo nombre ni siquiera conocíamos, sitios que no habíamos pisado, y allí nos los mataban. Le enjabono el cabello ralo, froto bien detrás de las orejas para ver si se distrae, le hago levantar un brazo, otro. ¿Sabes cómo eligieron al Mariano?, me pregunta. Sí que lo sé, lo sé, pero no digo nada. Después del trabajo, cuenta, nos hicieron formar delante de la enfermería, y aquello ya nos olía mal, porque veíamos cómo el resto de los presos se alejaban, cómo volvían a sus barracones sin siquiera mirarnos, y cómo a nosotros nos mantenían ahí, de pie, con un aire tan frío que cortaba. Aparecieron dos oficiales con una cuerda, una cuerda muy larga y muy fina, y yo ahí dije Ya está, nos matan, nos cuelgan, de hoy no pasamos. Pero se pusieron en el centro del patio sosteniendo la cuerda bien tensa en el aire, a la altura de nuestras rodillas. Había que saltar: si lo hacías bien, te quedabas; si tocabas la cuerda, adiós. Yo salté, Mariano ni siquiera lo intentó, se lo llevaron. Bueno, pues vamos a enjuagarnos, que ya estamos, le digo, pero él no me escucha o hace como que no me escucha. Luego lo estuve buscando en las listas, al Mariano, y lo estuve buscando cuando llegaron los americanos y llevé a aquel sargento a conocer el campo, estuve buscando su cara entre los montones de cuerpos y sus zapatos entre la cal, y el americano se iba agarrando a las paredes y se llevaba las mangas de la chaqueta a la nariz y me gritaba cosas, pero yo al Mariano no lo veía por ninguna parte ni supe jamás dónde acabó. Cierro el grifo y escuchamos el sonido gutural del agua que se desliza por las cañerías, el vapor condensándose sobre la porcelana blanca, una gota que se desploma en algún sitio. ¿Y sabes qué hacían con los judíos?, pregunta. Sé lo que hacían con los judíos porque me lo ha contado: que les tiraban al suelo los restos de la sopa para que la lamieran de la tierra sucia, que les azuzaban a los perros en la cantera y ellos preferían arrojarse por las escaleras a que los devoraran, que les hacían sumergirse en el río y caminar luego durante horas hasta que se les congelaban las ropas y morían. Que un día, al amanecer, vieron el cadáver de uno atrapado bajo el hielo del lago, con los ojos muy abiertos, mirando al cielo. Pero no digo nada, qué podría yo decirle, y seco bien sus pliegues y le corto las uñas y lo peino y lo perfumo mientras él sigue hablando.

Yo le devuelvo la mirada. Lo imagino con más pelo, con el negro azabache de las fotos. La piel tersa, la sonrisa grande de labriego, el mentón alto, los ojos llenos de algo que podría ser el futuro, la posibilidad. Le busco en la masticación farragosa las muelas que no tiene, los huesos fuertes, los órganos brillantes, la mente limpia del que no ha visto y no ha olido y no ha escuchado. A veces veo otras cosas: su cráneo, las costillas, el dedo que perdió, sus pasos descalzos en la nieve. Mira, lo animo, qué buen día hace.

He cocinado arroz con pollo para los dos, le he limpiado las migas del mentón y del pecho, he recogido la mesa y fregado los platos con la radio de fondo, muy bajita, la música con la que saldría a bailar los fines de semana si pudiera pero que él no soporta, me he fumado un cigarro junto a la hornilla, he escondido las cenizas al fondo del cubo de basura, he vuelto a la salita y me he tumbado al fin en el sofá mecida por el rumor de la novela. He soñado con la casa que era mi casa antes de esto, he soñado con mis hijos, he soñado que tenía el día libre y que no me quedaba nada más por hacer.

Pero su voz me arranca de la siesta. Había una mujer, una mujer en el campo, dice. Anochece y entra por la ventana la luz azulada del invierno y también el resplandor naranja de las farolas. Había una mujer en el campo, repite, a la que yo no había visto nunca. La mujer estaba muy enferma, todos sabíamos que pronto moriría y ella lo sabía también, porque habíamos aprendido a reconocer las señales. La mujer estaba postrada en la enfermería, a donde me habían enviado con una carretilla para recoger los cuerpos. Tenía los ojos fijos en una ventana a la que no le quedaba ya ningún cristal y, al sentirme en el barracón, alzó el brazo y señaló hacia el exterior. El árbol, me dijo, el árbol es lo único que tengo. Afuera, el viento mecía un árbol sin hojas. A veces hablo con el árbol, me dijo. ¿Y te contesta el árbol? Sí, dijo ella, el árbol me contesta. ¿Y qué te dice? El árbol me dice Estoy aquí, yo soy la vida, yo soy la vida eterna.

Me incorporo y enciendo la lámpara de pie. Miramos los dos por la ventana, desde la que no se ve ningún árbol, y luego vuelvo a la cocina para empezar a hacer la cena.

Un día nos sacaron a todos de los barracones y nos llevaron al patio central. Mientras gaseaban las casetas para desparasitarlas, nos hicieron desnudarnos, se llevaron nuestros uniformes infestados de piojos y los barberos chicainas nos afeitaron por todas partes con unas máquinas oxidadas que parecían tijeras de podar. Era verano y nos dejaron allí todo el día, de manera que el sol acabó quemándonos la piel blanquísima, a la que no le daba la luz desde hacía meses, y en la nuca y sobre los hombros se nos alternaban las ampollas, las heridas del pelado y las llagas del trabajo y la desnutrición. Otro día, en otra fumigación, un republicano cometió el error de no reconocer a un cabo, un prisionero alemán, porque desnudos todos éramos un saco de huesos, y no sé bien por qué el compañero se puso nervioso y acabó dándole un puñetazo al cabo, con tan mala suerte que le saltó un ojo, de forma que al pobre diablo lo molieron a palos allí mismo y luego se lo llevaron. Había un tipo en el barracón que estaba en uno de los Kommandos que trabajaban en el pueblo e iba recolectando caracoles que encontraba entre la hierba al borde de la carretera. Por la noche se los sacaba del bolsillo, los metía en un bote y los ponía al fuego para luego comérselos. A nosotros nos daba muchísima envidia y mirábamos el bote, del que iba saliendo poco a poco una espuma densa, ahogando apenas los rugidos de nuestros estómagos, hasta que alguien le robó el bote y el compañero se volvió loco y acabó haciendo que le metieran un tiro. Lo peor era salir a trabajar al amanecer, porque entonces te encontrabas, pegados a la alambrada como moscas en una telaraña, a todos los que no habían aguantado y se habían lanzado contra ella aprovechando que en las guardias nocturnas aumentaban la potencia al máximo. Un día, no sé bien en qué año, se me metió el frío en el cuerpo y, a medida que transcurría la mañana, yo notaba cómo me iba subiendo la fiebre, cómo se me aflojaban las rodillas y apenas era capaz de caminar. Enseguida se formó un consejo: Se tiene que tumbar, No, que no se tumbe, que si se tumba no se levanta, Hay que llevarlo fuera para que se le baje la temperatura, Hay que encender un fuego para que se caliente, Pero cómo vamos a encender nosotros el fuego de día, que estás tonto. Entonces alguien señaló un montón de cadáveres en las traseras de una barraca: Mira, ahí hay doce judíos muertos, que los acaban de traer y aún estarán calientes, te metes entre ellos y nadie se da ni cuenta. Y eso hice, y se me fue el frío, y ese día no me morí. Descubrimos a un oficial encogido sobre una piedra, llorando como un miserable, y después de mucha discusión uno que conocía el idioma se acercó a preguntarle qué le pasaba, y el oficial contestó que su mujer y su hija habían muerto en un bombardeo y que maldecía mil veces la guerra, pero cuando otro cometió la osadía de tocarle el hombro para consolarlo, el alemán nos espantó a patadas y nos arrojó piedras, y durante días temimos que nos denunciara, aunque nunca sucedió nada. El médico auscultaba a los enfermos del barracón número 20 y les iba escribiendo en el pecho, con tinta azul, TBS, tuberculosis, y a esos los llevaban a la enfermería, donde les administraban una inyección que les contraía los músculos de la cara y los mataba en el acto. A los rusos, según iban llegando, los molían a palos en el patio y los dejaban allí para que los recogiéramos. Si trabajabas en las cámaras retirando cadáveres, debías humedecer un pañuelo y llevártelo a la boca para no acabar asfixiado. La gente se arrojaba desde la cantera. La gente se lanzaba contra las alambradas. La gente pedía consulta para la inyección letal. La gente se suicidaba con un trozo de cuerda. La gente desaparecía. La gente se hacía disparar. La gente clavaba las uñas en los azulejos.

Yo pongo la radio o coloco los cacharros de la cocina o salgo al pueblo a dar un paseo, pero cuando vuelvo él sigue ahí, contando y contando, y yo sé que lo hace por sacárselo de dentro, para que no se le quede el horror en el estómago, y sé que si está vivo es porque habla, porque otros no hablaron y están muertos, pero cuenta y cuenta y cuenta, y a mí se me llenan los pucheros de huesos y la chimenea de ceniza y los sueños de perros y de abismos, y le digo, un día lo interrumpo y le digo: Se acabó, se acabó, o te callas o ahora mismo cojo la puerta y me voy. Él me atraviesa con sus ojillos claros, como midiéndome, como pesando mi alma. ¿Y sabes qué hacían con los judíos?, me pregunta.

Xiao Hong - "Las manos"

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Novelista, cuentista y ensayista china cuyo nombre real era Zhang Xiuhuan que luego se cambió a Zhang Naiying (también utilizó el seudónimo de Qiao Yin). Pese a la cortedad de su obra (falleció con 31 años) esta considerada como “la diosa de la literatura china de los años 30”. Sus textos siemrpe tienen una parte autobiográfica y muestran las injusticias de la vieja sociedad china.
El cuento fue escrito en 1935 pero desconozco dónde fue publicado por primera vez. Ha aparecido en español en varias antologías como la editada por Liljana Arsovska, "Vidas. Cuentos de China contemporánea" de 2013.
La versión es la de Tu Xiaoling.


Entre mis compañeras de escuela nunca había visto un par de manos como aquél: azul, negro y violeta, colores que cambiaban desde las uñas hasta los antebrazos.
Apenas llegó la apodamos “el Engendro”. Entre clases corríamos a su alrededor, pero nunca nadie le preguntaba por sus manos. Mientras la maestra pasaba lista no podíamos contenernos y en el salón estallaban las carcajadas.
—¡Li Jie!
—Presente.
—¡Zhang Chufang!
—Presente.
—¡Xu Guizhen!
—Presente.
Una tras otra se iban levantando y sentando con rapidez y orden. Sin embargo, cada vez que se oía ¡Wang Yaming! se perdía un poco de tiempo.
—¡Wang Yaming! ¡Wang Yaming! ¡Te están llamando!
Ella se ponía de pie después de haber escuchado el apremio de las compañeras.
—¡Presente, presente, presente! —contestaba mirando hacia el techo y con las oscuras manos pegadas al cuerpo.
Sin importar las burlas, nunca perdía la calma. Acomodaba la silla produciendo agudos rechinidos y se sentaba con solemnidad. El proceso parecía durar varios minutos. En una clase de inglés la maestra se rió tanto que tuvo que quitarse las gafas para frotarse los ojos:
—No respondas más “hei er”, di presente. Si contestas con eso de “hei er” parece que dices “oreja negra”. Di “presente”.
Todo el grupo soltó la carcajada dando fuertes zapatazos en el suelo. En la misma clase del día siguiente oímos de nuevo el “hei… er…, hei… er”, oreja negra, oreja negra.
—¿Habías estudiado inglés antes? —preguntó la maestra ajustándose las gafas.
—Es la lengua inglesa, ¿no? Estudiar, estudiar, lo he estudiado un poco con un maestro cacarizo; pencil suena como “vomitar seda”, pen suena como “bacinica”, pero nunca me dijo que here sonara como “oreja negra”.
—Here significa aquí. Di here, here.
—Gire, gire —intentó pronunciar.
Su extraña pronunciación nos hizo reír hasta temblar. Sin embargo, Wang Yaming se sentó con calma, abrió con aquellas manos oscuras una nueva página del libro y empezó a leer en voz baja: Wate… t(h)is… ar(e)…
En las clases de matemáticas leía las fórmulas como si estuviera leyendo un texto de filología: 2x + y = … x2 = …
En el comedor, con el pan entre sus oscuras manos, murmuraba lo aprendido en geografía:
—En México abunda la plata… Yunnan… mmm, mármol.
A media noche estudiaba en el baño. Al amanecer ocupaba las escaleras. En cualquier lugar con un poco de luz la veía estudiar. En la madrugada de un día nevado, con árboles vestidos con borlas de terciopelo blanco, en el fondo del largo pasillo, alguien parecía dormir en el borde de la ventana.
“¿Quién será? ¡En un lugar tan frío!” Mis zapatos de cuero sonaban a cada paso. El silencio reinaba en la escuela como todas las mañanas de domingo. Unas compañeras se arreglaban y otras seguían durmiendo.
Al llegar a su lado vi cómo el viento hojeaba un libro sobre sus rodillas. “¿Quién será que ni en domingo descansa?”. Cuando la iba a despertar vi las manos oscuras.
—Wang Yaming, ¡despierta! —Como nunca la había llamado por su nombre tuve una sensación extraña.
—Je je… ¡Me quedé dormida! —Siempre que iba a hablar comenzaba con una risa ingenua.
—Wate… t(h)is… yu… ar(e). —Apenas veía las palabras en el libro, empezaba a leer.
—Wate… t(h)is. ¡Qué difícil es el inglés! Totalmente diferente a los caracteres chinos, con sus radicales y partes fonéticas. Las letras del inglés, con tantas curvas parecen reptiles que se arrastran en mi cerebro; entre más se arrastran más me confunden y menos logro memorizarlas. Dice la maestra que el inglés no es difícil, y veo que tampoco lo es para ustedes, pero yo soy una persona limitada. Los campesinos no somos tan inteligentes como ustedes. Mi padre es aún peor. Dice que de chico, para aprender su apellido Wang, tardó el tiempo que dura media comida, sin conseguirlo.
—Yu… ar(e)… Yu… ar(e).
Apenas terminaba una oración completa seguía con palabras sueltas.
El molinillo colgado en la pared giraba incesantemente movido por el viento que entraba por el tragaluz, acompañado por copos de nieve que caían en la ventana y se derretían convirtiéndose en rocío. Las venas rojas en sus ojos cansados reflejaban un espíritu incansable y tenaz, que igual que sus manos negras perseguía anhelos difíciles de conquistar. La encontraba por los rincones, en lugares poco iluminados; parecía un ratón, siempre royendo algo. Cuando por primera vez vino su padre a visitarla, le dijo:
—¡Qué bárbara! Engordaste. Acá comes mejor que en casa, ¿no? ¡Trabaja duro! En tres años, aunque no logres ser sabia, comprenderás mejor los asuntos del hombre. A la semana siguiente todas imitaban el modo de hablar de su padre.
La segunda vez que vino su padre, Wang Yaming le pidió un par de guantes.
—¡Te dejo los míos! Tú sólo estudia bien. ¿Por qué no te iba a comprar un par de guantes? Espera… Toma los míos. ¡Se aproxima la primavera! Yo no salgo con frecuencia. El invierno que viene te compraremos un par nuevo, ¿de acuerdo?
Una multitud de alumnas se había reunido en la puerta de la recepción. El padre siguió:
—Tu tercera hermana fue a la casa de su segunda tía; va a estar allí dos o tres días. Damos a los puerquitos dos puñados más de granos cada día; no te imaginas lo gordos que están; hasta se les paran las orejas… Tu hermana mayor regresó y preparó dos platos de puerros salados.
Hablaba y hablaba, y comenzó a sudar. La directora se abrió paso entre las curiosas:
—Entren y hablen en la recepción, por favor.
—¡No, no, gracias! No me puedo demorar. Debo alcanzar el tren, tengo que regresar a casa cuanto antes. Estoy intranquilo por los niños.
Con su gorra de cuero en la mano saludó con la cabeza cubierta de sudor mientras abría la puerta y salía como si lo hubieran corrido. De pronto volteó y se quitó los guantes.
—¡Papá, quédatelos! A mí no me sirven.
Las manos del padre eran todavía más grandes y más negras que las de su hija. En la sala de lectura, Wang Yaming me preguntó:
—Dime, ¿es cierto que cobran por hablar sentados en la recepción?
—¿Cómo que cobran? ¿Por qué van a cobrar?
Como señalando el periódico que yo leía dijo:
—Baja la voz. De nuevo se burlarán de mí si nos oyen. Me lo dijo mi padre. Allí ponen tetera y tazas. Si entras, el empleado te servirá el té y te lo cobrará.
Le dije que no era verdad, pero no me creyó. Decía que por tomar un tazón de agua en las fonditas debes dejar propina, “¿por qué en la escuela no iban a cobrar? Toma en cuenta lo importante que son las escuelas”. La directora la regañó varias veces:
—¿Es que no puedes lavarte bien las manos? ¡Usa más jabón! Lávatelas bien, con agua caliente. Durante los ejercicios matutinos se levantan centenares de brazos blancos, solamente las tuyas se ven diferentes. Cautelosamente, la directora tocó las manos de Wang Yaming con sus dedos pálidos y transparentes como talco. Parecía contener la respiración por el miedo, como si tocara el cadáver de un pájaro negro.
—Algo se han blanqueado, ya se te ve la piel de las palmas. Están mucho más limpias que cuando llegaste. Entonces parecían de fierro. ¿Ya estás al corriente en las clases? Estudia más. De hoy en adelante no vengas a los ejercicios matutinos. Los muros de la escuela son bajos y en la primavera hay muchos extranjeros que pasean por aquí. No regreses a los ejercicios hasta que se te hayan desteñido por completo.
Fue así como la directora suspendió a Wang Yaming de los ejercicios matutinos.
—Le pedí un par de guantes a mi padre. Me los pondré y nadie verá mis manos.
Abrió la maleta y mostró los guantes que le había dejado su padre. La directora hasta tosió de risa, tanta, que su pálido rostro recuperó el color rosado.
—¡No te hacen falta! Además, de cualquier manera se rompería la uniformidad visual.
La nieve del montículo cercano empezó a derretirse. El intendente de la escuela tocaba con más fuerza la campana. Bajo las ventanas, los álamos empezaban a echar brotes y el aguanieve se evaporaba bajo el sol. A lo lejos, en las canchas, se oía el silbido del entrenador rebotando de casa en casa entre la arboleda. Corríamos, saltábamos y gritábamos como pajaritos bulliciosos, aspirando el aire endulzado por la fragante brisa primaveral. Los álamos se liberaban sacudiéndose del yugo invernal y el algodón salía de su capullo. Apenas terminados los ejercicios se oyó una voz:
—¡Qué rico sol! ¿Sienten calor ustedes? —Wang Yaming nos estaba mirando desde la ventana detrás del álamo.
Mientras los álamos reverdecían y sus sombras iban cubriendo el patio, Wang Yaming se veía más flaca, seca y ojerosa; hasta sus orejas parecían más delgadas. Sus hombros ya no eran tan robustos. Cuando aparecía bajo los árboles, su pecho cada vez más sumido me recordaba a los enfermos de tuberculosis pulmonar.
—La directora dice que todavía no estoy al corriente, y ha de ser cierto. ¿Me obligarán a repetir el curso si no logro alcanzar a las demás al final del año? Je… je.
Era la misma risita de siempre, pero sus manos revelaban temor. La izquierda detrás de su espalda y la derecha escondida bajo la blusa parecían pequeños bultos. Nunca la habíamos visto llorar. Pero aquel día, cuando el viento fuerte casi arranca los álamos, dando la espalda a toda la clase y ocultando el rostro entre sus manos ya menos oscuras, lloraba al lado de la ventana. Ocurrió después de que se marcharan los visitantes de la escuela.
—¿Y a ésta qué le pasa? ¡Está llorando! ¿Por qué lloras? ¿Por qué no te escondiste? ¡Fíjate! ¿Hay otra como tú? ¡Con las manos azules y la blusa casi gris! ¡Todas llevan blusas azules! ¿Por qué siempre eres tan rara? ¡Con tu blusa desteñida!… La escuela no permite que nadie rompa la uniformidad. —Las manos pálidas de la directora jaloneaban el cuello de Wang Yaming mientras sus labios se abrían y cerraban.
—Te dije que bajaras y no aparecieras hasta que se fueran las visitas. ¿Por qué te quedaste en el pasillo? ¿Acaso creíste que allí no te verían? ¡Y hasta te pusiste ese par de enormes guantes!
Al mencionarlos, la directora, con sus zapatos negros de charol, dio una patada al guante que había caído al suelo.
—¿Creíste que con eso se resolvería el problema? ¿A eso se puede llamar guantes? —Pisando los guantes, tan grandes como los de un cochero, se reía burlonamente.
Wang Yaming lloró. Ni cuando el viento se detuvo cesó de llorar. Regresó a la escuela después de las vacaciones de verano. Al final de esa temporada ya empezaba a percibirse la frescura otoñal. El sol del atardecer teñía el empedrado de rojo vivo. Saboreábamos las frutas rojas bajo el malus, frente a la puerta de la escuela, cuando una carreta como de gitanos se acercó tintineando; encima venía sentada Wang Yaming. Al pararse la carreta reinó el silencio. El padre llevando la maleta y la hija con una jofaina llena de tiliches en los brazos subieron las escaleras.
—¡Ya llegaste! —Ni nos preocupamos por cederles el paso.
—¡Llegaste! —Algunas la miraban con la boca abierta.
Mientras subían las escaleras, una toalla blanca se balanceaba colgando del cinturón del padre.
—¿Qué pasaría con sus manos? ¿Las tendrá otra vez como antes? —preguntó alguna pensando que habrían recuperado el color de hierro mientras había estado en su casa.
Llegado el otoño, aquel día de la mudanza, advertí la oscuridad de sus manos. Estaba dormitando cuando escuché una disputa en la habitación contigua.
—¡No la quiero, no quiero acostarme junto a ella!
—¡Yo tampoco!
Traté de seguir escuchando pero las voces se alejaban, y sólo pude distinguir risas y jaloneos. Me levanté a medianoche para tomar agua y encontré a Wang Yaming dormida en el banco del pasillo. Se cubría el rostro con las manos oscuras, la mitad de la cobija sobre el suelo y la otra mitad colgando de sus pies. Pensé que estaría allí repasando las lecciones con la luz del pasillo, pero no tenía ningún libro en las manos. Todas sus cosas estaban regadas en el piso, alrededor de ella.
Al siguiente día, por la noche, la directora caminaba entre las filas de camas seguida por Wang Yaming. Impaciente y con cierto enfado acariciaba las lisas sábanas blancas.
—Esta fila es de siete camas y sólo duermen ocho personas. ¡En seis camas deben caber nueve! Movió unas cobijas para dejar espacio y le ordenó a Wang Yaming poner allí la suya.
Wang Yaming desplegó su cobija, y mientras arreglaba la cama silbaba alegremente. Fue la primera vez que oía silbar así a una chica. Nadie había silbado nunca en una escuela para niñas. Cuando terminó de acomodarse, Wang Yaming se sentó con la boca abierta y la mandíbula relajada, llena de paz y tranquilidad. La directora se había ido, y quizás ya estuviera en su casa. Pero la vieja superintendente del dormitorio, con sus cabellos opacos por la edad, andaba de allá para acá, arrastrando los pies.
—¡Yo también digo que no hay quien la aguante! Es sucia y hasta tiene insectos y parásitos en el cuerpo. ¿Quién quiere estar cerca de ella?
Se acercó unos pasos hacia la esquina. El blanco de sus ojos parecía fijarse en mí.
—¡Miren, huelan la cobija! Se percibe el mal olor al menos desde medio metro. ¿No sería horrible acostarse a su lado? ¡Quién sabe cuántos insectos se arrastrarán por su cuerpo! ¡Fíjense que sucio está el algodón!
La superintendente se jactaba a menudo de haber ido con su marido a Japón cuando él había estudiado allá, ¡y hasta se consideraba estudiante! Burlonas, le preguntábamos qué había estudiado.
—¿Tenía que estudiar algo en especial? Aprender la lengua japonesa, conocer las costumbres y los hábitos del pueblo nipón, ¿acaso no es eso estudiar?
A los piojos les decía insectos, parásitos, e insistía:
—¡No es limpia! ¿No es ridícula? ¡Qué suciedad! ¡La mugre de las manos es porque ella es sucia!
Al oír esto, Wang Yaming encogió los hombros como si temblara de frío y se fue corriendo.
—Digo que es verdaderamente innecesario que la directora admita a alumnas como ella en la escuela. —A pesar de que había sonado el timbre para apagar la luz, la vieja seguía parloteando en el pasillo.
La tercera noche, Wang Yaming andaba de nuevo detrás de la pálida directora con un bulto en las manos y la ropa de cama enrollada bajo el brazo.
—¡Aquí no la queremos, ya somos demasiadas!
Las alumnas se ponían a gritar en cuanto la directora apenas rozaba con sus uñas el borde de sus cobijas. Al pararse ante una nueva fila de camas surgía de antemano el rechazo:
—Aquí también somos muchas, y aún más que las otras; en seis camas dormimos nueve. ¿Dónde cabrá otra?
—Una, dos, tres, cuatro… ¡Aquí falta una! En cuatro camas caben seis personas y ustedes son cinco. ¡Ven Wang Yaming!
—¡No! ¡Este lugar es para mi hermana menor. Mañana llegará! —exclamó una alumna corriendo hacia la cama para sujetar la cobija.
Sin remedio, la directora y Wang Yaming fueron a otra habitación.
—Tiene piojos. Yo no me acuesto a su lado.
—¡Yo tampoco!
—La cobija de Wang Yaming no tiene funda. Duerme entre el algodón. ¿No me cree? ¡Mírela señorita directora!
Todas se burlaban, y algunas incluso confesaron que no se atrevían a acercarse a Wang Yaming por miedo a sus manos negras.
Desde entonces, la chica de las manos negras usó el banco del pasillo como cama. A veces me levantaba temprano y la encontraba enrollando sus pertenencias y bajando con ellas; otras, en la noche, la hallaba en el sótano. Cuando me hablaba en la oscuridad, mirando de reojo, veía la sombra del color de su cabello en la pared; se rascaba la cabeza.
—Estoy acostumbrada. Tanto el banco como el suelo me sirven de cama. Sólo necesito un lugar para dormir. ¡Me da igual si es cómodo o no! Lo más importante es estudiar, aunque no sé cuánto me va a poner el maestro Ma en inglés. Si no logro sesenta puntos, ¿me obligarán a repetir el curso?
—No te preocupes. Con sólo una asignatura reprobada no hay que repetir el curso, le dije.
—Mi padre me puso fecha límite. Me exigió graduarme en tres años. No tiene para pagar ni siquiera medio año más. En cuanto al inglés, pues mi lengua no sabe torcerse, je je.
Aunque Wang Yaming vivía en el pasillo parecía estorbar a todas porque siempre tosía en las noches. Además, empezó a teñir sus calcetines y blusas en el dormitorio.
—Si la tiñes, la ropa vieja se ve como nueva. Por ejemplo, si tiño de gris el uniforme de verano lo puedo usar en el otoño. Y los calcetines blancos se pueden teñir de negro.
—¿Y por qué no compraste calcetines negros?
—Los negros que venden son teñidos a máquina, resisten poco y se rompen a la primera puesta. Los teñidos a mano son mejores. Un par de calcetines cuesta mucho. No puedo permitir que se rompan tan pronto.
Una noche de sábado las muchachas estaban preparando pollo en una pequeña olla de hierro. Era el día que ellas cocinaban. El pollo estaba negro, parecía envenenado. A la chica que llevaba la olla por poco se le caen las gafas.
—¿Quién hizo esta maldad? ¿Quién? ¿Quién fue?
Wang Yaming, abriéndose paso entre sus compañeras, se dirigió a la cocina.
—Fui yo. No sabía que la olla aún servía. La usé para teñir dos pares de calcetines. Je je… Voy a…
—¿Vas a qué?
—A lavarla.
—¿Y crees que se puede cocinar en una olla que se usó para teñir calcetines pestilentes? ¿Acaso crees que todavía sirve? —Furiosa, tiró la olla al suelo y lanzó contra la pared aquel pollo negro como si fuera una piedra.
Las chicas se dispersaron. Wang Yaming cogió el pollo del piso murmurando:
—¡No quieren la olla sólo porque teñí en ella dos pares de calcetines nuevos! ¿Por qué pestilentes?
Una noche nevaba y las calles estaban cubiertas de blanco; salimos de la escuela rumbo al dormitorio entre la ventisca. Las ráfagas de viento nos obligaban a correr, a veces con la espalda contra el viento y a veces de lado. Por la mañana salimos del dormitorio como siempre. A pesar de ir corriendo, el frío de diciembre nos entumecía los pies. Nos quejábamos, maldecíamos y algunas hasta decían que la directora era una estúpida por haber trasladado tan lejos el dormitorio y obligarnos a ir a la escuela antes del amanecer.
Unos días después me encontré a Wang Yaming en el camino. El cielo y la nieve relucían a lo lejos. Bajo la luna, mi sombra andaba detrás de la suya. Los callejones y las avenidas estaban desiertos. El viento ululaba entre las ramas de los árboles y las ventanas de las casas gemían azotadas por la nieve. Nos hablábamos, pero las voces se congelaban. Cuando nuestros labios se cansaron tanto como las piernas suspendimos la charla y seguimos caminando, haciendo crujir la nieve bajo nuestros pies. Toqué el timbre de la puerta. Sentía que de un momento a otro me desplomaría con las piernas sueltas.
Una madrugada, con una novela nueva bajo el brazo, salí del dormitorio y cerré cuidadosamente la puerta de la cerca. Estaba asustada y mi miedo crecía conforme miraba a lo lejos los contornos indistintos de las casas y oía al viento perseguirme silbando y removiendo nieve. El brillo de las estrellas era débil y la luna ya se había metido o, tal vez, estaba detrás de las nubes grises.
Cada vez que avanzaba unos metros sentía estar más lejos del destino. Deseaba ver algún transeúnte, pero luego me asustó la idea, pues en un amanecer oscuro sólo se oyen sonidos sin divisar a nadie. De repente, una silueta apareció como si saliera de la tierra. Subí las escaleras con el corazón latiendo de miedo. Al tocar el timbre percibí a alguien subiendo las escaleras.
—¿Quién es? ¿Quién es?
—Soy yo.
—¿Me has seguido hasta aquí? —Me estremecí de miedo al pensar que no había oído mas que mis pasos en el camino.
—No. He estado aquí esperando. El conserje no me abre la puerta aunque ya he llamado muchas veces.
—¿Tocaste el timbre?
—¿Para qué? Je je. Encendió la luz, miró por la ventana, pero no me abrió.
De pronto se iluminó por dentro y el conserje abrió la puerta con violencia, como sin ganas de hacerlo.
—¡Llamar a la puerta a medianoche! Si de cualquier manera vas a reprobar, ¿para qué vienes tan temprano?
—¿Qué te pasa? ¿Qué dices? —Apenas abrí la boca cuando aquel hombre cambió radicalmente de actitud:
—¡Hola señorita Xiao! ¿La hice esperar mucho tiempo?
Wang Yaming y yo entramos al sótano. Ella tosió tanto que su cara cetrina se convulsionó y se arrugó. Aún con huellas de lágrimas provocadas por el viento helado, Wang Yaming abrió su libro.
—¿Por qué no te abría la puerta?
—¡Quién sabe! Me dijo que llegué demasiado temprano y me mandó regresar al dormitorio. Luego dijo que por órdenes de la directora.
—¿Cuánto tiempo esperaste allí?
—No mucho. Sólo un rato; lo que dura una comida. Je je.
Su manera de repasar las lecciones había cambiado. No leía en voz alta, sólo murmuraba, como si su garganta no dejara salir la voz. Sus hombros, que solían moverse al ritmo de la lectura, estaban encogidos. Con la misma curvatura que la de su espalda jorobada, el pecho parecía hundido. Por primera vez, por temor a molestarla, leí mi novela en voz muy baja. No supe por qué, pero fue la primera vez. Me preguntó qué estaba leyendo y si había leído Romance de los tres reinos. Tomó el libro, miró la portada y hojeó unas páginas.
—¡Qué inteligentes son ustedes! No les preocupan los exámenes aun cuando no hayan repasado las lecciones. Yo no puedo. También quiero descansar un poco y leer otras cosas, pero no puedo.
Un domingo estaba yo sola en la habitación. Empecé a leer en voz alta la novela El matadero. Cuando leía el párrafo en el que la obrera María cae desmayada en la nieve me puse a mirar el suelo nevado, mientras una gran emoción recorría mi cuerpo y mi mente. No noté a Wang Yaming detrás de mí.
—¿Podrías prestarme algún libro? Me aburren los días de nieve. No tengo parientes aquí ni cosas que comprar y, además, salir a la calle es gastar en transporte.
—¿Hace mucho que tu padre no viene a verte? —pensé que extrañaba su casa.
—¿Cómo puede venir? El tren cuesta más de dos yuanes de ida y vuelta; además, le hacen falta manos en casa.
Al terminar de leer El matadero puse la novela en sus manos.
—¡Je je! —Dando brincos de gusto se sentó en la cama y empezó a mirar la portada.
Salió al pasillo y la oí, imitándome, leer con fuerza el primer párrafo. No recuerdo qué día fue, pero estábamos de vacaciones. El dormitorio vacío estuvo sumergido en silencio hasta que el claro de luna iluminó las ventanas. Percibí leves ruidos en la cabecera de mi cama, como si alguien buscara algo. Levanté la cabeza y miré las manos negras de Wang Yaming poniendo el libro junto a mi almohada.
—¿Te pareció interesante? ¿Te gustó?
No contestó, sólo tapó su rostro con las manos. Sus cabellos parecían temblar cuando asintió. Su voz temblaba también. Me levanté para sentarme en la cama, pero ella, ocultando la cara con sus manos tan negras como sus cabellos, huyó. En el pasillo seguía reinando el silencio. Las vetas del piso de madera, bañadas por la suave luz de luna, atrajeron mi mirada.
—María… Como si fuera una persona de carne y hueso. Se cayó en la nieve. Supongo que no estaba muerta. No morirá ¿verdad? Aquel médico no quiso tratarla sólo porque era pobre. ¡Je je! —reía en voz alta mientras las lágrimas rodaban por su cara.
—Yo también busqué un médico cuando mi madre enfermó. Pero ¿crees que quiso venir? Antes que nada me pidió que le pagara el transporte. Repuse que le daría el dinero en casa, pero que en ese momento teníamos que apurarnos, que ella podía morir. Pero ni así me hizo caso. Ya afuera me preguntó que a qué se dedicaba mi familia y si teníamos un taller de teñido. No sé por qué, al saber que mi familia se dedicaba al teñido, se regresó. Esperé, y al ver que no salía llamé a la puerta, pero me mandó regresar a mi casa, y dijo que no podía venir conmigo. Volví sola.
Se secó los ojos y continuó:
—Desde entonces tuve que cuidar a mis dos hermanos y dos hermanas pequeñas. Mi padre teñía los negros y los azules, y mi hermana mayor los rojos. Aquel invierno mi hermana se comprometió; su suegra vino a casa. Tan pronto vio a mi hermana gritó: “¡Cielos, tienes manos de asesina!”. A partir de aquello mi padre no permitió que tiñéramos un solo color. Mis manos se ven negras, pero si las miras de cerca notarás un tono violeta. Las manos de mis hermanas menores son iguales que las mías.
—¿Estudian tus hermanas menores?
—No, yo voy a enseñarles. Pero no sé si estoy aprendiendo bien. Si no aprovecho la escuela me sentiré culpable ante ellas. Por un rollo de tela nos pagan treinta centavos. ¿Cuántos rollos crees que teñimos al mes? Por una camisa, grande o pequeña, pagan diez centavos, y todas las que llegan son grandes. Además, quita el dinero de los fósforos y las pinturas, ¿qué queda? Mi colegiatura les quitó el dinero de la sal. ¿Cómo puedo no esforzarme? ¿Cómo?
—Extendió su mano y acarició de nuevo el libro.
Sin dejar de ver las vetas en el piso, pensé que sus lágrimas valían mucho más que mi compasión. Una mañana, antes de que empezaran las vacaciones de invierno, Wang Yaming estaba arreglando su valija. Sus demás pertenencias ya estaban atadas y apoyadas en la pared. Nadie se despidió de ella; ni siquiera le dijimos adiós. Cuando salimos de las habitaciones y pasamos por el banco que le servía de cama nos miraba como sonriendo o tal vez miraba a lo lejos. Gritando, corrimos por el pasillo, bajamos las escaleras y atravesamos el patio. Al llegar a la puerta del muro de la escuela, Wang Yaming nos alcanzó. Jadeante y con la boca abierta murmuró:
—Todavía no llega mi padre. Si puedo estudiar más, siquiera una hora, aprenderé más cosas.
Quizá nos hablaba. Cada materia de ese último día la hizo sudar. En la clase de inglés anotó las nuevas palabras escritas en la pizarra mientras las repetía por lo bajo, y hasta las aprendidas hacía tiempo, por más insignificantes que fueran, las apuntó en su cuaderno. En la clase de geografía le costó copiar el mapa que trazó la maestra. Parecía que cualquier cosa de ese último día fuera de vital importancia y debía dejar huella. Después de clases vi su cuaderno. Estaba lleno de errores, aquí faltaba una letra, allá sobraba otra. Estaba completamente desconsolada.
Esperó hasta la noche pero su padre no llegó. Otra vez tendió su cobija en el banco. Pero en esa ocasión, por única vez, se durmió temprano y con una calma profunda jamás vista en ella. Su pelo caía sobre la manta. Conforme respiraba sus hombros se relajaban y en esa ocasión no se veía ningún libro cerca de ella. A la mañana siguiente, cuando el sol escaló las ramas cubiertas de nieve y los pajaritos salieron de sus nidos, llegó su padre. Se paró junto a la escalera, descargó un par de botas de fieltro, y con la blanca toalla rodeada al cuello se secó los cristales de hielo de la barba.
—¿Reprobaste el examen? —Los cristales de hielo se derritieron y se fueron rebotando en cada escalón.
—No, todavía no empiezan los exámenes. Pero la directora me dijo que no necesitaba participar, porque no saldría aprobada.
El padre volteó la cara hacia la pared. La toalla colgada de su cinturón no se movió.
Wang Yaming arrastró sus pertenencias y regresó por la valija y la jofaina llena de tiliches. Devolvió los enormes guantes a su padre.
—No los necesito. Úsalos tú.
Las botas de fieltro del padre dejaron en el piso huellas de barro en forma de círculo. Como aún era temprano pocas alumnas los vieron. Entre risitas, Wang Yaming se puso los guantes.
—¡Ponte las botas! Aunque no estudies bien, tus pies no deben congelarse.
Desató la cuerda de cuero con que estaban atadas las botas. Wang Yaming se las puso; le llegaban a las rodillas. Se envolvió la cabeza con una tela blanca.
—Regresaré después de estudiar un tiempo en casa. Je je. —¿Se lo decía a sí misma o a nadie? Levantó la valija y preguntó:
—¿El carruaje nos está esperando fuera?
—¿Carruaje? ¿Qué carruaje? Caminaremos a la estación. Yo me encargaré de las bolsas.
Wang Yaming y sus botas pisaban con fuerza. El padre iba adelante sujetando los bultos con sus manos negras. Dos sombras alargadas por el sol de la madrugada salieron por el portal de la escuela. Yo miraba por la ventana; podía ver sus cuerpos pero no oír sus pasos, tan ligeros como sus sombras. Dejaron atrás la escuela y salieron al encuentro de los rayos del sol. El suelo blanco, como un enorme cristal roto en mil pedazos, entre más lejos, más resplandecía. Miraba el horizonte hasta sentir dolor en los ojos. Era por el brillo de la nieve.
Marzo de 1936.
TRADUCCIÓN DE TU XIAOLING

Linda Berrón - "El pique"

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Cuentista, novelista y dramaturga costarricense (nacida en España). Su obra es referencia en la literatura de Costa Rica tanto en el ámbito cuentístico como en las problemáticas que aborda, principalmente las complejidades de la condición humana desde la perspectiva de las mujeres.
Este cuento fue finalista en el “Premio Ana María Matute de Narrativa de Mujeres” en 1992 y apareció en el volumen “Relatos de mujeres” de 1996.


Ella se aferra con los brazos a los flancos tensos del hombre, lo aprieta con las piernas, levanta un poco la cabeza, jadea, abre mucho los ojos, trata de mover la pelvis, jadea, se traga el aire a grandes mordiscos, quiere ir más aprisa, como él, que devora los segundos en impulsos secos y potentes, jadea, quiere alcanzarle, gozar con él, se apura, le clava las uñas y, desde la cama, escucha los gritos de los chicos, peleando como siempre el primer lugar para ducharse. Es exactamente en ese momento cuando ella sabe que es imposible, que él va a terminar, que jamás podrá darle alcance, y se deja, afloja los músculos para recibir el placer de él que se va desplomando lentamente sobre su cuello, con su aliento fatigado y la frente empapada.
Ella cierra los ojos: se ha ido de nuevo. Oye vociferar al pequeño en la puerta del dormitorio. ¡Se van a callar!, les grita con la tensión en el cuello aún rígido. Vuelve a poner la cabeza en la almohada. Sí, se ha ido de nuevo; el placer, el éxtasis, la fuga, el infinito, se fueron sin ella: como un tren que huye hacia el horizonte remoto.
Desaparece y ella queda mirando el vacío. Dentro del dormitorio cabe un enorme vacío. Desde el armario, que ella ordena todos los lunes, hasta la ventana, cuyos vidrios limpia todos los jueves, hay un espacio infinito que se lo traga todo.
El hombre le acaricia el pelo húmedo, le da un beso en la mejilla acalorada y se levanta. Ella lo contempla cuando desaparece tras la puerta del baño. Él también se va, satisfecho, fuerte, descansado. Lo envidia. Ella se mira el cuerpo, ¿será éste un cuerpo torpe, incapaz de sentir placer?, ¿será sabio solamente para el dolor, la contracción, la inútil hemorragia?, ¿experto sólo en alimentar a otros, complacer a otros, acumular reservas en sus tejidos avaros para los malos tiempos?
Son malos tiempos ahora. Hay que mirar hasta el último cinco, ver qué camarón, negocito, botella, chiza, chorizo, cambalache se busca uno; o una. Ella prepara repostería para vender. El dinero no vale nada. El trabajo no vale nada. La vida en general se ha devaluado. Se mata por pinches dos mil pesos, a pesar de la inflación. La gente anda totalmente perdida y sale por donde menos se espera. Casi nada es predecible, sólo la incertidumbre o la rabia.
Él se pone a silbar en el baño. Debe estar preparando el jabón de afeitarse. Lo imagina agitando la espuma con la brocha, le gusta esa costumbre. Ella se levanta y sonríe blandamente. Al menos, él podrá empezar bien el día. Necesita empezarlo bien, la vida está muy difícil. Mala época para las universidades; acaban de salir de un paro. Y eso es aquí, ¿qué será en los otros países de la región, o en Rusia con el invierno? ¿Qué le está pasando al mundo, hasta los gringos se quejan?
Se viste deprisa, antes de que los niños vayan a desayunar. También ellos necesitan empezar bien el día. Están en el colegio apenas, pero tienen que estudiar, tal vez eso les ayude en la vida, los ponga vivos. Si ahora los tiempos son malos, ¿qué les tocará a ellos? Al menos ninguno es mujer; quizá puedan alcanzar, con menos problemas, el tren de los bienaventurados.
Los encuentra en el dormitorio, gritando, revolcando el armario, todo lo pierden o recuerdan haberlo perdido en el momento exacto de salir. Y ella, que conoce cada centímetro cuadrado de la casa, cada libro, cuaderno, pañuelo, corbata, encuentra lo perdido. El final es siempre el mismo: les grita, es la última vez que les busca nada, se desgañita, se agota, es tardísimo, tarde para el colegio, tarde para él que hoy tiene que ir de gira a la costa, se va en el bus de la universidad, le deja el auto a ella para que lleve a los niños, vengo en la noche, o mañana, yo te aviso, te llamo, en todo caso me acordaré de vos, de tu cuerpo tibio por la mañana… se aleja disimuladamente de él para abrir la puerta: por hoy ya no más, ni una caricia más.
Niños, vamos rápido. Arranca el auto, está frío, se apaga. Aprieta el embrague hasta el fondo, pisa fuerte, acelera, acelera, el motor ruge, el tubo de escape truena, pone marcha atrás y llega a la calle en un solo y raudo movimiento curvo. ¡Yuhuuu!, gritan los niños. Tontamente a ella también le entran ganas de gritar ¡yuhuuu! y apretar el acelerador hasta el alma para volar por las calles a toda mecha, un alto, reduce a segunda, un vistazo rápido, sigue, adelanta, pita a un taxi, osadía, semáforo rojo, es de peatones, no viene nadie, se lo salta, la curva rechinante, y lo mejor: el viento en la cara, la furia en la manera de respirar, de cambiar las marchas, de correr, de llegar a tiempo, tal vez, al tren del gozo.
Los niños se bajan, ¡qué chiva, mami!, adiós mis amores, sí, qué chiva. Mientras va a la carnicería, repasa mentalmente la nevera, el menú de la semana. En lo alto del mostrador, se encuentra al carnicero, canijo y sonriente; en la radio, a Julio Iglesias, lo mejor de tu vida me lo he llevado yo, lo mejor de tu vida lo he disfrutado yo. La voz meliflua se esparce sobre las carnes rojas, mutiladas y brillantes; dos kilos de molida especial, un kilo de bistec, ¿están suaves?, tu inocencia primera, el despertar de tu carne, eso es todo, gracias.
Paga a la carrera porque un camión está detrás de su auto, pita y vocifera para que se quite, que tiene que descargar mercadería, ya va, le dice con la mano, sale apresurada, se le cae un paquete, lo recoge, arranca, y aún en la ventanilla abierta le susurran: tu inocencia salvaje me la he bebido yo. Mira con furia al chofer y regresa a la calle principal atascada de autos; sortea un microbús, queda junto a un taxi, le cierra el paso, el taxista la mira, le hace señas; de mala manera le está ordenando que se corra hacia atrás, que se aparte, que se retire, que se rinda, ¡ni loca!, ella no se retira ni un centímetro, que se aguante, que se espere como todo el mundo, como ella. Avanzan los de adelante, ella los sigue bien pegada, que no se le ocurra meterse. Pasa el semáforo, por fin corre veloz por la calle, esquiva los obstáculos, los huecos en el pavimento, tuerce a la izquierda y toma la autopista. Ahí puede ir más rápido, pone la cuarta, a toda máquina, los tomillos flojos vibran, por la Penélope derecha le adelanta un bmw beige, vidrios ahumados, sin placas, recién salido de las bodegas de un barco europeo. Detrás le sigue un Mercedes blanco brillante, con vidrios ahumados, sin placas, salido del mismo barco o de uno parecido: no son malos tiempos para todos, hay gente con suerte.
Llega a la rotonda y se detiene, se adelanta poco a poco y aprovecha la lentitud de un autobús para lanzarse. El autobús pita, alcanza a ver la boca del chofer silabeando vie-ja-i-jue-pu. Acelera para echarse encima de ella, para asustarla, para castigarle la insumisión de cruzar delante de él. El canalla le pasa rozando, qué rabia, qué ganas de pegarle, de gritarle, de parar el tránsito, de que explote todo.
No quiere regresar a casa, no dobla en la esquina debida, sigue recto, continúa por la periférica lo más veloz que puede. De reojo, ve el parque vacío, unos perros con sus dueños, un par de policías a caballo, el lago rutilante. El aire vuelve a ser fresco en sus mejillas. Se aproxima la siguiente rotonda, se acerca al carril izquierdo, quiere entrar, pone el intermitente, pero un auto acelera para impedírselo. Es un Honda negro, cubierto de calcomanías brillantes, con dos muchachos adentro. El que conduce, un joven con verdes rayban fosforescentes, un aprendiz de ejecutivo tirando a lumpen, tiene una sonrisa carnívora cuando hace un quiebre hacia la derecha para asustarla. El otro, con la cabeza rapada, también se ríe.
Los dos autos llegan pegados a la rotonda. Ella pone el intermitente izquierdo pero el Honda se bambolea amenazante hacia la derecha. Ella aguanta un instante, pero luego cede, dobla también a la derecha, el Honda la adelanta y ella sigue detrás; se pega, furiosa, al claxon. El jovencito saca el puño izquierdo con el dedo corazón extendido. Ella ve la mano, ve el auto, ve las dos cabezas que se mueven, los hombros que se agitan, se ríen, malditos, mastica, se le han puesto los músculos del cuerpo como de hierro, no jadea, sólo aprieta los dientes, empuja el acelerador y se les pega detrás, así, bien cerca; mírame imberbe de mierda, sí, soy yo la que va detrás de vos, te sigo a toda velocidad y no me voy a quitar, hasta el fin, una perra de presa, ¿no me ves los dientes puntiagudos hacia atrás?, ¿no?, entonces qué miras tanto, imbécil, ¡ah, no!, no trates de escapar, voy detrás, ¿lo ves?, yo también me salto el semáforo, también doblo a la izquierda y luego a la derecha, también voy contravía, no me despego, toco el claxón, una vez, dos, las que yo quiera, que mire la gente, qué me importa, ajá, me decís que pase, cabrón, que te deje en paz, ja, ja, ja, ahora sí, ¿verdad?, ahora me “dejas” pasar, pasa vie-ja-i-jue-pu-ta, pasa, no me da la gana, maricón, sí, levanta los rayban para verme mejor, no te lo esperabas ¿a que no?, nadie te contó que podían invertirse los términos de los lobos y las caperucitas, que nadie ha robado nada y el espíritu salvaje está intacto, pues ahora ya lo estás aprendiendo, ahora que tenés forzosamente que parar, qué remedio ¿no?, tenés que esperar que los otros crucen, a pesar de las ganas que sentís de tirarte, de huir, de perderme, pero estoy aquí detrás, sí, soy yo la que te da un golpe seco en el bumper, sí, yo, ¿y qué?, te alteras, el pobrecito auto de tu papi, alzas los brazos, no entendés nada, nada, ya no sacas la mano con tu dedito levantado, ni siquiera salís a enfrentarte conmigo, ya no te reís, tu amigo ya no agita sus cuadrados hombros sonrientes, se miran los dos, preguntándose cómo salir de ésta, cómo huir de una loca. Ya lo sabes, lo has aprendido, no habrá impunidad de ahora en adelante, en cualquier esquina puede despertar una exbelladurmiente, una mujer loba, creo que ya lo sabes, por eso me adelanto en esta curva, paso al lado tuyo y me atravieso delante de vos, te acorralo, te quedas ahí prensado, me bajo del auto, me acerco y te sonrío, lo que debe desconcertarte aún más, y ya a tu lado, te digo con una voz que no has escuchado nunca en tu pinche vida: ¡las mujeres primero!

Elena Aldunate - "El niño"

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Novelista, cuentista y autora de literatura infantil chilena. Es conocida como la “Dama de la ciencia ficción chilena”, fue una autora pionera en este subgénero y siempre con una postura feminista embrionaria. Su coleccion de novelas infantiles también están enmarcadas dentro del mundo de la ciencia ficción.
El cuento pertence al volumen "Angélica y el deflín" de 1976.


Sí, indudablemente el niño había comenzado a ser un serio problema para la Sra. Gutiérrez, que —madre no más al fin y al cabo, buena y aburrida como un plato de galletas caseras —de tanta preocupación y perplejidad, estaba al borde de histeria.
Sentad allí, frente al escritorio del Dr. Jonnson, con el pelo recogido en un moño bajo, los oscuros ojos redondos, gordita y limpia, muerde la punta de sus guantes blancos en vano intento por serenarse mientras con vocecita tímida y clara le cuenta al psiquiatra detalles de su drama.
—Eso es lo más raro de todo, doctor, un niño tan sano de aspecto, jamás se me ha enfermado, porque esas fiebres que casi matan del susto cuando guagüita, el Dr. Flores, Ud. sabe, el mejor médico de niños, por los demás, como le dije, ni un resfrío…. Si Ud. lo viera, parece un ángel tan rubiecito, un niño precioso, todos me lo dicen. Pero es malo, doctor, tan chico y tan malo. Le aseguro que lo hace nada más que por molestarme, por volverme loca a mí, su madre, que lo ha sacrificado todo por él; se diría que sabe…
Aquí la Sra. Gutiérrez comienza a hacer pucheros que a los quince años debieron ser encantadores, pero hoy en esos labios oscuros y gruesos, dan entre risa y vergüenza ajena. A pesar de ello, el Dr. Jonnson la mira intenso y comprensivo a través de sus lentes metálicos.
—Tengo entendido, Sra. Gutiérrez, por lo que Ud. me ha contado, que su marido es agricultor, que tienen ustedes un fundo cerca de Rancagua, una zona espléndida, que le va muy bien. ¿No es así? Que él era viudo y con los hijos grandes que no viven con ustedes, que son muy buenos y la quieren, aceptándola desde el primer día, según sus propias palabras; que se casaron con Don José habiendo Ud. antes de este matrimonio trabajando de…. este, modista por varios años en su casa. ¿No es así? Bien, entonces explíqueme, señora, cuál es ese gran sacrificio, a no ser que me oculte algo… Malos tratos, intimidades molestas, en fin, algo de ese tipo. No tema contármelo, Ud. sabe que nosotros los médicos, como los sacerdotes, estamos bajo juramento y nada sale de entre estas paredes. Estoy para ayudarla, señora, no para juzgarla. En nuestra profesión estamos acostumbrados a oír y ver toda clase de anomalías en los seres humanos. Tranquilícese y cuénteme de ese sacrificio….
Los sollozos de la Sra. aumentan en un fino pañuelito de encajes, desde una abultada cartera de charol, viene en su ayuda.
—¡Ay! Doctor, con razón me dijo mi hijastra que Ud. podía adivinarle a una todo…. Es tan buena conmigo. ¿Sabe? Somos casi de la misma edad, jugábamos juntas cuando chicas, la señora, su madre, que en paz descanse, me quería pobrecita. La hija es tan inteligente. Se recibió junto con Ud. en la universidad, ¿verdad? Son todos tan buenos que me da no sé qué, doctor. Si llegaran a saber que lo que he hecho, creo no me lo perdonarían. Pero lo hice por él, por mi Luchito, para que tuviera un hogar, un padre que respete….
Y aquí el llanto remece a la pobre mujer con profundo y desgarradores estallidos.
—Cálmese, por favor, señora, tiene que decírmelo todo, es muy importante para que yo pueda comprender y tratar el caso de su hijo. Los niños a veces tienen extrañas reacciones si ven que su madre sufre; ahora presiento que hay algo muy especial que Ud. aún no me ha revelado.
Ya más tranquila, la Sra. Gutiérrez enfrenta al doctor con una húmeda y culpable mirada mientras retuerce entre sus manos sin guantes el pañuelo empapado.
—Sí doctor, sí es verdad. Pero esto se lo juro por mi madre, que me caiga yo muerta ahora si miento… Esto no se lo he contado a nadie, a nadie nunca; hasta he llegado a olvidarlo yo misma; a creer que todo fue un sueño, un hermoso sueño. Bueno, Luchito, mi Luchito, no es hijo de Don Pepe, bueno, de mi marido. Yo, esto pasó hace unos cuatro años en un verano en mi pueblo de Codegua, donde nací. Aunque Ud. lo crea difícil era una chiquilla de campo, yo era virgen. Aquí las mejillas gordinflonas se tiñen de un rosa intenso, los grandes ojos bovinos se entornan: Él era afuerino, un gringo alto y buen mozo que venía de Santiago a vender algo así como calentadores de sol, o qué sé yo. Tan buenmozo el gringo, rubio, tostado, con unos ojos calor miel, cariñosos y soñadores que, bueno, la mareaba a una. Iguales a los de mi niño. Yo no había tenido nunca un novio, puras molestias y proposiciones malas, doctor. Con él fue otra cosa, otro trato. Me fue envolviendo no sé cómo, con sus palabras y esos ojos que parecían calentarme por dentro, con esas manos tibias y esa piel quemada… Él era un calentador solar entero, doctor. Nada que ver con, bueno, con mi matrimonio y eso… Fueron tres días maravillosos, tres días que no podré borrar nunca. Para soportarlo me he hecho a la idea que lo soñé, y a no ser por el niño… Pero su hijo es diferente, su hijo me odia. Él era un pozo de amor. Sí, eso, un pozo de amor para mí. Ni siquiera trató de engañarme, me dijo que sólo se quedaría tres días y yo me entregué a él porque no pude decirle que no. Lo habría seguido hasta el fin del mundo si me lo hubiera pedido. Ninguna ha conocido hombre como él, lo sé por las conversaciones con otras amigas, ninguna. Callado sí, pero tierno comprensivo; si no hacía falta de hablarnos para que me entendieran todo lo que pensaba, lo que quería a lo que me molestaba. Tan delicado, tan hombre, doctor… Pero se fue y me dejó huérfano, viuda, muerta, todo junto. Ni siquiera sé cómo se llamaba. Un mes después me di cuenta que estaba embarazada y fui completamente feliz. Me parecía que él había vuelto, que no estaría más sola y aquí, aquí, doctor (la Sra. Gutiérrez se oprime con las dos manos el vientre recóndito que la pollera clara de Dacrón hace más visible), aquí sentí su calor, lo sentí durante los nuevos meses. Ud. comprende, yo sabía que el gringo no iba a volver, que no había nadie en el pueblo que valiera la pena echarle el ojo, como se dice, y pensando y pensando en las noches en mi desesperación, me acordé de Don Pedro, que me había hecho unas proposiciones no muy honestas desde chiquilla, ya que era sólo la costurera de la casa, la hija de la Lolo, mama de sus hijas. Creo que mi juventud hizo el resto. Él, un caballero viudo que andaba en los cincuenta, y yo, una muchacha pobre, pero con veintinueve años y mucha paciencia. Tenía que conquistarlo, no era muy difícil; los hombres, Ud. sabe, todo los hombres mayores, se creen al momento. Pero para mí, qué diferencia, que horrible diferencia. Dejé pasar unos días y le hice la gran escena, igual que en las telenovelas. Llorando fui a pedirle dinero para hacerme remedios. Él sabía por qué y yo sabía que Don Pedro era y es cada día más cristiano fanático. Lo pille en el momento justo y nos casamos. Ese es mi sacrificio doctor, cuatro años de aguantar un caballero muy caballero, pero brusco y engreído, para darle un nombre a mi hijo.
La mujercita calla y el doctor se queda mirándola unos minutos en silencio.
—Dígame, señora ¿Su marido no sospecha nada de esto? ¿No le extraña que el niño haya salido tan diferente a sus padres?
—Bueno, yo no sé si ahora, con todo lo que ha pasado, le habrán entrado las sospechas; pero cuando nació estaba encantado, decía que era igual a su madre, igual a los Schmits, todos rubios y de ojos claros. Ahora él me desprecia, doctor, dice que es culpa mía que el niño sea así; que no le he sabido enseñar, que soy una tonta ignorante. En fin, es terrible, yo ya no sé qué hacer, y como él no quiere ni oír hablar de Santiago, ni de psiquiatras, tuve que pedirle a mi hijastra, su colega, que me tomara hora aquí en la ciudad. Ayúdeme, doctor Jonnson, por favor. ¿Cree que se pueda hacer algo para convencer a mi hijo [de] que no haga esas escenas espantosas cada vez que tratamos de sacarlo fuera de su cuarto o queremos que vaya con nosotros al salón o a la cocina o fuera de la casa? ¿Ud. cree, doctor? Es tan chico todavía, cómo no se va a poder enseñarle ¿verdad? Ya le conté lo que fue el último paseo, cuando lo llevamos donde los tíos; creí morirme doctor, la gente nos miraba como asesinos. Pero lo peor fueron los gritos y los insultos de mi marido. ¿Qué habrán pensado en esa familia? Una humillación tan grande…
—Señora Gutiérrez, ¿vamos a ser amigos, verdad? Dígame, ¿cuál es su nombre de soltera?
—Me llamo Lucrecia Riquelmez, doctor, Lolo, como mi madre.
—A ver, Sra. Lucrecia, Ud. me ha dicho que el problema del niño que tiene tres años y medio, es que grita y se resiste cuando lo sacan de un cuarto para llevarlo a otro. ¿No es así?
—Sí, doctor, no quiere pasar ni por las puertas ni por las ventanas. Y eso es todos los días. Yo ya lo dejo que haga lo que quiera. Pero es pillo, porque a penas doy vuelta la espalda está en el jardín o en la huerta; no sé en qué minuto sale de su cuarto para aparecer en la cocina o en mi dormitorio con sus pasitos cortos y su risa alegre. Me mira y se ríe en mi cara con esos ojos dorados cada vez que me ve. Ya le digo. Dr. Jonnson, lo hace nada más que por molestarme.
—Señora Lucrecia, ¿Por qué se le ocurre a Ud. que es por las puertas que no quiere pasar? Y dígame: ¿esto lo hace solamente estando Ud. delante o con todo el mundo?
—Bueno, porque es cuando paso con él por una puerta, de un lugar a otro, o cuando trato de sentarlo en una ventana abierta o dejarlo caer por ella al patio grita y se defiende como si lo quemaran y esto lo hace desde muy chico, conmigo o con cualesquiera desde que comenzó a caminar a los nueve meses y un poco antes….
—¿Antes de los nueve meses? Señora, es un niño muy precoz, entonces. Y dígame, ¿ha comenzado a hablar, se da a entender ya?
-¡Oh sí, doctor! Habla de todo y entiende mucho más de lo que aparenta. Yo creo que es muy inteligente; mi marido dice que sacó la inteligencia de los Gutiérrez. Claro, como me cree tan estúpida. Pero yo que sé, me río sola de él y eso le da más rabia.
—Señora Lucrecia, creo que para hacerme cargo de este caso vamos a tener que conversar unas dos o tres veces más, los dos, antes de que me traiga al niño. No me parece un caso difícil, a esa edad todo se arregla rápido; los pequeños son como cera blanda todavía. Pero me gustaría, si me autoriza, consultar con otros colegas, todos tan discretos como yo. No tema en absoluto, señora, piense que cualesquiera indiscreción podría causarnos la carrera o la expulsión del Colegio Médico, como ya ha pasado en algunos casos. ¿Qué le parece que nos volvamos a ver el martes a las cuatro?
—Ud. no sabe cuánto se lo voy a agradecer. Lo dejo en sus manos. Entonces hasta el martes, Dr. Jonnson. Ah, ¿la cuenta se la pago a Ud. o a la secretaria?
—A la secretaria, por favor. Pero no se preocupe; hasta el martes, Lucrecia…. La pequeña señora Gutiérrez se levanta sobre sus zapatos de charol, se acomoda el moño con un gesto distraído, se coloca los guantes y limpia y gordita cruza el cuarto seguida del doctor para acercarse al escritorio de la señorita Lucia; pagar y con tímida sonrisa se despide mientras piensa espantada: ¡Qué caros son estos médicos de Santiago!
El psiquiatra vuelve a sentarse ante su escritorio de fina madera tallada y una intensa perplejidad se refleja en sus ojos al ojear los apuntes de este nuevo caso mientras toca el timbre para que se prepare el cliente que sigue. Interesante, habrá que hacer exámenes físicos y encefalogramas, tests, consultas con los colegas…. Interesante. Es la primera vez que interfiere en un caso como este. Un pequeño que estando acompañado por su madre sufre síntomas de angustia tal…. Muy extraño; por lo general, es en la soledad que se agudiza la fobia. Niños que no quieren salir de su cuarto, que le temen al afuera, deseo inconsciente de volver al vientre materno, pánico a la realidad, rechazo de un mundo desconocido e inhóspito. Y es padre-abuelo, anticuado y quién sabe si sospechoso y resentido… Le gustan estos desafíos….
Ahora era el niño el que estaba allí, frente al Dr. Jonnson. Era un hermoso niño, no cabe duda, aunque seguramente el padre debió tener algo de mulato. La oscura carita congestionada, por la que aún brillan las lágrimas, se calma de pronto a penas la secretaria cierra la puerta tras su compungida madre. Igual que en las consultas anteriores, que en las salas de espera de los colegas, en cuartos de exámenes y reuniones clínicas, en pasillos y entradas de hospitales y psiquiátricos, los que en estos últimos meses ha tenido que enfrentar con él. Las escenas de gritos, forcejeos e histerias han sido su diario martirio. Es bien poco lo que sus colegas logran dilucidar, llegando a resultados confusos y aún más desconcertantes exámenes y encefalogramas, tests en los que se ha llegado, sí, a una concreta y unánime conclusión: su coeficiente intelectual no es el de un niño de tres años y medio, corresponde a seis o más de gran inteligencia y capacidad; ninguna anomalía, ni física, ni psíquica, a pesar de esa temperatura corporal diez grados más alta que la usual en una niño sano. Los diferentes tratamientos y drogas no han dado mayores luces. La fobia del niño continúa y tal vez con más intensidad que antes.
El pequeño paciente contesta a las preguntas del doctor con su vocecita precisa, desafiante y dulce: “Sí, doctor; no doctor; no sé, doctor….,” como lo harían casi todos los niños del mundo. Grandes, ingenuos, maravillosos los ojos miran al Dr. Jonnson por entre sus largas y doradas pestañas, desde sus pupilas doradas que rasgan aquel rostro infantil de piel tersa y tostada….
Atrás quedó el rutinario escándalo de su entrada, de sus rabietas, de su angustioso llanto y esa extraña asfixia al cruzar los umbrales. Allí sentado con las piernas colgando, balancea unos piececitos calzados con blancas sandalias que contrastan con el sepia claro de su piel, y que no alcanzan al suelo. Su semblante es tranquilo, sonriente, interesado.
—Doc…. ¡No quiero que la mamá entre!
—Tú sabes que aquí estamos los dos solos, Julio, que nadie nos molesta. Somos amigos ¿verdad?
—Sí doctor.
El psiquiatra se ha recostado en su cómodo sillón de escritorio y jugueteando con un lápiz rojo, mira intensa y pensativamente al pequeño problema que a suvez lo mira. ¿Y ahora qué?, piensa, mientras una sonrisa profesional aflora en su rostro perfectamente afeitado y serio. ¿Y ahora qué diablos hago con este monstruito…? Mientras repasa la hoja clínica, un relámpago absurdo y fugaz enciende de pronto su desconcertado lucubrar. ¿Y por qué no? La madre le ha contado que lo único que le gusta es jugar a las escondidas; que es más que es a lo único que juega con los primos… Total, ya se ha probado todo…
Inclinándose hacia delante junta las manos y con una de sus voces más seductoras encara al pequeño para preguntarle como al descuido, con un dejo de incontenible ansiedad:
—Julito, ¿te gustaría jugar conmigo como lo haces cuando estás solo? Tú sabes que nunca le digo a tu mamá nada de lo que hacemos los dos aquí. Por qué los amigos no cuentan los secretos. ¿Qué te parece si entre nosotros hacemos un secreto bien grande?
—¿Secreto? No me gustan los secretos…. ¿A qué jugamos?
—Juguemos a las escondidas, ¿Ya?
—¡Ya!
—Yo me escondo primero y tú te tapas los ojos; cuando esté listo, golpeo tres veces y tú me buscas. El cuarto es grande, pero para que haya más lugar abriremos el baño y la puerta de mi salita de descanso. No tengas miedo, nadie te va a obligar a algo que no quieras. Ponte contra la pared y tapate los ojos. ¿Listo? ¡Ya!
Excitado, febril, el niño se tira debajo de la silla gritando:
—Noo, nooo, yo me escondo primero. Tú te tapas los ojos.
—Como quieras.
Julito corre por la habitación, psiquiatra se acerca a la pared y dándole la espalda, hace como si se tapara los ojos mientras por entre los dedos lo observa ansioso a través del espejo del baño, que refleja casi todo el cuarto por la puerta entre abierta. El pequeño sigue corriendo en la punta de los pies sobre la alfombra; corre alrededor del gran escritorio despacito, gira por entre el sillón y el diván de cuero pasa entre el estante de los libros y el canasto de papeles sin tocarlo, se mete de nuevo tras el escritorio para detenerse con una sofocada risita ante la ventana entornada de la pequeña sala, duda unos segundos y tomando la perilla de vidrio con las dos manos, suave, muy suave, la cierra… Da vuelta la cabeza para ver si el doctor no hace trampas y extendiendo los brazos como si fuera a volar, con alegres y susurrantes gorjeos, se apoya en la madera, sin ruido, sin esfuerzo, jugando, hasta traspasarla con todo su cuerpo, antes los ojos alucinados del doctor Jonnson que, ya de frente camina con las manos extendidas, heladas, para calentarlas en el rayo de sol que brilla en aquel cuarto cerrado, en el lugar exacto en que el niño acaba de desaparecer…