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20 septiembre 2013

Lauro Olmo - "El segundo terrón"

Poeta, novelista, cuentista y, sobre todo, dramaturgo gallego. Ha sido enmarcado dentro del "realismo social" y es uno de los más importantes autores teatrales españoles de la segunda mitad del s. XX. En sus obras estaba siempre presente la denuncia por lo que fueron muchas veces censuradas y prohibidas. En sus cuentos se muestra la realidad de la España del momento, con tristeza y pesimismo pero también con ternura y esperanza.
En palabras de Francisco Umbral:
"Olmo murió de asco. Sus comedias fueron muriendo de rechazo, de censura, de indiferencia, de vuelva usted mañana."
Este cuento pertenece al volumen "Doce cuentos y uno más" de 1956.

Yo me llamo Tomás, y el primer apellido de mi padre es García. Mi padre es alto y viste con mucha pulcritud. Económicamente no nos va mal. Don Tomás, mi padre, siempre tuvo tres ideas fijas y sobre ellas elaboró un sistema de frases que le han traído, sin grandes preocupaciones, a los cincuenta y cinco años. Mi padre, naturalmente, es un señor amable, correcto, que besa la mano con una gentileza extraordinaria y que sabe darle a su espinazo, cuando se dobla, la suficiente gracia para que las gentes rehuyan la posibilidad de un quebrantamiento.
Mi padre se casó bien.
Con una Ordóñez.
Yo, Tomás García y Ordóñez, confieso que mi madre, como mujer, quiero decir en su aspecto físico, no vale gran cosa. Es bajita, y a pesar de los esfuerzos realizados por conseguir cierta dignidad estética, sigue gorda, con sus carnes ya flácidas, decadentes ya. Mi madre, y sostengo firme y duramente lo que voy a decir, cometió una gran equivocación en su vida. Sólo una: casarse con don Tomás García. Porque los ojos de mi madre son honrados y miran con una gran sinceridad.
Pero cuando Luisita Ordóñez tenía veinte años, le hablaron de esta forma:
"¡Tú, para mí, eres alta, esbelta. Y en tus labios, tan cálidos, leo la promesa de mi felicidad! ¿Quieres casarte conmigo? Yo ..."
Y Luisita Ordóñez, harta de verse fea, creyó todo lo que Tomás García le dijo.
Mi padre pronto ocupó un alto cargo político. Y tampoco tardó mucho en ganarse la estimación de las gentes situadas. Siempre ha sido un hombre organizado, y no creo que exista alguien que pueda señalar una falta, un fallo en lo que hasta ahora ha hecho.
Sistemáticamente, don Tomás García, casado con una Ordóñez, es un ser perfecto.
Cumple como marido y yo, como hijo, no tengo nada que reprocharle. Mí madre y yo somos dos piezas que encajamos, exactas, en el sistema. De los éxitos de don Tomás García, quizá sea éste el más señalado.
Así opinaba Tomás García y Ordóñez, hijo de don Tomás García, o sea: yo, hasta hace exactamente dos horas y media. Porque hoy, estando sentados a la mesa mi padre, mi madre, y yo, ocurrió algo increíble. Algo que vino a desarticular la sistematización de todos nuestros actos.
Acababan de servirnos el café. Mi padre cogió un terrón de azúcar, y con mucho cuidado lo echó, suavemente, en su taza. Esta operación, como todas las suyas, le salió perfecta. Pero mi padre es un señor de dos terrones, y al ir a echar el segundo, éste se le escapó y cayó de golpe dentro del líquido. Entonces, y de modo repentino, mi padre exclamó:
-¡Coño!
Nos quedamos pálidos. Sobre la corbata de don Tomás García, casado con una Ordóñez, habían caído tres gotas: tres manchas de café. Pero esto no era nada comparado con la tremenda exclamación.
Mi padre se levantó, muy despacio, y en sus ojos se rompió la firmeza. Y un cansancio apareció de pronto, se apoderó de él, y le hizo viejo. Y nada importó ya que se le cayera la servilleta al suelo, y que cuando mi madre, con las primeras lágrimas en sus ojos, le preguntó que qué le pasaba, contestase desvaídamente:
-¡Déjarne en paz, mujer!
Nada importaba ya. El sistema había sido roto de un modo inesperado, brutal, necesario. El alambre, el prodigioso alambre que hasta las tres de la tarde del día diecisiete de octubre del año mil novecientos cincuenta y cinco sostuvo nuestra vida, se había quebrado, fatalmente, como se quiebran todas las cosas que el hombre crea al margen del corazón. Mi madre, una Ordóñez, descubrió esto demasiado tarde. Sólo Tomás García y Ordóñez, su hijo, o sea: yo, vislumbró de repente un mundo nuevo. Y ahora el vacío que se echó sobre mi padre, hace exactamente dos horas y media, me pesa y tiene a la sangre martilleando violentamente mi corazón. Esta pobre víscera mía que se me ha llenado de cosas, de humildes deseos.
Porque cuando don Tomás García, Subsecretario del Ministerio X, aquel hombre alto y que vestía con tanta pulcritud, se levantó, repentinamente cansado, exactamente a las tres de la tarde del día de hoy, y subió las escaleras que conducían a sus habitaciones, yo, Tomás García y Ordóñez, o sea: su hijo, intuí la detonación que poco después acababa con su vida.
Y no miento si, con toda sinceridad, os aseguro que estas lágrimas que me van cayendo, son lágrimas liberadoras.
Lo único que de verdad me duele, es el fracaso de mi madre: una Ordóñez.

14 septiembre 2013

Enrique Jardiel Poncela - "Portifax, el explorador sueco, o diez días entre los hipotecas. (Una aventura en la Australia Central)"

Una vez más, uno de los integrantes de la "Otra generación del 27" en el blog. Jardiel y sus compañeros de generación (López Rubio, Tono, Mihura, Neville), aunque no los pioneros (estos fueron Julio Camba, Wenceslao Fernández Flórez y Ramón Gómez de la Serna), fueron los que llevaron el gran peso de la modernización del humor español.
El cuento aparece recogido en la antología "El libro del convaleciente. [Inyecciones de alegría para hospitales y sanatorios)" publicado en 1938.


Los viajes de Portifax
La primera vez que el explorador sueco Portifax fue a la Australia Central (vía Coruña) tenía veintinueve años.
La segunda vez tenía veintidós años (porque acababa de cumplir cuarenta y se quitaba veintiocho).
A la tercera vez que fue a la Australia Central, Portifax tenía un reuma terrible, fijado aquí, en esta parte del hombro.

A qué viene esto
En realidad, Poitifax era inglés, pero se hacía el sueco.
He aquí su única originalidad.
Porque ha llegado la hora de decirlo: la historia del explorador Portifax es completamente vulgar. Si nosotros nos decidimos a contarla es porque nos apoyamos en la vieja máxima de que lo vulgar es lo verosímil y también por aquello que dijo Virgilio de que cualum dicere debent cuyus ganem imperator farem.
Y después de estos antecedentes, a ver si hay manera de que empecemos a contar la historia de Portifax.

Pregunta a los lectores
¿Vosotros no habéis ido nunca a la Australia Central? ¿No? Entonces, ¿cómo narices queréis daros cuenta de lo que puede ocurrir allí?
Es absolutamente preciso que los que aspiren a ser lectores empiecen a conocer sitios, pues si no, corremos el riesgo los escritores de no poder poner la acción de nuestras historias más allá de Valdepeñas.
Y ahora, por una sola vez, describiré el escenario. Quiero decir que os voy a decir cómo es la Australia Central.

Descripción breve de la Australia Central
La Australia Central es un territorio parecido a la terraza del "Capitol", pero sin bombillas.
De trecho en trecho hay palmeras; de vez en cuando hay pitas (lo mismo que en la terraza del "Capitol" y aquí) y en ocasiones se tropieza uno con algún avestruz (lo mismo, lo mismo...) y con algún hipopótamo (igual, igual...) Y, por fin, no es raro tampoco encontrarse con mujeres que llevan anillos colgando de las orejas y los rostros pintados de azul, rosa y rojo. (¿Se convencen ustedes de que la Australia Central es igual que la terraza del "Capitol"?)
El sol se pone allí como en otros lados; se pone como ya vosotros sabéis que suele ponerse: se pone tontísimo. Y a ello contribuye lo orgulloso que está de su luz esplendorosa y el ver que los salvajes le adoran de rodillas, como a la "Argentinita".
La atmósfera es cálida; las plantas, verdes; el cielo, azul; las nubes son unas tenues vedijas, y los cocodrilos son unos bocazas.
Y ya que hemos descripto la Australia Central gracias a la pericia que nos caracteriza, reunámonos de nuevo con el explorador Portifax, para lo cual tendremos que correr un rato, pues nos lleva una buena delantera.

Lo que inventó Portifax
En sus dos primeros viajes le había ido bien a Portifax, pero no había encontrado ni salvajes, ni avestruces, ni hipopótamos, ni cocodrilos, ni mujeres con anillos colgantes, ni siquiera nubes que pareciesen tenues vedijas. Así como suena.
Portifax se estuvo dieciocho meses andando por la selva (denominada jungla por los idiotas) y no se topó con nada de eso ni por casualidad. Vio mariposas, ranas, mosquitos de cuarenta y seis especies; descubrió una vegetación espléndida como una deportista yanqui; observó el cielo azul, algunos riachuelos y un aeroplano que volaba a mil metros camino de Borneo.
Y eso fue todo.
Cuando volvió a Christianía, los periódicos le pidieron interviús, varios editores le rogaron que escribiese un libro, y todo el país en masa aguardó con ansia la historia de sus peripecias en Australia.
Y Portifax, en la soledad de su despacho, se mordió las uñas y lloró lágrimas cual balones de fútbol. ¿Era lícito contar la verdad? ¿Era lícito decir que en dieciocho meses él no había encontrado nada de lo que contaban haber encontrado los demás exploradores del Mundo? Sí. Sin duda era lícito. Pero hacerlo significaba tanto como exponerse a que nadie creyese que había estado en la Australia.
Entonces Portifax hizo lo que hacen los hombres cuando una dama falta a una cita y los amigos le preguntan qué tal le fue con la dama: inventó lo que no había pasado.
Escribió un libro prodigioso, titulado Diez días entre los "hipotecas", en donde narraba con verdadera maestría cómo esta tribu de insaciables caníbales le habían cogido prisionero, aprovechándose de un momento en que estaba distraído atándose un zapato; cómo había sido llevado a la presencia del jefe, un viejo autor de cuplés al que la tribu había elevado al trono al convencerse de que era el más cafre de todos; cómo el jefe le obligó a bailar un blue en su presencia y cómo cuando acabó de bailar ordenó a sus cocineros que lo mataran, lo guisaran y se lo sirvieran, porque él cumplía el viejo consejo específico de agítese antes de usarlo.
Luego la historia que Portifax se sacó de las meninges tomaba un tinte romántico. La hija del jefe de la tribu se enamoraba de él con una fuerza de 40 C.V. y diciéndole:
—Me tienes negra.
Lo cual era completamente exacto.
Y añadiendo después este piropo esquelético:
—Estoy por tus huesos
En lo que demostraba un gusto opuesto al de su padre, que había probado estar por la carne.
El libro de Portifax concluía con la fuga del explorador y la hija del rey, capítulo maravilloso de donde son estas últimas frases:
La hija del rey — ¡Ya he hecho un blanco!
Portifax — ¡Ya tengo la negra!
En fin, algo verdaderamente pocho.

La gloria y la tristeza
Diez días entre los "hipotecas" tuvo tal éxito de venta que lo pidieron de Sudamérica para hacer ediciones clandestinas, y los amigos de Portifax comenzaron a correr las voces de que no lo había escrito él.
Era la gloria.
Pero Portifax tenía una espina clavada en esa pieza encarnada e inclinada hacia el lado izquierdo que se denomina corazón, a saber: la conciencia de que cuanto había contado era mentira. Y la desesperación de que en dos viajes a la Australia Central no había logrado ver ni una sola cosa de aquellas que tanto emocionaban a sus lectores.
Y entonces, romántico y todo, planeó el tercer viaje.

Tercer viaja a Australia
—Hay que ayudar un poco al Destino —se dijo Portifax—. Hay que hacer todo lo posible para encontrar salvajes antropófagos y cocodrilos y negras enamoradizas con las que poder escapar corriendo como contadores de gas.
Y Portifax se compró un salakott, el clásico thermo y una red de cazar insectos.
Hecho lo cual se embarcó.
(Yo seguiría contándoos al menudeo las andanzas de Portifax; pero os lo juro: eso me destroza. Prefiero resumirlas en dos frases para acabar cuanto antes esta historia espantosa, que tiene un final más espantoso todavía...)
¡Catorces meses, señores! ¡Catorces meses se estuvo Portifax en este tercer viaje sacudiéndose la polaina por Australia Central, sin encontrar un solo salvaje, el menor asomo de tribu, la más insignificante partícula de cocodrilo!
Diréis que ello es inverosímil.
¡Inverosímil!
¿Encontráis inverosímil que en todo un continente un hombre pase catorce meses sin encontrar salvajes, ni cocodrilos, y, en cambio, os parece natural estaros vosotros media hora en la esquina sin encontrar un tranvía ni para un remedio?... ¿Qué lógica es la vuestra?
Una tarde Portifax oyó rumor de pasos tras un grupo de palmeras, en los 14'30° de latitud y los 89° de longitud. Portifax se echó el rifle a la cara, apuntó y disparó. Un quejido; el ruido de un cuerpo muerto que se desploma...
Era un gato, un gato negro, de esos gatos corrientes, de esos gatos que se ven en las porterías de Madrid y que se llaman invariablemente "Emiliano".

Final
Ya comprenderéis que no podía acabar bien una vida en la que existían tales tragedias. El final de Portifax fue horrible. Se desnudó, se fabricó un escudo, se pintó de negro, se puso unas plumas y se lanzó a la selva dando aullidos inarticulados.
Y así lleva veinte años haciendo el zulú.
Se ha comido varios exploradores blancos, y en algunos modernos libros etnográficos se habla extensamente de él. Pero todavía no ha encontrado salvajes en Australia.
Por mi parte, yo creo que acabará haciendo alguna tontería.

07 septiembre 2013

Mahmud Darwish (III)




Los poemas pertenecen al poemario "Menos rosas" de 1986.
La versión es la de María Luisa Prieto.



He visto la última despedida
He visto la última despedida: me despedirán en una rima de madera,
izado por manos de hombres y ojos de mujeres.
Me envolverán en una bandera y mi voz se conservará en cintas.
Me perdonarán en una hora todos mis pecados, luego los poetas me insultarán.
Mas de un lector recordará que yo velaba cada noche en su casa.
Una chica vendrá pretendiendo que me casé con ella hace veinte años y pico.
Se contarán leyendas sobre mí y sobre las conchas que recogía de los mares lejanos.
Mi amiga se buscará un nuevo amante que esconderá en sus vestidos de luto.
Veré la fila del cortejo fúnebre y a los que pasan, cansados de esperar.
Pero aún no veo la tumba. ¿No tengo derecho a una tumba, después de todas estas fatigas?


El último tren se ha parado
El último tren se ha parado en el último andén, y nadie
salva a las rosas. Ninguna paloma se posa en una mujer de palabras.
El tiempo se ha acabado. El poema no puede más que la espuma.
No creas a nuestros trenes, amor, no esperes a nadie en la muchedumbre.
El último tren se ha parado en el último andén, y nadie
puede retornar a los narcisos rezagados en los espejos de la penumbra.
¿Dónde dejaré mi última descripción del cuerpo que en mí habita?
Todo ha terminado. ¿Dónde está lo que ha terminado? ¿Dónde vaciaré el país que en mí habita?
No creas a nuestros trenes, amor, las últimas palomas han volado, han volado,
y el último tren se ha parado en el último andén... y no hay nadie.


En el camino hay otro camino
En el camino hay otro camino. En el camino hay un espacio para el viajero.
Arrojaremos muchas rosas al río para cruzarlo. Ninguna viuda
quiere volver con nosotros. Vayamos allí... allí está el norte del relincho.
¿No has olvidado algo elemental que asentará el nacimiento de nuestro pensamiento futuro?
Habla del ayer, compañero, para que vea mi imagen en el arrullo
y alcance el collar de la paloma o encuentre la flauta en una higuera abandonada.
Mi nostalgia gime por todo. Mi nostalgia me designa asesino o víctima.
Y en el camino hay un camino para andar y andar. ¿Hacia dónde me llevarán las preguntas?
Yo soy de aquí y soy de allí, y no soy de allí ni soy de aquí.
Arrojaré muchas rosas antes de alcanzar una rosa en Galilea.


Si pudiera volver a empezar
Si pudiera volver a empezar, elegiría lo que elegí: las rosas del cercado.
Viajaría de nuevo por los caminos que llevan o no llevan a Córdoba,
colgaría mi sombra en dos rocas para que los pájaros fugitivos anidaran en sus ramas,
quebraría mi sombra para seguir el perfume de los almendros flotando sobre una nube polvorienta
y me fatigaría en las laderas. Acercaos, escuchadme, comed de mi pan,
bebed mi vino, pero no me dejéis solo en la calle de la vida, cual sauce extenuado.
Amo los países en los que el canto del viaje no ha dejado huella y no han obedecido a ninguna sangre o mujer.
Amo a las mujeres cuyos deseos ocultan el suicidio de los caballos sobre un umbral.
Volvería, si pudiera volver, a mi misma rosa, a mis propios pasos... pero no regresaré a Córdoba.

03 septiembre 2013

Assia Djebar - "La liberada"

El relato pertenece a "Lejos de Medina", volumen en el que a través de diferentes crónicas Djebar revindica la importancia de la mujer en los orígenes del islam.
Dentro del período que aquí evoco, que da comienzo con la muerte de Mahoma, se me hicieron muy presentes numerosos destinos de mujeres: mi pretensión ha sido resucitarlos... Mujeres en movimiento «lejos de Medina», esto es, al margen, geográfica o simbólicamente, de un punto de poder temporal que se aparta irreversiblemente de su luz original.
Musulmanas o no musulmanas —cuando menos, en este primer momento, «Hijas de Ismael»—, calan durante breves instantes, aunque en circunstancias indelebles, el texto de los cronistas que escriben siglo y medio o dos siglos después de los hechos. Transmisores escrupulosos, sin duda, pero naturalmente inclinados, por costumbre ya, a ocultar cualquier presencia femenina...
La versión es la de Santiago Martín Bermúdez.

Soy Barira, la liberada, la liberta de Aisha, «madre de los Creyentes». Soy...
¿Qué otra cosa se le puede pedir a una antigua esclava más que mezcle su voz con las de las demás transmisoras? ¿No sería preciso, tal vez, olvidar, o callar, que fui hecha cautiva de muchacha, hace ya tanto tiempo, vendida después a una caravana de Yatrib, y luego...? ¿No es, acaso, lo único que importa que fui de las primeras mujeres islamizadas, unos meses antes de que el Bienamado y su amigo vinieran aquí en busca de refugio? ¿Acaso en la hora postrera —«la Hora»— cuenta otra cosa que lo que se pudo declarar, y confirmar, sin otro testigo que el propio corazón? ¿No sería mejor dejar que la voraz memoria se lo tragase todo, no desgranar en voz alta, en voz baja, sino las plegarias que nos entregó el Mensajero, demasiado pronto desaparecido y de cuya ausencia ni yo ni nadie nos consolamos? ¿No sería...? Cuántas preguntas me asaltan cada noche; y esos asaltos los sobrellevo con mis paseos de por la mañana, con mis trabajos del resto del día. Soy Barira, la liberada.
Hace años ya que las mujeres de Medina no se cansan de recordar mi historia; cómo acudí a ofrecerme a la pequeña adolescente pelirroja —¡que Dios nos la conserve!— a la que todas las mujeres de la ciudad amaban o envidiaban, la muy amada del Mensajero —¡que Dios le tenga misericordia!
Yo le dije con audacia —y tal fue el primer paso de mi felicidad: —¡Cómprame, oh Lala!
Y Lala Aisha respondió:
—Te compro.
—Hay una condición —vacilé yo en precisar.
—¿Cuál?
Hube de confesar:
—Mis actuales dueños desean venderme, pero reservándose mi obediencia.
—¡Entonces, no! ¡Yo no comparto! —decidió Aisha.
Todas sabíamos en Medina hasta qué punto se mostraba suspicaz con sus coesposas, «hasta los celos», según algunas.
Todas las mujeres de Medina cuentan y han contado que aquella misma noche Mahoma —¡que Dios le conceda la salvación!— encontró de repente la solución para su más joven esposa, y también para mi liberación.
—Compra a Barira —le aconsejó— y después libérala. Pues la obediencia que queda no puede pertenecer más que al que o a la que libera a la esclava. Ya pueden reclamar diez veces sus dueños anteriores, será en vano. Te digo que compres a Barira y la liberes después.
Y así, alabado sea Dios, vi la luz en Medina cuando debía yo de tener dos veces la edad de mi augusta dueña.
Todas las mujeres de Medina cuentan y han contado que, estando yo casada al tiempo que era esclava, el Profeta —¡que Dios le asegure la salvación!— me dio a escoger:
—¿Deseas conservar tu condición de esposa? Intervendré para que tu marido, aunque esclavo, esté junto a ti. O bien puedes elegir, al liberarte, liberarte también de los vínculos del matrimonio. Puedes elegir vivir como una mujer viuda o divorciada mientras aguardas otro marido.
Apenas lo dudé: «¿Libre de golpe?», pensé mientras el corazón me latía con fuerza. «Libre como ser humano y libre como mujer, poder yo misma elegir el hombre que desee, incluso vivir sola o...»
—¡Libre! ¡Oh Mensajero de Dios, deseo verme liberada de todos los vínculos, de todos!
—¿Estás segura? —insistió el Profeta—. ¿No deseas que intervenga para que...?
—¡Ya no es nada mío, oh Mensajero de Dios! ¡Quiero mi libertad completa!
Y tuve que contenerme para no arrodillarme y besarle los pies agradecida. Habría ofendido su tan secreta modestia; poco después, con el alma estremecida, me hice una promesa: «Nunca más me arrodillaré ante nadie, salvo...», e iba a añadir «salvo ante el Profeta y ante su esposa preferida». Pero formulé este juramento:
—¡Nunca más me arrodillaré, salvo para rezar, para rezar mil veces a Dios!

Todas las mujeres de Medina cuentan y han contado que el que durante diez años había sido mi marido —un sudanés de aspecto atlético, de fuerza impresionante— comenzó a seguirme por las calles de Medina cuando yo iba y venía... Me seguía de lejos, sin atreverse a decirme nada; algunas, las oí, añadieron: «El pobre va con los ojos bañados en lágrimas».
Lala Aisha nunca me hizo preguntas, pero las demás, las numerosas vecinas, tanto Emigrantes como mediníes, el círculo de sus parientes, criadas, niñas y adolescentes, me miraban de hito en hito, relucientes los ojos, la curiosidad a flor de piel.
Un día, en una callejuela umbría, una mujerona mandó a su hija de ocho años a preguntarme con entonación estudiada y falsamente ingenua:
—Tu antiguo marido, aquel atleta negro de allí, ¿es aún esclavo?
Refunfuñé:
—¡Déjame! Ya no tengo marido. Soy libre de toda cadena. Soy Barira, la liberada.
Otra indiscreta, también una niña, volvió a la carga pocos días después, en esta ocasión en un barrio periférico de la ciudad:
—Dicen que por fin han acabado liberando a tu antiguo marido, ese negro grande que te sigue por las calles. ¿Sabías que ya no es esclavo?
No respondí. Una mujer, su madre o su tía, entreabría la puerta, me llamaba y añadía en voz alta que quería regalarme tal o cual cosa.
—¡Eres una mujer libre! ¡Él, ahora, también es un hombre libre! Si tanto te desea, ¿por qué no vuelves con él?
E, inquisitivas y un poco nerviosas, callaban, de pie en el umbral. Yo me negaba a responder y a aceptar el regalo anónimo que todas las demás —tantas de ellas conscientes de ser prisioneras, de estar constreñidas por un marido injusto— delegaban a fin de sondearme.
—Soy Barira, la liberada, gracias a Aisha —me dignaba a contestar.
Cuando dos o tres años después murió el Mensajero —¡que Dios le conceda la salvación!— el hombre que me seguía con su desesperado deseo desapareció por fin de la ciudad y, al mismo tiempo, de mi memoria. ¡Continuaré siendo una mujer libre! ¡Sin hombre, sin marido, sólo al servicio de Aisha, todos los días de mi vida, y al servicio de Dios, aquí y allá!

Mas ahora soy yo quien cuenta el nuevo estallido de dolor de mi joven ama: el primer califa, su padre, ha muerto. Entregó el alma entre el crepúsculo y la noche, en esta fecha del 14 del mes de yumada segundo, un lunes.
Esma bent Omais ha lavado el cuerpo de Abú Bekr en la habitación de Aisha. Es de noche; el cielo estrellado es vasto como nuestra pena. He permanecido un buen rato en el patio, en mi sitio de costumbre. Poco antes se me acercó Esma para que me hiciese cargo de su hijo Mohamed, apenas de tres años, huérfano en este día. Esperé, con el niño contra las rodillas, que su hermanastro Mohamed ibn Dyaffar viniera a buscarlo. Luego las sombras de los dos niños desaparecieron en dirección a la morada de Alí.
La noche es clara. Muy pronto, de todas las chozas en que no se han apagado las velas saldrán las mujeres, embutidas en malva, en gris, en blanco; acudirán a velar al muerto hasta que se aproxime el alba.
Yo entro por fin en la habitación.

Con un largo chal blanco de dorados flecos con el que se cubre la cabeza y la frente (advierto que su cara está más pálida, aunque sus ojos están secos, si bien algo más vivos), Aisha, mi ama, está sentada, el busto erguido, a la cabecera del muerto. Le ha descubierto el rostro; sobre el hombro paterno, que oculta inmaculada lana, deja descansar una mano.
A los pies del califa, sin dejar adivinar en su aspecto el cansancio del lavatorio anterior, se encuentra medio arrodillada Esma bent Omais, que rodea con los brazos a su sobrina Omaina, la hija de Hamza, que se acaba de casar con Salama, hijo de Um Salama, madre de los Creyentes.
Una mujer completamente tapada, pero que sé de la familia de Abú Bekr, junto a la cual me he acuclillado, me explica:
—Acabamos de llorar primero por Hamza, como el Mensajero de Dios y su amigo es-Seddiq nos mandaron cuando Ohod.
—Por eso la hija de Hamza, a pesar de estar recién casada, se muestra tan conmovida —añade una voz detrás de mí.
La habitación, más pequeña desde que hace poco se levantó en el fondo una pared que aísla el rincón donde está la tumba del Mensajero, se llena ahora de Emigrantes y mediníes de todas las edades. La hija mayor de Abú Bekr, Esma, «la de las dos cinturas», permanece de pie, la vista en el suelo. Se adelanta unos pasos hasta su padre, que yace a sus pies; luego se detiene, cerrados los párpados, la cabeza colgando hacia atrás, libre repentinamente el espeso torrente de su cabellera, que le cae hasta la cintura. Se extingue la algarabía mientras que su voz sonora desgrana al azar las palabras de pesar que borbotean, que estallan finalmente y nos hacen callar; es Esma, la inspirada, que hasta ese momento guardaba silencio.
Apenas se detiene cuando una mujer anónima, detrás mío, deja escapar como una intensa voluta un ronco lamento que vacila, que busca, que traspasa el aire y luego se desgarra en abierta herida. Saltan aquí y allá otras quejas menos contenidas. Yo no sé ni llorar ni lamentarme. A mi alrededor han crecido la algarabía y su desorden, así como las palabras de espanto que buscan consuelo. Las manos se tienden hacia Abú Bekr, hacia su sueño, hacia su bondad, por un momento todavía entre nosotros. Aunque, claro está, no se atreven a tocarlo. Aisha, estatua pálida, ojos abiertos, labios apretados, la única aún sin dolor, la única, nos contempla como si se hubiera colocado del lado en que vuela ya el alma de su padre, que, estoy segura de ello, nos oye...
Las plañideras —un grupito de mediníes con velos coloreados cuyos rostros se ocultan por completo bajo la gasa— se adelantan, coro inmóvil que se prepara. Es Um Fadl, creo, o Maimuna, madre de los Creyentes, su hermana, quien hace cesar el lamento una primera vez.
En efecto, embarazada, flanqueada por dos parientes, la última esposa del califa, la mediní, acaba de entrar. Su gravidez está avanzada; sus rasgos están hinchados por las lágrimas del luto, aunque puede ser también debido al cansancio propio de su estado... Una de las presentes, que está hecha un ovillo a un lado del cadáver, le hace sitio.
Un momento después, las plañideras —veo ahora cuatro, altas, imponentes, más una mulata como yo, baja y gruesa— emprenden su canto múltiple que se levanta en oleadas unas veces estridentes y otras graves; tan sólo la mulata no canta. Nos mira a todas con detenimiento, como si se encontrase en una reunión como otra cualquiera, con una mirada que me parece insolente. De repente, en una pausa del coro de sus compañeras, eleva sus carnosas manos con abundantes anillos, se araña las mejillas con vigor y una voz insólita —su voz— se alza vivamente, al tiempo que de su cara brota la sangre. Las dos Esmas —gemelas de repente en virtud de su mismo nombre— se levantan a un tiempo:
—¡El luto que usa la mano —exclama Esma bent Abú Bekr— proviene de Satán, no de Dios!
Y la ira que embarga su voz resuena en medio de la petrificada asistencia.
Aisha no dice nada. ¿Nos mira en realidad a nosotras, extraviadas en ese sueño, en esta escena? ¿Dónde se halla en realidad mi ama, oh Dios? Alguien ha tirado de la cantora que se hirió el rostro; el coro de plañideras, vacilante marea, continúa, debilitado ahora. Esma bent Omais ha vuelto a sentarse sin decir palabra, y todas las visitantes, ya en calma, regresan zalameramente a la tibieza del duelo.

Tras la puerta de la habitación se alzan voces de hombres que se superponen unas a otras y se dejan oír. La aldaba golpea, golpea... El coro se interrumpe. Muy cerca, una mediní susurra:
—¿Ya vienen a llevárselo para la plegaria y la inhumación?
—¡No, no! —exclama otra.
—¡Es Omar! —chillo yo de repente mientras la aldaba resuena de nuevo.
En el silencio que se extiende entre nosotras como una sábana, Aisha, por fin vuelta en sí, agita los hombros; tapa el rostro paterno con la lana del sudario. Se dirige entonces a la más anciana de las plañideras:
—¡Continúa, oh creyente, y bendita seas!
El coro continúa al momento:
—¡Oh tú, Mahoma, que das fin a la cadena de los profetas de Dios!
»¡Oh tú, Seddiq, que empiezas la de los vicarios del Mensajero!
—¡Oh mujeres! —interrumpe una voz áspera, poderosa.
«Ésa es la voz de Omar», me digo. «Es el nuevo califa quien habla».
Nueva agitación entre las sorprendidas mujeres... Por fin, Aisha se levanta. No es muy alta; sin embargo, sin siquiera apretarse para dejarle más sitio, todas elevan hacia ella una mirada de expectación; en algunas hay respeto o gravedad, y en otras una timidez vacilante, dispuesta a someterse ante la tormenta, la tormenta que se intuye...

Omar ibn el Jattab golpeó con violencia otras tres veces en la puerta de Lala Aisha. Ahora sin hacer uso siquiera de la aldaba. La madera se ha estremecido. Y pensar que a nuestros pies Abú Bekr, su amigo más cercano de ayer, comienza el descanso que lo alejará de nosotros... Mas el nuevo califa no teme molestarlo en este momento.
—¡Oh mujeres —continúa la voz, voz de la furia y de la violencia—, tenéis prohibido llorar! ¡Voy a entrar!
Aisha, ante la que se ha abierto paso, se acerca a la puerta, que aún tiembla:
—¡Nadie, en el nombre de Dios, entrará en mi habitación! —exclama con voz firme que impresiona. Luego se vuelve al grupo de cantoras del duelo. Y añade:
—¡Proseguid! —dice en tono resuelto.
Las cuatro plañideras comienzan de nuevo, más débilmente.
Suena de nuevo la aldaba, ahora con golpes regulares. Aisha no ha vuelto a su sitio. Yo me levanté sin saber qué hacer. ¡Acercarme a ella! A mi lado, Esma, «la de las dos cinturas», aguarda también al acecho.
La voz de Omar advierte:
—¡No entraré, pero os mando a Hishem! Que él haga salir a la hija de Abú Quohaifa.
En medio de la algarabía de aquellas que se alteran en el desorden, me acerco aún más a mi dueña. Ella no se ha movido, firme el rostro, y me digo: «Estamos en pleno duelo; mas mi ama querida se siente como aliviada en este combate, pero ¿qué combate es el que se anuncia? Sí, es eso, y estoy convencida de que no es un pensamiento profano, mi ama es una combatiente en el alma, por amor al Profeta ayer, por amor a su padre hoy».
Entonces ocurrió el incidente; lo presencié sin comprenderlo, pero sin olvidarlo más tarde, lo que me lleva a mí, la liberta, la liberada de Aisha, a convertirme en transmisora. Sí, el incidente, grave o trivial, ya no sé, sobrevino en aquel momento, y yo me atrevo a dar testimonio de él.
Por un segundo percibí a través de la puerta entreabierta —la claridad de la noche cegaba el umbral— el rostro de Hishem, un adolescente endeble, poquita cosa, al que parecían empujar por detrás, probablemente Omar. Un rostro espantado, me dije. Oí la voz de Hishem, luego el intruso desapareció; queda el tono de terror de su apresurada intervención. Veo como en un sueño a Um Ferwa cubriéndose la cabeza, sumida ésta en seda blanca, pero con un grande y largo pañuelo rojo o marrón, ya no sé, que se agita en su mano. Estorbada por ese paño, la veo abrir la puerta —fuera, la noche, casi translúcida; ¿o es que se aproxima ya el alba?—. Con un paso franquea el umbral.
La puerta se queda abierta y yo me encuentro pegada a Aisha. Ésta, muda, mira, mira... Sí, oh Señor, aquel incidente he de transmitirlo. Tal vez no sea más que polvo en tu vasto universo. Pero he de dar testimonio, siquiera sea una vez, porque las mujeres de Medina no lo contarán nunca.
Vi entonces, y los inmovilizados ojos de Lala Aisha la vieron también, la alta silueta de Omar ibn el Jattab, que me pareció la de un gigante temible. Ante él, Um Ferwa, endeble como un frágil fantasma y con aquel largo pañuelo rojo —o marrón, ya no sé— suspendido de su mano, una especie de ala, un oropel de fiesta cualquiera...
Sí, vi cómo el califa, el segundo califa, con su furia ya enfriada, pero furia a pesar de todo, aplastaba prácticamente con sus palabras a la vulnerable hermana de su amigo de ayer;
—¿Acaso no sabéis, mujeres, que vuestros llantos impiden al muerto encontrar reposo? ¿Acaso no sabéis que en estas circunstancias no debéis llorar, que Mahoma os lo prohibió?
Aisha, a mi lado, se vuelve, y la oigo protestar por lo bajo, primero para sí misma:
—¡Falso, oh Dios! ¡Falso!
Yo miro —mis ojos anegados por la escena nocturna—, oigo la voz de Aisha allí mismo mientras ella recuerda, miro... Sí, entonces, en aquel instante, entre la noche y la aurora, vi, afirmo que vi, la mano de la sombra gigantesca —el nuevo califa— apoderarse del pañuelo rojo y, por dos veces, con nervioso movimiento, golpear el rostro —o el hombro— de Um Ferwa, que se dobla, que se vuelve. Entró de golpe y la puerta sonó tras ella; lanzó un hipido, el cuerpo inclinado hacia adelante, y en medio de nuestro silencio estalló en sollozos:
—¡Oh hermano mío, me has abandonado! —gritó antes de que me la llevara abrazada hacia el fondo, a una cama, a lo oscuro.
Un buen rato después, mientras la consuelo y le humedezco la frente con agua fría y Esma bent Omais le unta los párpados con un perfume aceitoso, advierto que las plañideras han desaparecido sin esperar siquiera a la plegaria del alba. Emigrantes y mediníes murmuran unas su plegaria, otras un recuerdo en voz baja y entrecortada. Tan sólo Aisha, con voz clara, repitió las mismas frases:
—¡Omar ibn el Jattab se equivoca! En ese punto no ha comprendido el pensamiento del Mensajero ¡que Dios le conceda la salvación! ¡Yo soy testigo de que Mahoma nos permite llorar al que nos deja y que tan sólo veda el griterío, y con más razón los trances y las mutilaciones, que pueden turbar al moribundo en su última hora y al muerto cuya alma se aleja poco a poco hacia el Señor!
—¡Omar ibn el Jattab se equivoca! —repitieron varias voces de mujeres mientras aguardaban el momento en que el cuerpo de Abú Bekr habría de ser trasladado al otro lado de la pared.
Sólo cuando los enterradores se encuentren en plena faena, las dos hijas de Abú Bekr, Aisha y Esma, así como su joven y vulnerable hermana Um Ferwa, saldrán de la estancia a fin de no dejarse dominar por el dolor en su ápice.
Yo me quedé junto al muro hasta el momento mismo en que concluyó la ceremonia y oí todo lo que hacen entonces los hombres, puesto que son ellos los únicos que entierran a los muertos. Los únicos que se hacen cargo de nuestro cuerpo, miserable polvo.
Escuché, y vi, a pesar mío, a Omar, el segundo califa, salir lentamente, con las manos aún sucias. Sí, vi al califa y recordé a Mahoma y a su amigo Abú Bekr, tan bueno, tan tierno a nuestro corazón. Y supe que desde ese día mi afán de protección hacia mi joven ama permanecería más alerta que nunca.