Kingsley Amis - "Fatigas y problemas"

Posted by La mujer Quijote in ,

Novelista, cuentista, poeta, crítico, guionista y ensayista inglés. Pertenece al grupo denominado "Angry young men" cuyo momento álgido se encontró en la década de los 50 del siglo pasado, grupo heterogéneo, políticamente a la izquierda y cuya literatura mostró la amargura y el descontento de las clases bajas con respecto al sistema y con una crítica visión de la mediocridad de las clases medias de la época.
Junto a Malcolm Bradbury y David Lodge forma el trío cumbre de la novela de campus británica.
Este cuento pertenece al volumen Mr. Barrett’s Secret and Other Stories publicado en 1993 (aunque en algunos sitios aparece como fecha de publicación la de 1991).
La versión es la de Raquel Vicedo.


I
Adrian Hollies era agente literario o, mejor dicho, dirigía una próspera agencia literaria: Parkes & Richards Ltd. de Princess Square, WC2. Una tarde, a principios del mes de mayo, estaba sentado en su oficina hablando con Jack Brownlow, un conocido novelista que llevaba muchos años siendo cliente de la firma. O más bien era Brownlow, aprovechando la ventaja que le daba su antigüedad en la agencia, quien hablaba con Adrian. De hecho, en ese momento le estaba haciendo una de esas preguntas que ningún agente literario de éxito quiere que le hagan en realidad:
—¿Cuál es tu sincera opinión, Adrian? Quiero decir, asumo que lo has leído entero...
—Por supuesto, Jack. Bueno, si te sirve de algo, creo que demuestra que estás en tu mejor momento. Eh..., por ejemplo el personaje de Tom y su extraordinaria relación con Sonia, por no hablar de su aventura con Amanda, especialmente la parte en la que todos se encuentran...
—Porque si no estás totalmente convencido, creo que tendré que buscar a otra persona que me represente. No voy a ponerte una pistola en la sien.
«No, qué va», pensó Adrian. Pero, en voz alta, dijo:
—No tengo ninguna reserva en absoluto. Nunca he tenido ninguna duda acerca de la calidad de tu trabajo.
Esa segunda parte no era del todo cierta. Al menos dos veces en sus diecinueve años en Parkes & Richards se le había pasado por la cabeza, aunque nunca se paró a pensar detenidamente en ello, que, a pesar de lo que pudiera parecer, tal vez hubiera algo que decir en favor de la obra de Jack. Al fin y al cabo, su primera novela allá por 1958 había sido bastante legible para tratarse de un bestseller a nivel mundial.
—Uno de los chicos de Fortuitous Millenium —dijo Brownlow— me ha ofrecido unas condiciones considerablemente mejores para la edición en rústica que las que tú me conseguiste para el último libro.
—¿Ha sido Mark Skinner?
Brownlow dudó.
—Puede, aunque no me enteré muy bien de su nombre.
—Creo que a estas alturas de tu vida, Jack, harías bien en considerar las ventajas de permanecer cerca de lo malo conocido.
Brownlow conocía lo malo: una pequeña editorial especializada principalmente en historia militar y memorias había tenido la suerte de publicar aquel primer éxito arrollador en 1958, y continuaba reeditándolo, ya que todavía les proporcionaba algunos beneficios, junto con sus fantasiosas crónicas de anciano. De hecho, en el mundo literario Brownlow seguía teniendo un nombre, algo que también ayudaba a la hora de justificar su continuidad bajo los caprichos de Parkes & Richards. Pero tanto el editor como el agente eran reacios, por compasión o por cobardía, a afrontar el hecho de que a la edad de sesenta y tres años el autor ya no era el tipo de propiedad literaria que había sido en el pasado.
En cualquier caso, a Brownlow no le preocupó lo más mínimo el último comentario. Probablemente había captado algo de lo que subyacía en él, pero apenas había empezado el largo proceso de pedir una aclaración cuando un teléfono cercano zumbó. Adrian respondió con fingida molestia.
—Sí. Sí, Tania. Ah, otra vez no. ¿Cuánto hace de eso? Bueno, no recuerdo haberlo conocido. Ah, sí. Está bien. —En los siguientes diez segundos, Adrian hizo gala de algunas de sus expresiones faciales menos agasajadoras—. ¿Señor Pennistone? No, está bien. Bueno, si llegué a decir algo es porque lo pensaba, sí, incluso eso. No, lo recuerdo bien. Su libro es impublicable, y cuando digo impublicable sé que estoy siendo... Lo siento, pero resulta que en este momento estoy con Jack Brownlow, así que comprenderá que... Muy bien, si usted lo dice... Por supuesto. —Golpe sordo.
Era imposible saber si aquella actuación había tenido efecto en el desafortunado Pennistone, pero funcionó a las mil maravillas con Brownlow, que acabó por conformarse con la promesa por parte de Adrian de valorar el asunto e investigar la posibilidad de cambiar de editor, especialmente en lo que se refería a conseguir unas condiciones mejores para la edición en rústica. Así que finalmente todo se había resuelto de la mejor manera.
—¿Puedo ver cómo la metes? —preguntó por fin Brownlow.
Como no era la primera vez que le pedía algo así, Adrian no se mostró tan sorprendido como cabría esperar ante semejante pregunta. Lo que había que meter era la fotocopia del original mecanografiado que Brownlow había traído consigo, y el lugar en el que había que meterla era la caja fuerte de la agencia.
—Sé que parece estúpido por mi parte —dijo sin encontrar ninguna oposición a sus palabras—, pero hasta que la guardas no desaparece el temor de que algún bromista pueda robarme mi única copia. Ahora que también hay una ahí dentro, ya no me importa si mi casa empieza a arder. La mayoría de los autores tienen sus pequeñas manías, y supongo que esa es la mía.
Cuando Brownlow se hubo marchado, Adrian pensó durante un rato en el autor y en la que era realmente su pequeña manía: publicar. Podía interpretarse como una forma de demostrar su implacable determinación de seguir en contacto con los lectores, un grupo rara vez lejos de sus pensamientos, o tal vez deseara simplemente que no dejasen de considerarlo escritor, algo bastante comprensible en alguien de su trayectoria. Pero incluso perdedores totales como Pennistone tenían su propia versión. ¿Por qué esos autores que casi siempre veían sus expectativas frustradas persistían en seguir escribiendo y queriendo publicar con tanta obstinación, a pesar de todas las decepciones y fracasos? Si todo sucediera como es debido, Brownlow lo habría dejado hacía un par de libros, habría tomado la decisión de vivir de las rentas, se habría dado a la bebida, se habría desplomado muerto o incluso habría encontrado otra cosa a la que dedicarse, pero no, estaba totalmente resuelto a seguir escribiendo sus terribles novelas y a conseguir que alguien las publicase.
En este punto de sus reflexiones, Adrian se tropezó casi literalmente con Derek Richards, que salía de su oficina. Derek era el hijo del cofundador de la agencia, y ese parentesco era el único motivo por el que ostentaba su cargo, según las habladurías. Tal vez para compensar, fingía unos modales bárdicos y una mirada salvaje que sugerían que casi siempre estaba ocupado en asuntos de mucha mayor envergadura que el hecho de representar a todos aquellos escritores. No obstante, desprendía una especie de amabilidad distante.
—Has conseguido librarte de ese viejo pelmazo de Brownlow, ¿eh? —dijo.
—Desgraciadamente, nos ha dejado el manuscrito de su nueva novela.
—Por qué no vuelve a sus raíces en... ¿dónde era?, y se queda allí...
—Bristol. Supongo que quiere sentir que sigue siendo escritor.
—¿Quieres decir que en algún momento lo fue?
—Bastantes personas dirían que sí, y todavía deben de quedar algunas que piensan que lo sigue siendo.
Cruzaron el vestíbulo de la entrada del edificio. Derek dijo con aire de indiferencia:
—Sí, me he dado cuenta de que vosotros, los agentes literarios, tendéis a..., ¿cuál es la palabra?, identificaros con vuestros clientes. A veces hasta unos niveles bastante conmovedores.
—Tal vez. Deberías oír lo que pensamos en la intimidad de los que son como Brownlow.
—Supongo que no me lo vas a contar.
—¿Nunca has deseado ser escritor, Derek?
—Nunca, gracias a Dios. Tú sí, lo sé. Ten mucho cuidado de que no te ocurra nada relevante, o puede que te encuentres escribiendo sobre ello.
—No te preocupes: mi vida es bastante corriente.
Pero era evidente que Derek estaba cansado del tema de los escritores y la escritura.
—Así que Keith Gordon ha eludido tanto el brazo de la ley como la bala del asesino —soltó de repente.
—¿Qué? ¿De qué hablas?—Lo he visto en las noticias. Un gran pedazo de mampostería aplastó al villano conspirador cuando estaba a punto de entrar en su oficina en la City. Parece que fue un accidente.
—No creo. Habrá por ahí cientos de desgraciados que han sido víctimas de las estafas de ese cabrón de Ladrón Gordon muriéndose de ganas de acabar con él. ¿Cómo ocurrió?
—Supongo que no esperarás que esté al tanto de todos los detalles, aunque parece que hay bastantes cosas que no cuadran. Hasta ahora no han conseguido encontrar a ningún sospechoso. Al parecer lo que ocurrió fue que...
Y durante el resto del corto paseo hasta el pub, que era su destino no pactado, Adrian discutió con Derek la suerte del turbio financiero por todos conocido. Así, la existencia misma de Jack Brownlow se desvaneció por completo de su mente.

II
Un par de mañanas después, Adrian se disponía a abandonar su cómodo apartamento en Tufnell Park para ir a trabajar cuando sonó el teléfono. La chica con la que vivía, una experta en elección de imágenes llamada Julie, respondió.
—Es para ti —le dijo a Adrian, masticando un cruasán.
—¿El señor Hollies? Ah, aquí el sargento Chatterton, señor, de la policía metropolitana, división de Kilburn —dijo una voz juvenil que inspiraba confianza y que a continuación intentó que le confirmara que era el propietario de determinado vehículo. Esta parte de la conversación se desarrolló con un número considerable de teléfonos que sonaban de fondo, timbres que zumbaban y un clamor general. La voz continuó—: Hemos recogido el vehículo en cuestión esta mañana temprano, señor. Estaba mal estacionado cerca de...
—No tenía ni idea, ni siquiera sabía que se lo hubieran llevado —dijo Adrian manifestando cierta consternación.
—Por supuesto que no lo sabía, señor. Tenemos buenas razones para creer que se utilizó en un intento de robo en un local de Maida Vale anoche. Me pregunto, señor, si sería usted tan amable de venir a por él, trayendo consigo los documentos pertinentes para determinar formalmente su propiedad. Daremos orden de que un coche vaya a su domicilio inmediatamente.
Menos de veinte minutos después, un coche blanco con una franja de color naranja alrededor, con la palabra POLICÍA escrita en ella, se detuvo lentamente a la entrada del apartamento. Adrian cogió los papeles necesarios y buscó a Julie para darle un beso de despedida, pero ella ya se había marchado. Fuera, en la acera, un hombre robusto de cara sonrosada, de treinta y tantos años, y otro más joven, pálido y más alto, lo esperaban. Ambos llevaban el elegante uniforme policial y gorras con visera.
—¿El señor Hollies? —dijo el policía de más edad—. Muy amable de su parte atendernos tan rápidamente, señor. Soy el agente Beaumont-Snaith y este es el agente Llewelyn. Todo este asunto debe de haberle pillado por sorpresa, señor, pero no se preocupe, se solucionará rápidamente.
Pensando vagamente en una confirmación de sus identidades, Adrian dijo:
—Creí que vendría un tal sargento Chatterton.
—Oh, está esperándole en comisaría, señor. Me temo que en los últimos tiempos el pobre viejo Chatty se queda cada vez más cerca del escritorio, ¿verdad, Taff?
—¡Ah, y tanto! —confirmó Llewelyn con una risita.
—Si no le importa subir atrás, señor Hollies. Irán un poco apretados, me temo, pero esta semana nos tiene que acompañar a patrullar alguno de los novatos. Chris, este es el señor Hollies. Le presento al detective Fotheringay.
—¿Así que es usted detective? —le preguntó Adrian con curiosidad a aquel hombre grande vestido de civil, mientras se acomodaba junto a él en la parte trasera del coche. Oyó que Llewelyn decía algo de volver a la base por un micrófono de mano.
—Le contaré todo lo que quiera saber al respecto, señor —dijo el hombre grande con voz grave—, si me hace usted el favor de recoger ese dosier que hay en el suelo. Me temo que me queda un poco lejos.
—Por supuesto.
Los dedos de Adrian todavía no habían tocado el cartón rectangular gris que había en el suelo frente a él cuando una mano fuerte lo agarró por la nuca y lo empujó hacia abajo. Notó cómo una punta afilada penetraba en la piel de la parte superior de su brazo, atravesando su chaqueta y la manga de su camisa y, antes de que lo asaltara el miedo, se sintió flotando en una región en la que no había ni policías ni vehículo ni ninguna otra cosa de la que preocuparse.
Después de un lapso de tiempo imposible de medir, Adrian se dio cuenta de que se hallaba tumbado sobre una cama que le resultaba desconocida. Poco a poco comprobó que esa cama se encontraba en una habitación igualmente extraña, pequeña y limpia, con muy pocos muebles. La luz era tenue, pero lo suficientemente definida para estar seguro de que provenía de alguna fuente artificial y no de las dos ventanas, que tenían pesadas cortinas y que, como descubriría más tarde, habían sido cubiertas con una gruesa capa de pintura. En cualquier caso, no le resultó difícil leer las pocas palabras mecanografiadas en una hoja de papel que encontró sobre la mesita de noche, al lado de un timbre eléctrico del que salían unos cables. El mensaje decía: «No intentes salir. No lo conseguirás».
Adrian comprobó que seguía vestido igual que antes, excepto por los zapatos, la corbata y la chaqueta, que estaban a su lado. Había dos puertas en la habitación: la principal debía de estar atrancada desde fuera, y la otra estaba abierta, dejando ver un baño pequeño y proporcionado que tenía un váter, un lavabo, una ducha, un peine, jabón y toallas..., todo en buen estado. No había maquinilla de afeitar. De hecho, no había nada más. Adrian hizo pis, se lavó las manos y la cara, y se peinó. De vuelta a la habitación, examinó una mesa cercana a la ventana principal que antes le había pasado completamente desapercibida. Bajo un paño blanco había un plato con sándwiches de queso y una botella de whisky. Sin pensárselo demasiado dio buena cuenta de las dos cosas, que encontró excelentes. Después se puso los zapatos, la corbata y la chaqueta, pulsó el timbre y se sentó en una silla acolchada que había frente a la puerta principal.
En menos de un minuto la puerta se abrió y entraron los dos hombres a los que Adrian conocía como Beaumont-Snaith y Fotheringay. Ambos habían cambiado sus atuendos previos por sudaderas y vaqueros. Sus modales ya no eran tan respetuosos, aunque no llegaron a ser hostiles en ningún momento.
—¿Cómo te sientes, Hollies? —preguntó Fotheringay con su tono bajo. Se sentó con suavidad en el extremo de la cama mientras Beaumont-Snaith se apoyaba en la pared, junto a la puerta.
—Un poco lento —dijo Adrian—. Como flojo. Supongo que sigo amodorrado por culpa de eso que me habéis metido. ¿Qué era?
Fotheringay miró a Beaumont-Snaith, que le dijo que no entrara en el juego y añadió:
—Solo he cogido lo que me han dado y te lo he puesto como me han ordenado.
Después de asentir con resignación, Fotheringay le dijo a Adrian:
—Bueno, la siguiente orden es que te llevemos para que hables con, eh..., con el que está justo por encima de nosotros, si ves que te sientes preparado, claro. En realidad no hay prisa.
—Oh, me parece bien. Estoy preparado.
—Ah, vale. —El hombre grande no se movió—. ¿No tienes miedo, Hollies?
—Naturalmente que lo tengo. Llevo unos veinte minutos, desde que me he despertado, preguntándome muchas cosas..., por ejemplo, qué es este sitio y qué se supone que hago aquí. O más bien por qué habríais traído aquí al tipo con el que evidentemente me habéis confundido.
—Oh, así que imaginas que te han confundido con otra persona...
—Sé que ese es el caso.
Junto a la puerta, Beaumont-Snaith se estiró.
—Creo que ya es hora de que te llevemos a conocer al que está justo por encima de nosotros, ¿no, Fotheringay?
Recorrieron parte de un pasillo enmoquetado en forma de L en el cual y desde el cual no podía verse nada y, excepto por el murmullo del tráfico a lo lejos, tampoco escucharse nada. No obstante, Adrian tuvo la impresión de que se encontraba en el piso superior de un edificio de tamaño considerable que se erigía en un lugar apartado. Beaumont-Snaith, que abría la marcha, llamó con los nudillos a una puerta cerrada y entró, seguido de los otros dos.
Un hombre acicalado y bien vestido, de unos cuarenta años, que estaba sentado detrás de una gran mesa escribiendo algo dejó su bolígrafo, se quitó las gafas con una exclamación de placer, se puso en pie y extendió su mano.
—Buenos días, señor Hollies —dijo afablemente, con un tono decidido que a Adrian le resultó vagamente familiar—. Por favor, tome asiento. Me alegra que haya podido venir.
Sin voluntad, Adrian estrechó la mano que le ofrecían y casi del mismo modo espontáneo tomó asiento en una cómoda silla cerca de la mesa, en ángulo con la misma. Apenas necesitó echar un vistazo a los pesados muebles, las hileras de libros y revistas o los grabados italianos para darse cuenta del estudiado ambiente profesional de gustos caros. Beaumont-Snaith y Fotheringay habían desaparecido.
—En este punto del proceso —dijo el hombre desde detrás del escritorio, sonriendo—, debería pulsar un interruptor y decirle a alguien entre bastidores que no quiero ninguna llamada ni ninguna visita hasta nuevo aviso, y la voz distorsionada de ese alguien se daría por enterada, pero eso tal vez sería ir demasiado lejos. Aun así, hay un interruptor aquí que puedo pulsar para provocar que suceda algo bastante divertido.
No se escuchó ningún interruptor, pero un momento después se oyeron ruidos de teléfonos que sonaban, timbres que zumbaban y otras cosas parecidas provenientes de un altavoz o altavoces ocultos. Con otra sonrisa, esta vez una sonrisa entusiasta, inocente, casi infantil, que habría podido decir que quería volver a oír uno de sus cuentos favoritos, el desconocido recitó sobre los ruidos de fondo:
—¿El señor Hollies? Ah, aquí el sargento Chatterton, señor, de la policía metropolitana, división de Kilburn. Me preguntaba si le importaría confirmar que es usted el propietario de... —Y seguían los detalles del vehículo. A mitad del discurso, los altavoces se detuvieron—. Y, de eso, ¿qué opina, eh?
—Creo que, sea lo que sea lo que tratan ustedes de hacer, se están equivocando de hombre.
—Ah, el hombre equivocado. Ya veo. Pero me temo que eso es del todo imposible, señor Hollies. Bueno, comprobémoslo, ¿no? Allá vamos: Adrian Hugo Hollies, hijo menor de Frederick Irving Hollies, fallecido, y de Diana Victoria, de soltera Barto. Alumno de la Westminster School y del Trinity College, Oxford, bla, bla, bla, actualmente director de Parkes & Richards, etcétera. Ah, sí. Eh..., novia actual, con la que convive, Julie Scharwenka, empleada de Central Magazines pie. Esa es su vida, ¿no, señor Hollies?
—Sí, pero insisto en que es imposible que esto vaya dirigido a mí y en que tiene que tratarse de un error... Tal vez el error se haya cometido en una etapa inicial, por Dios. Estoy seguro.
—Vaya, lamento decirle que ese tampoco es el caso —repuso la voz de Chatterton antes de volver abruptamente al tono de corredor de bolsa que había esgrimido segundos antes—. Tendrá que confiar en mi palabra respecto a eso, querido amigo. Yo estaba presente cuando se organizó todo, y usted, Adrian Hugo Hollies de Parkes & Richards, ha sido el protagonista de esta escena desde el principio.
—Ah. ¿Y qué escena es esa?
—Usted ya conoce parte de la respuesta a esa pregunta. Un proceso para retirarlo a usted de su vida cotidiana y mantenerlo encerrado durante un período de tiempo indefinido en algún lugar del que no podrá escapar ni ser rescatado jamás.
Esto silenció a Adrian, pero solo durante un momento:
—¿Eso es todo?
—Es lo que usted podría haber inferido solo, sin ayuda. La otra parte es que su experiencia aquí es un fin en sí mismo. No le solicitaremos ningún tipo de información ni ninguna firma en una confesión ni ningún otro tipo de acción o reacción. Pase lo que pase, usted se queda. ¿Entiende?
—Iba a preguntar, aunque no sé por qué debería esperar que me ayudase usted en algo, si se supone que esto es un castigo por algo que he hecho.
El hombre que Adrian siempre asociaría con Chatterton negó con la cabeza. Era una cabeza bastante hermosa; de hecho, todo su ser irradiaba algo parecido a la distinción.
—No —dijo con firmeza—. Pero hay una cosa cierta: en realidad sí ha hecho usted algo que ha disgustado a una persona. No obstante, decirle el qué significaría renunciar inmediatamente al anonimato que es la esencia de esta empresa, y..., y, al fin y al cabo, el castigo sufrido sin conocer ni la ofensa ni al ofendido apenas puede llamarse castigo. Así que llamémoslo venganza. Alguien trata de encontrar satisfacción tomando represalias contra su persona por alguna injusticia que usted ha cometido. —Chatterton parecía poco complacido con su explicación, pero después de una pausa continuó con fluidez—: Y esa satisfacción y esa injusticia no se corresponden con ninguna definición legal, o de otro modo mi jefe sin duda habría buscado remedio en los tribunales.
Terminó su solemne discurso con un aire de triunfo, sonriendo mientras hablaba y reacomodándose a saltitos en su silla.
—¿Así que quiere decir que cualquier persona sensata pensaría que sea lo que sea lo que se supone que he hecho es ridículamente desproporcionado en comparación con este maldito embrollo, tan complicado y obviamente carísimo?
Chatterton parecía agotado.
—Lo siento, señor Hollies, creo que no le sigo.
—¿De verdad? Bueno, piense en esto. Soy agente literario y, como tal, he cometido muchísimas injusticias con infinidad de personas, o lo que ellas considerarían injusticias. Y en mi vida privada he hecho bastantes cosas de las que me avergüenzo, como muchos de nosotros. Pero nada a esta escala. A menos que su jefe esté loco. Bueno, ¿lo está? ¿O tendría que decir loca?
La pregunta pareció desconcertar un poco a Chatterton.
—Me temo que no estoy en disposición de responder a esa pregunta. O, más bien, puedo asegurarle, entre nosotros, que a efectos prácticos él o ella... está completamente cuerdo.
—¿Le he hecho daño a usted? —preguntó Adrian rápidamente.
—Oh, no, señor Hollies... Usted nunca me ha hecho nada, nada en absoluto. Bueno, de hecho, usted no me había visto antes, ¿no es cierto? —Durante un momento, la vaga presencia del cercano sargento Chatterton dominó por completo al Chatterton Consejero de la Reina o Miembro del Colegio Oficial de Cirujanos, ahora ausente—. Entre usted y yo no hay ningún problema.
—Entonces, ¿por qué pierde su tiempo con esto?
En esta ocasión, el Chatterton sofisticado estaba preparado.
—Por supuesto, la organización se asegurará de que esta interrupción no me aparte de mis actividades cotidianas.
—Como descansar, ¿eh? —Cuando este comentario no obtuvo como respuesta más que un movimiento de cabeza, Adrian prosiguió—:
¿Cuánto espera que dure esta interrupción?
—Eso es fácil —dijo Chatterton con una sonrisa menos complaciente que antes—. Lo que dure.
—Lo que dure ¿qué? Lo que dure ¿para qué?
—Tenemos un modesto programa organizado para usted, señor Hollies, pero me temo que en este momento sería prematuro especular acerca de su duración. Ya comprobará usted mismo que dura lo suficiente para satisfacerle. —Esta última parte fue pronunciada en un tono no muy convincente.
—Ya veo. Me refiero a que veo que no sacaré nada de usted si puede evitarlo. ¿Por qué ha hecho que me traigan aquí, a esta habitación?
—Si de verdad quiere saberlo, para hacerle descartar cualquier absurda hipótesis que pudiera haber barajado sobre el motivo de su presencia aquí, para impresionarle con...
—Pero dejando un enorme interrogante en cuanto a la desproporción del castigo en comparación con mi supuesto delito.
—Desde nuestro punto de vista, no está nada mal que se mantengan esos interrogantes —dijo Chatterton con cierta autosuficiencia. Después de una pausa, añadió con un tono diferente—: Simplemente quería echarle a usted un vistazo.
—Espero que las vistas hayan compensado las molestias.
—¿No tiene miedo, señor Hollies?
—Uno de sus subalternos me acaba de preguntar lo mismo. Le dije que, por supuesto, lo tenía, pero que estaba intentando que no interfiriera en mis capacidades de observación y raciocinio.
—Admirable, si es cierto... —Chatterton volvió a hacer una pausa antes de continuar rápidamente—: Tengo noticias para usted, Hollies. Nadie le hará ningún daño físico. De hecho, nada doloroso va a ocurrirle, nada... desagradable, ¿me entiende? —Después, con otro cambio de humor o de entonación, continuó—: Pero antes de que esto acabe llegará a desear que todo lo que va a tener que aguantar hubiera sido más bien físico, algo penoso de esa forma, algo que realmente... doliera. Bueno, ya he dicho suficiente. Ah, ya empezamos.
Se abrió una puerta y el hombre antes llamado agente de policía Llewelyn, sin duda convocado unos pocos segundos antes, entró en la habitación balanceándose y un poco encorvado hasta que una especie de aullido militar de Chatterton lo espabiló de golpe. Adoptando una especie de postura alerta, dijo en voz alta:
—Sí, señor.
—Despierte, Llewelyn.
—Lo siento, señor. Le juro que estoy despierto.
Esto lo dijo con un evidente acento galés. El tipo se había quitado la chaqueta, pero seguía llevando los pantalones del uniforme. Aunque no hubiera ningún otro cambio claro en su aspecto, parecía extraordinariamente desaliñado.
—Lleve al señor Hollies a su habitación y asegure la puerta.
—Entendido, señor. —Llewelyn habló con aspereza.
Adrian miró a uno y a otro durante su actuación. Su expresión ofendió a Chatterton, que le dedicó un brusco gesto de despedida e indicó a Llewelyn con impaciencia que se lo llevara.
Su viaje de vuelta por el pasillo fue menos tranquilo que el de ida. Desaliñado o no, Llewelyn era bastante fuerte y lo animaba innecesariamente a seguir avanzando con la mano, que le apretaba la parte superior del brazo. La puerta de la habitación en la que se había despertado estaba entreabierta, y la mano de Llewelyn volvió a empujarlo para que cruzara el umbral. Antes de que cerrara la puerta, Adrian le gritó:
—¡Que el diablo te ennegrezca esa cara blanca a fuerza de maldiciones!
Llewelyn lo miró fijamente con una expresión de perplejidad, sorpresa, consternación o las tres cosas a la vez. Pero durante un momento no habló ni se movió.
—Os invito a asistir a mi coronación en Esconia.
En ese momento, Llewelyn frunció el ceño ferozmente y le dio a Adrian un empujón lo suficientemente enérgico como para hacerle tambalear y hasta casi caer. Cuando se recuperó, la puerta ya estaba cerrada y, como comprobó acto seguido, asegurada. Su instinto lo incitaba a intentar forzarla, pero no tenía con qué hacerlo, al menos no de una forma rápida o silenciosa. Y un movimiento decisivo como ese sería absurdo si no sabía dónde encontrar una puerta de salida de la casa. Y cómo abrirla. Si es que la había. Al final tendría que resignarse a aceptar el consejo que había recibido al despertarse: no escaparía por sus propios medios.
El pedazo de papel que contenía ese mensaje ya no estaba allí. Los restos de su tentempié también habían sido recogidos. Habían vuelto a hacer la cama. Un examen más detenido le descubrió un pijama, ropa interior nueva y camisas. Su mundano pragmatismo parecía concebido para desanimarlo. Con la cabeza inclinada atravesó lentamente la habitación un par de veces, pero después se detuvo y durante unos minutos contempló la pared con la mirada perdida. A continuación se sentó en la cama y se quedó absorto durante unos segundos antes de dejar caer la cabeza entre las manos y empezar a mecerse adelante y atrás. Cualquiera que lo viera habría dicho que allí estaba sentado un hombre profundamente desdichado, si no desesperado. Inmediatamente, Adrian subió las piernas a la cama y se recostó de lado con las rodillas sujetas entre las manos. Contra todo pronóstico, se quedó dormido.
Pasó otro período de tiempo inconmensurable. Al final, ante el sonido de la puerta que se abría, Adrian se levantó de un salto y se quedó de pie junto a la cama, alisándose el pelo y enderezándose la corbata. Cuando los cuatro hombres que había visto antes entraron en la habitación, lo encontraron frente a ellos en actitud desafiante.
Después de dirigirle una mirada de peculiar repugnancia, Chatterton se movió hacia un lado, como para subrayar su estatus de supervisor.
—Acérquese, Hollies —dijo con brusquedad.
Fotheringay y Llewelyn comenzaron a avanzar hacia él para agarrarlo, pero Adrian los evitó.
—Déjeme acercarme por mí mismo, por favor. Todavía soy capaz de poner un pie delante de otro.
—Ah, buena actuación, señor —dijo Fotheringay—, aunque cualquiera puede ver que está muerto de miedo. ¿Por qué no lo admite?
—¿Qué, muerto de miedo por ustedes?
La respuesta inmediata de Fotheringay fue darle un puñetazo a Adrian en el estómago. Este cayó sobre la cama.
—Eso ha sido absolutamente innecesario —dijo alguien: Chatterton.
—Solo ha sido un golpecito, eso es todo. Mire, ya se está levantando.
—Tenemos órdenes expresas de no dañarlo físicamente.
—No le quedará ninguna marca, si eso es lo que le preocupa.
Para entonces, Adrian estaba frente a ellos de nuevo, todavía jadeando y gimiendo, doblado en dos. Pero se había levantado, y se le permitió salir por su propio pie de la habitación, avanzar por el pasillo y entrar en una habitación de más o menos las mismas dimensiones, aunque dividida parcialmente por una pantalla pintada de gris que se movía con ruedas. Allí había dos hombres: tras un primer vistazo, uno de los dos se metió detrás de la pantalla y el otro condujo a un sumiso Adrian hasta un rincón donde había un estrecho sofá sin respaldo, del tipo de los que hay en las consultas de los médicos.
—Quítese la chaqueta y la camisa y luego póngase de pie aquí, por favor.
Adrian siguió las instrucciones y dejó que le tomaran la tensión y que lo auscultaran. Ambos ejercicios se realizaron rápidamente, pero a conciencia.
—Ahora siéntese y respire profundamente varias veces cuando se lo indique, por favor.
Sintió sobre distintos puntos de su espalda el pequeño y frío círculo del estetoscopio.
—Gracias. Por favor, vístase y siéntese en la silla.
—¿Bien? —preguntó otra voz.
—Su corazón y la circulación parecen estar perfectos. Tiene la tensión más alta de lo normal, pero obviamente se encuentra en un estado de nerviosismo extremo, tal y como muestra su ritmo respiratorio.
—Entonces, ¿no hay riesgo real?
—En una empresa de esta naturaleza siempre hay un riesgo, pero si se refiere a si estoy dispuesto a asumir ese riesgo, la respuesta es sí, lo estoy.
—Bien. Entonces, adelante.
—¿Señor Hollies? Señor Hollies, voy a dormirlo durante un par de minutos, solo eso. Cuando se despierte, seguirá de una pieza y aquí. ¿Comprende? Bueno, allá vamos.
Cuando Adrian volvió en sí después de lo que sospechó había sido un período corto de tiempo, se sentía algo incómodo. Lo habían atado a una silla de tal forma que no podía levantarse, y también le habían amarrado las muñecas a los brazos de la misma. Y aún peor, le habían sujetado fuertemente la cabeza y le habían colocado lo que parecían pedazos de cinta adhesiva en los párpados para impedir que se le cerraran lo más mínimo. Una gran pantalla como de televisión, en ese momento en blanco, ocupaba la mayor parte de su campo de visión. Debió de hacer algún movimiento, porque casi inmediatamente una voz le habló desde detrás de la silla: la voz de un hombre que parecía ser una especie de médico.
—¿Cómo se siente?
—Limitado.
—¿No tiene náuseas ni problemas para respirar?
—Nunca en mi vida me he sentido mejor.
—Bien dicho, señor Hollies. Muy valiente. Feliz visionado.
Mientras hablaba, se oyó un clic: la pantalla que había frente a Adrian se encendió y a continuación, con una definición excelente y vivos colores, empezaron a aparecer imágenes.
La primera de ellas, la de una mujer joven y atractiva, le resultó bastante agradable, y no objetó nada cuando, sonriendo a la cámara, procedió a desvestirse, ni le pareció que lo que siguió inmediatamente después fuera particularmente embarazoso. En el momento en que se le unieron otras personas, sin embargo, Adrian empezó a mostrar signos de incomodidad y, poco después, de preocupación. Cuando un grito de dolor sonó desde la pantalla, luchó por liberarse y volver la cabeza. En menos de un par de minutos estaba emitiendo sonidos de angustia y, en la medida de sus posibilidades, revolviéndose con violencia. Un grito de terror femenino y su propio grito se alzaron al unísono, y en ese momento el film se congeló y dos hombres o más lo agarraron y lo amordazaron. Pero en cuanto volvieron a ponerse en movimiento las formas coloreadas y a escucharse los sonidos correspondientes, Adrian demostró a qué volumen puede llegar a vociferar un hombre amordazado, especialmente en forma de gritos ahogados y sonidos inarticulados de protesta y dolor. Al final, el hombre que había hablado el último se adelantó apresuradamente y, con la pantalla ahora negra, se hizo el silencio.
Esta vez Adrian se despertó tumbado en su cama. Los párpados le escocían, los ojos le dolían y tenía el labio inferior hinchado y dolorido. Recordaba habérselo mordido y recordaba cómo la sangre le había resbalado hasta la barbilla. A pesar de todo, se sentía cómodo y lánguido, y supuso que se encontraba bajo los efectos de algún sedante o analgésico. Estaba solo. Al rato, después de tomarse su tiempo, se dio impulso para sentarse en el borde de la cama. No tuvo que esperar mucho.
La puerta hizo clic un par de veces y se abrió para dejar paso al supuesto médico, que ahora llevaba traje y corbata. Miró detenidamente a Adrian y dijo:
—Debería estar usted acostado.
—Puedo descansar cuando quiera. No voy a irme a ninguna parte.
El médico no estaba escuchando. Sacó de su chaqueta dos pequeños contenedores y se los entregó.
—Tome dos de las rojas pequeñas para que deje de dolerle, no más de seis cada veinticuatro horas. Las blancas le relajarán y le ayudarán adormir. Una dosis de dos, máximo seis al día, ¿ha entendido?
—¿Se va a algún sitio?
—Tengo otras cosas de las que ocuparme.
Cuando el doctor se hubo marchado, Adrian fue al baño y regresó con un vaso de agua. Antes de que pudiera tomarse una pastilla, se oyó el sonido inesperado de un golpecito en su puerta.
—Adelante —dijo en voz alta. Cuando vio a Chatterton y a Fotheringay, se levantó con cierta inestabilidad, agarró una silla por el respaldo y se lanzó sobre ellos, gritándoles que no le pusieran las manos encima.
Fotheringay hizo un movimiento con el brazo y le arrebató la silla.
—Siéntese, señor Hollies —dijo tranquilamente.
Mientras volvía a sentarse en la cama, Adrian dijo:
—¿Podrían decirme una cosa? ¿Por favor?
—Tal vez.
—Esas... esas cosas que me obligaron a ver... no eran reales, ¿verdad?
—Bueno...
—Cuando esos hombres..., cuando obligaron a la chica a hacer lo que hizo..., eso no estaba ocurriendo en realidad, ¿verdad? Por favor, díganme que no.
—Nosotros no estábamos allí, Chatterton y yo.
—Quiero decir, cuando empezaron..., empezaron..., esa pobre chica —dijo Adrian, y estalló en lágrimas, en atroces sollozos que intentaba contener al mismo tiempo—. Lo siento —balbució unos momentos más tarde—, lo siento, pensé que no me alteraría al preguntar, pero cuando ha llegado el momento... no he podido. Lo siento.
—No deje que eso le afecte, Adrian —dijo Fotheringay—. Todo lo que vio era un maldito truco fotográfico. Es increíble lo que se puede hacer hoy en día, ya sabe. Imagínese, a alguien debe de haberle costado una fortuna. Pero, en cualquier caso, no hace falta que se inquiete usted de esa manera.
—No, pero cuando creyó que era real... —dijo Chatterton.
—Absolutamente —dijo Fotheringay—. Ah, no, y eso lo valoro muchísimo.
Sobrevino una pausa incómoda, durante la cual Adrian pareció recomponerse mientras los otros dos esperaban a que prosiguiera. Al final fue Fotheringay quien asintió con resignación y habló.
—Eh... Aquí Chatterton y yo estábamos hablando y llegamos a la conclusión de que no queremos seguir con esto. Con «esto» nos referimos a la especie de actuación o farsa o fantasía en la que hemos participado hasta el momento. Ahora que le conocemos un poco mejor, imaginamos que ha sido víctima de una injusticia, y lo sentimos, ¿entiende? Lo que pasa es que ninguno de los dos teníamos trabajo, estábamos pasando por un momento difícil... Y entonces va y aparece este tipo y nos llena los bolsillos y nos dice que habrá más todavía si cuidamos de alguien durante un par de días y nos comportamos de acuerdo a una especie de guión que tiene para nosotros, ya sabe usted a qué me refiero. Decimos que de acuerdo. Pero...Chatterton interrumpió el atropellado discurso en ese momento. Durante lo que siguió, se quedó más cerca del papel de sargento de policía que del tipo sofisticado al que Adrian había visto al principio.
—La historia es que ese señor X lo tenía todo dispuesto para ejecutar un programa completo de experiencias desagradables con el objetivo de castigar a alguien por quien sentía una auténtica aversión. Ha tenido usted suerte de no pasar de la primera de la serie, porque después venían cosas mucho peores. Pero entonces, en el último momento, el trabajo se cancela. El personaje para el cual se había organizado todo esto de repente desaparece.
—Lo que viene a decir que está muerto —dijo Fotheringay.
—¿Alguien que conozco? —preguntó Adrian.
—Espero que no, por su bien.
—Keith Gordon —dijo Chatterton—. También conocido como Ladrón Gordon. Tuvo la mala suerte de estar bajo un par de quintales de mampostería que cayeron del tejado de su oficina. Parece ser que fue un accidente.
—Oí hablar de ello —dijo Adrian.
—Dicen que le habían advertido que no era seguro, pero era tan puñeteramente mezquino que no se ocupó de que lo repararan —dijo Fotheringay.
—Obra de Dios —dijo Chatterton con satisfacción—. Por una vez lo ha hecho bien. En fin, señor Hollies, imagínese dónde dejó eso a nuestro señor X. Había desembolsado un buen montón de pasta y en un abrir y cerrar de ojos todo se echaba a perder. ¿O no? Si yo hubiera estado en su lugar, me habría resignado y lo habría dejado estar, pero este no es de los que aceptan que el dinero se vaya por el desagüe.
Así que, ¿qué tal un sustituto para Ladrón Gordon? Resumiendo, el mejor que se le ocurrió fue A. Hollies Esquire, un auténtico cerdo que resultó ser un simple agente literario. No es que esté intentando restarle méritos, señor Hollies.
—No, por supuesto que no.
—Bien. De todas formas, ¿qué le había hecho?
—Nunca le he hecho mucho a nadie. ¿Qué les dijo que le había hecho?
—No traté con él directamente, pero era algo referente a una mala praxis inadmisible.
—En mi negocio no vale la pena engañar a nadie. Supongo que pude haberle dicho que había escrito un libro que no valía la pena publicar.
—Puede ser, sí —dijo Fotheringay—. Algo insignificante, como un libro. Acuérdate de que desde el principio siempre pensé que ese tipo estaba loco.
—Usted mismo dijo que esto era desproporcionado, ¿no, señor Hollies? ¿Y ha abusado usted alguna vez de una chica, como me dijeron anoche? Por supuesto que no. Nadie que lo haya visto reaccionar ante una supuesta violación real creería algo así. ¡Oh, Dios mío!
—No tenemos mucho tiempo —dijo Fotheringay—. Ya nos hemos disculpado. Ahora vamos a acabar con esto. Pero entenderá, Adrian, que tenemos que protegernos. Le pedimos, es lo único que podemos hacer en estas circunstancias, le pedimos que nos ayude. Usted es un tipo listo y sabe cosas de historias, escritura de guiones y todo eso. Ahora póngase manos a la obra y escriba una historia, ¿eh?, para que nos la aprendamos, Chatterton y yo, ¿vale?... Cuente cómo nos redujo y consiguió salir de aquí. Del estilo: «Golpeó a uno en la cabeza y engañó al otro». ¿Pilla la idea? Tiene un par de horas para hacerlo lo mejor que pueda. Le ayudaremos en cuanto nos sea posible, le doy mi palabra de honor.
—¿Y qué pasa con Beaumont-Snaith y Llewelyn?
—Sí, bueno... Me imagino que Llewelyn hará lo que le digamos, ¿no, Chatterton? En cuanto a Beaumont-Snaith..., se ha llevado un buen porrazo en la cabeza justo ahora, cuando estábamos discutiendo qué hacer... Así que puede ser que acabe ajustándose al plan sin rechistar. Vamos a ver cómo va la cosa...
—¿Y no sería más fácil —dijo Adrian— simular que hemos seguido el programa completo?Fotheringay asintió lentamente con las cejas levantadas.
—Vale, pero solo si está dispuesto a pasarse los siguientes dos meses fingiendo ser un manojo de nervios, que es como estaría si siguiéramos con nuestro plan. Y si nosotros estamos dispuestos a confiar en usted... por supuesto. No, creo que mejor seguimos adelante con el plan A.

III
Y supongo que el plan A funcionó razonablemente bien —dijo Derek Richards la semana siguiente.
—Eso es lo que yo también supongo —dijo Adrian—. Fuimos listos y empezamos por destrozar el sistema de circuito cerrado de televisión, que naturalmente yo había asumido que existía desde el principio. Después le hice ver que sabía un poco de karate, en cualquier caso lo suficiente para reducir a Beaumont-Snaith. Un nombre maravilloso. Y, en cuanto a si funcionó, no tengo quejas, aunque debo decir que, si yo fuera uno de ellos, no estaría muy tranquilo ahora mismo.
—¿Y qué hay del médico?
—Exmédico. Iba a desaparecer en algún lugar del extranjero ocurriera lo que ocurriera, porque al parecer ya había tenido en el pasado algún problema serio en el ejercicio de su profesión, y así lo hizo, dicho y hecho. Era médico de verdad, por cierto... Un tipo completamente diferente de los otros.
—¿Qué te hizo sospechar?—Bueno, en general su forma de hablar, de comportarse y ese tipo de cosas, como si estuvieran esperando su turno para salir a escena, con su papel bien aprendido. Si hubieras crecido con una familia de actores como yo, te habrías percatado al instante. ¿Nunca te has fijado en la rapidez y la seguridad con la que, cuando enciendes la televisión o cambias de canal aleatoriamente, puedes decir si lo que estás viendo es una actuación, por muy convincente que sea, o la vida real? Me di cuenta demasiado tarde de que esos tipos hablaban como los polis de las series de la tele, no como los polis de verdad, aunque esa representación no estuvo tan mal. Pero los villanos sí sobreactuaron.
Entonces, cuando le dirigí a Chatterton dos frases teatrales casi una detrás de otra y no movió ni una pestaña, supe que tenía razón, y lo confirmé soltándole un par de versos de Macbeth a Llewelyn, que reaccionó con una mezcla de horror y conmoción. Debe de haber sido figurante en alguna producción de la «obra escocesa», como ellos la llaman, porque creen que trae mala suerte incluso llamarla por su nombre. Todos son extremadamente supersticiosos.
»¿Qué más sabía del mundo del teatro? Que son elocuentes pero aprenden despacio. Que son conformistas, emocionales y sentimentales.
Impresionables, y sobre todo que se dejan impresionar por la actuación. Que están tan metidos en el teatro que ver un papel representado con convicción, en otras palabras, un poco sobreactuado, les afecta más de lo que les afectaría algo real. Así que empecé a meterme en mi papel de hombrecillo decente y heroico que se enfrenta a los matones aunque esté muerto de miedo y que puede soportar su propio sufrimiento, pero no el de otras personas. Y fue un gran éxito, ¿no?
—No te subestimes, querido amigo. También demostraste tener muchas agallas.
—Descubrí que podía perderme gran parte de esa película si miraba hacia arriba. Y todo es más fácil cuando uno está actuando. Tengo que irme.
—Y Julie, ¿dónde cree que estuviste?
—Con otra. Ha tenido una aventura, así que no hay problema. Estábamos pasando por un mal momento. Y solo pasé fuera una noche.
Adrian dejó a Derek Richards en su oficina y subió a la suya solo. Lo que no le había contado a Derek ni a nadie más es que, en cuanto regresó a su despacho, telefoneó a ese tal Pennistone cuyo lamentable libro sobre el mundo de las altas finanzas había rechazado con tanto acierto, y que, con una única frase, le informó de su regreso. Tampoco le había contado que la única respuesta al otro lado de la línea fue un silencio de medio minuto.
Después, Adrian se sintió más que satisfecho por haber identificado al hombre al que Chatterton había llamado tan dramáticamente señor X y por haber zanjado el asunto con él de esa forma tan elegante. Le quedaba, eso sí, el leve deseo de conocer la ubicación de la casa a la que lo habían llevado drogado y de la que lo habían traído con la cabeza, aunque con su consentimiento, cubierta con una bolsa.
Pero hubo algo más. Con la obstinada puntualidad de lo inoportuno, Jack Brownlow llegó menos de dos segundos después de la hora convenida, deshaciéndose en disculpas por desperdiciar de esa manera el valioso tiempo de la agencia. Se acomodó en una silla cerca de la ventana, atribuyéndose una importancia que sugería que estaba convencido de que, en los años venideros, a los que visitaran esa oficina les dirían en voz baja que esa era la mismísima silla en la que Jack Brownlow solía sentarse. Sin duda, por ese motivo llevaba su viejo traje de costumbre.
—¿Tuviste ocasión de echarles un vistazo a esas fotocopias que te dejé el otro día? —preguntó una vez instalado.
—Sí, lo hice. —En lugar de continuar diciendo que le había parecido que eran las primeras páginas de la última novela que Brownlow había publicado ya, y que incluso tuvo que comprobar que no lo eran, o al menos no exactamente las mismas, Adrian dijo—: No sé cómo lo logras.
Afortunadamente, Brownlow no se ofreció a explicar cómo. Se limitó a decir:—Es un alivio. Pensé que ya iba siendo hora de romper radicalmente con lo que el público espera de mí.
Adrian respondió algo. Desde luego no le dijo que se le había ocurrido una idea para una especie de thriller que empezaba con un secuestro, idea que le cedería de buen grado a Brownlow si realmente pensara que era hora de romper radicalmente con lo que el público esperaba de él. Pero escuchar otro discurso acerca de cómo los novelistas deberían ceñirse a su propia experiencia podría resultarle insoportable.

This entry was posted on 25 octubre 2015 at 13:28 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

0 comentarios

Publicar un comentario