Dolores Medio - "¿Vamos, Timoteo?"

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Cuentista y novelista asturiana. Fue una de las más importantes autoras del realismo social de posguerra.Quien quiera profundizar un poco puede leer "La proyección cuentística en Dolores Medio", tesis doctoral de Eun-Hee Kwon.
El cuento fue publicado en el volumen "Andrés" de 1967.


Juan mira a todos lados, temeroso de que alguien vaya a impedirle la maniobra.
Piensa:
—Pues, vaya... Otros lo hacen... Pero a veces... Bueno, si un guardia se pone tonto... ¡Jolín, con los guardias!
—Bien, no hay enemigo a la vista. El guardia está en el centro de la calzada. Bastante trabajo tiene vigilando la circulación.
Juan deja su caja sobre la acera. Después acaricia el árbol que va a servirle de compañero. Juan llama al árbol «su compañero». Si su madre o los muchachos del barrio supieran que Juan llamaba compañero a un árbol, se reirían. Un árbol no puede ser compañero de un muchacho.
—¿O puede serlo?... En el circo...
No está muy clara la relación que el circo pueda tener con un árbol, pero él se entiende.
En fin, como quiera que la cosa se mire, resulta un poco extraña. Por lo menos original. El, Juan, no ha visto nunca un mano a mano. Juan–Árbol o Árbol–Juan, pero es cierto que para que Timoteo pueda correr con su moto sobre el cable, la alianza Árbol–Juan es indispensable. Y va a intentarla.
Tampoco sabe nadie que el motorista se llama Timoteo. Cualquiera que le compre un Timoteo, dirá solo: Nimios chico, dame un motorista. O quizá ni eso. Dame un muñeco. Y para que los niños jueguen con Timoteo, Timoteo será sólo eso, el motorista, el muñeco.
Para Juan, el motorista es Timoteo y el árbol su compañero. Tan cierto como que él se llama Juan. Y si alguien le ha puesto el nombre de Juan, tiene que llamarse Juan, y tiene que llamarse Juan porque le han puesto ese nombre, Timoteo es Timoteo, porque le han puesto ese nombre y de algún modo hay que llamarle.
Juan acaricia el árbol y busca sobre su corteza un nudo, una aspereza o un pequeño saliente, que impida al cable resbalar y deslizarse sobre la superficie.
—Bueno, aquí está.
Ala el cable, apretándole, casi incrustándole, en torno al árbol.
—Tú, quieto ¿eh?... Tú, quieto. No te muevas.
Habla al árbol y le guiña un ojo, como si se tratara de un ser humano.
Le repite:
—Quieto, quieto... No le hará daño... Ahora verás a los chicos... ¡Como moscas!
A los chicos y a los mayores. Tan pronto como Juan ata el cable al árbol, dos hombres se paran al borde de la acera para mirarle.
Madrid. Once de la mañana. Calle de Alcalá. Frente al árbol, el Ministerio de Educación Nacional. Coches que entran y salen en el Ministerio, o pasan calle abajo, junio al muchacho.
Las personas que transitan por la acera, se paran, o cuando menos miran de paso al niño que está atando un cable fino alrededor de un árbol y trata de tensarlo con el cuidado de un trapecista, o si se prefiere, como el violinista tensa las cuerdas de su violín.
—Bueno, ya está, Timoteo. Ahora vamos a ver cómo le portas. Va ves que te están mirando... ¡Vamos, Timoteo, sal de ahí!...
Abre la caja, saca de ella uno de los cuatro paquetes envueltos en papel de seda y después de retirar con cuidado el papel, acaricia a un muñeco de plástico y mueve con sus dedos las ruedecillas de la motocicleta, a ver si giran bien.
Sí, bien. Todo bien. Todo en orden.
Coloca al motorista sobre el cable tenso, que le sirve de trapecio y ¡a correr Timoteo!
Aunque lo ha ensayado bien en su casa, atando el cable al testero de su cama, el corazón de Juan late con fuerza. Con lanía fuerza, que el chico oye sus latidos —tac, tac, tac—. Juan no sabe lo que es deslizarse sobre un trapecio en la pista de un circo, con la muerte cabalgando sobre sus espaldas, pero Timoteo va a correr delante de la gente y si fracasa... ¡Adiós Timoteo! Adiós debe dar a las doce pesetas que le ha costado y que espera duplicar para comprar otros motoristas. Cuántos meses ha estado ahorrando céntimo a céntimo, para adquirir los cuatro juguetes, para venir a situarse aquí, en la calle de Alcalá, junto al Ministerio, como hacen otros vendedores, aguardando a sus clientes.
—¡Anda que si Timoteo fracasa!... ¡Mecachis en tal!
No. Timoteo no fracasa. Timoteo se está portando como un hombrecito.
Aunque la mano del niño tiembla ligeramente, el motorista va y viene sobre el alambre tenso, desde la mano de Juan hasta el árbol, cara al peligro, retrocediendo de espaldas, puesto que no puede cambiar í\c posición, desde el árbol hasta la mano del niño.
Ningún padre podrá emocionarse más con la hazaña de un hijo, que el muchacho lo hace con la del muñeco.
¡Bravo, Timoteo, así se hace! La gente se para y te mira. Y Juan rebosa de felicidad.
No son ya dos personas, sino cuatro, seis, siete... Cuantas personas pasan por la acera, se paran unos momentos junto al chico, para presenciar el juego.
Juan, con voz no muy segura —es la primera vez que intenta vender un juguete en público— lanza tímidamente su pregón:
—Señoras y señores, vean a Timoteo en su arriesgado ejercicio sobre el alambre, desafiando a la muerte... ¡Vamos, Timoteo, demuestra tu habilidad ante los señores!... Timoteo, he aquí el juguete más entretenido para chicos y mayores. Sólo vale...
La voz del muchacho sale velada por la emoción, como si se avergonzara de ponerle precio a su amigo.
Repite:
—...sólo vale... veinticinco pesetas.
Juan ha estudiado de memoria el pregón que él mismo ha compuesto, de acuerdo con el modo de pregonar de oíros vendedores callejeros. No está muy seguro de que sea eficaz, pero no sabe hacerlo de otra manera. En realidad, la forma de pregonar no tiene importancia para el chico, aunque de ella dependa, posiblemente, el que venda o no venda la mercancía. Lo que le importa a Juan, es el juego en sí. Ha puesto en él su amor propio y un fracaso de Timoteo, además de su ruina económica, sería una catástrofe moral para el chico.
Con voz un poco más segura, pero aún sin la tranquilidad que le permite introducir variaciones en el pregón, el niño repite:
—Señoras y señores vean a Timoteo en su arriesgado ejercicio sobre el alambre... Timoteo corre sobre el alambre desafiando a la muerte... Vamos, Timoteo, demuestra tu habilidad ante los señores... Timoteo, he aquí el juguete más entretenido para chicos y mayores. Sólo vale...
¡Nada! Ya está visto que la venta de Timoteo estropea el pregón. Lo materializa. Le roba belleza y desinterés. Tal vez, lo que más duele a Juan, sea ponerle precio a su amigo.
Repite a media voz, bajando el tono casi una octava:
—... sólo vale veinticinco pesetas. Eso, sí, veinticinco pesetas, ni un céntimo menos.
Puesto a vender a Timoteo, ha de de hacerlo a un precio razonable, como todos los vendedores, para que le permita comprar dos Timoteos.
(—Esto es el negocio. ¿O no se hace así?)
Primero está el precio de la mercancía. Después su trabajo. Y el frío que está pasando esta mañana de diciembre, para divertir al público con su juego.
La verdad es que a Juan le agradaría exhibir a su Timoteo en un circo, como esos artistas que él ha visto en calles y plazas, sin cobrar nada por su trabajo, pasando sólo la bandeja de la voluntad al final del mismo para que quien pueda echar unas monedas las eche y quien no pueda dar nada, nada dé y se recree también con su arte.
Pero esto no es posible. Timoteo le ha costado su dinero y tiene que venderlo con su ganancia, para adquirir otros. Tal vez —si no inmediatamente, más adelante— pueda conseguir una barraquita, un tenderete, donde pueda vender más cómodamente, abrigado de la intemperie. Tal vez, entonces, su madre deje de andar correteando por las aceras, buscando lo que ella llama «sus clientes». Tal vez acepte el ofrecimiento del niño y se esté quieta en el puesto.
(—Un puesto, es un puesto... Yo, un comerciante... Y comeríamos en el puesto, como Benjamín. Su abuela le lleva al puesto la comida caliente... ¡Mecachis, qué vida más buena...! Un brasero en invierno... ¡Vaya, estupendo!)
Con el dorso de la mano, se limpia las narices, de las que empieza a manarle agüilla. Después, se limpia la mano en el pantalón.
(—Menuda vida cuando tenga un puesto. Entonces madre...)
La madre dice que anda por la calle, buscando una peseta, porque en la casa no hay hombre que gane la vida. Si su hombre no estuviera en la cárcel, no andaría ella arrastrada, templando gaitas y aguantando palos, total, para nada. Y todo, por eso, porque no hay un hombre...
(—Y yo, qué, ¿no soy un hombre? Pues verá ella... Cuando tenga un puesto, ¡menuda vida!)
Otra vez pone a Timoteo sobre el alambre y... ¡a correr, Timoteo!
El pulso del niño es ahora firme y su voz más segura, cuando repite:
—Señoras y señores, vean a Timoteo en su arriesgado ejercicio sobre el alambre. Timoteo corre sobre el alambre desafiando a la muerte. ¡Vamos, Timoteo!, demuestra tu habilidad ante estos señores... Timoteo. He aquí el juguete más entretenido para chicos y mayores. Sólo vale...
Que no, ¡vaya!, que no puede decir lo de las veinticinco pesetas. Le da vergüenza.
(—¿Parecerá caro a la gente?... Pero hay que ganar algo... ¿El doble? Es mucho el doble. Pero todos piden el doble de lo que cuesta para después rebajar. La gente regatea...)
Dice al fin:
—Sólo vale veinticinco pesetas.
Un muchacho toma al motorista en sus manos, lo examina.
—Es una basura. No vale nada. Eres un ladrón.
—¿Un ladrón?... Te daría...
Juan levanta la mano... pero vuelve a bajaría. El chico que le ha llamado ladrón es un posible diente, en todo caso es público, es uno que mira. Al público hay que aguantarle aunque se ponga grosero, aunque insulte. Su madre lo dice.
(—A lo mejor le parece caro. A lo mejor el muy... cree que los juguetes se fabrican con barro y saliva. ¡Le daría una...!)
Dos» lágrimas de rabia están a punto de saltar sobre lo cara helada del chico. Se pone rojo. Sorbe las lágrimas y los mocos, con disimulo. Quita de las manos del chico a su Timoteo.
Una mujer que se reía mucho al ver correr al motorista, lo coge ahora y lo mira por todas partes.
—¿Cuánto ha dicho) ¿Veinticinco pesetas? ¡Anda ya, chico, ya serán diez! Si me lo das en diez pesetas te lo compro. Tengo un chico... Le gustan estas cosas.
Juan dice:
—No, señora. Son veinticinco... Bueno, le bajaré una peseta para que se lo lleve.
—Ni hablar, chico. Te doy diez pesetas. ¿Valen diez pesetas?
El chico que le ha llamado ladrón —vestido eco una cazadora de cuero y guantes de lana— no repara en la ropilla pobre, casi harapienta, de Juan, ni en sus manos cubiertas de sabañones.
Se aleja un poco de Juan y poniendo las manos en bocina, repite:
—¡Ladrón, eres un ladrón; ¡Robas a la genteee!
Juan pierde la paciencia.
—El ladrón serás tu... ¡Te voy a...!
...A nada. Afortunadamente, el muchacho de cazadora de cuero y guantes de lana, no es muy valiente. Rehúsa la pelea. Como el semáforo tiene encendido en este memento el farol verde, atraviesa la calzada. Desde La acera opuesta, vuelve a gritarle:
—¡Ladrón!... Eres un ladrón...
Y se aleja satisfecho. La cosa no tiene para él mayor importancia.
Juan se muerde los labios de rabia, tragándose los insultos que de buena gana le hubiera lanzado a lo cara. De buena gana le hubiera perseguido y le hubiera zurrado la badana. Pero aquí esta Timoteo, en manos de esta señora que se ha reído cuando Timoteo corría sobre el alambre y parece dispuesta a llevárselo. Y está sobre la acera su caja de cartón con otros tres motoristas, que representan toda su fortuna. No puede abandonarlos para correr tras el chico de la cazadora. Sólo dice, ensenándole los puños, aunque el chico ni le oye ni le mira:
—¡Ladrón lo serás tú! Tú serás ladrón.
Este desahogo le calma un poco, aunque el corazón le late con violencia. Casi le ahoga la sangre en la garganta.
El muchacho de la cazadora de cuero ya no le oye, y la gente le mira con curiosidad, sin amor, sin comprenderle.
La mujer se alza de hombros y dice:
—No le hagas caso. Cosas de chicos.
Juan no quiere hacerle caso. Intenta tranquilizarse pensando que está en el circo y que él es un payaso, y aunque todos le insulten, por jugar, él tiene que reír. Algo decía su padre de esto del circo. Que si tal, que si cual, que si la vida era como un circo, donde unos ríen y se divierten, porque pagan y otros hacen reír con sus payasadas; donde unos pegan fuerte, porque pueden y otros llevan siempre los bofetadas. Sí, eso es lo que decía el padre. Juan piensa que la vida es como un circo, y él, un payaso.
(—¡Mecachis, con el circo!... Aguantarse, eso es, aguantarse. Payaso, ¡a tu careta!, y a reír aunque estés llorando... Pero yo me cago en su padre.)
La gente le mira. Juan se limpio los mocos y las lágrimas con la manga de su chaqueta. Se frota las manos enrojecidas, hasta hacerlas reaccionar. Las tiene heladas. Lo natural. Hace frío. Juan se frota las manos, alienta sobre ellos para desentumecerlas y vuelve a colocar a Timoteo sobre el cable tenso.
La mujer dice:
—Doce pesetas, chico... Te doy doce pesetas por el muñeco. ¿Valen?
—Que no, señora, que no puede ser... Quince, el último precio. Que no voy o pagar yo a Timoteo y a aguantar el frío para vendérselo más barato de lo que me cuesta.
—Timoteo, ¡anda que gracia!... ¿Se llama Timoteo el motorista?
—Bueno... de algún modo hay que llamarle... Llámelo usted como quiera, pero no vale menos de quince pesetas. Y es regalado.
La mujer mira al motorista y vuelve a reírse cuando le ve correr sobre el alambre, desde la mano del muchacho hasta el árbol, y retroceder de espaldas, desde el árbol a la mano del muchacho. La mujer lo mira y se ríe. Le gusta el juguete, pero al fin, se aleja sin comprarlo. Quince pesetas, es caro. Caro para su bolsillo. No te atreve a seguir regateando. Parece que el chico tiene razón. Algo ha de ganar,
Juan dice:
—¿Varaos, Timoteo?
No hay que desanimarse. Ya venderá. Pero las manos le tiemblan todavía, cuando acaricia, al pequeño motorista.
Se van unas personas y vienen otros. Ahora son unos chicos los que contemplan, a pocos pasos, los arriesgados ejercicios de Timoteo.
De pronto, Juan y los chicos dan un salto atrás. A tiempo justo para apartarse de un coche que se les echa encima. El coche —un «Kapitán» negro, brillante— se mete en la acera para aparcar, retrocede cosa de un metro y se coloca en el lugar que le corresponde.
El chófer grita a los chicos:
—¡Imbéciles! Por poco... ¿Dónde tenéis los ojos?
Uno de los chicos dice:
—¡Anda, ese bruto!... Ha aplanado la caja esa... Y por poco...
Juan mira la caja, sin comprender. Todavía no ha encajado el golpe. Junto a la caja, aplastado también, sobre el cable roto, está Timoteo.
Toda su fortuna se ha perdido en el accidente. Un accidente que Juan no provocó, ni pudo evitar. Apenas sabe coma sucedió. Otros vendedores se colocan al borde de las aceras... y no pasa nada.
Un chico dice:
—Que te paguen los del coche lo que te han roto. Diles que te paguen. Tienen que hacerlo. No seas tonto, diles que te paguen.
Los del coche no han reparado siquiera en el accidente. Salen del coche, y hablando de sus cosas entran en el Ministerio.
El chófer sale también del coche y ahuyenta a los chicos:
—¡Largo de aquí, golfos! A ver donde hay un guardia... ¡Anda que por poco...! Luego echan la culpa a los conductores... ¡Venga, chicos, largo de aquí!... Y tú...
Coge a Juan per un brazo.
—¿Quién te ha dado a ti permiso para atar un cordel a un árbol, para que se estrelle un coche? ¿Eh? Como venga, el guardia...
No, claro, permiso, nadie. No pidió permiso. No sabía que para ofrecer a la gente su mercancía, había que pedir permiso.
El hombre da uno patada a la caja rota, enviándola al medio de la acera. Otra patada al motorista de plástico que aplastó bajo las ruedas.
Juan corre a defender a Timoteo. Ahora, si, ahora comprende de pronto, lo sucedido. Ha perdido a Timoteo. Lo ha perdido todo.
Al tener conciencia de lo sucedido, siente su fracaso como vendedor. ¿Cuándo podré reunir el dinero que necesita para comprar otros cuatro o seis motoristas?
Su negocio ha fracasado... por ahora. Y con él, sus proyectos. El más querido, retirar a su madre de la calle y colocarla en el puesto.
(—A madre hay que darle las cosas hechas... Madre es así.)
En fin, tendrá que empezar de nuevo.
Pero de momento, su dolor se concentra en Timoteo, espatarrado en medio de la acera. Timoteo murió en el cumplimiento del deber, como cualquier artista honrado. Sí, claro, esto es hermoso.
Se agacha. Coge al muñeco. Pasa sobre él los dedos con cuidado, como temiendo lastimar sus heridas. ¡Timoteo!... Ya no volverá a correr sobre el alambre.
A Juan se le llenan los ojos de lágrimas. Ni se los limpia. No ve a la gente que le rodea y que le pregunta algo.
Coge la caja rota bajo el brazo y mete al motorista en el pecho, bajo lo camisa, en un último acto de compañerismo.
Y ahora andando para casa, que está lejos. Hasta Vallecas hay un buen paseo.
Acariciando al muñeco roto contra su carne, dice solo:
—¿Vamos, Timoteo...?

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