Carmen Conde - "Un evadido"

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Este cuento fue publicado en el número del 9 de marzo de 1980 en el diario ABC. Ignoro si había sido publicado antes.



—¿Sigues pensando eso?
Eso era «pasarse». En los parapetos se ejercía una vigilancia imponente, aunque no daba resultados totales. El que se empeñaba en irse, lo conseguía más o menos pronto. «Hoy, mañana, al otro... Guárdame la retirada y cuando te decidas a seguirme, o se acabe la guerra, verás si soy o no agradecido.»
Las horas de guardia pesaban cada vez más desde que se adoptaba semejante resolución. Los ojos del compañero sostenían el lenguaje mudo para los demás, elocuente para los dos, de lado a lado de la trinchera.
—¿Cuándo?
—Puede que luego.
A veces la confianza fallaba, porque el franqueado se veía traicionado en el último instante; al deslizarse, después del apretón de manos final, hacia el campo enemigo, un centinela le daba el alto inesperadamente. Y el que se quería evadir se hallaba pocas horas después entre los que no se irían ya a ninguna parte.
Todos lo pensaban y, no obstante, por el imperativo deseo de fraternidad, de comunicación que sufre el hombre, seguían aventurándose a irse y a decir que se iban al otro lado. Quizá necesitaban gozar un poquito del heroísmo, planta que a solas no representa gran cosa, al parecer...
—¿Te vas hoy?
—¡Luego!
—¿De noche?
—Sí.
—Dame un abrazo, y no te olvides de mí. ¡Qué valiente eres! Allí están la justicia y el orden. Entre nosotros...
—¡Tengo un afán de llegar!
—Son dos mundos opuestos.
* * *
Fue la noche, empapada de rocíos, propicia. No hubo traición; al contrario, dos ojos velaron y un corazón para que el amigo pudiera arriesgarse... ¡Qué ansiedad horrible mientras, se alejaban sus pasos por la blanda tierra de nadie! ¿Se detenían, seguían? El oficial de guardia le saludó con simpatía.
—¡Hola, muchacho! ¿Tomas el fresco?
Y él, precavido:
—Espero que vengan los del otro grupo para echar un trago. ¿Acepta usted?
—¡Bueno!
¡Largo charloteo sin fuste, mientras alguien corría buscando su país de elección!
Al fin, la mañana vino y todo transcurrió apacible. Se notó la falta del fugitivo dos días después, al tocarle su guardia.
* * *
Empapado en rocío llegó a las avanzadillas soñadas. ¿Dispararían sin darle tiempo a explicarse? ¡Qué alegría si acababa bien su aventura! Tanto soñar con huir del sitio aborrecido y ya era llegado el día.
—¿Quién va?
¡Era la voz del vigilante opuesto!
—¡Un evadido del campo enemigo! —respondió con firmeza.
—Párate.
Pronto le rodearon, registraron, desarmaron; sin consideraciones, con brutalidad. Le condujeron al oficial de guardia, que fue más amable; y después siguieron horas de encierro incomunicado, declaraciones...; total, dos meses. A los dos meses se vio de soldado entre los que le miraban con recelos ilógicos, a su juicio.
—¡Qué afán tenía de venirme! Allá todo es terror, crimen, injusticia, persecución. Por lo más mínimo, y en nombre de ideas que nadie profesa ni entiende, te ves en un lío y sueles acabar en la cárcel o en el fusilamiento...
—¡Cállate; no se puede hablar de nada!
—Pero aquí hay respeto a la vida, a los derechos humanos.
—No, no; aquí tampoco se pueden decir ciertas cosas.
—¡Yo no podía resistir más tiempo! No puedo ver que se atropelle, ni se robe, ni se rebaje a nadie. ¡Qué asco de denuncias!
Le oían en silencio ya, pero él notaba que su voz producía tristeza. Al tercer mes le dieron dos días de licencia y se fue a la capital próxima para ensancharse el alma. ¡Fatalmente, pasó por una calle enlutada, donde hasta los adoquines llevaban de negro el musgo!
Conoció el rosario de mujeres en los tranvías con sus cestitos de comida, los rostros ajados y la mirada perdida de los que no quieren afrontar la calle. Contó las cárceles, y venían a ser las mismas que en la ciudad del otro lado.
Oyó aviones, bombas, cañones antiaéreos, como en el otro sitio, y el hambre le saludó por todos los barrios; a la madrugada, el tableteo de las ametralladoras que «limpiaban» la retaguardia.
Terror, intrigas, temblores de ansiedad y miseria por todas partes. La guerra era una y toda la misma en todo el país.
Acabado el permiso, le vieron sus compañeros volver alicaído.
—¿Qué, te divertiste?
Pero él no dijo nada; tragaba el humo de su cigarrillo y sonreía en silencio.
No volvió a disparar ni un tiro. En secreto, sin amigo esta vez, decidió volverse; por lo menos, quitaría la ilusión de que aquí era la gloria a todos los que, cual él, soñaban tan tontamente.
Despacito, por el mismo sitio que vino, empezó a resbalar. Se sabía hasta los menores detalles del terreno. En idénticas circunstancias, su conciencia interior trabajaba entusiasta. Nadie oyó, nadie vio. Arrastrándose por el campo, parecía que el corazón tiraba de la piel del mundo dejándolo atrás en carne viva.
Unas ideas frías le sacudieron cerca del frente próximo. ¿Le tomarían allá y acá por espía? ¿Diría la verdad? ¿Cómo iban a entendérsela? ¿Valían la pena algunos de ellos, los fronterizos? ¿Qué le importaban todos a él, que ya los conocía por sí mismo? Boca abajo, la mejilla apoyada en la mano derecha, perdió todo control nervioso y se echó a llorar desesperadamente. ¡Oh, si hubiera un campo distinto al que acudir, abiertos los brazos, pidiendo el olvido! Se puso a arañar la tierra, a morderla. ¡Hacer una galería para huir de todos los hombres!
Ya el alba. Ya el sol. Despertó y se incorporó extrañado. Estaba en mitad de la tierra de nadie, y le veían desde las dos filas de trincheras enemigas.
¡Enigma descifrado! Porque se alzo con brío, viendo el fogonazo de un fusil, y dio la vuelta para oír el chasquido de otro.
Los dos frentes le creyeron fugitivo y de ambos le dispararon: cayó boca arriba, sonriéndole al cielo lleno de nubes, por donde caminaban muchedumbre de ojos en busca de patria.

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