Tom Franklin - "Instinto"

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Cuentista y novelista estadounidense. A veces es etiquetado como autor de novela negra y otras como autor sureño (incluyendo alguna comparación que se sitúa entre la memez y lo ridículo). Lo que yo he leído se acerca más a la etiqueta de sureño, sus personajes, sus ambientes, sus pueblos encajan perfectamente en esa literatura.
El cuento pertenece al volumen "Furtivos" de 1999.
La versión es la de Javier Lucini.


Hace cinco años Henry estaba conduciendo de vuelta a casa desde la planta depuradora cuando algo llamó su atención. Giró a la izquierda saliéndose de la Comarcal 151 y paró en la cuneta. Se quedó sentado varios minutos mirándose el dorso de las manos que, aferradas al volante, parecían pertenecer a otro. Al rato, puso la mano sobre la palanca de cambios y metió la marcha atrás.
En efecto, lo que acababa de dejar a sus espaldas era un mercadillo casero. Todo tipo de trastos expuestos en mesas de juego a la sombra de unos nogales. Dos bicicletas de carreras apoyadas en una mesa junto a un soporte de madera para cuchillos y un trampolín al fondo con un cartel en el que ponía: PRECIO A PACTAR. La mujer a cargo de la venta llevaba una falda larga y una gorra de béisbol de Alabama. Estaba sentada en un sofá desteñido de dos plazas en medio del jardín. Cerró el libro de bolsillo que estaba leyendo cuando Henry salió de la camioneta. Llevaba aún los pantalones del uniforme de la planta y una camiseta.
La bañera con patas en forma de garra estaba detrás de las mesas. Si hubiese venido en sentido contrario no la habría visto.
—Qué calor hace hoy —dijo la mujer sin levantarse. Entornó los ojos, miró hacia la carretera y se abanicó con el libro. La casa a sus espaldas era de ladrillo rojo, dos plantas, tragaluces con cortinas, sin persianas, ese detalle agradó a Henry. Había una manguera de jardín enrollada junto a las escaleras.
Mientras ella observaba desde el sofá, él se acercó a la bañera y se arrodilló en la hierba húmeda para inspeccionarla. La porcelana estaba sucia, lucía unas cuantas manchas de óxido. Pero conservaba el tapón de drenaje, unido por una cadenita verdosa. Pasó los dedos por el borde de la bañera. No le hizo mucha gracia que los pies en forma de garra estuviesen hundidos casi dos centímetros en el barro.
—Es una antigüedad —dijo la mujer. Seguía sin levantarse. Henry pensó que tendría que haberse levantado y estar ahí con él, mirando la bañera. Y como si le hubiese venido de pronto a la memoria tuvo la visión de una pierna de mujer, de una mujer más joven que esta, una pierna alzada, enjabonada, sobre el borde de la bañera.
—Perteneció a mi abuela —continuó diciendo la vendedora —. Murió hace dos años.
—¿Cuánto? —preguntó Henry, y solo entonces ella se dignó a levantarse.
Pagó sin regatear.
Transportó la bañera en la camioneta hasta la cabaña de caza que su tío L. J. se había construido en mitad de un pinar de ochenta hectáreas cubierto de maleza. Forcejeó con ella hasta el sótano y la arrastró hasta situarla junto al tablón de carnicero donde el viejo despiezaba los ciervos y los jabalíes que mataba. Para conectar la bañera Henry no tendría más que instalar un racor en el caño del fregadero industrial del rincón que su tío había conseguido en la subasta de un hospital. Tenía pedales para poder abrir y cerrar el grifo con el pie.
El tío L. J. había muerto hacía muchos años. Enfisema y un tumor cerebral del tamaño de una pelota de golf. La madre de Henry no se cansaba de repetir que tendrían que poner en venta esa vieja casucha destartalada con todas esas cabezas de ciervo, el lince disecado y la colección de barbas de pavo. Y ya de paso vender el terreno estéril e inútil que la rodeaba. Pero en los treinta y ocho años que Henry llevaba en el mundo, sus padres jamás se habían deshecho de nada.


Dos años más tarde se despertó un domingo por la mañana. Su madre le estaba gritando desde el piso de abajo. Iban a llegar tarde a la iglesia. Se acercó a la puerta y echó un vistazo. Estaba frente al espejo del perchero pintándose los labios.
—Me voy a quedar en casa —le dijo —. No me encuentro bien.
Ella cerró el bolso.
—Anoche volviste a salir hasta tarde — dijo ella —. Bebiendo, me imagino. No me extraña que te encuentres mal. ¿John?
Apareció su padre, con corbata pero sin chaqueta.
—Baja ahora mismo, Henry el Grande.
—No.
Henry cerró la puerta y echó el pestillo. Se imaginó al viejo haciendo sonar las llaves en el bolsillo y rascándose la calva. Su madre capturando la mirada de su padre en el espejo.
Pero al momento se cerró la puerta principal. Desde la cama, apartó la cortina de la ventana y los vio subirse al coche con gravedad. Su madre llevaba el gorro amarillo que siempre se ponía para ir a misa. Permanecieron un momento inmóviles y Henry comprendió que estaban rezando. Por él, lo sabía. Luego parpadearon las luces de freno del Chrysler y el coche recorrió el sendero hasta la calzada.
En el ático enrolló el colchón blando extra y lo ató con un poco de cuerda de nailon. Lo hizo rodar por el suelo polvoriento y lo bajó por la trampilla. Estuvo a punto de derribar la mesita rinconera con el jarrón de margaritas. Fue fácil bajar el colchón por las escaleras y sacarlo por la puerta a la calle. En la camioneta, camino de la cabaña de su tío, donde ya estaba casi todo listo, se puso a temblar a pesar del calor.


Hace un año se detuvo un autobús escolar en la planta depuradora. Henry, que estaba ajustando la bomba de un ventilador con una llave inglesa, alzó la vista. Se quitó los guantes. La puerta del autobús se abrió y el chófer bajó; los asientos estaban llenos de niños. El tipo se plantó delante de Henry y señaló el tanque de almacenamiento de agua al otro lado del patio de la planta.
—¿Para qué son esos globos que tienen ahí flotando? — preguntó —. ¿Dispositivos científicos?
Henry entrecerró los ojos al mirar el tanque y le dijo al chófer que no, que eran gomas.
—¿Gomas?
—Condones —dijo Henry.
Le explicó que después de follar el hombre tenía por costumbre hacer un nudo en la goma antes de tirarla por el retrete. «En las alcantarillas hace mucho calor», continuó Henry. «Los gases que contienen los condones se dilatan y cuando salen de las cloacas al tanque de depuración flotan como globos».
—Me parece que ese de ahí es uno de esos estriados, ya sabe — dijo Henry señalando con la llave inglesa.
—Jesús —dijo el chófer—. ¿Qué voy a decirle a los niños? Nos han cambiado la ruta y ahora no paran de preguntarme por esos globos.
—Dígales que son tetas —dijo Henry.
—Tetas —dijo el chófer riéndose.
Más tarde, a la luz de la luna, Henry se llevó el rifle de perdigones a la planta, se sentó en el dique con un paquete de cigarrillos y abrió fuego contra los globos, uno a uno.


Esta noche Henry se escabulle de casa de sus padres. Su madre y su padre dormitan junto a la chimenea con la televisión encendida. Afuera la temperatura ronda los cero grados y sigue bajando. La radio dice que podría nevar. Una vez al volante, Henry se sorprende canturreando. Va al Key West a tomarse un Jack con Coca-Cola. El local está muerto. Habla con el camarero de la nieve. El camarero dice que es de Maryland y que allí nieva un montón. Henry dice que no lo duda. El camarero dice que antes trabajaba de noche en un hospital de D. C. y que, sin importar lo fuerte que nevase, tenías que presentarte a currar en tu turno. No podías saltártelo, tenías que estar preparado. Dice que allí están acostumbrados a la nieve. Hay quitanieves por todas partes. Aquí, dice, cae una pizca de nieve una vez cada cinco años y la puta ciudad se colapsa.
Afuera Henry se apresura a llegar a su camioneta. Contempla el cielo nocturno por encima de las farolas. Al volver a bajar la mirada ve a una mujer agachada junto a uno de sus neumáticos. La observa pensando que está meando en la calle, pero está recogiendo algo del suelo, un trozo de cable eléctrico.
—Hola —dice él.
Ella se sobresalta, luego, al ver su cara, se ríe.
—Joder, casi me cago del susto.
—¿Estás bien? —pregunta él.
—¿Eres poli?
Él dice que no con la cabeza.
—Entonces soy Brenda —dice ella —. ¿Quieres salir conmigo?
Al otro lado de la calle hay un callejón con un contenedor al fondo. Están en pleno centro y nada se mueve. Ahora hay una bruma en el aire, les aguijonea las mejillas. Ella se acerca a él, imperiosa, temblando de frío. Tiene un pelo rubio que necesita un lavado con urgencia y está extremadamente delgada.
—Quiero mostrarte algo —dice ella —. Tómatelo como un reclamo.
Cuando se pone a rebuscar en el bolso, Henry se imagina que va a sacar una placa y le va a arrestar por solicitar los servicios de una prostituta. Ya está fichado, por intentar prender fuego al gimnasio del instituto hace unos años. Pero lo que saca del bolso son unas Polaroids. Tiene que esforzarse para verlas pero sabe que son fotos de ella desnuda. Hay una en la que está tumbada boca abajo en una cama. Se le ve el culo y parte de un pecho, nada de pezón. La siguiente muestra su pelo púbico y los dos pechos. Luego una con ella sentada a horcajadas en una bicicleta estática. Y otra en una bañera.
—¿Puedo comprarlas? —pregunta.
—Depende —dice Brenda. Ella se le queda mirando un buen rato, tanto que él se pone nervioso —. La verdad es que ahora ando un poco mal de pasta. ¿Cómo te llamas?
—Donald —dijo Henry.
—Muy bien, Donny, mira. Dame veinte pavos, me acercas a casa y te hago una mamada, ¿te parece?
Él vuelve a mirar las fotografías.
—Las fotos —dice.
Ella se las quita.
—Joder, Donny. Hace frío. Mira cómo estás tiritando.
Tiene las largas uñas rojas astilladas y a él le da la impresión de que su pelo puede ser una peluca.
—De acuerdo, treinta —dice ella —. Por las fotos y nada más. Por adelantado.
Ella sube la calefacción al máximo en cuanto se sube a la camioneta. Cambia la radio de una emisora de country a una de rap. Sube el volumen.
—¿No tendrás un cigarrillo?
Él le pasa el paquete y un mechero. Se enciende uno.
—Bueno, ¿y tú qué te metes?
Él le responde que no mucho. La verdad es que no ha probado ninguna droga.
—Tuerce por ahí —le dice señalando con una de sus largas uñas. Él obedece —. Dime una cosa, Donny. — Vuelve a rebuscar en su bolso —. ¿Por qué odias a las mujeres? No te estoy juzgando — dice —. Todos los que me llevan a dar una vuelta las odian. Solo es curiosidad. ¿Es por tu madre? ¿Alguna ex? ¿Quién?
Él se encoge de hombros, no sabe qué decir, pero ella saca algo del bolso. Lo acerca a las luces del salpicadero.
—¿Habías visto esto alguna vez? — le pregunta.
Un cristalito blanco y sucio, del tamaño de una aspirina.
—Crack —dice Henry.
—Lo adivinaste, Donny. ¿Tienes un cuchillo?
Le dijo que no, aunque sí tenía uno, en el bolsillo, un regalo de cumpleaños que le habían hecho sus padres hacía muchos años. Piensa en ellos. Ahora habrán acabado de cenar, su madre estará en la cocina, guardando los platos, limpiando la encimera. Su padre en el salón, viendo el fútbol de la universidad de Alabama por la tele. Se estarán preguntando el uno al otro dónde habrá ido.
—No hay problema —dice Brenda—. Nadie improvisa mejor que un adicto. Gira por ahí, Donny.
Ella saca el trozo de cable eléctrico que recogió del suelo, enciende una cerilla y la acerca al cable. No ve que Henry sigue adelante sin girar por donde le ha dicho. Pasará un buen rato antes de que se dé cuenta. Cuando la cobertura de plástico del cable empieza a derretirse, la desprende con los dedos. Saca un bolígrafo del bolso y le quita el cartucho de tinta. Inserta el cable en el tubo vacío. Luego, aguantando el cable con las uñas para que no se salga, separa un fragmento de crack y lo introduce por el otro extremo. Le da un golpecito a la piedra con una uña. Enciende otra cerilla.
Acto seguido prende la pipa e inhala profundamente utilizando el cable a modo de filtro. Afuera ha empezado a llover y hay pinos. Dentro, a ella se le han puesto los ojos rojos y ha adoptado una expresión soñadora. La camioneta se ha llenado de humo.
—¿Quieres morir? —pregunta Henry.
—Ahórrate el sermón —dice ella ofreciéndole la pipa.
Él la acepta, baja la ventanilla y, sin pensárselo, la tira.
—Oye —dice Brenda.
Mañana, cuando Henry vuelva por este mismo camino, tendrá que buscar la pipa. Toma nota de un tocón entre los pinos y de un bache en la carretera. Ahora Brenda grita, pero él apenas la oye. Ya está viviendo en el día siguiente, ya está arrodillado en la hierba fría y rígida, encontrando la pipa, que estará congelada y no le costará nada romperla con los dedos.

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