Ismaíl Kadaré - "Para olvidar a una mujer"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, poeta, ensayista y cuentista albanés.
Este cuento está recogido en el volumen "La provocación y otros relatos" de 2013 ("La provocación" es uno de los cuentos del volumen, pero el título original del libro es el de otro de los cuentos, "Hablar de diamantes en una tarde de diciembre"). Algunos de los cuentos del libro ya habían sido publicados en otras obras anteriores
En la biografía de Kadaré de M. Ruiza, T. Fernández y E. Tamaro de 2004 se define su obra como:"... es un tapiz de las vicisitudes históricas de su pueblo, por un lado, y de los regímenes despóticos particularmente los de inspiración comunista, por otro. Toda ella constituye un desafío a los preceptos doctrinarios del realismo socialista y una compleja reflexión acerca de las relaciones entre las personas (la libertad individual, la capacidad de creación, el amor) y el poder".
La versión es la de Ramón Sánchez Lizarralde (Premio Nacional a la mejor traducción por su traducción de "El concierto", también del albanés y también de Kadaré) y María Roces González.

Y ahora, ¿qué voy a hacer?, me dije, observando alternativamente los postigos mojados, abombados por la lluvia, después la alfombra, la puerta por donde ella acababa de salir y el cenicero con el rótulo «Hotel de Turismo» impreso al margen.
Di varias vueltas por la habitación hasta que mis pasos me depositaron junto a la puerta. Me detuve justo en el lugar en el que ella me había estrechado al salir, con un abrazo que, sin ser de despedida, tampoco contenía promesa alguna de reconciliación. Un abrazo de esa naturaleza junto a la puerta, después de una tarde tormentosa, cabe imaginárselo por lo común sobre un fondo de sollozos, de expresiones de arrepentimiento por las hirientes palabras pronunciadas y de labios que se aproximan para sellar el perdón. Pero nada de eso se produjo. Rígido como una estaca, mantuve las manos en los bolsillos e incluso las hundí todavía más cuando sentí sus labios sobre mi cuello y después cerca de mi boca junto con el precipitado roce de su mano sobre mi cabello.
Sentía, dolido, la necesidad de abrazarla ajustándome al milenario ritual que pone fin a las peleas, pero una escayola mortuoria, desprendida de quién sabe qué estatua, me impidió moverme.
No me arrepentía de nada. Solo estaba cansado.
En el cenicero, decenas de colillas, caídas unas sobre otras como en una masacre (las suyas, víctimas de uno de los bandos que, para diferenciarse del otro, lucían una cinta roja, se distinguían por la mancha de carmín de sus labios), permitían adivinar mejor que cualquier otra cosa lo sucedido: la furia desatada, la imposible explicación, los mutuos reproches, su incontenible llanto. Si existiese en algún lugar un museo de la amargura, le habría donado aquel cenicero.
Estaba agotado. Sentía en la boca un regusto amargo. Quería descansar a toda costa. Miraba con desconfianza el lecho, la manta que lo cubría y la almohada. ¿De veras esperaba llegar a conciliar el sueño? Me dieron ganas de reír, tan improbable me parecía.
El murmullo de la lluvia se filtraba suavemente desde el exterior. Debía olvidar sin remedio a aquella mujer, arrancarla de mi ser. Pero antes debía desprenderme de aquella tarde. Era lo más apremiante.
Debía arrancarme de cuajo aquella mujer, porque las alegrías que me proporcionaba eran siempre mucho más endebles que las penas.
Me sorprendí a mí mismo recorriendo la parte de la habitación que habíamos pateado arriba y abajo ambos durante aquellas insensatas horas. Y de nuevo me contuvo el cenicero repleto de colillas. Lo cogí y volqué sobre la palma de mi mano aquel montón de colillas, como si tuviera frente a los ojos un objeto inconcebible. Apagadas ahora y calcinadas en parte, eran las mismas que poco antes habían compartido muy de cerca nuestras palabras, nuestra agitada respiración, nuestro pesar y nuestros sollozos.
Me acerqué a la ventana, abrí una de sus hojas y las arrojé fuera, a la oscuridad. Así se aventan las cenizas de los muertos cuando lo piden en su última voluntad, pensé. Debía olvidar forzosamente a aquella mujer.
Y emplear todos los recursos de mi cerebro en despreciarla. Atacarla por todos los flancos, de modo que, cuando llegara la hora del olvido, me fuera más sencillo acabar con ella.
Todavía albergaba un sentimiento de lástima al respecto, pero estaba convencido de que no existía otro camino. Adoptaría al instante la posición horizontal (había observado que en esa postura se me ocurrían los pensamientos más destructivos) y comenzaría… ¿Sería capaz de oír amortiguado el ruido de los bulldozer desde su lecho, en el que, al igual que yo, permanecería despierta sin la menor duda?
De súbito, me estalló una idea en la cabeza: ¿y si escribiera lo que pasó? Si lo escribiera, quizás podría arrancar con mayor facilidad aquella tarde de mi memoria. Darle cuerpo para causarle la muerte más fácilmente.
Así lo haría.
Sorprendentemente, como solía sucederme en casos parecidos, la sola idea de escribir me sosegó. Como el avión cuyo fuselaje se eleva hurtándose a la zona de turbulencias, aquella idea, más rápido de lo que pensaba, me catapultó desde mi angustiosa situación hacia una región más calma por encima de la tormenta.
Y antes de lo que esperaba, me dormí.
Reconocí el Polo Sur desde lejos (se distinguía su achatamiento, según me habían enseñado en la escuela primaria). Se percibía un ahogado golpetear de herramientas. Cuando me aproximé algo más, comprobé que el ruido lo provocaban tres hombrecillos. Estaban atareados con el eje de la Tierra. No se incomodaron en absoluto con mi presencia y continuaron con su trabajo. Parecían estar reparándolo.
No sabría decir si les pregunté qué estaban haciendo o si se me hizo evidente sin más: modificaban la rotación. Modificaban la velocidad de rotación. Con ello crearían días diferentes, no de veinticuatro horas, como hasta entonces, sino de treinta y ocho. Las noches serían de veintidós. Según diversos estudios y encuestas, resultaría mejor así. Tenía la impresión de haber leído algo en la prensa al respecto.
Sentí deseos de preguntarles: ¿Cuándo comenzará el nuevo calendario?, pero, no sé por qué, me interesé por otra cosa: Puesto que se ocupaban de semejantes asuntos, seguro que sabían cómo desgajar del mundo trozos de tiempo.
Por supuesto, me respondieron. De modo que podían hacerlo y que para ellos no entrañaba dificultad.
¡Oh, Señor, qué fácil podía llegar a ser lo que parecía imposible: desprenderme de toda aquella amargura!
Traté de explicárselo, quería deshacerme de un día o, más exactamente, de una amarga tarde.
Ellos se echaron a reír.
¿Una tarde? Pero nosotros nos ocupamos de grandes fracciones. Medios siglos, décadas, años como mínimo. ¡Los días son meras bagatelas! No obstante (echaron una ojeada a sus herramientas), tal vez con las de precisión podamos capturar también los días.
—¿Dónde está ese día? —preguntó uno de ellos.
—¿Cómo? —le dije yo.
—El día que quiere suprimir, si le he entendido bien. Usted quiere extirparlo y volver a unir los hilos, ¿no es eso?
—Precisamente.
—Entonces, ¿dónde está?
¡Dios mío, no me acordaba de nada! Bañado en sudor, mi cabeza estaba cada vez más embrollada.
—Si no el año, al menos la época —dijo.
Pero yo no recordaba absolutamente nada. Lo único que sabía es que era amargo, muy amargo.
—Pero ¿qué sucedió ese día? Tal vez eso sí lo recuerde —dijo—. ¿Qué imperio se hundió, qué terremoto se produjo?
Se miraron entre sí al ver que yo no respondía. Después sus fatigados ojos se volvieron hacia un torbellino lejano donde, al parecer, giraban despacio los imperios caídos, los pedestales de los terremotos y los esqueletos de los siglos. Rotaban en la oscuridad, atravesados por gélidos relámpagos.
No recordaba nada. Solo el regusto de la amargura, incontenible, inagotable.
Después creí vislumbrar algo, la forma de una falda negra agitada por el viento con fúnebre escalofrío.
—Una mujer —dije—. Estaba allí aquel día, una mujer…
Se echaron a reír, con frialdad esta vez. Después volvieron a mirar sus herramientas.
—En ese caso, es imposible. Estas herramientas no sirven para eso.
—¡Libradme de aquella tarde y de aquella mujer! —aullé.
Me desperté.
El murmullo de la lluvia me hizo recordar, como ninguna otra cosa, dónde me encontraba.
El hotel. Y afuera la hojarasca caída y los despojos de los cigarrillos masacrados, entre los que una parte se distinguía de la otra por las manchas de carmín de los labios…
Ella estaba allí cerca, a pocos pasos, y, seguramente, estaría inquieta, tendría pesadillas, puesto que de una u otra forma debía sentir que yo trataba de enterrarla.

This entry was posted on 09 octubre 2021 at 17:34 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario