Hubert Cackanthorpe - "Una mujer muerta"

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Novelista cuentista y ensayista inglés. Se le ha vinculado al esteticismo y decadentismo fin de siécle y estuvo muy influenciado por Guy de Maupassant.Este cuento pertenece al volumen "Wreckages: Seven Studies" publicado en 1893. Muchos de los cuentos de este volumen habían sido publicados previamente en la revista "The Yellow Book"
La versión es la de Ismael Aurachel.

I
-Mary, dos cervezas amargas y un whisky escocés pequeño para el Salón Comercial, y un whisky irlandés grande para el señor Hays.
-Sí, señor Rushout -respondió la chica mientras medía la bebida y bajaba los tiradores revestidos de plata.
En seguida se fue, y los dos hombres se quedaron solos. Ambos callaban, pero era evidente que aquel silencio no era producto de la incomodidad; para ellos era muy natural quedarse ensimismados, y no les molestaba.
El abatimiento de Rushout, el dueño, era inequívoco. Su figura corpulenta y desgarbada estaba exangüe; los rasgos del rostro lampiño y rubicundo caían hacia abajo formando un gesto absorto y sombrío.
Delante de él, envarado, en el borde de la butaca, estaba Jonathan Hays, huesudo y enjuto, con un burdo abrigo de frisa, polainas de pana y botas de punta de hierro; su cabello pelirrojo y alborotado y la barba enmarañada contribuían a acentuar la tosquedad de su aspecto.
Por un extremo de la sala se veía la entrada de la taberna, a través de una ventana, detrás de la cual se extendía la repisa ancha y marrón que hacía las veces de barra. A ambos lados de esa abertura había filas y filas de vasos de todas las formas y tamaños; de los bordes de los estantes colgaban unas brillantes jarras de peltre. Unos grabados de escenas deportivas, un perchero lleno de bastones y de fustas, un gran almanaque a color y unas fotografías de ovejas y ganado engordados que ilustraban el resultado de la utilización de ciertos alimentos artificiales, adornaban el resto del local. En la chimenea ardía un fuego espléndido, delante del cual había un gato hecho un ovillo.
-¿Tú no vas a tomar nada? -preguntó Jonathan mientras se llenaba el vaso con la botella de agua-. Toma un poco de oporto; puede que te anime.
Rushout hizo un débil ademán de negación.
-Pues fuma, entonces -insistió el otro, sacando una estropeada caja de hojalata medio llena de tabaco.
-No, ya no me gusta.
El granjero sacó una pipa ennegrecida y la llenó con lenta precisión. Acababa de terminar cuando se oyeron unas carcajadas estruendosas en el pasillo.
-Apuesto a que es Mike.
-Sí -respondió Rushout con desgana.
-¿Cómo va el negocio, Richard? -inquirió Jonathan.
-Ni bien ni mal.
Jonathan dio un trago y se chupó el bigote, pensativo.
-Jonathan -dijo Rushout.
-¿Sí?
-Hoy se cumple un año.
-Es cierto. -Y empezó a dar inmediatamente unas vigorosas caladas a la pipa-. ¡Sí, un año! ¡Cómo pasa el tiempo, caramba! No parece que haya transcurrido un año, ¿verdad? Tendrías que espabilar un poco, Richard. El negocio no puede prosperar si estás sin parienta, y mira esa escoba de mujer que tienes ahora; hasta Mike se da la vuelta. Hazme caso, tienes que ponerte en marcha -siguió diciendo, levantando la voz al ver que sus palabras no habían producido efecto alguno en la apatía de su amigo-; vas a perder toda la clientela, fíjate en lo que te digo. Y, con un aire de profunda convicción, repitió-: Fíjate en lo que te digo.
-Jonathan -anunció entonces Rushout-, voy a vender la yegua blanca.
-¿Qué? ¿No será...?
-Sí, la yegua de ella. En el establo se está echando a perder y yo no soporto montarla.
-¿Quién la va a comprar?
-El doctor Wilkinson. Esta mañana ha venido a verla.
-¿Cuánto pides?
-Cuarenta y cinco.
De nuevo se sumieron en el silencio. Fue Rushout quien, otra vez, habló primero.
-Jonathan, hoy se cumple un año. Voy a beber por su alma. -Apuró la copa de vino y la dejó con una precaución casi reverente.
Su amigo lo contempló con impertérrita sorpresa; se llevó en silencio la copa a los labios e hizo lo mismo. Las miradas de los dos hombres se encontraron y se volvieron a separar en seguida. Parecía que uno de los dos había pillado al otro haciendo algo secreto. El dueño de la taberna estudiaba el fuego con obstinación; el granjero manoseaba el vaso, y la bebida daba vueltas y vueltas.
-¿Has vendido las ovejas? -preguntó Rushout. Era evidente que intentaba aparentar despreocupación, pero lo ronco de su tono lo dejaba en evidencia.
-Todas y cada una de ellas. Y muy bien que hice; siempre me dieron muchos problemas.
-Jonathan, ¿crees en los fantasmas? -Una carcajada en el pasillo siguió inmediatamente a la pregunta, que fue formulada con una solemnidad impresionante.
El granjero lo pensó antes de responder: el asunto era demasiado serio para despacharlo de cualquier manera.
-No lo sé; pero creería si viera uno -respondió al fin.
-Serán alrededor de las once, ¿verdad?
-Falta media hora.
-Creo que ella se aparecerá esta noche.
Jonathan dio un violento respingo; la pipa de barro se le cayó al suelo y se partió en varios fragmentos.
-¡Eres un necio, Richard! -exclamó, agachándose y recogiendo compungido los trozos.
-Tú no la conocías cuando le hicieron ese retrato -prosiguió Rushout, mientras señalaba una fotografía rodeada de una franja de color negro oscuro que estaba colgada en la pared-. Mandé que se la sacaran poco después de que nos casáramos. Es magnífica. Por aquel entonces regentábamos el King's Head de Dewston. En aquellos días ella era toda una belleza. Todo el mundo la adoraba. El día de San Martín habríamos cumplido trece años de casados. ¡Pardiez! ¡Todo esto basta para matar a un hombre! -concluyó. Su voz se había ido apagando, y el jadeo de un sollozo reprimido resonó en el local.
Jonathan estaba ocupado uniendo los fragmentos de la pipa rota. Poco a poco los dedos se le agarrotaron, se le frunció el ceño y una expresión lúgubre se apoderó de su rostro. Tenía la vista clavada en los dedos y no la levantaba. Entonces dijo de pronto, echando la silla hacia atrás con brusquedad:
-Tengo que irme a casa.
-Buenas noches, viejo amigo -respondió el otro débilmente, sin moverse.
Jonathan salió. En el pasillo se tropezó con su perro, que estaba tumbado en la entrada; de una cruel patada le hizo aterrizar en la calle con un gañido. La noche estaba despejada y era muy fría, y sus pisadas en los adoquines, mientras se alejaba, quebraban con una extraña brutalidad el silencio del pueblo dormido.

II
Las tiendas del pueblo abrían los postigos aún adormiladas, y los dos o tres haraganes que pululaban por el pretil del puente del río, con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, miraban con indiferencia el destartalado ómnibus tirado por un caballo que se dirigía al encuentro del primer tren, cuando Jonathan, con su pastor escocés pisándole los talones, dobló la esquina.
Uno de los hombres del puente le soltó un seco «buenos días» cuando pasó su lado; él en seguida los dejó atrás, franqueó la puerta batiente del Bear y desapareció.
En el interior oyó la nota discordante de una voz airada de mujer. Supuso que era aquella escoba de mujer, que regañaba a la chica. Y así era.
El torrente de ira cesó cuando ella lo vio; contrajo su ajado semblante, lució la caricatura de una sonrisa y le dijo:
-Buenos días, señor Hays, ¡qué mañana tan estupenda hace! -Miró a la muchacha y exclamó-: ¿Tú qué haces ahí con la boca abierta? Muévete y sirve el desayuno en la salita.
-Menudas regañinas le suelta -observó Jonathan con sequedad.
-Pues sí -repuso ella-, se las suelto. Y cualquiera se las soltaría a esa fresca perezosa e inepta. Sus tejemanejes pondrían a prueba la paciencia de un santo, y es tan impúdica que...
-¿Está el señor? -la interrumpió Jonathan.
-¿Que si está? ¿Que si está? ¡Cielo santo! ¿Dónde quiere que esté? ¡Pues claro! Lo raro sería que se hubiera levantado ya de la cama. Y, para lo que hace, podría quedarse en ella. Se pasa el día sentado y con la cara larga. Una locura, una verdadera locura, me parece a mí. Por cómo se comporta, uno diría que su esposa fue la más virtuosa de las mujeres. Pero la verdad es que tampoco hay que llorarla tanto. No era todo lo buena que debía; pero ahí está él, ensimismado y bebiendo como si fuera un niño grande.
-¡Deje de chismorrear! -exclamó Jonathan, dando un golpe en la barra con el bastón-. ¡Usted no sabe nada de ella!
-¡Ah! ¿Conque no sé nada? Pues muy bien: no sé nada. Claro que no. ¿Cómo iba a saber? Que los que fingen tener la conciencia tranquila y no saben hablar con educación... que se anden con cuidado. Ya les enseñaré yo a entrar aquí con sus aires de grandeza.
De pronto se calló lo que iba a decir a continuación y, cogiendo una bandeja, desapareció apresuradamente por el pasillo de la cocina. Jonathan buscó con la mirada la causa de esa salida precipitada: detrás de él estaba Rushout.
La vitalidad del dueño había mejorado de manera perceptible desde la noche anterior, pues miraba enfadado a la puerta de la cocina.
-Buenos días. Creía que habías ido a la subasta de ganado.
-No, me lo he pensado dos veces. Ahora hay muchas cosas que hacer.
-Toma un trago para calentarte. Hace un frío espantoso.
-No. He venido por un asunto de negocios.
-Pues bienvenido, sea por negocios o no. Entra.
Le llevó a la sala en la que habían estado la noche anterior.
-Bien -dijo Rushout después de sentarse en su butaca. -He venido a comprar la yegua.
-¿La blanca?
-Sí, ésa.
-¿Y por qué diantre la quieres? -preguntó Rushout, pensativo.
-Porque la quiero -repuso el granjero de forma esquiva.
-Pero ¿para qué? -replicó irritado el otro.
-Es que me he encaprichado de ella.
Una sonrisa cruzó el rostro de Rushout.
-¿Quieres que su fuerte temperamento te mande de una coz hasta la iglesia?
-No es de tu incumbencia, Richard. No es asunto tuyo por qué la quiero -respondió Jonathan, molesto.
-Bueno, lo mismo da, porque no puede ser tuya.
-¿Ya la has vendido?
-No, no la he vendido, pero la he prometido. Le dije al doctor Wilkinson que sería suya. Ya lo sabes.
-¿Te va a pagar cuarenta y cinco?
Rushout asintió.
-Te doy cincuenta.
-No insistas. El acuerdo está cerrado. Será para el doctor Wilkinson. Si la hubiera sacado al mercado me habrían dado noventa, o mucho más, con toda probabilidad. Es la yegua mas hermosa, de su tamaño, que he visto jamás. Y he decidido que sea del doctor Wilkinson, y a buen precio, porque -añadió bajando la voz- ningún otro médico de las inmediaciones habría hecho lo que él hizo por Jane.
-Decide tú la cantidad, y te la daré. Te ofrezco cien -insistió Jonathan.
-¿Estás loco?
-Te digo que la quiero.
-Y yo te digo que no es para ti.
-¿Cuándo se la llevan?
-Mañana por la mañana.
-Volveré esta tarde. A lo mejor entonces has cambiado de idea. Y, tras decir estas palabras, salió a la calle con paso decidido.

III
Pero Jonathan no volvió al Bear en toda la tarde. Porque a la hora del ocaso, mientras encerraba unas ovejas en un campo pelado y lleno de nabos medio mordisqueados, oyó que el paso sonoro de la yegua blanca se acercaba a él por el camino. Sí, era ella: ya la había esperado muchas veces, atento a sus movimientos por el camino. Detrás, en la calesa, con un amplio abrigo de color mostaza, iba el doctor Wilkinson. Cuando vio a Jonathan, tiró de las riendas y le dijo por encima del seto:
-¿Cómo van esas ovejas, Hays?
Pero Jonathan hizo caso omiso de la pregunta. Estaba estudiando a la yegua: las patas rectas, esbeltas, nervudas; el cuerpo ágil y bien torneado; la cabeza algo pequeña y erecta; el cuello arqueado y las orejas levantadas, mientras, de tanto en tanto, exhalaba vaharadas por el ollar tembloroso.
-A que es preciosa -dijo el médico, siguiendo la mirada de Jonathan-. Vive Dios que cuesta llevarla. Ha estado diez días sin que se le ponga un varal. Por lo deprisa que va, parece que no ha estirado las patas desde la muerte de la pobre Jane Rushout.
Jonathan no respondió, y el médico prosiguió:
-¡Ay! No había una amazona más bella que Jane Rushout en todo el condado. ¡Aquello fue muy triste! Y Richard está muy desmejorado. Ojalá se pudiera hacer algo por él. Ha perdido el ánimo: se encuentra tan decaído como si todo hubiera sucedido ayer. Cuando mandé al mozo para que se llevara la yegua, estaba tan abatido como si se separara de su único hijo. Fue una pena que no tuvieran descendencia.
La yegua, que intentaba zafarse de la embocadura, empezó a piafar. El médico colocó la manta que tenía debajo de las piernas con el mango de la fusta y levantó las riendas para reanudar la marcha.
-Espere, doctor -le pidió Jonathan. Cruzó bruscamente el seto y puso la mano en el cuello de la yegua, le acercó la mejilla al ollar y le habló de manera suave y consoladora. Aquello se prolongó durante unos segundos, hasta que el animal levantó la cabeza bruscamente y Jonathan se vio obligado a separarse de él-. Que tenga un buen día, doctor.
-Usted también, Hays.
Jonathan observó la marcha de la calesa hasta que ésta dobló la esquina; entonces se pasó con rudeza el dorso de la mano por los ojos con tosquedad y volvió a entrar en el campo. Las ovejas levantaron la cabeza un instante y la bajaron para seguir mordisqueando los nabos. Cruzó los brazos en la parte superior de una valla, apoyó la barbilla en ellos y contempló lo que tenía delante. La barba rojiza le brillaba con el reflejo del sol poniente, y el gesto de sufrimiento reprimido otorgaba un curioso refinamiento a sus facciones marcadas. Y la tracería fantástica de un par de robles retorcidos destacaba en el resplandor como si fuera el incendio de una ciudad en el horizonte.

IV
Después de aquello, una obstinada combinación de calamidades tuvo muy ocupado a Jonathan: un brote de enfermedad entre las ovejas, sumado a la marcha inesperada del pastor y a la destrucción de una valla tras otra por una crecida repentina del río. A medida que su energía, pertinaz y a veces casi desesperada, vencía una dificultad, aparecía otra nueva.
A unos tres kilómetros de distancia, en el pueblo, la procesión de días anodinos desfilaba con lenta regularidad. Rushout sólo se levantaba por las mañanas para quedarse horas aletargado delante de la chimenea de la salita detrás de la barra, ora contemplando las ascuas, ora sumido en un necio sueño.
La voz estridente de la «escoba de mujer», según el mote que Jonathan le había puesto, le chirriaba en los oídos a todas horas, hasta que se decidió a echarla. Pero no puso en práctica su decisión y la estuvo retrasando, primero por una cosa, después por otra. A cada hora que pasaba, su indiferencia al mecanismo del pequeño mundo que le rodeaba se hacía más profunda.
Sin embargo, una mañana notó que la pelea de voces de la cocina cobraba mayor intensidad de lo habitual, y Mary, la doncella, se presentó delante de él, con las mejillas encendidas y la voz trémula de emoción. Dijo que no quería que la siguieran tratando como a un perro. Tenía intención de despedirse; ya lo había soportado demasiado tiempo. Cuando él protestó e intentó calmarla, la chica, prorrumpiendo en llanto, expuso un catálogo detallado, aunque espasmódico, de los abusos, la tiranía y los insultos a los que había estado sometida. «Todo esto no habría pasado si la pobre señora siguiera viva.» Ante esas palabras, Rushout sintió que su apatía se deshacía como una cortina de niebla, y la recuperación temporal de su antiguo ser le conmovió de manera extraña.
-Tranquila, muchacha, tranquila; no hace falta que se lleve usted un berrinche -dijo-. No voy a prescindir de usted. ¡Lo prometo! Prefiero despedirla a ella esta misma tarde antes que perderla a usted.
Tras tres o cuatro afirmaciones parecidas, la chica, apaciguada, regresó a la cocina.
Apenas había entrado en ella cuando el griterío comenzó de nuevo, con la misma crudeza, no, con mayor crudeza que antes. De pronto la puerta se abrió con violencia, y la otra mujer, con una pasión grotesca en el rostro avinagrado, irrumpió en la sala.
-Quiero hablar con usted, señor Rushout. ¿Es verdad que acaba de decir a la chica que prefiere prescindir de mí antes que de ella?
-Así es -respondió con una tranquila determinación no exenta de dignidad.
Durante casi un minuto la mujer fue incapaz de articular palabra.
-Entonces, debo entender que tengo que marcharme para agradar a esa mocosa.
-Sí, si es usted incapaz de no martirizarla de la mañana a la noche -repuso-. Es muy buena chica; lleva tres años y medio conmigo y su conducta ha sido prácticamente intachable, y mi mujer nunca se quejó de ella.
-¡Ah! ¿Conque es por eso? ¿Por eso quiere echarme a mí, que he trabajado como una mula para mantener el orden en esta casa mientras usted empinaba el codo junto al fuego? Su mujer nunca se quejó de ella, nunca se quejó de ella -repitió, imitando la entonación de Rushout-. ¿Y eso qué tiene de raro? A mí no me sorprende. ¿Cómo iba a quejarse, si se pasaba el día zascandileando por el campo?
Rushout se incorporó y se le acercó amenazante.
-¡Pardiez! ¡No se atreva a decir otra palabra en contra de ella! Usted es una mujerzuela, y no le llega ni a la altura del zapato.
-Y usted es un cobarde y un bruto. Le gustaría pegarme, ¿verdad? Pero, si me pone un dedo encima, lo denunciaré. ¿Quién es usted para insultarme? ¿Conque mujerzuela, eh? ¿Pretende insinuar que no me porto como debiera?
-No creo que haya tenido usted ocasión de comportarse de otro modo. -A Rushout le gustó la agudeza de su respuesta, con la que recuperó la serenidad.
La mujer estiró el cuello, como si fuera a soltar una andanada de insultos, pero cambió de impulso. Con una malevolencia intencionada y concentrada dijo:
-¡Es usted un pobre necio y un iluso, Richard Rushout! Ni siquiera sospecha que esa descarada con cara de muñeca le engañaba en cuanto usted se daba la vuelta. No sabe que lo convirtió en el hazmerreír de todos.
-Cierre esa boca de cloaca -bramó Rushout. La ira volvió a él con una intensidad tres veces mayor, y su rostro cobró la tonalidad morada de la apoplejía.
Pero la mujer no estaba dispuesta a callarse.
-¿Cómo se atreve a arrastrar por el fango a una mujer honesta y respetable? -replicó-. Ella era una pícara y una atolondrada. ¿Creía que se iba a dar por satisfecha con un borracho e inútil como usted?
-¡Miente usted como una bellaca!
-¿Así que miento? Ahórrese los insultos, Richard Rushout. Pregúntele a Jonathan Hays si miento. Pregúntele si nunca la abrazó. Pregúntele si nunca...
Un espasmo de sufrimiento atroz recorrió el rostro de Rushout: el veneno empezaba a surtir efecto. La agarró por las muñecas y la hizo postrarse en el suelo.
-No me callará, aunque me parta la cabeza -dijo ella entre dientes-. ¿Cómo se atreve a dejarme a la altura del betún? Adelante, pregunte a Jonathan Hays. Pregúntele adónde iba ella con esa yegua trotona, mientras usted se quedaba empinando el codo, rodeado de borrachuzos. Pregunte a Jonathan Hays, yo...
-¡Es usted un demonio! -exclamó Richard con un gutural grito de angustia, y la empujó al pasillo.
Después, mareado y aturdido, se desplomó en una butaca.

V
Rushout no volvió a ver a aquella mujer, aunque su voz resonó varias veces en la calle. Le mandó el salario y el importe del tren para que volviera a Newcastle, de donde procedía, a través de Mary, con el recado de que el ómnibus pasaría a llevar su equipaje a la estación. A continuación tomó una comida que consistió en carne fría, cerveza y queso, que le supo bastante insípida. A primera hora de la tarde la oyó marcharse. El traqueteo del ómnibus se perdió en la distancia y eso le procuró un alivio real; mientras la presencia de esa mujer en la casa siguiera incitando su rabia, no se veía capaz de calmarse y de sopesar, con tranquilidad, la angustia nueva de la duda. Y eso era lo que ansiaba hacer.
Ahora que todo volvía a estar en calma, descolgó la fotografía de la pared y contempló los ojos larga y seriamente. No le revelaron nada. La inocencia cándida de esa mirada parecía transmitir primero ternura, después sorna. ¿Cuál de las dos era la verdad? Dejó la fotografía en la mesa, volvió a la butaca y empezó a repasar los pasados acontecimientos. «¿Adónde iba cuando salía a cabalgar?», había dicho la mujer. «La yegua blanca.» Recordó la primera vez que la montaron juntos, el día después de que él la comprara: una mañana helada y despejada en la que el sol brillaba con frialdad en los setos blancos. También otra ocasión, la semana de la Muestra de Agricultura; después de la comida enfilaron la carretera del norte para ir a una granja en la que él tenía unos asuntos; ella llevaba las riendas y él fumaba a su lado. Cuando llegaron ella no quiso entrar, aduciendo que la yegua estaba demasiado acalorada para quedarse quieta, y él, orgulloso por esas eficientes atenciones con el animal... él mismo le pidió que llevara un recado a casa de Jonathan a propósito de unas vaquillas que iba a presentar al Premio Presidencial. Quizá... ¡Por todos los diablos! Mentalmente los vio a los dos abrazados. Contempló toda la escena como si se desarrollara delante de él: ella se entregaba con todos los gestos y caricias que él conocía, hasta que esa nitidez se volvió casi insoportable. Cogió de nuevo la fotografía. Debajo de esa leve sonrisa acechaba un abismo de corrupción sofocada; en los labios entreabiertos detectó la huella de los besos de Jonathan. Rodeado, como si dijéramos, por todos los frentes, apeló como último recurso a los recuerdos de su vida en común; pero éstos, obstinadamente vagos e imprecisos, no le sirvieron de nada, y su fe en ella, perdiendo el sustento de manera irremediable, se precipitó en el vacío. Entonces, gracias a tanta intensidad, su deseo de establecer la certidumbre del engaño se vio recompensada. Fragmentos de conversaciones, encuentros y exclamaciones azarosos, todos aparecían cargados de pistas inculpatorias. Incluso interpretó observaciones intrascendentes como nuevas pruebas de la culpa.
Y, si había sido con Jonathan, ¿por qué no con otros? Con Mike, que andaba todo el día entrando y saliendo de la casa; con este o aquel conocido. La desmesura satánica de su imaginación daba vueltas y más vueltas, hasta que, en el culmen del sufrimiento, se dio cuenta de que la detestaba con virulencia. Ese descubrimiento le incomodó, y, mediante un proceso rápido e inexplicable su cabeza se concentró en la conveniencia de probar una nueva mezcla de whisky, cuyo prospecto le había llegado esa mañana. Durante un rato todo lo demás se difuminó y fue olvidado; aparte de ese nuevo rumbo de pensamiento, tenía la mente en blanco. La bebida era más barata, desde luego, pero el transporte resultaría más caro, a no ser que pidiera una cantidad grande. Pero el sabor no le convencía. Mientras reflexionaba, se le ocurrió consultárselo a Jonathan. El dolor volvió a asediarle de inmediato con pleno vigor. Y la sucesión de dudas torturadoras comenzó de nuevo, cada vez con una tanda nueva de detalles, con nuevos pretextos para el sufrimiento. Esa noche, en su ansia por olvidar, se acostó borracho. Y llevaba años sobrio.

VI
No se esforzó en conseguir pruebas nuevas. La semilla de la sospecha germinaba en su cabeza con el crecimiento exuberante de una mala hierba; al mismo tiempo, la devoción por la mujer muerta reaparecía con toda la gravedad de su profundidad, y él oscilaba sin transición entre las reflexiones sobre el engaño y los tiernos recuerdos de su personalidad. Era imposible zafarse de la pesadumbre de la existencia sin ella; la anhelaba día y noche; si ella pudiera volver, la habría compartido con Jonathan de buen grado. En esas lentas divagaciones a veces contemplaba esa posibilidad, y la reflexión no resultaba dolorosa en absoluto. Jonathan... No había decidido qué actitud adoptar con él la próxima vez que se vieran; en realidad no sabía si albergaba sentimientos de venganza o no. Sencillamente, no pensaba en él en tiempo presente, sólo lo relacionaba con ese pasado junto a ella, que todavía lo era todo para Rushout, y ahora la certeza de esa relación era absoluta.
Al cabo de cierto tiempo tuvo la sensación de que llevaba muchos días sin verlo, y dejó de esperar su llegada un día tras otro. Supuso que se debía a la entrega de la yegua blanca al doctor Wilkinson, y ya no le molestó su insistencia por hacerse con ella, aunque el motivo ahora estaba clarísimo. Pensar que el médico se la había llevado ya no le producía satisfacción, porque sabía que Jonathan le habría prodigado muchos cuidados. Lamentó haber sido tan tajante.
La depresión le abrumaba más por las mañanas, cuando se despertaba y se enfrentaba a la fatigosa y triste perspectiva del día que le esperaba. No le importaba ni un ápice que el número de clientes del negocio disminuyera a diario, que todos los rincones mostraran una señal de suciedad o de dejadez. Todo lo que fuera ajeno a las necesidades físicas le resultaba cada vez más indiferente. Y la esperanza de ver a Jonathan era el único acontecimiento diario que le quedaba.
Un domingo por la tarde, en torno a las seis, empezaron a caer lenta, silenciosamente, grandes copos de nieve; cuando los fieles salieron en tropel de la iglesia de torre cuadrada, una gruesa y suave alfombra blanca se había extendido por el suelo. Rushout se abrió paso a empujones entre el grupo, se detuvo en el porche, se abrochó el abrigo y echó a andar a toda prisa por la calle, con toda la energía que su desgarbado andar le permitía. Cuando abrió la puerta batiente del Bear, lo primero que oyó fue la voz de Jonathan:
-Podéis llevaros la carga el martes por la mañana -decía.
-De acuerdo, señor Hays, convenido -respondió otra voz.
Rushout se dirigió directamente al Salón Comercial, de donde procedían las voces. Al entrar, el tercer hombre lo saludó con la cordialidad debida al dueño, pero Jonathan no dijo nada. Rushout se quedó indeciso: la imagen de esa barba y de ese rostro pálido le producían una agitación inesperada. Le recordó el pasado y le inspiró, por así decirlo, un cambio de perspectiva que le causó una gran emoción. Descubrió que la fisonomía de Jonathan tenía algo ofensivo, de un modo violento, imperioso. Aun así, no fue de inmediato cuando se hizo eco de esa impresión, tan abrumador fue su carácter inesperado.
El tercer hombre les dio las buenas noches y la puerta se cerró ruidosamente detrás de él.
Casi de inmediato Jonathan, desastrado, con un traje de los domingos que no era de su talla y un sombrero negro y tieso, se dispuso también a marcharse.
-Hace una noche desapacible -farfulló.
-No, no puedes irte -dijo Richard con voz baja pero decidida. Y le cerró la salida-. Vuelve a sentarte.
El granjero obedeció. Manoseó el sombrero en el regazo: una mueca le recorrió el rostro y desapareció. Resultaba evidente que sabía lo que le esperaba.
Aguardó con resignación e indiferencia. Rushout seguía demasiado agitado para decidir por dónde empezar. Por fin, cuando el enfado venció al estupor, rompió el silencio y preguntó:
-¿Cuándo se interesó por ti?
Jonathan se revolvió en el asiento con ruidosa incomodidad.
-Todo empezó en la merienda campestre de los Forrester, hace tres años.
-¿Dónde la veías?
-En la vieja casita de Coney Standish, en la carretera del norte.
El golpe fue severo, pero Rushout no torció el gesto. Todas las señales exteriores de su zozobra habían desaparecido.
-Me podrías haber dejado la yegua -prosiguió Jonathan, incapaz de acallar la idea amarga que ocupaba sus pensamientos.
-¿Con cuánta frecuencia la veías? -preguntó Rushout, haciendo caso omiso del comentario.
Jonathan se detuvo a reflexionar.
-Casi siempre los lunes y los viernes.
A Rushout le sobrevino una idea repentina.
-¿La viste mientras yo estaba en el funeral de mi padre?
Jonathan asintió.
Se quedaron callados largo rato, como si no advirtieran la presencia del otro. De improviso, Rushout levantó la vista; el contorno de los ojos se le había quedado pálido, se le habían formado unos círculos anchos y blancos y en las dos mejillas tenía unas intensas manchas rojas. Parecía haber tomado una decisión importante, pues todo el gesto le había cambiado.
-Jonathan Hays -dijo solemnemente-, en este mundo no cabemos los dos.
El granjero no respondió. Nada en su rostro revelaba si le había escuchado o no.
En esta ocasión el silencio fue el más largo de todos; Rushout continuó:
-Estaré en la encrucijada de Helton a las diez.
Jonathan descruzó las piernas lentamente y se dirigió a la puerta. Mientras franqueaba el umbral dijo abruptamente:
-Allí me encontrarás.

VII
Después de que cayera la oscuridad de la noche, violentas ráfagas de viento empezaron a recorrer el campo, misteriosas, ataviadas con jirones de un blanco fantasmal. Los innumerables copos de nieve, que antes se habían detenido, volvieron a aparecer, huyendo del viento; los árboles grandes movían las ramas como si los atravesara el dolor; los árboles pequeños se retorcían y adoptaban formas extrañas y fantásticas.
En el Bear, cada vez que el viento trazaba su enloquecido recorrido por la calle del pueblo, las ventanas repiqueteaban y el humo entraba en la sala, por debajo de la repisa, en densas nubes, como si se retirara para no enfrentarse a la tormenta de fuera. Rushout se llevó el vaso a los labios con pulso titubeante, y se dio un golpe en la barbilla con el borde.
Las manecillas del lento reloj casi marcaban las diez. Ya tenía que salir a enfrentarse con Jonathan en la encrucijada. No sabía muy bien lo que sucedería allí; tenía la vaga idea de que algo tenían que arreglar, pero poco le importaba. Jonathan le había perjudicado, y la conciencia del agravio conjuraba dentro de él un espíritu pendenciero que exigía una hostilidad violenta e impulsiva.
El embate del viento dio paso a un gemido de congoja: la ventana tembló con furia en el marco. Demasiado aturdido para salir a la tormenta, se sirvió un poco más de bebida.
Dieron las diez y media antes de que se pusiera el sobretodo y se embutiera el sombrero torpemente en la cabeza. Salió a la calle y de inmediato le abatió la fuerza cegadora del viento y de las ráfagas de nieve: se tambaleó, y no cayó al suelo porque se agarró a la pared. Se detuvo y recuperó el aliento. Tenía los sentidos lo bastante embotados para que no le importaran el frío penetrante de las rachas ni la humedad helada de la nieve; además, el esfuerzo de no caer requería toda su atención.
Se detuvo al lado del parapeto del puente, luchando desesperadamente por recobrar las facultades. Lo inusitado de la tormenta acentuaba su estupor. Detrás de él, en la oscuridad, se agolpaban un sinfín de copos de nieve; delante, también en la oscuridad, desaparecían. ¿Dónde estaba? ¿Había cruzado el puente? Sabía que el aire de la noche lo había embriagado. Lo espabiló la vaga sensación de un propósito sin cumplir: debía vengar la memoria de Jane. Y volvió a emprender la marcha. Cruzó el puente e incluso subió la cuesta del otro lado, aunque el recorrido le ocupó mucho tiempo.
Ahora el frío empezaba a calar en él. La encrucijada estaba apenas a cien metros. Pero no sabía en absoluto dónde estaba. Tropezó con algo y cayó de cabeza en la nieve.
-Lo vi hecho un ovillo en la cuneta; si no me hubiera parado, aún estaría ahí tirado -dijo el arriero.
-Vamos a dejarlo en el sofá, así -propuso el mozo de cuadra-. Pásale los brazos por debajo... eso.
-Pues no pesa nada éste -observó el arriero mientras depositaban el cuerpo.
-¿Cómo ha llegado allí? -preguntó la doncella.
Las tres figuras estaban hombro con hombro. El farol del arriero se encontraba encima de la mesa: era la única luz que había.
-Enciende una de esas velas, echémosle un vistazo -propuso el mozo.
La doncella le obedeció.
Pero la corriente convirtió la llama en una chispita.
-Cierra la puerta, la puerta de la calle. ¡Escuchad el viento!
-Tiene un golpe feo en la frente -observó el arriero.
-Lo mejor será llamar al médico -propuso la doncella.
El mozo salió.
-Sólo está atontado, nada más -dijo el arriero-. Creo que le voy a desabrochar el cuello.
Cinco minutos después el doctor Wilkinson estaba con ellos y daba instrucciones a los dos hombres para que lo acostaran en el piso de arriba. Una vez hecho esto, el arriero prosiguió su camino.

VIII
No quedaba ni rastro de la nieve; el sol brillaba cálidamente en los tejados de delante; dentro ardía un fuego incandescente en la salita de detrás de la barra, y enfrente, tendido en la butaca habitual, estaba Rushout. Una barba incipiente transformaba toda su fisonomía, cubriendo a veces la aspereza, añadiendo otras vitalidad. Desde que enfermara, su rostro rubicundo había palidecido considerablemente. Después del delirio febril había llegado la agradable laxitud de la convalecencia.
Mary andaba atareada por la sala mientras contaba diversos chismorreos del pueblo que había ido acumulando en la quincena anterior.
-Y el señor Hays también -decía-, ha venido casi todos los días a ver cómo estaba usted. Yo lo invité a que subiera muchas veces, pero él temía molestarle. Seguramente vendrá esta tarde; le dije que estaba usted a punto de bajar.
Irreal, impreciso como un sueño, Rushout recordó el pasado: la tormenta, la nieve blanca, el camino resbaladizo, la historia de Jonathan y Jane... Jonathan y Jane; se quedó pensando en ellos, sin ira, sin amargura, sin tristeza. La debilidad física le inspiraba emociones indolentes, y esa indolencia frenaba cualquier sentimiento que no fuera el de una benevolencia pasiva. El asunto sólo le producía una curiosidad perezosa.
Oyó el portazo triple de la puerta batiente, y vio a Jonathan delante de él.
-Mire, señor Hays -exclamó la muchacha-, al final ya ha bajado.
-Jonathan, estoy muy contento de verte -dijo Rushout sin darse cuenta, y, por un instante, las palabras parecieron un poco extrañas.
El granjero le cogió la mano con una cordialidad sincera; cuando sus miradas se encontraron, la barba roja y el rostro pálido de Rushout parecían extraños y a la vez familiares.
-No te habría reconocido, Richard; con esa barba tienes otro aspecto. -Se sentó delante de él y añadió-: Mary, un chorrito de whisky escocés, del mismo que tomé ayer.
-¿Qué te parece la bebida? -preguntó Rushout.
-A mí me gusta. ¿Te encuentras débil?
-Sí, un poco.
-Te diste un buen golpe.
-La verdad es que sí.
-¡Caramba! ¡Menuda noche hacía!
Richard le miró inquisitivo pero no dijo nada. Simultáneamente apareció ante los dos la imagen de la mujer muerta: para Jonathan nítida y viva, para Richard medio borrada por el paso del tiempo. Cada uno recordó que el otro la había hecho suya, y, en ese momento, se sintieron unidos de manera intuitiva: los dos se dieron cuenta de que ansiaban hablar de ella, de oír al otro al pronunciar su nombre. Esta sensación era más intensa en Jonathan, y por eso empezó él.
-Richard, fue una mujer espléndida.
-Desde luego. Un cabello magnífico...
-Sí, pero lo más bello eran los ojos.
-Negros, negros como el azabache
-¿Te fijaste en las pestañas?
-Y cómo se vestía: era la más elegante de las damas. ¡Y la que más entendía de caballos!
Hicieron una pausa.
-Richard -prosiguió al fin Jonathan, en un tono alterado-, la yegua blanca se ha quedado coja.
-¿Coja? -Rushout se incorporó de un respingo mientras repetía la palabra-. ¿Coja?
-Tiene una torcedura grave en el tobillo trasero. El médico dice que ha estado dando coces en el establo.
-Menuda tontería -repuso Rushout, enfadado-. ¡Dando coces! Pero si es tranquila como una oveja. La ha forzado demasiado, eso es lo que ha pasado. La ha hecho pasar demasiadas veces por el empedrado. No es digno de llevarla.
-La voy a sacar para que paste.
-Ah, ¿sí? ¿Y el médico? ¿Ya no la quiere?
-Se ha deshecho de ella. Se ha dado cuenta de que no aguantaría su trabajo.
-¿Y eres tú quien la ha comprado?
Jonathan asintió.
Rushout dijo pensativo:
-Jonathan, me alegro mucho. Siempre he lamentado no habértela vendido a ti el primero. Creo que, en caso de deshacerse de ella, Jane habría preferido que fuese tuya.
-Y no olvidemos que en su lecho de muerte te pidió que cuidaras bien al animal. Yo lo habría dado prácticamente todo para que no sufriera ningún daño -respondió Jonathan en tono de reproche.
-Sí, lo sé -dijo Rushout, arrepentido-. Pero un momento después preguntó-: ¿Recuerdas cómo se alteró el día en que yo quería darle permiso al joven Will Dykes para que llevara la yegua?
-Desde luego.
-¿La cortejabas ya entonces? -preguntó con una timidez titubeante.
-Fue la primera vez que me besó -respondió Jonathan, desafiante.
-¿Cuándo?
-Mientras tú recogías la nueva alfombra de piel.
-¿Por qué elegisteis la vieja casita de Coney Standish?
-No lo sé exactamente. Hubo muchas razones: es una historia larga. Lo que sí sé es que nada me impide contártela. Creo que lo mejor es no guardármela.
-Sí, tienes razón. Sabes que no te tengo rencor. Pero espera a que la chica me sirva otro chorrito de esa cerveza fuerte. Te refresca mucho cuando tienes fiebre.

This entry was posted on 08 marzo 2015 at 20:26 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

2 comentarios

comentario de prueba de verdad te aparecen, en mi blog que uso la misma plantilla no me aparecen los comentarios ni un formulario como este, que hiciste ¿puedes ayudarme?

17 de marzo de 2015, 16:55

Hola Saulo.
Parte de tus problemas creo que están en la configuración básica de blogger que tienes, revísala. Otra parte se debe a cuestiones de la palntilla. La plantilla de este blog tiene muchas modificaciones con respecto a la original, se fueron corrigiendo muchos defectos. Ya no sabría decirte paso a paso qué corrige qué. Además, el paquete de gráficos original también lo modifiqué ya que muchos de los que figuran no se utilizan (también modifiqué su alojamiento). Si me dices cada problema específico que tienes, intentaré recordar el cambio que lo corrigió, necesitaré un poco de tiempo y no te aseguro que consiga recordarlo. Si me dejas una cuenta de correo aquí (no la publicaré), me pondré en contacto contigo y veremos qué podemos hacer.
Un saludo.

18 de marzo de 2015, 7:29

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