Ellen Kuzwayo - "La educación no sustituye a la cultura"

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Maestra, asistente social y activista política surafricana. Fue la única mujer entre los fundadores de la "Liga Juvenil del Congreso Nacional Africano". Su obra literaria es corta: "Llamadme mujer" de 1985, su autobiografía en la que narra la violencia y el racismo de los guetos surafricanos durante el apartheid, y "Siéntate y escucha" de 1990, una colección de cuentos que se enmarcan en la tradición oral y son narrados como una abuela los contaría a sus nietos.
La versión del cuento es la de Ana Lizón.


A las afueras del pequeño pueblo rural de Nkweng se alzaba un barrio medio desmantelado habitado por negros. En aquel barrio sólo se encontraban unas cuantas casas modernas y en ellas vivía «la gente educada», es decir, aquellos hombres y mujeres que eran maestros. enfermeros, inspectores sanitarios, los pastores de iglesia y así sucesivamente. No obstante, la mayoría de los pobladores del pueblo de Nkweng a duras penas sabían escribir o leer y, en general, eran extremadamente pobres.
Dado que su situación aventajaba con creces a la de la mayoría de la gente a su alrededor, algunas de las personas y familiares de quienes habían tenido la suerte de recibir una educación formal, tendían a considerarse muy superiores a sus vecinos y algunas de esas familias hacían gala de menospreciar las costumbres y valores tradicionales de su gente. Esas personas se afanaban por imitar a otros grupos raciales y parecían preferir siempre los valores ajenos a los propios. Como es de suponer esa forma de comportamiento ciertamente contribuía a socavar aún más la ya disminuida autoestima de los otros habitantes del pueblo, a quienes la fortuna no había ofrecido ninguna oportunidad de recibir una educación o poder dedicarse a hacer dinero.
La familia de Mr. Piet Kgosi pertenecía a ese estrato superior de aquella comunidad. Tanto Piet como su mujer, Annie, eran maestros. El marido procedía de una familia en la que ya se podían contar dos generaciones de maestros. No así su mujer, que pertenecía a una familia en la que la suya era la primera generación de gente con educación superior. Piet reconocía sin ambages que todo cuanto había llegado a ser en la vida lo adeudaba al esfuerzo unido de su familia. Sabía que sin el apoyo y contribución de los suyos, especialmente de su hermana, jamás hubiera logrado ser maestro y, como esa realidad estaba muy presente en su mente, no escatimaba ningún sacrificio para echar una mano a su familia cuando era necesario y, muy particularmente, cuando el asunto se relacionaba con cuestiones de la educación de su gente.
Piet sufrió enormemente la muerte de su joven hermana, una madre sin marido que dejaba tras de sí a un hijo un par de años mayor que el primogénito de Piet. Así que Piet se prometió secretamente a sí mismo que no cejaría en el empeño hasta ver a su sobrino culminar, al menos, la escuela secundaria y que le ayudaría en todo cuanto estuviera a su alcance para que ese chiquillo algún día fuera un hombre de provecho, tuviera un trabajo decente y pudiera establecer su propio hogar. Sabía que esa sería la única forma posible de mostrar su gratitud por los sacrificios que su hermana había hecho para que él lograra educarse, tradición ésta muy arraigada entre la gente negra de Sudáfrica. Con esa idea en la mente llevó a su sobrino Thulo a vivir con su familia, aceptándolo como un hijo más.
No tardó en quedar meridianamente claro que su mujer no compartía la idea que le llevó a tal decisión y, aunque hacía lo posible por no demostrar una abierta animosidad hacia Thulo, lo cierto era que tampoco demostraba la más mínima amabilidad para con el muchacho.
Thulo tenía doce años al morir su madre y su único familiar y guardián en este mundo era su tío materno (malome). El chico se había sentido desde siempre muy allegado a su tío, que era el único varón de aquella familia presidida por su abuela, la madre de Piet. Para el muchacho Piet representaba tanto un tío como un "padre" y él significaba tanto para su tío como su tío para él. Tío y sobrino eran inseparables y continuaron siéndolo toda la vida, a pesar de la hostilidad de Annie.
Piet estaba dispuesto a ofrecer a Thulo cuanto cariño, cuidados y ayuda necesitara el muchacho. Esto era de suma importancia para él y nunca falló en prestarle el necesario apoyo moral y hasta se las arregló para encontrar algunos momentos oportunos y confiar en Thulo la difícil situación que se vivía en el seno de aquella familia. «Thulo», solía decirle, «me doy cuenta de lo pesado que ha de ser para ti cumplir con tantos menesteres como se te han encomendado en mi casa; sé que te dejan solo con la tarea y que nadie te presta ayuda ni te dice una triste palabra de agradecimiento. Pero, así son las cosas y a mí sólo me resta rogarte que tengas paciencia y lo lleves con buen ánimo en pos de tu educación y tu porvenir. Yo te prometo que siempre estaré de tu parte», para concluir diciéndole, «siempre, hasta con mi silencio te estaré apoyando.»
Thulo siempre le respondía lo mismo. «Malome, no me resulta fácil, pero te prometo que lo haré lo mejor que pueda». Piet agradecía las palabras del muchacho, el único agradecimiento que por entonces podía recibir.
Thulo tuvo que asumir una pesada carga dentro de la agotadora rutina que vivió de los doce a los dieciocho años, cuando finalmente marchó del pueblo para cursar estudios secundarios. Nada más levantarse prendía el fuego y preparaba el té matinal para toda la familia, que mientras tanto permanecía en la cama. Luego calentaba el agua para las abluciones, preparaba el desayuno, recogía y aseaba algunas áreas de la casa y, finalmente, se disponía para ir a la escuela. A su regreso la emprendía inmediatamente con la limpieza de la casa, luego tenía que lavar y planchar la ropa de toda la familia, trabajar el huerto y redondear su jornada doméstica fregando los platos de la cena, mientras los demás permanecían sentados alrededor de la mesa charlando de sus cosas. Cuando ya todas sus labores domésticas se daban por terminadas, comenzaba entonces a hacer sus deberes escolares.
Piet exigía con la mayor firmeza que su hijo colaborara con Thulo en las tareas de la casa, pero Annie no se daba por enterada y, por el contrario, instaba a sus hijos a abandonar cualquier tarea que emprendieran en manos de Thulo. Después de la cena, por ejemplo, obligaba a sus hijos a permanecer sentados frente a la mesa haciendo los deberes de la escuela.
Piet no tardó en encontrarse ante el dilema de tener que escoger entre llevarse a su sobrino a vivir a otra parte o cumplir con el deseo de que sus hijos y su sobrino se criaran bajo el mismo techo. Y ese último deseo prevaleció. No obstante, Piet continuó siempre vacilando entre las decisiones que tomaba un día y el cambio que de ellas hacía al día siguiente.
Todo ello fue minando su salud. Sufría tanto al constatar el tratamiento que Thulo recibía de los suyos como al darse cuenta de la mala crianza que estaban recibiendo sus hijos. Le dolía ver que su hija se criaba sin recibir ninguna instrucción ni preparación para la responsabilidad que conlleva manejar un hogar. Veía que otras madres se preocupaban por enseñar a sus hijas, por prepararlas para cuando llegaran a la madurez y, en cambio, su hija Dikgopi, que ya tenía diez años, aún confiaba a Thulo el lavado de su ropa interior y calcetines, algo que estaba muy mal visto en la comunidad negra.
Thulo sobrevivió a la prueba. Terminó la escuela secundaria y recibió dos años de instrucción para incorporarse al cuerpo de la policía. Siguió en casa de sus tíos y también siguió sufriendo la aspereza de trato que recibía de su tía.
Sus tíos tenían tres hijos: dos chicos y una chica. Antes de que Thulo comenzara sus cursos de instrucción en la policía, Moji, el primogénito de Piet y Annie, ya había ingresado en la universidad para cursar estudios en agricultura. Annie no paraba de contar por doquier cuán listo era su hijo. Tshepo. el benjamín de la familia, siempre estuvo muy unido a Thulo y, quizás por solidarizarse con él, decidió también ingresar en el cuerpo de policía. La chica, Dikgopi nunca demostró interés por los estudios y a los quince años cesó abruptamente su escolaridad al quedar embarazada.
La salud de Piet desmejoraba rápidamente y eso causaba una profunda pena y preocupación a Thulo. No se atrevía ni siquiera a imaginar lo que sería su vida en aquella casa el día en que faltase su tío. Pero tampoco tenía alternativa. Estaba aún a medias en sus estudios y la posibilidad de establecer su propio hogar era todavía muy remota. Rezaba en silencio rogando por el restablecimiento de su tío, pero sus plegarias no parecían ser oídas porque su tío estaba cada vez peor. Con todo, Thulo intentaba consolarse al ver que su tío iba tirando día a día y que, a pesar de su invalidez y de estar impedido para el trabajo, se las iba arreglando para mantener a su familia echando mano de sus escasos ahorros.
Fue un gran día para Thulo cuando por fin terminó la instrucción y pudo contar con un trabajo estable y seguro. Se alegró mucho de que su tío estuviera vivo y pudiera disfrutar sus logros y desde su primera nómina contribuyó a la economía familiar, aligerando con ello la carga de su tío. Se encargaba por ejemplo de los gastos de la compra de alimentos y, qué duda cabía, Annie reconocía y en cierta manera apreciaba su contribución, aunque jamás le expresó una palabra de gratitud, ni directamente ni a través de su marido.
Llegado el momento Thulo aceptó el traslado de Nkweng a Majweng pues ello significaba el ascenso inmediato a un puesto superior que le permitió hacer algún ahorro y convenir en realidad sus planes de contraer matrimonio, circunstancia que causó gran alivio a su tío que tanta ilusión tenía por verlo casado cuando él aún estaba en condiciones de prestarle ayuda para que estableciera su propio hogar.
La salud de Piet dio un sorprendente giro para bien proporcionándole la oportunidad de responder al matrimonio de Thulo en la forma que siempre había deseado y cumplir a conciencia con su deber como guardián de Thulo que era. Guardián y bastante más. También era para él una fuente de satisfacción constatar el fuerte vínculo de amistad y compañerismo que unía a su hijo Tshepo con su querido Thulo.
Pero a los tres meses de celebrarse la boda de Thulo la salud de Piet se deterioró considerablemente y poco después moría de manera tranquila. Fue una gran pérdida para toda la familia, pero en particular para Thulo, quien al perder a su tío perdió a un "padre", a un amigo y a un confidente muy especial. «Sentí que mi camino llegaba a un callejón sin salida», comentaría más tarde.
En el tiempo que siguió a la desaparición de su tío, el único en aquella familia que mostraba cariño y afecto hacia él era Tshepo, el primo que había ingresado en la policía junto a él. Tshepo parecía estar decidido a mantener una relación de amistad y cercanía con Thulo; a decir verdad, Thulo difícilmente lo perdía de vista. Naturalmente Thulo se dio cuenta de tan extraño comportamiento y con la mayor delicadeza posible le hizo saber que no era menester tanta intensidad, pero Tshepo no prestó oído y los primos se unieron más que nunca.
Tshepo solía pedirle a Thulo que le acompañara en sus viajes a Nkweng para visitar a la familia y, aunque Thulo mostraba una cierta reticencia, lo cierto es que al final no sabia cómo hacer para no desairar a su primo y siempre terminaba por acompañarlo. Eso sí, se había prometido a sí mismo que jamás llevaría a su mujer a visitar el hogar de la que fuera su familia. No dio explicaciones a su mujer, simplemente se negaba a que fuera a Nkweng. Naturalmente Tshepo sabía leer entre líneas y comprendía las razones tras la postura de Thulo por lo que nunca insistió en la cuestión. Esa postura, sin embargo, no afectó en nada la relación entre los primos: al contrario, la suya era una relación que crecía día a día tanto en lo que concernía al trabajo como al tiempo libre y a los asuntos familiares. Annie no lograba entender a santo de qué tanta amistad y, por más que intentó tantear el asunto, nunca logró explicárselo.
Los primos hicieron planes para desplazarse a Nkweng un particular fin de semana. Hacía cinco o seis semanas que no iban por allí puesto que no habían coincidido sus asuetos del trabajo. Pero a última hora Thulo se vio obligado a suplir a un oficial que se había puesto enfermo y los primos, al darse cuenta de que en realidad hacía mucho tiempo que no iban por Nkweng, decidieron de común acuerdo que fuera Tshepo aprovechando que unos compañeros del cuerpo procedentes del mismo pueblo se disponían a desplazarse hasta allí, así que, para evitar gastos innecesarios, todos irían en el mismo coche. Thulo y Tshepo hicieron juntos la compra de provisiones que habría de llevársele a Annie. Se despidieron en casa de Thulo cuando llegó el coche que recogía a Tshepo. Sólo lograron despedirse de veras cuando sus compañeros comenzaron a protestar por las «interminables conversaciones familiares de esos dos». Precisamente antes de arrancar el coche uno de los hombres bromeó, «Tshepo tienes que echarte una novia y dejar de agarrarte a tu primo-hermano como un mariquita».
A las seis de la mañana del día siguiente sonó el teléfono de la comisaría de policía en la que hacía guardia Thulo y al otro lado del auricular una voz masculina pidió hablar con él. Al tomar el teléfono Thulo creyó reconocer la voz de uno de los compañeros que había marchado el día anterior en compañía de Tshepo. Era cierto. ¿Qué había pasado? Temblorosa y balbuciente la voz del compañero dijo algo sobre un accidente de coche y algo más sobre Tshepo. Presa del pánico Thulo sólo acertó a decir «Repite lo que has dicho, por favor, no te he entendido bien». Se hizo el silencio. A través del auricular sólo llegaba el ritmo agitado de una pesada respiración y el inconfundible sonido de unos sollozos. Al percatarse de la expresión de terror en el rostro de Thulo, el compañero que tenía a su lado tomó el auricular de su mano. «¡Diga! ¿Quién habla, por favor?», dijo firme y claramente. La respuesta llegó en un hilo de voz. «Thabo». «Thabo», preguntó el compañero, «¿qué es lo que tienes que decirle a Thulo?» Unos segundos de silencio profundo. Luego, «¿Modise, eres tú, Modise?». «Sí, soy yo. ¿Ha ocurrido algo?» preguntó Modise. «Sí, algo terrible. Nuestro coche patinó en la lluvia cuando íbamos a Nkweng, a unos ciento cincuenta kilómetros antes de entrar al pueblo. Volcamos, yo sólo tengo unos rasguños y me duele la espalda. Toko está en el hospital en la unidad de cuidados intensivos. Y siento tener que deciros que Tshepo murió en el accidente.»
Para entonces ya el despacho estaba lleno de policías procedentes de otras dependencias a la espera de enterarse sobre lo ocurrido. Thulo estaba sentado en una silla con la cabeza enterrada entre las manos que descansaban sobre la mesa. Incluso antes de escuchar el informe completo sobre el accidente ya sus hombros se convulsionaron con los sollozos.
Los oficiales se acercaron a él tratando de llevarlo a la enfermería, intentando explicarle lo sucedido y proporcionándole la ayuda que necesitaba. Pero la realidad de la muerte de Tshepo golpeaba sus sienes y su corazón con una fuerza inusitada. Su querido primo-hermano, su amigo y confidente, su última esperanza. El muchacho que había reemplazado a su tío-padre. Entre sollozos no hacía más que murmurar. «me he quedado solo en este frío y árido mundo».
Cuando hubo superado el primer impacto se dirigió apresuradamente a la clínica en donde trabajaba su mujer para ponerla al tanto de la tragedia que se había cernido sobre la familia. Luego se ocupó de las diligencias necesarias para tomar una semana o diez días de permiso. Daba la impresión de ser un hombre vencido. Manana, su mujer, conocía hien a Tshepo y sabía lo que el muchacho significaba para su marido. También ella se vio sobrepasada por la emoción y rompió a llorar. Por fortuna pudo marcharse a casa.
Thulo se encargó de dejar todo preparado para que Manana viajara a Nkweng a tiempo de asistir a los funerales y él se puso en marcha en cuanto pudo para estar con los suyos y colaborar con ellos en cuanto fuera preciso. Al verlo llegar la familia se echó a llorar amargamente. Todos recordaban en aquel momento que Thulo solía acompañar a Tshepo en sus visitas. Aquella fue la primera vez en la vida de Thulo en la que aquella familia le demostraba afecto, circunstancia para él nueva, extraña y embarazosa. No obstante, sin pararse a pensar demasiado en ello, aceptó el afecto que entonces se le ofrecía sin hacer comentarios. Era indudable que Annie estaba destrozada por la muerte de Tshepo.
Durante los días que siguieron Thulo no se separó de la familia de su tío e hizo lo que siempre había hecho, ayudarles a sobrellevar la carga. Su mujer, que visitaría en aquella ocasión Nkweng por primera vez, se unió a ellos tres días antes del funeral y nada más llegar asumió al instante su papel de «nuera mayor» en el seno de la familia de su marido, la única familia que él tenía. Todos mostraron admiración por la manera tan delicada y competente con que Manana llevaba la casa. Era como si la constancia del dolor que afligía a aquella familia la aguijoneara para sacar de si lo mejor que podía dar. Iba de un lado para otro consolando a todos, asignando a cada quien sus respectivos deberes sin nunca dejar de afanarse para, codo con codo con su marido, atender a todas los detalles necesarios. Mientras trabajaban juntos Thulo iba explicándole quién era quien entre aquella gente y qué sitio le correspondía a cada uno en la escala familiar. Ese conocimiento la capacitó para evitar o evadir, según fuera el caso, cualquier roce o malentendido de los que suelen darse en las reuniones familiares. Debió hacerlo muy bien porque al finalizar los servicios luctuosos fueron mínimas las quejas que llegaron a ella.
Cuando llegó el momento en que Manana tuvo que partir, tanto Annie como sus hijos expresaron su gratitud por cuanto ella y Thulo habían hecho por ellos en aquellos tristes momentos. Agradecieron particularmente a Manana, a quien habían conocido en tan dolorosas circunstancias. Al despedirse. Annie le dijo, «Manana. no nos olvides y no olvides tampoco que esta es tu casa». Manana prometió. «volveré pronto a veros, tía Annie». Todos lloraban. hombres y mujeres por igual. Los adioses se dieron entre lágrimas, sollozos y mucha tristeza. Thulo permaneció con ellos unos días más para ocuparse de los asuntos relacionados con el seguro de vida.
Annie parecía haber cambiado por completo. Era como si su manera despótica y fría, sus favoritismos y desaires se hubieran esfumado de repente. Parecía increíble. Pasaba las horas sentada en la galería, vestida de luto riguroso de la cabeza a los pies, observando cómo se despedían y alejaban parientes y familiares. Era evidente que la herida había calado más profundo de lo que nadie hubiera podido sospechar. Su hija Dikgopi, por el contrario, se mantenía distanciada de todo y de todos y desde un primer momento mostró más indiferencia que otra cosa. Y a Moji, su hijo mayor, parecía sólo interesarle averiguar cómo y cuándo se gestionaría la cuestión del seguro que estaba a nombre de su madre y ella no se prestaba ni siquiera a abordar el asunto en aquellos momentos. Dado lo cual Moji intervenía agitadamente en todas las conversaciones sobre la cuestión y Dikgopi, por su parte, no quería saber nada del asunto y, aunque los demás insistían en que su presencia era necesaria en tales conversaciones, ella se escabullía y en las pocas ocasiones en las que no tuvo más remedio que estar presente permaneció en silencio, incluso cuando requirieron su opinión. Era difícil imaginar qué recreaba Dikgopi en sus pensamientos. Su comportamiento era frío y distante con todos los de la casa, aunque con la gente de fuera se comportaba amable y cortésmente y estaba siempre dispuesta a entablar conversación con ellos. Ciertamente era un comportamiento muy raro.
Thulo regresó a su casa en Majweng en cuanto se pusieron en marcha las primeras gestiones referentes al seguro de vida. Prometió estar al tanto de lo que fuera sucediendo en ese sentido y, por primera vez desde la muerte de su tío, dejó su número de teléfono para que se comunicaran con él en caso necesario. La partida de Thulo fue la gota que colmó el vaso. Hasta Dikgopi se echó a llorar y al acompañar a Thulo hasta la parada del taxi lo llevaba fuertemente cogido del brazo sin permitirle zafarse de ella, como si intentara retenerlo. Y cuando ya el coche estaba a punto de arrancar aún pudo susurrarle al oído, «Te juro que me marcharé de aquí en cuanto pueda y me iré a buscar trabajo en la gran ciudad», a lo que Thulo respondió. «no hagas tonterías, Dikgopi, ahora debes quedarte con tu madre que tanto te necesita». Se dijeron adiós con el coche ya en movimiento.
Puesto que Tshepo era aún soltero cuando encontró la muerte, la indemnización correspondiente fue a parar por completo a manos de su madre. Moji se puso loco de contento al comprobar cuánto dinero recibiría su madre, pero a su madre la actitud de su hijo mayor le resultaba vergonzosa, ya que pensaba que ningún dinero de este mundo podría reparar la pérdida de su hijo Tshepo. La conducta de Moji la abochornaba y le causaba un gran disgusto e, incluso cuando ya el dinero se había puesto a su disposición, se mantuvo indiferente al asunto. Para ella no había nada que pudiera apaciguar ni consolar la profunda pena de haber perdido a su hijo. No, no había nada. Ni siquiera los dos hijos que le quedaban podrían jamás compensar su pérdida.
Moji se reincorporó a regañadientes a su trabajo de perito agrícola cuando ya había transcurrido más de un mes desde el funeral. Intentó cuanta posible escaramuza se le ocurrió para no retomar su trabajo, pero finalmente su madre lo empujó a regresar. Dikgopi sólo se preocupaba por su hijo, que para entonces rondaba el año. Se opuso frontalmente a toda sugerencia o consejo que partiera de su madre y sólo cuando se veía presionada por los familiares se dignaba ofrecerle una taza de té o prepararle el desayuno. No le apetecía hacer ninguna tarea doméstica e incluso cuando cocinaba sólo lo hacía para ella y su hijo. Si Moji le pedía algo ella simplemente se hacía la desentendida.
Annie continuó con su dolor a cuestas por una larga temporada. Entretanto la conducta díscola de los dos hijos sólo contribuyó a aumentar su pesar. Esos hijos no eran como Tshepo, que tanto se parecía a su padre igual en lo físico como en su carácter. Annie se acordaba entonces de muchas cosas. Se acordaba particularmente de tantas veces que su marido le habló y se enojó con ella a causa de la mala crianza que daba a los chicos y cómo le había vaticinado mil veces que ello repercutiría en mucho sufrimiento.
Al enterarse de que Dikgopi se proponía ir a la gran ciudad en busca de trabajo y se llevaría a su hijo con ella, Annie sintió que había llegado al colmo de su dolor. Rogó y suplicó a su hija que se quedara, pero sus palabras fueron en vano puesto que Dikgopi hizo oídos sordos a ellas. Annie sabía que nada haría desistir a Dikgopi de su empeño, ni siquiera la intervención de Thulo: además, Majweng estaba a muchos kilómetros de distancia de la gran ciudad. Pensaba mucho en el pasado. Constantemente le venía a la mente recordar lo mal que se había portado con Thulo y los excesivos mimos que siempre dio a sus hijos. Sufría en silencio y lo único que logró aminorar un poco su dolor fue conseguir persuadir a Dikgopi para que dejara el niño en casa con ella. Ese fue el único consejo que Dikgopi nunca había aceptado de su madre.
Cuando había transcurrido alrededor de año y medio desde la trágica muerte de Tshepo, la salud de su madre comenzó a quebrantarse. Algunos parientes le prestaron ayuda y asistencia, pero contaba con pocos familiares y además la mayoría de ellos tenía que dedicarse a arar las tierras tras la estación de lluvias, que aquel año fueron particularmente torrenciales. Los parientes no paraban de enviarle recados a Dikgopi para que regresara a casa a hacerse cargo de su madre. También se pusieron en comunicación con Thulo dándole la dirección de su prima para que intentara encontrarla e intercediera para que volviera. Thulo lo intentó por todos los medios a su alcance sin conseguir resultado alguno. Así que finalmente un día emprendió viaje hasta la gran ciudad para tratar de encontrar a su prima y convencerla de que volviera a casa. Cuando lo logró, él mismo la llevó de vuelta para que se hiciera cargo de su madre. Annie murió pocos días después.
Thulo y Manana volvieron a estar con la familia en el entierro de Annie, la persona de más edad en aquella familia. La enterraron decentemente perdonándole todos los errores del pasado, cuando era joven y, no obstante, con gran peso y autoridad en la familia. Una vez más, también en esa ocasión fue Thulo quien se encargó de todas las diligencias y la familia estuvo encantada de tener a Manana para que les ayudara. Dikgopi colaboró en todo cuanto pudo y, salvo por sus riñas con Moji, se comportó juiciosamente. Aceptó permanecer en la casa familiar por un tiempo para encargarse de recoger y ordenar lo que fuera menester.
La familia se sentía relativamente contenta cuando llegó el momento de regresar a sus respectivos lugares. Thulo y Manana le hicieron saber a Dikgopi que podía contar con ellos para lo que le hiciera falta y en el momento de las despedidas las relaciones familiares aparentaban ser afectuosas, cálidas y con buenas perspectivas. Todos estaban gratamente sorprendidos por el cambio efectuado en Dikgopi, quien a su vez parecía estar dispuesta a hacerse cargo de la casa mientras permaneciera en ella.
No habrían transcurrido dos semanas desde su regreso cuando Manana recibió una llamada telefónica de Dikgopi pidiéndole que por favor dijera a Thulo que fuera a Nkweng el siguiente fin de semana, o tan pronto como pudiera. Thulo consintió en ir, pero no considerándolo urgente demoró unos días en hacerlo. Sólo que Dikgopi no tardó en telefonear de nuevo, esta vez directamente a Thulo, suplicándole que fuera a Nkweng lo antes posible.
A Thulo ya no le cabía duda alguna de que algo estaba pasando en Nkweng y, fuera lo que fuese, necesitaba atenderse de inmediato. Así que al siguiente fin de semana partió en aquella dirección. A su llegada todo parecía estar tranquilo. Dikgopi le dio la bienvenida y sin entrar a hablar de nada importante le instó para que se fuera a descansar. A Thulo no le extrañó que Moji no anduviera por allí aquella noche puesto que a su edad era lo más corriente, por tanto ni siquiera lo comentó con Dikgopi.
Al día siguiente Thulo se levantó muy temprano y se fue a dar un paseo por la finca rememorando los «buenos momentos» que había pasado allí. En eso vio que Moji se aproximaba a la casa a hurtadillas intentando entrar por la puerta trasera. Eran las seis de la mañana. Moji se sorprendió al ver a Thulo y se ofuscó tanto que hasta olvidó saludarlo y sin más comenzó a lanzar imprecaciones contra su hermana, «Sí, ya lo sé, te habrá telefoneado para que vinieras a sorprenderme. Dikgopi es un mal bicho, tendría que casarse. Esta casa es mía y aquí mando yo y ahora ya puedo hacer en ella lo que me plazca». Thulo se quedó de una pieza, desconcertado, pero comprendiendo perfectamente la razón por la que Dikgopi lo había hecho venir. Antes de que pudiera responder, Moji la tomó de nuevo con él. «A ver, dime ¿a qué has venido?». Sin pronunciar una palabra Thulo se dio media vuelta y siguió su camino como si la escena no hubiera sucedido. Moji desapareció por la puerta trasera y se encerró en su habitación.
Después del desayuno, a eso de las diez de la mañana, comenzaron a llegar los parientes para saludar a Thulo y dar comienzo a una reunión familiar. Thulo no dejaba de asombrarse gratamente de lo maravillosamente bien que Dikgopi manejaba la situación, de la manera tan digna en que se comportaba, de lo bien cuidada que estaba la casa y de la manera tan cortés con que trataba a los invitados. Parecía otra y quiso mostrarle su satisfacción. «Gracias, prima, gracias por todo». Ella contestó sonriendo. «Motsoala (primo) ¿quién podría convivir con Manana sin aprender de ella? Nos has escogido una magnífica esposa».
Tras agradecer a Dikgopi su amable comentario, Thulo agradeció también a los familiares su presencia en aquel momento y todo cuanto habían hecho con anterioridad, muy especialmente la ayuda moral y material que habían prestado a Dikgopi. Pudo observar que en los rostros de todos los presentes se reflejaba la simpatía que sentían por Dikgopi y, al mismo tiempo, la indiferencia que demostraban cada vez que nombraba a Moji. De cualquier forma, optó por no darse por enterado y dijo, «La única persona que echo en falta aquí es al motsoala (primo) Moji». Nadie respondió. Pero Dikgopi se puso en pie diciendo, «Iré a ver si está en su cuarto». Tardó sólo unos minutos en regresar en compañía de Moji que, aunque con buena presencia, parecía estar apagado y no del todo sobrio. «Buenos días», dijo. La familia respondió al unísono, «Dumela (buenos días), Moji».
Sin pérdida de tiempo el hombre más anciano de la rama familiar de Piet comenzó a relatar la preocupación que todos sentían por la irresponsable conducta de Moji. Informó a Thulo que durante las últimas semanas Moji sólo había aparecido por su lugar de trabajo esporádicamente; que maltrataba a Dikgopi, especialmente cuando estaba bajo los efectos del alcohol, lo que sucedía casi a diario. Pero lo que más les preocupaba era que Dikgopi amenazaba con volver a la gran ciudad si Moji continuaba comportándose con ella de aquel modo. Cuando el anciano hubo terminado. Thulo pidió a Moji que respondiera a las acusaciones vertidas en su contra.
Poniéndose en pie, sin respetar a nadie, bien fuera joven o viejo, Moji se dirigió a Dikgopi acusándola de hablar mal de él sin tener fundamento. Hizo saber a todos sin ambages que le satisfaría mucho que Dikgopi se fuera de la casa. Con gritos destemplados dijo que cualquier otra chica de su edad ya estaría casada y llevando adelante su propia casa, eso sí, tan lejos como fuera posible de aquella casa que era suya y sólo suya. Estaba tan fuera de sí que no se paraba a escuchar las razones que intentaban intercalar los parientes. Lo que ciertamente dejó cristalinamente claro era que de ningún modo quería que su hermana permaneciera en la casa familiar.
Fiel a su manera serena y tranquila, Thulo se dirigió a Moji instándole a terminar de una vez lo que tuviera que decir para que la familia allí reunida pudiera sacar sus conclusiones. Desconcertado por la serenidad de Thulo, Moji tomó asiento reflejando en su rostro una extraña expresión de atolondramiento, como si se estuviera despertando de un mal sueño. Entonces Thulo se volvió a Dikgopi, «Ya has oído a Moji. Dikgopi ¿qué tienes que decir ahora?». Dikgopi comenzó a hablar pausadamente. «Estoy en esta casa porque vosotros», señalando a los parientes. «me pedisteis que me quedara aquí al menos por un par de meses. Pero acabáis de ser testigos de lo que aquí se ha dicho, por tanto, mi decisión es marcharme inmediatamente y abandonar a Moji y esta casa para siempre. Regresaré a la gran ciudad».
De nada valieron los ruegos de los parientes intentando disuadirla de que se fuera. Dikgopi regresó a la gran ciudad y allí encontró un hombre que le pidió su mano en matrimonio. Su marido aceptó al hijo que ella llevaba consigo y en su debido momento la pareja fue bendecida con la llegada de tres nuevos hijos fruto de su unión. Dikgopi y Kgotso, su marido, vivieron con la madre de Kgotso que tenía una casa en la barriada negra de la gran ciudad. Dikgopi tuvo la suerte de incorporarse a un hogar en el que reinaba el amor, el cariño, el calor y el sosegado quehacer de cada día. Y la familia fue muy feliz al constatar lo bien que Dikgopi había encajado en esa clase de vida. Estaban seguros de que todo saldría bien.
Nueve años más tarde la familia se enteró de que Dikgopi había vuelto a las andadas. La mala crianza recibida no olvidaba pasar factura. Empezó por comportarse caprichosamente, por no presentarse a su lugar de trabajo, a no aparecer por casa en varios días, a abandonar sus tareas domésticas y el cuidado de sus hijos en manos de su suegra. Despilfarraba lo que ganaba y llegó a tener la osadía de presentarse en el centro de trabajo de su marido exigiéndole dinero. Lo extraordinario de todo esto es que su marido jamás quiso terminar aquel matrimonio.
Dikgopi terminó vagando por las calles como una prostituta, como alguien que había perdido el rumbo. Jamás se atrevió a acercarse por Nkweng ni a visitar a su primo Thulo. De hecho hizo caso omiso a todas las invitaciones que le cursaran Thulo y su familia, aunque, a decir verdad, tampoco ellos estuvieron nunca muy seguros de que las recibiera puesto que ella carecía de techo permanente. Terminó perdida para sí misma y para los suyos. Se convirtió en el mejor ejemplo de la joven educada con conceptos de una cultura ajena y valores desarraigados de la tradición de sus mayores.
Al poco tiempo de marcharse Dikgopi de Nkweng, Moji dejó su empleo de perito agrícola y a partir de entonces se dedicó a darse la gran vida y a dilapidar la herencia que le dejó su madre. Una vez conseguido esto se dio a vivir la vida de un frívolo "galán". Sus parientes, cercanos y lejanos, intentaron cuanto estuvo a su alcance para aconsejarle y orientarlo sabiamente. Pero todas sus palabras fueron desoídas. Moji vestía cara y extravagantemente. se desplazaba en un lujoso coche conducido por un chófer, bebía caros licores en compañía de una clase muy exclusiva de mujeres, de mujeres sin escrúpulos. Era la comidilla del pueblo y la envidia de los necios. Todos los hombres del pueblo eran sus «amigos» y con ellos hizo suya la estúpida y vulgar frase, típica de los borrachos de la ciudad: «Llena la mesa, cuenta las botellas y date prisa en cobrar.»
Quienes le tenían afecto sufrieron viendo cómo se iba destruyendo por el vicio, pero por mucho que lo quisieran no pudieron hacer nada por evitarlo. En menos de un año empezaron a aparecer las primeras señales de ruina. Los hombres y mujeres que solían acompañarlo comenzaron a desaparecer de su lado. Pronto corrió el rumor de que Moji había puesto en venta los muebles de su casa, luego fueron los objetos y finalmente la casa. No tardó en verse sin techo, en la miseria, indigente y abandonado por sus viejos «amigos».
Moji terminó siendo el chico de los recados para gentes que habían estado muy por debajo de su familia, en la época boyante de ésta. Su salud comenzó a resentirse, enfermó, se le hincharon horriblemente las piernas. Su historia recuerda de muchas maneras la historia bíblica del hijo pródigo, pero con una gran diferencia: Moji no tuvo la oportunidad de pedir perdón a sus padres. Thulo intervino una vez más. Cuando Moji enfermó gravemente y hubo de permanecer en cama, Thulo se lo llevó a su casa de Majweng y, al poco tiempo, hubo de enterrarlo.
Guiada por su necedad, Annie maltrató a Thulo creyendo firmemente que lo hacía porque amaba a sus hijos por encima de todo y de todos. Pero jamás se preocupó por enseñar a esos hijos los fundamentos del respeto a sí mismos, de la responsabilidad, del deber y el respeto por los demás y por las elementales leyes de la cortesía. Sus hijos se educaron sin conocer la cultura de la que procedían, la cultura negra de Sudáfrica, sin aprender jamás a valorarla.

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