Joaquim Maria Machado de Assis - "Misa de esponsales"

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Novelista, poeta, dramaturgo y cuentista brasileño. Aunque su formación fue autodidacta, se convirtió, para algunos, en el fundador de la literatura brasileña. Se inició como poeta y luego como cuentista. Su novela Memórias póstumas de Blas Cubas de 1881 marcó el inicio del realismo en Brasil y Machado alcanzó la madurez a la altura de los grandes maestros del realismo decimonónico. La introspección, el humor y el pesimismo impregnarían sus últimas novelas y cuentos. Fue fundador y primer presidente de la Academia Brasileña de Letras en 1897.
Este cuento (Cantiga de Esponsais) se publicó por primera vez en el volumen Histórias sem data de 1884. Machado de Assis sigue en este cuento la tradición romántica sobre el misterio de la inspiración.
La versión es la de Rita da Costa.


Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia del Carmen, asistiendo a un buen concierto de los de antes, única forma de esparcimiento público y única manifestación de arte musical. Sin duda sabrá qué es una misa cantada; pues figúrese cómo sería una misa cantada en aquellos tiempos remotos. No diré que repare en los curas y sacristanes, el sermón, los ojos de las muchachas cariocas, que ya entonces eran hermosos, las mantillas de las señoras de gesto grave, los calzones, los peinados, las cenefas, las luces, el incienso, nada de todo eso. Ni siquiera mencionaré la orquesta, que es magnífica; me limitaré a señalar una cabellera blanca, la del anciano que dirige esa orquesta con alma y devoción.
Se llama Romão Pires. Tendrá sesenta años, por lo menos, y ha nacido en Valongo o alrededores. Es un buen músico y un buen hombre; todos sus compañeros de la orquesta lo aprecian. Su nombre familiar es maestro Romão, y decir familiar, en su oficio y en aquellos tiempos, era como decir público. «Quien dirige la misa es el maestro Romão» equivaldría años después a esta otra forma de anuncio: «Entra en escena el actor João Caetano»; o bien: «El actor Martinho interpretará una de sus mejores arias». Era la sazón justa, un reclamo delicado y popular a un tiempo. «¡El maestro Romão dirige el concierto!». ¿Quién no conocía al maestro Romão, con su aire circunspecto, la mirada tímida, la risa triste y el paso rezagado? Todo esto desaparecía en cuanto se ponía delante de la orquesta; entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; su mirada se encendía, su risa se iluminaba: era otro. Y no porque la misa fuera obra suya; esta que ahora dirige en la iglesia del Carmen, por ejemplo, es de José Mauricio, pero lo hace con tanto cariño como si llevara su firma.
El concierto ha terminado y es como si se extinguiera un intenso resplandor, dejando su rostro bañado tan solo por la luz corriente y moliente. Ya baja del coro, apoyado en el bastón; se dirige a la sacristía para besar la mano de los curas y acepta sentarse a cenar con ellos sin abandonar su ademán indiferente y lacónico. Después de cenar se encamina a la calle Mãe dos Homens, donde vive en compañía de un esclavo de edad avanzada al que llaman papá José, que es como una madre para él y que en ese momento está charlando con una vecina.
—Ahí viene el maestro Romão, papá José —dice la vecina.
—¡Válgame Dios! Adiós, señora, hasta luego.
Con un respingo, papá José entra en casa y espera al señor, que no tarda en entrar con su aire de siempre. La casa en sí no es rica ni alegre. No hay en ella la menor huella de una mano femenina, ya sea joven o anciana, ni un trinar de pájaros, ni flores, ni colores vivos o llamativos. Es una casa sombría y desnuda. Lo más alegre que hay en ella es un clavicordio que el maestro Romão toca a veces, cuando estudia. En una silla a su lado descansan algunas partituras, ninguna suya…
¡Ay, si pudiera, el maestro Romão sería un gran compositor! Se diría que hay dos clases de vocación: las que tienen lengua y las que no. Las primeras se realizan, las segundas representan una lucha constante y estéril entre el impulso interior y la ausencia de una forma de comunicación con los hombres. La de Romão se contaba entre estas. Sentía la llamada íntima de la música; llevaba dentro muchas óperas y misas, todo un mundo de nuevas y originales armonías que no alcanzaba a expresar y poner sobre el papel. Tal era la única causa de la pena del maestro Romão. Por descontado, el vulgo no la comprendía y la achacaba a esto y lo otro: que si una enfermedad, que si la pobreza, que si un disgusto antiguo; pero he aquí la verdad: la melancolía del maestro Romão se debía a su incapacidad para componer, al hecho de no poder traducir lo que sentía. Por más que llenara el papel de garabatos e interrogara al clavicordio durante horas, todo le salía informe, sin coherencia ni armonía. En los últimos tiempos hasta le daba vergüenza que el vecindario lo escuchara, así que ya ni lo intentaba.
Y, sin embargo, si pudiera, terminaría por lo menos cierta pieza, una misa de esponsales que había empezado tres días después de casarse, en 1779. Su mujer, que tenía entonces veintiún años y murió con veintitrés, no era muy guapa ni muy fea, pero derrochaba simpatía y lo amaba tanto como él a ella. Tres días después de la boda, el maestro Romão notó en su interior algo parecido a la inspiración. Fue entonces cuando ideó la misa de esponsales y quiso componerla, pero la inspiración no halló salida. Como un pájaro al que han apresado y forcejea entre los barrotes de la jaula, arriba, abajo, impaciente, aterrado, así se debatía la inspiración de nuestro músico, encerrada en su interior sin poder salir, sin hallar una puerta, nada. Logró hilvanar unas pocas notas y las apuntó; su obra no ocupaba más que una hoja de papel. Insistió al día siguiente, diez días después, veinte veces durante el tiempo que estuvo casado. Cuando su esposa murió, releyó aquellas primeras notas conyugales y se sintió todavía más apenado por no haber podido fijar en el papel la sensación de felicidad ahora extinta.
—Papá José —dijo al entrar—, hoy no estoy muy fino.
—Habrá comido usted algo que le ha sentado mal…
—No, por la mañana ya no me encontraba bien. Ve a la botica…
El boticario le recetó algo que el maestro Romão se tomó por la noche. Al día siguiente no estaba mejor. Conviene aclarar que sufría del corazón; tenía una enfermedad grave y crónica. Asustado al ver que las molestias no remitían con la medicina ni el reposo, papá José quiso llamar al médico.
—¿Para qué? —dijo el maestro—. Ya se me pasará.
El día no acabó peor de lo que había empezado, y pasó buena noche, a diferencia del esclavo, que apenas pegó ojo. Tan pronto se enteraron de su malestar, los vecinos ya no hablaron de otra cosa. Los que tenían más relación con él fueron a verlo. Le decían que no le diera importancia, que eran achaques propios de esa época del año; uno insinuó en tono de chanza que lo suyo era puro cuento, para huir de las palizas que el boticario le propinaba cuando jugaban al backgammon; otro insinuó que tenía mal de amores. El maestro Romão sonreía, pero para sus adentros se decía que aquello era el fin.
—Se acabó lo que se daba —pensó.
Una mañana, cinco días después del concierto, el médico lo encontró realmente mal, y eso fue lo que el maestro vio en su rostro, más allá de las palabras engañosas que pronunció:
—Esto no es nada. Lo importante es que no se devane los sesos con la música…
¡La música! Al oír esta palabra en boca del médico, el maestro tuvo una idea. En cuanto se quedó a solas con el esclavo, abrió el cajón en el que guardaba desde 1779 la misa de esponsales apenas empezada. Releyó aquellas notas inconclusas, arrancadas con esfuerzo. Y entonces se le ocurrió algo insólito: rematar la obra, costara lo que costase. Cualquier cosa valdría, con tal de dejar un pedazo de su alma en la tierra.
—¿Quién sabe? Puede que en 1880 alguien lo toque, y se sepa que un tal maestro Romão…
La parte inicial de la misa terminaba en cierta tonalidad de la. Esta nota, que encajaba perfectamente en la melodía, era la última que había escrito. El maestro Romão ordenó que le llevaran el clavicordio al salón que daba al jardín, situado en la parte trasera de la casa; necesitaba tomar el aire. Por la ventana vio, en la ventana que daba a la parte trasera de otra casa, a una pareja de tortolitos que se habían casado hacía ocho días. Se apoyaban en el antepecho, con un brazo echado sobre los hombros del otro y dos manos entrelazadas. El maestro Romão sonrió con tristeza.
—Estos dos acaban de llegar —dijo—, yo ya me voy. Al menos compondré esta misa que ellos podrán escuchar…
Se sentó delante del clavicordio, reprodujo las notas y al llegar al la…
—La, la, la…
Nada, no podía seguir adelante. Y, sin embargo, sabía de música como pocos.
—La, do… la, mi… la, si, do re… re… re…
¡Imposible! Ni pizca de inspiración. No se exigía una pieza profundamente original, pero sí algo que no fuera de otro y que enlazara con el pensamiento iniciado. Volvía al principio, repetía las notas, buscaba recuperar un atisbo de la sensación olvidada, evocaba a su mujer, los primeros tiempos de casados. Para completar la ilusión, volvía los ojos hacia la ventana, hacia la pareja de tortolitos. Allí seguían, con las manos entrelazadas y el brazo echado sobre el hombro del otro. La diferencia era que ahora se miraban a los ojos y no hacia abajo. El maestro Romão, jadeando de malestar e impaciencia, volvió al clavicordio, pero contemplar a la pareja no le había servido de inspiración, y las notas siguientes se le resistían.
—La… la… la…
Desesperado, se apartó del clavicordio, cogió el papel y lo rompió. En ese instante la muchacha, abismada en los ojos de su marido, empezó a canturrear sin ton ni son, de un modo inconsciente, algo nunca hasta entonces cantado ni aprendido, algo en lo que cierta tonalidad de la abría una hermosa frase musical, justamente la que el maestro Romão había buscado en vano durante años. La escuchó apenado, negando con la cabeza, y esa misma noche murió.

This entry was posted on 24 julio 2021 at 18:44 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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